Contemplación y redención

Juan bautista
Icono de Juan El Bautista

Es necesario profundizar la contemplación para así cumplir con nuestra misión de iluminar con la palabra.

Porque la eficacia transformadora de la predicación y el testimonio, surge del silencio contemplativo, que es agredido y asediado de continuo por la época; orientada al industrialismo y la razón.

Nuestra relajación es consentimiento a la vanidad del mundo. Necesitamos volver a la oración profunda mediante el creciente despojo de lo superfluo. Nos es preciso vencer las tentaciones de lo insubstancial.

Es muy necesario para nosotros, monjes llamados a lo contemplativo, regenerar la experiencia interior desde la cual se produce la inflamación que da testimonio y que predica.

Cuando todo lo que hacemos nace de la experiencia personal del Espíritu Santo, los que nos rodean creen y se convierten a Dios. Nos parece difícil la redención en este siglo caído y vil porque esa redención no se ha producido en nosotros.

O, porque habiendo resucitado Cristo un día en nuestros corazones, en aquél luminoso momento de la profesión; ha vuelto a ser crucificado por nuestra pereza y nuestro olvido y el burdo sensualismo.

No hay fundamentos para abandonar el puerto seguro de la impasibilidad en la adoración, no hay razones buenas si nos alejan del sagrario.

Unámonos a Cristo en el corazón amante para no ser corrompidos por la ponzoña de la lógica materialista, que parece triunfar cada vez que se invoca la razón sobre la fe.

En el desierto clama una voz que pide preparar el camino del Señor, enderezando nuestra conducta.

Si dejamos todo apoyo perceptible, refugiándonos en Aquél que está detrás de todo, habremos entrado en el desierto. En el mismo momento en que depositamos nuestra entera confianza en Él, nos encontraremos rodeados de desierto. Allí vive el tentador pero también el bautista que anuncia la próxima venida y exhorta a prepararse mediante purificación.

En ese momento solitario, en medio de la vastedad de la nada, surge clara la conciencia del pecado. Es en esta inmensidad abismal, al abrirse la extensión inconmensurable hacia arriba y en toda dirección, cuando alumbra la conciencia de la pequeñez, se hace patente la ignorancia y grita el alma por cobijo y amparo.

El desierto es el ambiente propicio para la iluminación que purifica para siempre al corazón, porque es el reflejo exterior de la pobreza espiritual.

A través de la simplicidad se llega a los lugares yermos donde gobierna la aridez. Allí nos unificamos en el deseo de lo Alto, al evidenciarse la desnudez de nuestra mezquina individualidad. En esta intemperie tan inclemente se agiganta el misterio que lleva el hombre dentro.

Porque tamaña orfandad y tan abyecta soledad no pueden sino equilibrarse  con portentosa bondad, con apresurado cobijo, con crecida y eterna redención.

Porque la redención y la salvación de Cristo son respuesta al gemido de la humanidad de todos los tiempos, al clamor de estos, nosotros, los caídos.

Por eso, el bautista, representa a esa parte de la humanidad, que arrepentida exhorta a la conversión y anuncia la venida.

Ateniéndonos a lo necesario y abandonando todo deseo anunciemos la salvación que se acerca, porque se viene El Señor nuestro Dios, acercándose vertiginoso desde la incalculable distancia de la perpetua cercanía. ¡Anunciemos la venida del Cristo, el retorno del Señor!

Porque en el silencio del corazón hemos escuchado el latido de Su amor y porque nuestro pequeño cuerpo se quema ya como devota luminaria.

El arrepentimiento permite recibir la Divina Presencia y acoger El Espíritu Santo, que transita los desiertos produciendo tormentas, mutando las formas.

Encontremos la disposición del corazón que abre los sentidos a la gracia, cumpliendo así nuestra original función, como cálices del divino fluir de lo existente.

 

Ego y Ascesis

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