Retorno al origen

El Espíritu ora en nosotros...

La historia del salmón


Pocos ignoran el sorprendente trayecto vital del salmón, ese gran pez de los ríos y de los mares cuya epopeya ascensional evoca sin duda uno de los arquetipos más profundos de la realidad: la orientación y referencia innata de la criatura al Creador, inscrita en la estructura del corazón humano y aun en el inconsciente universal de todas las criaturas.

Había nacido en las fuentes originales de los ríos, situadas en las altas montañas, en un paraíso incontaminado de rocas vírgenes y aguas de cristal. Allí transcurrió la primera etapa de su vida, en la felicidad inconsciente de la infancia, totalmente fusionado con la Madre Naturaleza, que le acogía en su seno cubriendo todas sus necesidades, como una imagen creada de la providencia infinita de Dios. Poco a poco fue creciendo, y su identidad personal empezó a desarrollarse.

La vida se le ofrecía entonces como un campo abierto, colmado de futuro y de posibilidades inéditas, sin más límite a las mismas que su capacidad soñadora. Hasta que un día, buscando su propia realización, se lanzó río abajo por la pendiente deslizante, alejándose para siempre de la infancia y del nido que le vio nacer, sumergiéndose en el gran océano, en las anchas aguas del mundo. Hasta aquí, su vida no ofrece ningún misterio y es una ilustración más del paso, que en todos se verifica, de la infancia a la adolescencia, y de ésta a la edad adulta.

En adelante, según dicen, su vida se desarrolla en el mar de los Sargazos, ese inmenso entramado de algas situado en el corazón del Atlántico norte, que evoca la complejidad de nuestro mundo, con su tupida red de relaciones e intereses, a veces confesados y tantas veces inconfesables. Poco importa si su existencia era hasta entonces feliz o desgraciada; poco importa si en su memoria anidaba o no una vaga nostalgia de los días de su niñez.

Lo cierto es que, en un momento dado, algo ocurre y hace «clic» en su interior, cambiando de orientación la brújula interna de su alma. Algo se enciende: una luz, un despertar, una toma de conciencia. Algo que se parece mucho a una conversión. Y con ello un impulso irreprimible de partir, de retomar al origen absoluto del que había surgido.

A partir de ese momento inicia una de las aventuras más admirables que podamos hallar en el libro de la naturaleza. Siguiendo un certero instinto, y a través de un viaje de miles de kilómetros, recorre en sentido inverso las aguas del océano hasta encontrar la desembocadura del mismo río por el que años antes se había deslizado alegremente.

Sin vacilar, se adentra en él y empieza a remontarlo. Según asciende, la corriente contraria le va oponiendo una mayor resistencia; pero la fuerza de su deseo es más grande que cualquier adversidad. Y este deseo lo tiene clavado en un único fin: las fuentes de las aguas, a las que debe llegar por encima de todo.

Con tenacidad indestructible, sin retroceder jamás ni rendirse un instante, va ganando terreno al río palmo a palmo, en una batalla encarnizada contra la corriente y los obstáculos que van saliendo a su paso. Unas veces son las cascadas de agua, alzándose como muros infranqueables; otras, los pescadores de la ribera lanzando sus anzuelos tentadores, con los que tratan de frustrar su marcha ascensional. 0 los osos del bosque, que en las partes altas del río salen en busca de una presa fácil, aprovechando la escasa profundidad de las aguas y el evidente agotamiento que por entonces muestra el menguado número de ejemplares que va logrando acceder a esos niveles.

Muchos dejarán la vida a lo largo del camino. Sólo los que tienen la suerte de alcanzar el fin, poco menos que exhaustos y casi con la mitad de su peso perdida por el tremendo esfuerzo, pueden asistir al último acto que corona la odisea: el baile nupcial, el desposorio y, tras éste último, la muerte… La muerte en el lugar mismo del origen.

El poder simbólico de esta odisea se revela en cada una de sus etapas. En primer lugar, hay que resaltar la fuerza de la llamada interior y la atracción irresistible ejercida por el origen en el fondo del alma. Imposible no escuchar, no partir y volver a las fuentes primordiales, al lugar donde nace y se consuma la vida. Donde nace y se consuma, y no sólo donde nace, porque el retomo al origen que llama y atrae es al mismo tiempo, y de modo misterioso, un viaje hacia la consumación y el destino último de la existencia.

El origen: el Origen divino, del que todo surge, es al mismo tiempo el Fin al que todo tiende y aspira a llegar para completar su realización. Todo sale de Dios como Padre y Origen, y a Él retorna como Destino y Fin. Salida y retorno, egresus et regressus, expansión y contracción, constituyen un movimiento fundamental inscrito en la estructura del espíritu humano y, de modo general, en la de todo el cosmos.

Ahora bien, si origen y fin son lo mismo, no lo son de la misma manera. Entre ellos media la distancia que se da entre lo embrionario y lo plenamente desarrollado. En el Origen, el ser es creado; en el Fin es consumado.

De hecho, el salmón no aspira en modo alguno a regresar al «paraíso original» de la infancia feliz, ni su objetivo es retroceder en el tiempo buscando introducirse otra vez en aquella placidez inconsciente que, según dicen, todos experimentamos en el claustro materno. Salió como niño, regresa como adulto. La infancia queda atrás para siempre, y en adelante al hombre sólo le es posible completar su ser desarrollando sus estructuras más plenamente humanas de conocimiento y de amor.

Y éstas no aspiran, desde luego, a autorrealizarse en una fusión impersonal y difusa con la Madre Tierra, sino que ascienden hacia otra unidad más elevada, de carácter esponsal, con quien ahora es percibido como Esposo, y Amado. Por eso, al llegar a la cumbre, los salmones se aparean, plantan la semilla de una nueva generación… y mueren, después de entregar el último jugo de su ser.

Desposarse y morir. Ése era el objetivo final del deseo que la voz suscitó en el alma, y el último acto que corona la gran odisea. Una muerte, por supuesto, cargada de fecundidad, que evoca ese morir a sí mismo en el otro característico del amor, y que es la única muerte de la que sale vida, por ser la expresión suprema del don de sí. Muerte mística también, si se quiere, pues morir a sí mismo en Dios es el sacrificio de amor más elevado que la criatura puede realizar.

Un amor que es al tiempo cruz desgarradora y crisis de todo el ser, pero en cuyo centro está depositada la semilla de la vida. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).«El que pierda su vida por mí, la encontrará para siempre» (Mt 10,39). De otro modo, cuando uno no quiere dar su vida, tarde o temprano se la arrancan, y entonces es la debacle del ser. Pero cuando la da, entonces se desposa y recibe la vida de aquel en quien ha muerto.

Extraído de: Monasterio de Las Escalonias

Enviado por Hno. Gabriel

de Frat. Monástica Virtual

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4 Comments on “Retorno al origen

  1. Vi una preciosa película sobre el tema, cuyo titulo no logro recordar

  2. ¡Ah! Si el Santo Espíritu no hiciera «click» en el interior,
    la nostalgia nunca se transformaría en esperanza. La esperanza jamás viajaría del corazón a los labios. Los labios jamás musitarían un débil sí. Y ese sí jamás sería tomado por el Creador para ser arrastrado hacia el origen.

  3. Esa luz, ese click que le hace remontar e ir contracorriente es el que debe alentarnos a imitar la misma actitud . Siempre , el ir arrastrado por la corriente supone un rendirse un ser engullido por la voracidad . ¡Que gran imagen para trasladar a nuestra vida espiritual!

  4. Hermoso y aleccionador símil.
    En el camino de la vida adquiero muchas cosas agradables otras no tanto, por ejemplo recibo el cansancio del pecado, y ese pecado me duele y me agobia pero al retornar a la casa de mi Padre descanso y gozo de su infinito amor y misericordia. En nuestra casa terrenal aquí en la Iglesia y en la Mansión de la Luz eterna en su presencia. Gracias por la belleza y realidad del mensaje.

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