¿Y si escuchamos lo que Dios y la humanidad piden?

Luis A. Gonzalo Díez, cmf.

Al concluir un «año dedicado a la vida consagrada», se acentúan unas cuantas convicciones para el presente y futuro de los religiosos. Es muy importante que en las conclusiones seamos prácticos y concretemos, lo más posible, las incidencias y consecuencias que descubrimos como novedosas para este momento. Hay una tendencia –bastante generalizada– que se conforma con recordar la cadena de valores que desde siempre y para siempre deben acompañar la vida de quienes se consagran a Dios. Creemos que no es lo urgente en este momento. Las páginas más bellas sobre la vida consagrada están ya escritas y, además, desde la Sagrada Escritura se han ido actualizando en la concreción de cada familia religiosa a través de sus constituciones.

Quizá ahora corresponda señalar aquellas interpelaciones que la realidad, llegada a este punto de la historia, están provocando en el corazón de misión de los religiosos y religiosas. Aquí sí pueden desprenderse algunas novedades que han ido cristalizando en este proceso de revelación para tiempos nuevos a través de sus consolaciones y desolaciones, sus mociones, alegrías y fracasos porque, todos ellos, forman parte de ese particular modo de escribir su historia de salvación el Espíritu Santo.

Interpelados

Es el primer paso para hablar de una vida consagrada necesaria para este siglo. La interpelación es la fuente que permite orientar el itinerario en un sentido u otro. Interpelados es sinónimo de afectados. Y afectados de comprometidos. Pocas seguridades han cristalizado como el llegar a entender que no basta la sucesión de palabras para transformar la realidad. La vida religiosa está interpelada porque consciente de vivir lo mismo que la «hermana humanidad», con ella, quiere ofrecer una respuesta actual, iluminada y comprometida.

Exige dejar discursos atemporales y cerrados. Discursos para iniciados que, por serlo, fueron arrinconando en los márgenes de la humanidad la palabra comprometida e incisiva de la vida consagrada, sin participación en lo humano, donde Dios quiere encarnar su divinidad. La vida religiosa que no se deja interpelar por la realidad, tampoco es capaz de vivir su compromiso y don como respuesta. Formula y consume su intrahistoria sin tener en cuenta que el sentido de la consagración es ser referencia, testimonio o manifestación de la cercanía de Dios con los hijos e hijas de cada tiempo y cultura.

La interpelación que viven los religiosos es la inquietud del corazón de quien entiende su identidad en misión. «Lo que te mande dirás… donde te envíe irás» (Jer 1,7). Este sentido de urgencia y envío infunden actualidad y contextualizan una respuesta que no es de fábrica sino de vida, posibilitando, a su vez, que la consagración adquiera matices y horizontes que previamente no tenía.

Las personas

El Año de la Vida Consagrada pensó en las personas y las personas respondieron diciendo qué esperan y buscan; qué sueñan y temen. Ha llegado el momento de escuchar todo y «quedarnos con lo bueno». Nos tememos que nos hemos quedado más en el «deber ser» que en el ser real. Hemos cuidado más las formas que los fondos. Hemos salvado el conjunto, sin entrar a la particularidad. Probable- mente no quedaba otra posibilidad a la hora de celebrar y gestionar un año tan especial. Congresos y publicaciones han jaleado las excelencias de una opción de vida de manera general y aséptica, casi sin rostro. Percibimos, no obstante, que a los consagra- dos no siempre los representa o ayuda ese discurso de términos, grandes principios o ejemplos proféticos y sorprendentes. Necesitan la concreción, la posibilidad, la dificultad y, también, la identificación personal. Un religioso o religiosa de nuestro tiempo necesita, para crecer, reconocerse en el texto. Necesita saber que se habla de él, en verdad, y no tanto de la imagen de laboratorio que solemos crear quienes escribimos sobre la vida consagrada. Necesita identificar que lo que esta viviendo es respuesta a la voluntad de Dios. No existe la vida consagrada formulada en rótulos, sino que existen hombres y mujeres consagrados. La comprensión de la persona con su pluralidad y su plural respuesta a la llama- da vocacional de Dios, es una consecuencia efectiva de que la vida consagrada ha entrado en este consolidado siglo XXI. Probablemente hemos admitido que hay que tener más cuidado cuando formulamos qué es lo que hay que vivir, asumir y responder. Seguramente hemos empezado a entender que no todos los pasos que afirmamos son verdaderamente interculturales. Quizá incluso esté abriéndose paso un sentimiento desconcertante: los grandes principios que sustentaron por años nuestras congregaciones no son tales si no hay personas que los protagonicen.

Hemos asumido que Dios no vacía de contenido a la persona, sino que la quiere siendo quien es y formulando en primera persona qué significa el don gratuito de la vocación con sus dos principios: la donación total de la existencia a la causa del reino y el permanecer de manera inquebrantable sirviendo de referente evangélico en medio de una humanidad.

Las comunidades

Si algo se ha visto cuestionado en la historia reciente es, sin duda, la comunidad. Se ha gastado el nombre y la estructura que la encarna en no pocos lugares y en casi todos los contextos. Tan peligroso es seguir ofreciendo una comunidad que no vive el discernimiento ni el diálogo interno, como seguir creyendo que cualquier suma de personas es comunidad.

Da la sensación de que la comunidad, como don evangélico, se valora más como sueño que como posibilidad real. No es negativa la esperanza sobre la comunidad que formulan los religiosos, pero es más limitada la posibilidad real que se le reconoce a la propia comunidad en la que uno vive. La estructura externa que sigue tejiendo las congregaciones y órdenes, además de sortear la convulsionada realidad de los números, se mantiene. Se cuida una estructura que perfectamente podría habitar si en la máquina del tiempo pudiésemos retrotraernos a los años 70 del siglo pasado. Entonces, como hoy, eran valiosos los tiempos de oración (personales y comunitarios); las reuniones comunitarias; el ministerio de animación del superior o superiora; el discernimiento; la revisión de vida; la corrección fraterna y la caja común… La única cuestión que ha cambiado es la persona. Con la consecuencia inédita y desconcertante de que manteniendo las claves de animación descritas, hoy su relevancia y significación en la vida concreta de cada religioso es circunstancial, muy matizada y, por supuesto, acomodada a una realidad previa, la personal, que solo se deja afectar por la comunitaria de manera colateral, tangencial o parcial.

Hoy, sin duda, es antes lo personal que lo comunitario. Una consecuencia de este Año de la Vida Consagrada es delimitar, dibujar y proponer qué comunidad para este presente y estas personas convocadas a significar el reino a través de la vida consagrada. No ha perdido fuerza el valor evangélico de la comunidad, pero sí hay un acuerdo tácito de que tal y como lo expresamos, ha perdido significación y resonancia.

Las presencias

La vida religiosa no ha perdido su tensión por querer hacer camino entre los más débiles porque sabe que es su sitio. Sin embargo, se experimenta una especie de «esquizofrenia» entre una realidad que es su sitio, pero que se queda ceñida a la documentación en la cual se apoya la reflexión y la espiritualidad; y otra realidad, cuando nos situamos en ámbitos que no padecen las inclemencias de una sociedad injusta. No perdemos un discurso social pero, sin embargo, nuestra vida no acaba de dejarse interpelar, como res- puesta, para vivir con y para el que padece injusticia. Al menos no en todas las presencias y personas. Hablar de la vida religiosa es hablar de un cuerpo vivo, comunicado e interdependiente. Por mucho que el discurso se empeñe en convertir la necesidad en creatividad; la inmigración en hogar; o los márgenes en lugares con vida, no será el horizonte real mientras no afecte a todas las comunidades y a todos los religiosos. Porque esta cuestión, lejos de ser sociológica o colateral, es teológica y sustancial. La escucha de los ecos del «Año» especial concluido no hablan de cambio, ni de transformación, hablan de ruptura y novedad.

¿Y si de la escucha atenta, empiezan a brotar palabras con vida? ¿Y si empezamos a reducir palabras y cuidamos las que nos identifican?… Cuando insinuamos que se abre un tiempo de ruptura, queremos que la ruptura sea real, intensa y evangélica. Es una palabra grave y tiene fuerza. A lo peor, domesticada, solo nos trasporte hacia cambios estéticos. Creemos en el valor de las palabras, es el arma de la vida consagrada sustentada en la fe. Por las palabras oídas en la intimidad del corazón nacen las decisiones más audaces, arriesgadas y nuevas. Las congregaciones cuando pronuncian palabras con vida, irradian vida. Cuando además permiten que fecunden gestos claros, adquieren un tono incontestable y claro. La vida religiosa necesita recuperar y seleccionar cuáles son sus palabras porque quizá ha asumido algunas que no son suyas y ahí, sin quererlo, se ha encontrado en un problema de comprensión idiomática para este siglo.

Rompe la vida religiosa con lo convencional y esperado, cuando sus palabras se asoman al mañana, sin miedo. Cuando no disimula su debilidad y la expone, con palabras reales, como expresión de la fuerza que Dios tiene con su llamada. Es rompedora, subversiva y alternativa, cuando no se avergüenza de las palabras más antiguas, y también más nuevas –porque las pronunció Jesús– y las hace suyas. Son pocas palabras, pero todas necesarias. Son palabras que no necesitan explicación porque se ven, se comprenden con facilidad y, por sí mismas, encierran la fuerza operativa del reino.

Escuchar al mundo y a Dios nos acerca a un hoy que trae nuevas vocaciones a nuestras casas. Vienen con sus palabras. No son las nuestras. También aquí tenemos que orar con las palabras que conviene, porque las que usamos están condicionadas por aquello que nos cuesta creer: la interculturalidad, la diversidad, la apertura y la novedad.

La palabra solidaridad. Tan manipulada y acomodada necesita encontrarse en la cuna de la novedad de la vida religiosa. Pronunciada a la ligera ha aprendido a transitar por las vidas más planas y acomodadas. Pronunciada en serio nos transporta hacia destinos insospechados de providencia y claridad. Le ocurre lo mismo a la frontera o a las periferias. Utilizadas y aplaudidas hasta la saciedad y, sin embargo, dormidas en un tanto por ciento muy elevado de las presencias de los consagrados.

Nuevas palabras de siempre, pronunciadas con el convencimiento de que es posible nos acercan a una espiritualidad de la sorpresa y la creatividad; a una identidad comprensiva e integral; a una comunión ecológica y en armonía; a una pobreza significativa y clara. Son palabras, solo palabras, la novedad está en la capacidad para pronunciarlas con vida. La fuerza en pararnos a escucharlas en los labios de nuestros hermanos y hermanas y la audacia, en asumir desde la propia vida, que es posible empezar una historia nueva, recreada y paciente, en la escucha del Maestro, donde nos dice, una vez más, pero con palabras siempre nuevas: «El reino se parece a un grupo de hombres y de mujeres que lo dejan todo, encantados y enamorados, para invitar a su humanidad hermana, a una mesa compartida, donde no sobra nadie, se llama por el nombre y se regala, a cada uno, una vida para ser feliz».

Año de la Vida Consagrada.

Escuchar a Dios y responder al mundo; escuchar al mundo y responder a Dios.

VIDA RELIGIOSA. Monografico 5/2015/vol.118. pp. 7-16

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