La paz del corazón
by Equipo de Hesiquia blog en 28 agosto, 2010
AGUSTÍN COSTA, OSB
Cuadernos Monásticos 92 (1990)
Decía Gustave Thibon que no existen sino dos formas de soledad, la de la cárcel y la del desierto. Sólo una vez visité una cárcel.
Recuerdo que al llegar y a medida que me internaba en ella, me invadía una asfixia inconsolable de la que brotaba, paso a paso, un desasosiego creciente. Allí todo estaba debidamente numerado: la puerta por donde entramos, la sala en la que un guardia tomó el número de nuestros documentos, y los hombres…
Todo era anónimo y controlable. El anonimato circundante era aún más elocuente en las miradas que nos observaban. El único detalle humano que todavía ardía en ellas nacía de la ansiedad, de la angustia o del temor. En la cárcel, era evidente, no existía la esperanza.
Ciertamente en tan corto tiempo no pude conocer la soledad de la cárcel, pero al menos pude presentirla. Ella carece de significación pues es anónima: no hay nombres que resuenen sino números, ni seres espontáneos y vitales, sino funciones precisamente reglamentadas. Los muros que la circunscriben -los de piedra y los del corazón- excluyen todo horizonte diáfano y extenso, encerrando la soledad dentro de sus propios límites hasta el punto en donde pierde toda transparencia y pureza.
Quien la habita puede contabilizar los días transcurridos; sin embargo el tiempo en la cárcel no encierra para él ninguna promesa. Es un tiempo condenado al tiempo, a la mera sucesión de días. Un tiempo inconducente pues ya no es un medio sino una pena. Cada nuevo día es un día restable, y el presente -como tiempo verbal de la eternidad siempre nueva- desaparece al ser absorbido por un pasado culpable.
Desaparece el hoy salvífico que celebra -cotidianamente- el ritmo de la vida, desde su nacimiento a la aurora, pasando por su plenitud meridiana, hasta llegar al ocaso y a la noche, imagen estrellada de la muerte. Cada día nuevo deja de ser lo que la liturgia llama una feria, es decir, un día de fiesta en el que recibimos el don de la existencia.
Al no haber horizontes nuevos, tampoco hay espacios dilatados y apacibles, los mismos que modulan una sinfonía o una canción de cuna. Los mismos que dan contenido al silencio. Por eso, la cárcel sólo admite la mudez o el estrépito. Dentro de sus muros todo tiende a cerrarse sobre sí mismo y esto elimina cualquier posibilidad humana de verdadera comunión. Los hombres en la cárcel no forman una comunidad sino un conglomerado de individuos, la suma anónima de sus respectivas privaciones de libertad, de los respectivos egoísmos que son su causa.
En el desierto, en cambio, la soledad que lo habita tiene otro rostro, un hálito diferente la vivifica y la transforma en un espacio vinculante, gracias al cual el hombre puede invocar el único Nombre que lo salva, el Nombre que Dios mismo pronuncia en la soledad del desierto.
San Euquerio, monje de Lérins a comienzos del s. V, decía que el desierto es “el templo incircunscripto de Dios” 1 , o sea, es un espacio siempre dilatable pues lo delimita solamente la mirada divina. La soledad del desierto es un lugar para Dios, el receptáculo virginal de su Gloria. Esto lo transforma en un misterio de presencia y de comunión, en un “sacramento” mediante el cual el Padre actúa y actualiza la salvación. Por esta presencia divina en un lugar humano, la pura vastedad y los horizontes intangibles del desierto no producen desamparo, sino al contrario, se transforman en una invitación.
Cuando Moisés en la cima de la montaña, allí donde limitan el cielo y la tierra, pide ver la gloria de Dios, Yahveh lo conduce “al lugar que está junto a él”; ese y no otro será el sitio desde el cual Moisés podrá contemplar algo del Ser inefable gracias a su ternura y misericordia (cf. Ex 33, 18-23). Allí podrá ascender hacia Dios. Veamos el comentario de San Gregorio de Nisa a este texto del Éxodo:
Refiriéndose a un lugar, no designa ciertamente (el autor sagrado) un espacio cuantitativamente mensurable, pues no se puede medir lo que no es del orden cuantitativo; más bien él sugiere al lector, por analogía con una superficie de ese tipo, una realidad infinita e ilimitada. He aquí lo que (el autor inspirado) quiere hacernos comprender: Ya que tú tiendes en virtud de un intenso deseo hacia lo que está delante (Flp 3, 13), y ya que tu carrera no conoce laxitud, pues tú sabes que el bien no tiene límites y que el deseo está siempre dirigido hacia algo más, debes saber que junto a mí hay un lugar gracias al cual, recorriéndolo, tu carrera jamás encontrará su fin 2 .
Esta “realidad infinita e ilimitada” de la que habla el Niseno, ilustra en qué sentido podemos hablar del desierto como de un templo incircunscripto: es un espacio abierto por la presencia de un Dios que se encuentra siempre más allá de nuestros deseos, que no se deja asir ni modelar por nuestras manos. En el desierto, como en la liturgia, experimentamos la simultaneidad de su presencia y de su lejanía. La intimidad a la que nos invita, y la ausencia que hace que no confundamos cualquier otra cosa con el Dios vivo y verdadero. Habitar en el desierto exige someterse a la dialéctica del Amor divino que juega con esos dos momentos a fin de urgir el deseo del corazón creyente para que busque su Rostro insaciablemente 3 .
Presencia y deseo, ambos forman al unísono la piedra angular sobre la que se edifica el templo del desierto. Ambos nos remiten a un misterio más profundo: el de dos libertades que se atraen y encuentran en un diálogo, el cual inaugura una nueva forma de existencia, la de los habitantes del desierto, la de los monjes, que si en algún momento se llamaron a sí mismos encarcelados o presos, con esto no querían sino expresar su libre consagración a Dios y su separación radical de todo aquello que en el mundo se opone a él 4 .
Ahora bien, en el desierto, Dios no sólo se hace presente, sino -como dijimos- actúa y transforma. A Moisés en la montaña lo cubrió la mano de Dios (cf. Ex 33, 22). Esta “mano” según el mismo San Gregorio, no es otra que la persona del Verbo por quien todo fue creado, y que “simultáneamente es lugar para los que corren, más aún, es la misma pista de la carrera (cf. Jn 14, 6), [siendo además] roca para los que están firmes y morada para los que reposan” 5 . Lo que en definitiva hace del desierto un templo, es el misterio de Cristo, el obrar divino en una realidad humana, operado por Cristo.