La paz del corazón
by Equipo de Hesiquia blog en 7 enero, 2010
Introducción
Analicemos cómo era la vida de Adán y Eva antes del pecado original, en el Paraíso. Dice Sto. Tomás que todas las cosas que Adán y Eva veían, las veían hechos por Dios (porque el mirar humano es un mirar inteligente, no solamente sensible).
Veían reflejada en cada creatura la mano de Dios, las perfecciones divinas; como cuando vemos un hermoso paisaje, decimos: “Quégrande es Dios, que ha hecho esta hermosura!”. Nosotros lo hacemos a veces; generalmente estamos distraídos de Dios. Pero Adán y Eva no estaban distraídos, sino que siempre cada acción era en relación a Dios.
“En el hombre había un doble conocimiento: uno por el cual conocía a Dios a la manera de los ángeles, por una inspiración interior [por la gracia]; otro por el cual conocía a Dios al modo humano, a través de las creaturas sensibles…» De Veritate, q. 18, a. 2.
En la unidad de estos dos modos distintos de conocer (natural y sobrenatural) Adán y Eva pasaban sus días “en la presencia de Dios”.
Por el pecado original, al desconectarse de Dios (y así perder la gracia sobrenatural), al plantear independizarse de Dios para ser dioses en la ciencia del bien y del mal, para determinar o establecer por propia voluntad (como si fueran Dios) lo que es el bien y el mal, se produce el desorden de las pasiones.
Por eso dice el Génesis: “se abrieron sus ojos y vieron que estaban desnudos”, indicando la reacción desordenada de las pasiones como consecuencia de haber perdido la gracia que los unía y subordinaba a Dios.
De ahí en más todos nacemos con el pecado original, y con el desorden de las pasiones.
Ahora bien: ¿cómo ordenar (purificar) nuestras pasiones para obrar virtuosamente, santamente?
Para Adán y Eva, todos les hablaba de Dios, y Dios mismo les hablaba: “Dios, al atardecer [la hora de la oración] bajaba al Paraíso para conversar con Adán”. Y por supuesto que para escuchar (la voz de Dios y la voz de las creaturas que nos hablan de Dios) necesitamos el silencio; en medio del ruido no se puede escuchar a Dios.
El silencio
“Tibi silentium laus, Deus, in Sion” (Sal. 65, 2).
“Para Ti, el silencio es una alabanza, oh Dios, en Sión” (Sal. 65, 2) (64, 2). Comentando este texto, dice San Hilario “que el silencio es la mayor alabanza que se podía dar a Dios, como que su bondad excede todos los elogios y encarecimientos de los hombres. ‘Callen todos, cuando se trata de alabaros’. La Iglesia te aguarda en silencio para cantar tus alabanzas. Esto ha de ser en Sión, porque el Señor desecha las ofrendas que se hacen fuera de la Iglesia Católica” (Comentario a los Salmos, 65.)
“Si aceptamos la lectura del Texto Masorético tendremos una fulgurante intuición mística: “Para ti el silencio (dumijjah) es alabanza”. Es famosa la versión de S. Gerónimo en su salterio Iuxta Hebraeos: “Tibi silentium laus”, y esta idea estaba también en la base de la interpretación judaica, del Targum de Rashí, y de algunos comentadores del 800 como Delitzsch o Rosenmüller que hablaba del “silencio sagrado”, o Ehrlich que se refería al “nocturno” del Salmo 22, 3.
El silencio cegado producto del dolor, o, como quieren otros, el silencio de quien se abandona sin pedir nada, es decir el silencio de la adoración confiada, se transforma automáticamente en alabanza y plegaria. Es evidente que esta intuición basada en el silencio (Salmo 22, 3; 39, 3; 62, 2) no podía menos que estimular la búsqueda de textos paralelos sobre todo con autores místicos.
El famoso teólogo místico judío B. lbn Paquda en el siglo Xl escribía: “Como el caso de una perla de inestimable valor, todo cuanto se pueda decir del silencio no hace más que despreciarlo”. Y el célebre Moisés Maimónides le hacía eco escribiendo que “no hay verdadera plegaria si no es en el silencio”, mientras que la espiritualidad clásica de Sta. Teresa de Ávila y de S. Juan de la Cruz exaltaba esta dimensión “inefable” de la oración.
Sor Isabel de la Trinidad, carmelita de Dijón, había desarrollada así esta lectura del Texto Masorético a propósito del versículo 2: “La adoración es una palabra del cielo. Me parece que se puede definir como el éxtasis del amor; del amor abrumado por la belleza, por la fuerza, por la inmensa grandeza del objeto amado. Se cae en una especie de desfallecimiento, en un silencio pleno, profundo, aquel silencio del cual hablaba David cuando exclamaba: “el silencio es tu alabanza”. Sí, ésta es la más bella alabanza porque es la que se canta eternamente en el seno de la apacible Trinidad” (Ultimo retiro, día 8, 20).
En esta línea se mueve también el comentario “israelita” de Emmanuel: “El silencio es la más alta glorificación de Dios, porque es la expresión más pura de la pasión del alma por Dios. Por eso, no hablar más de Dios, sino callar en Dios” (Gianfranco Ravassi, I Salmi, Editrice Dehoniana, Bologna, 1999).
Dice Sto. Tomás: “A Dios se lo venera mediante el silencio, no porque no podamos decir o conocer nada de El, sino porque sabemos que somos incapaces de comprehenderlo (abarcarlo)” ( ln. Boethio, 2,13 ad. 6).
Y en otra parte dice que es más lo que no sabemos que lo que sí sabemos respecto de Dios, porque su inmensidad no tiene medida humana, sino medida divina. Por eso, aunque alabamos a Dios con palabras, más perfectamente lo hacemos con el silencio. Y dice Juan Pablo II que los primeros objetivos de la pastoral litúrgica serán: “la fe vivificada por la caridad, la adoración, la alabanza al Padre y el silencio de la contemplación” ( En el XXV aniversario, no 10; 4 de Diciembre de 1988).
El silencio (y la alabanza) no se reducen sólo a la acción litúrgica, sino que todas las actividades humanas, como las ciencias, las artes, deben realizarse también en referencia a Dios:
“Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente todo el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Jesucristo” (Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, no 7).
“El silencio es un gran medio para hacernos almas de oración, y volvernos dispuestos para tratar continuamente con Dios. Difícilmente se encuentre una persona espiritual que hable demasiado. Todas las almas de oración son amantes del silencio, el cual se llama ‘el custodio de la inocencia’, ‘la defensa de las tentaciones’, ‘la fuente de la oración’; con el silencio se conserva la devoción; en el silencio surgen en la mente los buenos pensamientos” (S. Alfonso María de Ligorio).
“El silencio y el apaciguamiento de los rumores, o de los ruidos, en cierto modo como que fuerzan al alma a pensar en Dios y en los bienes eternos” (Ídem).
Este silencio tiene un sentido analógico, o más bien varios sentidos analógicos: el silencio exterior, el silencio interior y el silencio divino.
Y éste es nuestro tema, cómo progresar en el camino del silencio en la presencia de Dios, que habita en nuestro interior, en Sión: “El Reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc. 17, 21).
“Hace un instante nos invitaba el Señor a ‘permanecer en El’, a vivir con el alma en la herencia de su gloria, y ahora nos manifiesta que para encontrarle no tenemos necesidad de salir de nosotros mismos: “El Reino de Dios está dentro de vosotros”.
Dice S. Juan de la Cruz que en la sustancia del alma, donde ni el demonio ni el mundo pueden llegar, es donde Dios se comunica a ella […]” El centro del alma es Dios” (Bta. Isabel de la Trinidad, ¿Cómo se puede hallar el cielo en la tierra?. Biblioteca popular carmelitana, Escritos espirituales, p. 46, Madrid, 1958. Cfr. S. Juan de la Cruz, Llama de amor viva, c. 1, n. 9.)
Silencio exterior
Es el silencio en su primer acepción, la ausencia de ruidos molestos, o simplemente la ausencia de ruidos o sonidos inarmónicos, o de un volumen superior al nivel de captación normal del oído humano.
Porque hay sonidos que no interrumpen el silencio: como son los sonidos creados por Dios en la misma naturaleza. La mera ausencia de sonidos (el mutismo) no es garantía de silencio, porque éste es “el aliado inseparable de la palabra… Las momias son mudas, no silenciosas. Los monjes son silenciosos, no mudos; se pasan largas horas hablando con Dios recitando salmos.
Una casa es silenciosa, no precisamente cuando está deshabitada, sino cuando palpita de vida consciente sometida al espíritu. Tibi silentium laus (Salmo 65,2) ( Hélene Lubienska de Lenval, El silencio a la sombra de la Palabra, p. 8, Centro de Estudios San Jerónimo, Santa Fe, 1994).
No hablaremos del daño físico que produce el ruido, tanto en plantas y animales como en el hombre; es algo ya muy estudiado. Basta nombrar los daños en el oído y en el cerebro. ( El derecho del hombre al silencio, UNESCO ) Pero hablemos de los problemas causados por el ruido a nivel psicosomático, que es el ámbito propio de las pasiones, y por tanto el de la conducta.
Resumimos dos testimonios sobre el tema: (Quienquieraoirqueoiga… si lo dejan, Ricardo Luis Masqueroni; La Carta del Silencio de Santa Fe de 1971. Asociación de Logopedia, Foniatría y Audiología del Litoral)
“El ruido es factor de estrés, aumenta el sentimiento displacentero, que tiende a transformarse en ansiedad crónica. Aumentan las respuestas agresivas. La conducta ruidosa es, muchas veces, indicadora de déficit de socialización. El ruido constituye un problema que desborda lo meramente académico y perturba y lesiona los elementos esenciales de la vida de nuestra sociedad. El ruido actúa sobre el sistema nervioso, alterando las conductas de los individuos”.
Concluye la Carta del Silencio:
1) el hombre necesita para su desarrollo pleno la superación de todos aquellos obstáculos que afectan su desenvolvimiento físico, sensorial, emocional y su integración en la comunidad.
2) la contaminación del silencio por los ruidos altisonantes produce lesiones orgánicas y funcionales.
3) el ruido urbano crea un estado psíquico de irritabilidad que no favorece el comportamiento humano.
4) la creación artística, científica y técnica requieren de ámbitos no solicitados por estímulos psicosensoriales.
5) debemos tomar conciencia sobre los efectos perniciosos del ruido sobre la conducta humana.
6) la vida del hombre sobre el planeta merece rescatar los elementos primigenios que signaron el progreso de la humanidad ,como el silencio que la naturaleza brinda a sus criaturas sin estridencias o estrépitos”.
Pensemos que las pasiones necesitan una dirección, quién las oriente, pues por sí solas son ciegas. Cuando nos enojamos porque nos han insultado, o alguien nos agrede de alguna manera, tenemos un motivo para enojarnos, un motivo concreto conocido por nosotros, por el cual reaccionamos. Pero este planteo sobre el influjo del ruido sobre la conducta (sobre las pasiones) nos quiere decir que las pasiones se excitan, pero no saben hacia dónde reaccionar: engendra un estado de excitación pasional que nos mueve a actuar sin mostrarnos dónde está el mal o el bien.
Reflexionando sobre el influjo del ruido sobre las pasiones y sobre la conducta del hombre, podemos valorar el papel del silencio sobre las mismas: así como el ruido excita las pasiones como causa extrínseca negativa, pero no en orden a un comportamiento virtuoso, sino más bien lo contrario; el silencio (cuando no es mera ausencia de ruido) debe colaborar a ordenar las pasiones hacia el bien moral.
Esto nos recuerda la tesis tradicional de que nada hay en el intelecto, que no haya pasado antes por los sentidos. Por eso una buena percepción sensorial ayuda al conocimiento de la verdad; mientras que el ruido dificulta el conocimiento de la verdad, afectando tanto a los sentidos externos (oído, vista, etc.) como a los sentidos internos, encegueciéndonos.
Lo primero que vemos es que este silencio exterior colabora con el recogimiento de los sentidos, los que en lugar de dispersarse en diversos objetos exteriores pueden ordenarse hacia el bien moral, y hacia la presencia de Dios en el alma, en la búsqueda de la unión con Dios.
En este recogimiento y silencio exterior suele Dios hablar al alma con “palabras sucesivas”: ciertas palabras y razones que el espíritu, cuando está recogido en sí mismo, suele ir formando y razonando para consigo mismo.
“Estas palabras sucesivas, siempre que acaecen es cuando está el espíritu recogido y embebido en alguna consideración muy atenta y, en aquella misma materia que piensa, él mismo va discurriendo de uno en otro y formando palabras y razones muy a propósito, con tanta facilidad y distinción y tales cosas no sabidas de él, va razonando y descubriendo acerca de aquello, que le parece que no es él el que hace aquello, sino que otra persona interiormente lo va razonando, o respondiendo, o enseñando […] El Espíritu Santo le ayuda muchas veces a producir y formar aquellos conceptos, palabras y razones verdaderas” (S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, Libro 2, cap. 29, 1.)
Ciertamente que no todas estas palabras son del Espíritu Santo, sino que se mezclan con palabras que forma el alma en su recogimiento; de lo cual puede nacer soberbia y vanagloria.
“Porque lo que no engendra humildad y caridad y mortificación y santa simplicidad y silencio, etc. […] puede estorbar mucho para ir a la divina unión, porque aparta mucho al alma, si hace caso de ello, del abismo de la fe» (Ibíd., Libro 2, cap. 29, 5)
En este silencio y recogimiento debemos poner nuestra atención en Dios, antes que en nuestros pensamientos:
“El Espíritu Santo alumbra al entendimiento recogido (…] y el entendimiento no puede hallar otro mayor recogimiento que en fe […]; cuanto más pura y esmerada está el alma en fe, más tiene de caridad infusa de Dios”.
“Y el provecho que aquella comunicación sucesiva ha de hacer, no ha de ser poniendo el entendimiento de propósito en ella; sino que simple y sencillamente, sin poner el entendimiento en aquello que sobrenaturalmente se está comunicando, aplique la voluntad con amor a Dios, pues por el amor se van aquellos bienes comunicando” (Ibíd., Libro 2, cap. 29,7)
Silencio interior
Pero no es tan sólo un problema exterior: ¡sí fuera tan fácil como suprimir todos los ruidos! Existe también un ruido interior del cual debemos también liberarnos para alcanzar el silencio interior. Aquí debemos ocuparnos de purificar nuestras pasiones, que se ven movidas no ya por elementos exteriores, sino por los sentidos internos, en especial la memoria y la imaginación.
“Pues la empresa ascética más importante es impedirle al corazón que se abandone a movimientos pasionales y el intelecto a pensamientos pasionales», (Teófano el Recluso, en La oraci6n interior, p. 27, ed. Lumen, Bs. As., 1995)
Cuando las pasiones están desordenadas y sirven a los vicios, en cuya raíz están el amor propio y el orgullo. La memoria y la imaginación, por ser potencias cognoscitivas, tienen su función virtuosa en la “estudiosidad”, y su función viciosa en la “curiosidad”. Cfr. TeológicaII, II, q. 167, a. 1.
Estudiosidad: la virtud de la estudiosidad (el amor por la verdad de las cosas) exige el orden de las pasiones, su dominio por medio de las virtudes morales, especialmente la humildad, por la cual nos sujetamos gozosamente a la verdad, descubierta por nosotros o por cualquier otro.
Curiosidad: un deseo inmoderado en adquirir conocimientos, que nos lleva a ocupar nuestra mente en algo que no lleva al bien moral ni a Dios.
Esta curiosidad puede ser de varias maneras:
1)cuando por el estudio (la atención) de lo menos útil, se aparta la atención de lo que necesitamos conocer. Como si el sacerdote dejando de lado las S. Escrituras, se ocupara de novelas y canciones de amor.
2) desear conocer lo que no es lícito conocer ni indagar. Como cuando consultamos a los espíritus (demonios) sobre el futuro.
3) desear conocer la verdad de las creaturas, no refiriéndola al fin debido, o sea al conocimiento de Dios, que es la suma verdad.
“En la consideración de las creaturas no debemos ejercitar una curiosidad vana y perecedera, sino que hemos de utilizarlas como escalones para elevarnos a las cosas inmortales y que siempre permanecen” (S. Agustín, De vera religiones, c. 29).
4) desear conocer la verdad que está por sobre la propia capacidad de ingenio; por lo cual fácilmente se cae en errores.
Pero el bien del hombre, que es su felicidad, no consiste en conocer cualquier verdad de cualquier manera, sino en la perfecta contemplación de la suma verdad.
Lo cual nos lo recuerda el antiguo poema:
“La ciencia más acabada
es que el hombre bien acabe,
pues al fin de la jornada
aquél que se salva sabe,
y el que no, no sabe nada”.
Esto lo define magistralmente S. Dionisio Areopagita, (Jerarquía eclesiástica, c. 1)
“Toda jerarquía tiene como fin común amar constantemente a Dios y sus sagrados misterios; amor que El infunde y en la unión con El se perfecciona. Pero antes hay que despojarse por completo de todo cuanto le sea contrario. Consiste el amor en conocer aquellos seres tal como son, contemplar y conocer la verdad sagrada, en participar lo más posible por unión deificante de aquél que es la unidad misma. Es el gozo de la visión sagrada que nutre el entendimiento y deifica a quien llega hasta allí”.
Esta curiosidad, que nos dispersa y nos aparta del verdadero fin del hombre, promoviendo el desorden de las pasiones, se ve fomentada por la televisión y los medios de comunicación en general.
“La visión de espectáculos se hace viciosa, en cuanto que el hombre se inclina a los vicios de lujuria y de crueldad, al verlos allí representados. También es vicioso el ocuparse de los vicios del prójimo, sea para despreciarlo, o para interesarse inútilmente” (S. Teológica lI-II, q. 167, a. 2. ): vanidad y frivolidad.
Y así nuestro espíritu divaga por senderos que no conducen a Dios.
Debemos, entonces, silenciar el alma, o sea mortificar los apetitos:
“Los apetitos desordenados causan dos daños principales: privan al alma del espíritu de Dios; y la cansan, atormentan, oscurecen, ensucian y debilitan. Estos dos males se causan por cualquier acto desordenado del apetito, por que en un sujeto no pueden caber dos contrarios, y son contrarios el espíritu sensual y el espíritu puro espiritual. El que se apacienta y se preocupa con las creaturas no puede apacentarse y preocuparse con Dios” (S. Juan de la Cruz, Subida 1, 6).
Los apetitos cansan y fatigan el alma, porque son como hijos inquietos y caprichosos, que siempre están pidiendo a su madre, y nunca se contentan.
El alma se cansa y se fatiga cuando desea cumplir sus apetitos (pasionales — sensuales — viciosos) porque es como el que teniendo hambre abre la boca para hartarse de viento, y en lugar de hartarse se seca más, porque aquél no es su alimento y el apetito no se apaga, sino que aumenta cuando se lo acepta (Cfr. ídem.)
“Un alma que se preocupa de su yo, que se deja arrastrar de sus susceptibilidades, que se ocupa en pensamientos inútiles, que se deja llevar de toda suerte de deseos, es un alma que tiene disgregadas sus fuerzas y que no está totalmente orientada hacia Dios. Su arpa no vibra al unísono. Al pulsarla, el Maestro Divino no puede hacer brotar de sus cuerdas armonías divinas. Queda en ella todavía mucho de humano, hay disonancias”. (Bta. Sor Isabel de la Trinidad, Último retiro, día II)
Para silenciar la memoria debemos poner en ella a Dios: acordarnos de sus maravillas”, (Sal. 104) sus beneficios en favor de los hombres, sus mandamientos, sus palabras: “Cuando encontraba palabras tuyas, las devoraba” (Isaías).
Este recuerdo nos trae la santa alegría: “Acaso no ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino, y nos abría las Escrituras?” (Lc. 24, 32), dicen los discípulos de Emaús recordando cuando Cristo les explicaba lo que el Antiguo Testamento decía de Él.
Para silenciar la memoria debemos poner en ella el recuerdo de nuestra condición de pecadores: “Tengo siempre presente ante mí mi pecado” (Salmo 50), para alcanzar la verdadera humildad.
“La humildad procede del conocimiento que tiene el alma de sí […] El alma reconoce que por sí misma no existe y que el ser que tiene lo ha recibido gratuitamente de Dios y no de sí misma. Entonces se entrega al aborrecimiento y desprecio de sus culpas» (Sta. Catalina, Diálogo, 10)
Para silenciar la memoria debemos quitar de ella el recuerdo que pueda despertar en nosotros afectos (o pasiones) desordenados.
1)los lazos naturales: familia, amigos, la Patria, (que son bienes dados por Dios), cuando no los amamos para Dios. Pues esta tierra es un lugar de exilio, y el cielo es nuestra Patria definitiva; de tal modo que amando lo propio estemos libres para Dios:
“Escucha, hija, mira e inclina tu oído, olvida a tu pueblo y la casa de tu padre; el Rey desea tu belleza, porque El es tu Señor, adóralo” (Sal. 44,11)
Para no ser engañados por el mundo, nos advierte San Juan de la Cruz:
“No ames a una persona más que a otra, que errarás, porque es más digno de amor, aquel que Dios ama más, y no sabes tú a cual ama más Dios […]. De esta manera cumples mejor con ellos que poniendo el afecto que debes a Dios en ellos” (Cautelas, 6 — 5)
Consideremos los grandes amores de Dios: en primer lugar la humanidad de Cristo, que está unida hipostáticamente al Verbo. Nosotros debemos amar la humanidad de Cristo, que está en la Eucaristía, en la Hostia consagrada. Poder comulgar ha de ser nuestra preocupación cotidiana. En segundo lugar la Virgen María, que es la persona más amada por Dios.
Amamos más a nuestra familia, a nuestra Patria, amando primero a Dios, a Cristo, a la Ssma. Virgen y a los Santos.
2) los placeres y delicias naturales, riquezas y comodidades, dignidades y honores, que no deben ser tenidos desordenadamente sino puestos al servicio de Dios y la salvación de las almas.
“Jamás dejes de hacer las obras por falta de gusto o sabor que en ellas hallares, si conviene al servicio de Dios que las hagas. Ni las hagas por sólo el gusto y sabor que te dieren, sino conviene hacerlas tanto como las desabridas” (ibíd. 16)
“Es necesario aborrecer toda manera de poseer; empleando el cuidado en buscar el Reino de Dios es decir, en no faltar a Dios; que lo demás se dará por añadidura (Mt. 6, 33), pues no ha de olvidarse de ti el que tiene cuidado de las bestias” (ibid. 7).
“De corazón procura humillarte siempre en la palabra y en la obra, holgándote del bien de los otros como del de ti mismo y queriendo que los antepongan a ti en todas las cosas, y esto con verdadero corazón (…] Y seas siempre más amigo de ser enseñado de todos que querer enseñar aún al que es menos que todos” (ibid. 13).
Así el alma, puesta en el silencio interior, se vuelve apta y dispuesta para ser enseñada inmediatamente por el Espíritu Santo, que se aparta de los pensamientos necios, y llena los corazones puros. Pues Dios, al ver el vacío de la memoria, inmediatamente lo llena con sí mismo. Al ver el alma vacía del conocimiento de las creaturas, la colma con noticias divinas.
“El bien moral consiste en la rienda [dominio] de las pasiones y freno de los apetitos desordenados, de lo cual se sigue en el alma tranquilidad, paz, sosiego y virtudes morales, que es el bien moral. Esta rienda y freno no la puede tener de veras el alma no olvidando y apartando cosas de sí, de donde le nacen las afecciones [afectos]; y nunca le nacen al alma turbaciones si no es de las aprehensiones [recuerdos] de la memoria, porque, olvidadas todas las cosas, no hay cosa que perturbe la paz ni que mueva los apetitos, pues lo que el ojo no ve el corazón no lo desea” (Subida 3, 5,1)
“El alma [silenciada la memoria] goza de tranquilidad y paz de ánimo, y por consiguiente de pureza de conciencia, que es más; y en esto tiene gran disposición para la sabiduría humana y divina, y virtudes. Tiene en sí el alma, mediante este olvido y recogimiento de todas las cosas, disposición para ser enseñada y movida del Espíritu Santo” (ibid. 3, 6,1-2).
Y Dios habla en este silencio interior, por medio de palabras formales; para esto puede haber silencio exterior o no, puede haber recogimiento o no, pero sí debe estar el alma purificada en sus afectos y pasiones.
“Palabras formales, que algunas veces se hacen al espíritu por vía sobrenatural sin medio de algún sentido, ahora estando el espíritu recogido, ahora no.
Son palabras como cuando habla una persona con otra […] Son para enseñar o dar luz en alguna cosa…; ponen al alma pronta y clara en aquello que se le manda o enseña, .. . a veces ponen en el alma repugnancia y dificultad, lo cual hace Dios para mayor enseñanza, humildad y bien del alma.
Pero no se ha de hacer lo que ellas dijeren ni hacer caso de ellas, sino se han de manifestar al confesor maduro o a persona discreta y sabia” (ibíd.2, 30)
Este silencio interior debe también reinar en la inteligencia, ya que el camino de la unión con Dios se realiza en la pura fe: rechazar los pensamientos inútiles, por supuesto. Seremos juzgados por cada palabra vana: “En verdad os digo que de toda palabra ociosa deberéis dar cuenta en el día del juicio”. Y también pensamientos y razones humanas, que no son proporcionadas a la unión con Dios.
“Si quiero que mi ciudad interior guarde algún parecido, alguna semejanza con [la ciudad eterna del cielo], y reciba la esplendorosa iluminación de Dios, es necesario que apague en ella toda otra luz a fin de que, como en la ciudad santa, su única lámpara sea el Cordero. Para ello tengo la fe, la bella luz de la fe que me sale al encuentro” (Bta. Sor Isabel de la Trinidad, Último retiro, 4, 8).
Silencio sobre todo en la voluntad, olvidándose de sí mismo y atento siempre a la voluntad de Dios.
“Todo el trabajo para venir a unión con Dios está en purgar la voluntad de sus afectos y apetitos, porque así, de voluntad humana y baja venga a ser voluntad divina, hecha una misma cosa con la voluntad de Dios.
Las pasiones tanto más reinan en el alma y la combaten cuanto la voluntad está menos fuerte en Dios y más pendiente de creaturas, porque entonces con mucha facilidad se goza de cosas que no merecen gozo, y espera lo que no aprovecha, y se duele de lo que, quizás, se debiera gozar, y teme donde no hay que temer» (S. Juan de la Cruz, Subida, L. 3, c. 16, 3-4).
Silencio divino
Una vez purificadas las pasiones y las potencias del alma, entonces Dios actúa totalmente en nosotros, sin encontrar obstáculo alguno; y Dios termina de instaurar la unidad de todas las potencias y de todo el ser, que sólo busca lo único necesario: Dios.
En este divino silencio es donde Dios pronuncia palabras sustanciales; que, a diferencia de las formales, realizan en el alma lo que Dios dice, no por acción consciente del hombre, sino por la potestad absoluta de Dios.
“La palabra sustancial hace efecto vivo y sustancial en el alma, y la solamente formal no así; tal como si nuestro Señor dijese al alma: “Sé buena”, luego sustancialmente sería buena; o si le dijese “ámame”, luego tendría y sentiría en sí substancia de amor de Dios; o sí temiendo mucho, le dijese: “no temas”, luego sentiría gran fortaleza y tranquilidad […] y así lo hizo con Abraham, que en cuanto le dijo: “Anda en mí presencia y sé perfecto” (Gen. 17, 1), luego fue perfecto y anduvo siempre acatando a Dios.
Acerca de éstas no tiene el alma que hacer ni querer ni que no querer, ni que desechar, ni que temer. No tiene que hacer en obrar lo que ellas dicen, porque estas palabras sustanciales nunca se las dice Dios para que ella las ponga por obra, sino para obrarlas en ella […]. Debe estar [el alma] con resignación y humildad en ellas” (S. Juan de la Cruz, Subida 2, 31).
Así llega el alma al final del camino, en la unión con Dios; es el “descanso del alma” que, a diferencia del cuerpo, descansa cuando su actividad se hace más intensa (la visión beatífica en el cielo, la contemplación mística en la tierra), porque ha encontrado el término de sus deseos y la sustancia de su dicha. Y este divino silencio se transforma en la más perfecta alabanza de Dios: “A ti la alabanza del silencio” (Sal. 65, 2)
Como expresa Dionisio, que a medida que el alma se eleva a Dios, purificándose y deificándose, necesita cada vez menos palabras, porque va también unificándose:
“Cuanto más alto volamos menos palabras necesitamos, porque lo inteligible se presenta cada vez más simplificado. A medida que nos adentramos en aquella oscuridad [luminosa de Dios] que el entendimiento no puede comprender, llegamos a quedarnos no sólo cortos de palabras, mas aún, en perfecto silencio y sin pensar en nada. Al coronar la cima reina un perfecto silencio. Estamos unidos plenamente al Inefable” (Teología Mística, 3)
“Que en el alma se haga un profundo silencio, eco del que se canta en la Trinidad” (Bta. Sor Isabel de la Trinidad).
Concluyamos con la Elevación a la Trinidad de la Bta. Sor Isabel de la Trinidad:
“¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme por completo de mí mismo, para establecerme en Ti, de un modo tranquilo e inmutable, como si mí alma estuviera ya en la eternidad.
¡Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita e Inmensidad en que me pierdo! Yo me entrego a Ti como una presa de amor; sumergíos en mí para que yo me sumerja en Ti, en tanto llega el momento de ir a contemplar en vuestra luz el Abismo de tus grandezas”.
Extraído de: