Intruso en la familia

Marcos 15, 21-22

(Relato breve de un hecho real)

De rostro adusto, figura voluminosa, voz algo aflautada por la tensión continua,  Eliana no era la cúspide de lo amable en sus maneras.

No era ese tipo de persona que mueve a simpatía, que provoca ganas de pasar el rato, de recrear momentos tejiendo una amistad.

Con aires de suficiencia intentaba bastarse a sí misma en la higiene y la medicación, pero el cáncer que corroía sus pulmones y desgranaba sus huesos se lo dificultaba.

La calvicie en las mujeres, provoca cierta herida en la autoestima que difícilmente los pañuelos de colores podían mitigar. Eliana tenía poco más de cuarenta y algunos kilos de más que los corticoides no contribuían a disimular. Algún rastro de vanidad proyectaba sus afanes en las uñas, pintadas cuidadosamente de rosa subido y en los frecuentes cambios de diseño de los pañuelos, que cubrían su calva reciente.

Tenía dos hijos entrando en la adolescencia, varón y mujer, cálidos, temerosos y doloridos por la situación. Los tres habían vivido solos y juntos desde que el papá se fuera para no volver, hacía más de nueve años.

El cáncer se instaló un día sorpresivamente en el cuerpo de Eliana, en la vida y en la mente de los tres. A los pocos meses no pudo sino internarse en nuestra clínica dejando los niños al cuidado de una tía que designó el juez. Los chicos no querían a la tía y no querían al juez y hubiera sido difícil determinar cuál era más desalmado de los dos.

Cuando volvían a estar juntos, los días de visita, la situación era tan extraña que el desconsuelo los separaba minando la precaria relación. Es que ella, en lo íntimo, se creía responsable de estar enferma por alguna culpa remota – no soy buena persona – me decía a veces. Se ponía a indicarles a los niños lo que debían hacer queriendo asumir nuevamente el papel de madre y negando lo que sucedía les anunciaba su pronta salida. Era todo un clima feo, enrarecido.

Los niños sin poder evitarlo, en algún punto de sus mentes, también la culpaban de la destrucción del mundo que habían tenido. Permanecían mucho tiempo silenciosos mirando la tele, no encontrando qué hacer ni que decirse, con la muerte no explicitada tan cercana.

Estas visitas eran particularmente agónicas para todos, incluidos los que estábamos al cuidado de los pacientes. Sin embargo era obvio que se querían mucho; nosotros, ajenos, no sabíamos bien como ayudar. Cuando llegaba el momento de la despedida instintivamente esquivábamos la habitación.

Empezaban a sentirse los gritos de desesperación, el llanto de los chicos…se mezclaban en un revoltijo de abrazos en el medio del pasillo, formando un centro sufriente,  un conglomerado de dolor.

Cuando llegaba la tía para llevárselos, los llantos se hacían chillidos y ella los seguía hasta la puerta y a mí me parecía que representaba todo lo injusto de la vida y del mundo, me parecía increíble entonces que Dios no se presentara a remediar la situación.

A veces me pasaba, que iba al baño a llorar un poco y mientras lo hacía me daba cuenta que lloraba mi temor y mi espanto a que me pasara lo mismo. Mi mente no podía siquiera concebir como enfrentaría yo una situación similar. Al fin de cuentas, uno siempre llora por uno más que por los demás, me decía un punto de auto-observación anclado a un costado de la conciencia.

Enfermarse e ir muriendo lento es duro trance; pero mientras se muere, ver como los hijos sufren, es mucho más doloroso.

Eliana tardaba un rato largo en calmarse y nada de lo que hacíamos mitigaba su dolor. Ansiosos esperábamos la hora, en que por receta, debíamos darle morfina; el sopor posterior era un bálsamo para todos que nos hundíamos en pesado silencio.

Una tarde la vi intentando vanamente acomodar sus cosas en el placard, quería irse. Nos costó convencerla de que ya no tenía tampoco esa libertad. Se hubiera desmayado a las pocas cuadras y además legalmente no podíamos dejarla salir sin el alta médica.

Un tiempo después la empezó a acosar el miedo a dormir. Temía ya no despertar. Se quedaba entonces largas horas en el sillón, en una esquina del pasillo, mirando fijo la puerta de salida. Por orden de la dirección empezamos a cerrar con llave el acceso a la salida.

Yo, en mi interior le daba derecho a irse, a enfrentar lo que quisiera enfrentar, pero no podía hacer nada, carecía de toda autoridad en la clínica. Una tarde vino y se sentó a merendar con las enfermeras y voluntarios. Fue toda una transgresión que nadie se atrevió a destacar. Era impensado que los enfermos, siempre sospechosos de estar contaminados de algún modo, comieran con nosotros. Rompía todas las normas de bio-seguridad.

Fue su último acto de rebeldía con la enfermedad. Unos días después, perdió la conciencia y ya no la recuperó.

Por supuesto ya no usaba pañuelos para la cabeza, ni se pintaba las uñas y no le importaba que un varón, a veces, le cambiara los pañales. También permaneció ajena a los niños, que dejaron de venir por orden del juez.

Una madrugada dejó de respirar.

En aquel entonces, en todo eso, percibía la ausencia de la sagrada presencia y esto me hizo más viva la búsqueda del sentido, el deseo de encontrar la función del dolor, componente primario de un mundo que no comprendía.

Se me hizo costumbre en los momentos de descanso sentarme en la capilla. Iluminada solo por la pequeña luz que anunciaba al Santísimo en el sagrario, se veía la cruz de madera labrada con el Cristo colgado. Fijando en Él la mirada desconcertada por lo vivido, principió a alumbrar cierto significado.

elsantonombre.org


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Fraternidad de Tiberíades

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7 Comments on “Intruso en la familia

  1. Querido hermano: permíteme estas líneas para agradecerte toda la cercanía y apoyo que me has manifestado en estos días. Te he tenido muy presente. No se me va de la cabeza tu carta cerrando el monasterio. Creo que ha sido la petición que más he presentado al Señor. En algunos momentos me ha sido muy dificil aceptar toda su voluntad y siempre acababa igual » Dios sabe más» «Dios lo sabe todo» y en esa debilidad y abandono aparente, se encuentra la fuerza. Estoy convencido de que la oración de tantos amigos en la red que me han manifestado su aliento es la responsable de que la luz no se apagara en momentos de gran ventisca. Sigo débil y necesitado. Sigo contando con su oración.Un abrazo en el Señor

    • Enhorabuena! por esa recuperación rápida, que aunque dolorosa como cuentas, te permite estar otra vez detrás de la PC haciendo tu apostolado.
      Me gustó mucho esto que dices en tu blog: «Hemos logrado formar un buen grupo de blogueros unidos. No estamos escribiendo solos, vamos encontrando una familia para lanzar al mundo, un mensaje de esperanza y de fe».
      Es una idea potente que por lo que veo han concretado. Nos sumamos gustosos a esta familia.
      Un abrazo Angelo, Si Cristo contigo, ¿Quién contra ti?

  2. En una conferencia sobre la resiliencia a la que asistí ayer se comentaba que lo importante para superar situaciones de este tipo no es preguntarse por qué sino para qué. A veces no se obtiene la respuesta pronto, pero al cabo del tiempo aparece.

    Otro concepto que me llamó mucho la atención fue el de «apego seguro». La relación que une a los hijos bien atendidos con sus progenitores. Es lo que manifiestan los hijos por su madre y que no sienten por su tía en este relato y que provoca las escenas tremendas de separación. Los niños desatendidos que son acogidos no experimentan ningún tipo de dolor por la separación. El sicólogo, creyente, denominaba a ese concepto, «el pegamento divino», lo que puso Dios en los hombres para mantener a la Humanidad unida.

    Un blog muy interesante.

    • Muy interesantes los datos que aportas. Particularmente significativo me parece el concepto de «pegamento divino» al que haces referencia.
      Agradecemos tu participación y muy instructivo tu blog.

  3. Una amiga, muy piadosa, tuvo a una tía enferma durante un mes; iba al hospital a diario. Salía sobrecogida del dolor. Me decía: «¡cuánto dolor he visto!». Sólo a la luz de Cristo, la aparente oscuridad cobra sentido y se ilumina, pero no siempre uno es capaz de verlo. No siempre.

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