La paz del corazón
Primeros Pasos En La Vida Monastica
Antonio fue egipcio de nacimiento. Como niño vivió con sus padres, no conociendo sino su familia y su casa; cuando creció y se hizo muchacho y avanzó en edad, no quiso ir a la escuela, deseando evitar la compañía de otros niños, su único deseo era, como dice la Escritura acerca de Jacob (Gn 25:27), llevar una simple vida de hogar. Por su puesto iba a la iglesia con sus padres, y ahí no mostraba el desinterés de un niño ni el desprecio de los jóvenes por tales cosas. Al contrario, obedeciendo a sus padres, ponía atención a las lecturas y guardaba cuidadosamente en su corazón el provecho que extraía de ellas. Además, sin abusar de las fáciles condiciones en que vivía como niño, nunca importunó a sus padres pidiendo una comida rica o caprichosa, ni tenía placer alguno en cosas semejantes. Estaba satisfecho con lo que se le ponía delante y no pedía más.
Después de la muerte de sus padres quedó solo con una única hermana, mucho mas joven. Tenía entonces unos dieciocho o veinte años, y tomó cuidado de la casa y de su hermana. Menos de seis meses después de la muerte de sus padres, iba, como de costumbre, de camino hacia la iglesia. Mientras caminaba, iba meditando y reflexionaba como los apóstoles lo dejaron todo y siguieron al Salvador (Mt 4:20; 19:27); cómo, según se refiere en los Hechos (4:35-37), la gente vendía lo que tenía y lo ponía a los pies de los apóstoles para su distribución entre los necesitados; y que grande es la esperanza prometida en los cielos a los que obran así (Ef 1:18; Col 1:5). Pensando estas cosas, entró a la iglesia. Sucedió que en ese momento se estaba leyendo el pasaje, y se escuchó el pasaje en el que el Señor dice al joven rico: Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y d selo a los pobres; luego ven, sígueme, y tendrás un tesoro en el cielo (Mt 19:21). Como si Dios le hubiese puesto el recuerdo de los santos y como si la lectura hubiera sido dirigida especialmente a él, Antonio salió inmediatamente de la iglesia y dio la propiedad que tenía de sus antepasados: 80 hectáreas, tierra muy fértil y muy hermosa. No quiso que ni él ni su hermana tuvieran ya nada que ver con ella. Vendió todo lo demás, los bienes muebles que poseía, y entregó a los pobres la considerable suma recibida, dejando sólo un poco para su hermana.
Pero de nuevo, entró en la iglesia, escuchó aquella palabra del Señor en el Evangelio: No se preocupen por el mañana (Mt 6:34). No pudo soportar mayor espera, sino que fue y distribuyó a los pobres también esto último. Colocó a su hermana donde vírgenes conocidas y de confianza, entregándosela para que fuese educada. Entonces él mismo dedico todo su tiempo a la vida ascética, atento a sí mismo, cerca de su propia casa. No existían aún tantas celdas monacales en Egipto, y ningún monje conocía siquiera el lejano desierto. Todo el que quería enfrentarse consigo mismo sirviendo a Cristo, practicaba la vida ascética solo, no lejos de su aldea. Por aquel tiempo había en la aldea vecina un anciano que desde su juventud llevaba la vida ascética en la soledad. Cuando Antonio lo vio, «tuvo celo por el bien» (Gl 4:18), y se estableció inmediatamente en la vecindad de la ciudad. Desde entonces, cuando oía que en alguna parte había un alma que se esforzaba, se iba, como sabia abeja, a buscarla y no volvía sin haberla visto; sólo después de haberla recibido, por decirlo así, provisiones para su jornada de virtud, regresaba.
Ahí, pues, pasó el tiempo de su iniciación y afirmó su determinación de no volver mas a la casa de sus padres ni de pensar en sus parientes, sino de dedicar todas sus inclinaciones y energías a la práctica continua de la vida ascética. Hacía trabajo manual, pues había oído que «el que no quiera trabajar, que tampoco tiene derecho a comer» (2 Ts 3:10). De sus entradas guardaba algo para su mantención y el resto lo daba a los pobres. Oraba constantemente, habiendo aprendido que debemos orar en privado (Mt 6:6) sin cesar (Lc 18:1; 21:36; 1 Ts 5:17). Además estaba tan atento a la lectura de la Escritura, que nada se le escapaba: retenía todo, y así su memoria le serví en lugar de libros.
Así vivía Antonio y era amado por todos. El, a su vez, se sometía con toda sinceridad a los hombres piadosos que visitaba, y se esforzaba en aprender aquello en que cada uno lo aventajaba en celo y práctica ascética. Observaba la bondad de uno, la seriedad de otro en la oración; estudiaba la apacible quietud de uno y la afabilidad de otro; fijaba su atención en las vigilias observadas por uno y en los estudios de otros; admiraba a uno por su paciencia, y a otro por ayunar y dormir en el suelo; miraba la humildad de uno y la abstinencia paciente de otro; y en unos y otros notaba especialmente la devoción a Cristo y el amor que se tenían mutuamente.
Habiéndose así saciado, volvía a su propio lugar de vida ascética. Entonces hacía suyo lo obtenido de cada uno y dedicaba todas sus energías a realizar en sí mismo las virtudes de todos. No tenía disputas con nadie de su edad, pero tampoco quería ser inferior a ellos en lo mejor; y aún esto lo hacía de tal modo que nadie se sentía ofendido, sino que todos se alegraban por él. Y así todos los aldeanos y los monjes con quienes estaba unido, vieron que clase de hombre era y lo llamaban «el amigo de Dios» amándolo como hijo o hermano.
Combates Con Los Demonios
Pero el demonio que odia y envidia lo bueno, no podía ver tal resolución en un hombre joven, sino que se puso a emplear sus viejas tácticas contra él. Primero trató de hacerlo desertar de la vida ascética recordándole su propiedad, el cuidado de su hermana, los apegos de su parentela, el amor al dinero, el amor a la gloria, los innumerables placeres de la mesa y de todas las cosas agradables de la vida. Finalmente le hizo presente la austeridad de todo lo que va junto con esta virtud, despertó en su mente toda una nube de argumentos, tratando de hacerlo abandonar su firme propósito.
El enemigo vio, sin embargo, que era impotente ante la determinación de Antonio, y que más bien era él que estaba siendo vencido por la firmeza del hombre, derrotado por su sólida fe y su constante oración. Puso entonces toda su confianza en las armas que están «en los músculos de su vientre» (Job 40:16). Jactándose de ellas, pues son su artimaña preferida contra los jóvenes, atacó al joven molestándolo de noche y hostigándolo de día, de tal modo que hasta los que lo veían a Antonio podían darse cuenta de la lucha que se libraba entre los dos. El enemigo quería sugerirle pensamientos sucios, pero el los disipaba con sus oraciones; trataba de incitarlo al placer, pero Antonio, sintiendo vergüenza, ceñía su cuerpo con su fe, con sus oraciones y su ayuno. El perverso demonio entonces se atrevió a disfrazarse de mujer y hacerse pasar por ella en todas sus formas posibles durante la noche, sólo para engañar a Antonio. Pero él llenó sus pensamientos de Cristo, reflexionó sobre la nobleza del alma creada por El, y sobre la espiritualidad, y así apagó el carbón ardiente de la tentación. Y cuando de nuevo el enemigo le sugirió el encanto seductor del placer, Antonio, enfadado, con razón, y apesadumbrado, mantuvo sus propósitos con la amenaza del fuego y del tormento de los gusanos (Js 16:21; Sir 7:19; Is 66:24; Mc 9:48). Sosteniendo esto en alto como escudo, pasó a través de todo sin ser doblegado.
Toda esa experiencia hizo avergonzarse al enemigo. En verdad, él, que había pensado ser como Dios, hizo el loco ante la resistencia de un hombre. El, que en su engreimiento desdeñaba carne y sangre, fue ahora derrotado por un hombre de carne en su carne. Verdaderamente el Señor trabajaba con este hombre, El que por nosotros tomó carne y dio a su cuerpo la victoria sobre el demonio. Así, todos los que combaten seriamente pueden decir: No yo, sino la gracia de Dios conmigo (1 Co 15:10).
Finalmente, cuando el dragón no pudo conquistar a Antonio tampoco por estos últimos medios sino que se vio arrojado de su corazón, rechinando sus dientes, como dice la Escritura (Mc 9:17), cambio su persona, por decirlo así. Tal como es en su corazón, así se le apreció: como un muchacho negro; y como inclinándose ante él, ya no lo acosó más con pensamientos -pues el impostor había sido echado fuera-, sino que usando voz humana dijo: «A muchos he engañado y a muchos he vencido; pero ahora que te he atacado a ti y a tus esfuerzos como lo hice con tantos otros, me he demostrado demasiado débil.»
¿Quién eres tú que me hablas así?, preguntó Antonio.
El otro se apresuró a replicar con voz gimiente: Soy el amante de la fornicación. Mi misión es acechar a la juventud y seducirla; me llaman el espíritu de la fornicación. ¡A cuantos no he engañado, que estaban decididos a cuidar de sus sentidos! ¡A cuántas personas castas no he seducido con mis lisonjas! Yo soy aquel por cuya causa el profeta reprocha a los caídos: Ustedes fueron engañados por el espíritu de la fornicación (Os 4:12). Sí, yo fui quien los hice caer. Yo soy el que tanto te molesté y que tan a menudo fui vencido por C,],LD.» Antonio dio gracias al Señor y armándose de valor contra él, dijo: Entonces eres enteramente despreciable; eres negro en tu alma y tan débil como un niño. En adelante ya no me causas ninguna preocupación, porque el señor esta conmigo y me auxilia, ver la derrota de mis adversarios (Sal 117:7).
Oyendo esto, el negro desapareció inmediatamente, inclinándose a tales palabras y temiendo acercarse al hombre.
Antonio Aumenta Su Austeridad
Esta fue la primera victoria de Antonio sobre el demonio; más bien, digamos que este singular éxito de Antonio fue el del Salvador, que condenó el pecado en la carne, a fin de que la justificación de la ley se cumpliera en nosotros, que vivimos no según la carne sino según el espíritu (Rm 8:3-4). Pero Antonio no se descuidó ni se creyó garantido por sí mismo por el hecho de que el demonio hubiera sido echado a sus pies; tampoco el enemigo, aunque vencido en el combate, dejó de estar al acecho de él. Andaba dando vueltas alrededor, como un león (1 P 5:8), buscando una ocasión en su contra. Pero Antonio habiendo aprendido en las Escrituras que los engaños del maligno son diversos (Ef 6:11), practicó seriamente la vida ascética, teniendo en cuenta que aun si no se podía seducir su corazón con el placer del cuerpo, trataría ciertamente de engañarlo por algún otro método, porque el amor del demonio es el pecado. Resolvió por eso, acostumbrarse a un modo mas austero de vida. Mortificó su cuerpo más y más, y lo puso bajo la sujeción, no fuera que habiendo vencido en una ocasión, perdiera en otra (1 Co 9:27). Muchos se maravillaron de sus austeridades, pero él mismo las soportaba con facilidad. El celo que había penetrado en su alma por tanto tiempo, se transformó por la costumbre segunda naturaleza, de modo que aun la menor inspiración recibida de otros lo hacía responder con gran entusiasmo. Por ejemplo, observaba las vigilias nocturnas con tal determinación que a menudo pasaba toda la noche sin dormir, y eso no sólo una sino muchas veces, para admiración de todos. Así también comía una sola vez al día, después de la caída del sol; a veces cada dos días, y con frecuencia tomaba su alimento cada dos días. Su alimentación consistía en pan y sal; como bebida tomaba solo agua. No necesitamos mencionar carne o vino, porque tales cosas tampoco se encuentran entre los demás ascetas. Se contentaba con dormir sobre una estera, aunque lo hacía regularmente sobre el suelo desnudo.
Despreciaba el uso de ungüentos para el cutis, diciendo que los jóvenes debían practicar la vida ascética con seriedad y no andar buscando cosas que ablandan el cuerpo; debían mas bien acostumbrarse a trabajar duro, tomando en cuenta las palabras del apóstol: Cuando mas débil soy, mas fuerte me siento (2 Co 12:10). Decía que las energías del alma aumentan cuanto más débiles son los deseos del cuerpo.
Estaba además absolutamente convencido de lo siguiente: pensaba que apreciaría su progreso en la virtud y su consecuente apartamiento del mundo no por el tiempo pasado en ello sino por su apego y dedicación. Conforme a esto, no se preocupaba del paso del tiempo sino que cada día a día, como si recién estuviera comenzando la vida ascética, hacía los mayores esfuerzos hacia la perfección. Gustaba repetirse a si mismo las palabras de san Pablo: Olvidarme de lo que queda atrás y esforzarme por lo que está delante (Flp 3:13), recordando también la voz del profeta Elías: Vive el Señor, en cuya presencia estoy este día (1 Re 17:1; 18:15). Observaba que al decir este día, no estaba contando el tiempo que había pasado, sino que, como comenzando de nuevo, trabajando duro cada día para hacer de sí mismo alguien que pudiera aparecer delante de Dios: puro de corazón y dispuesto a seguir Su voluntad. Y acostumbraba a decir que la vida llevada por el gran profeta Elías debía ser para el asceta como un gran espejo en el cual poder mirar siempre la propia vida.
Así Antonio se dominó a sí mismo. Entonces decidió mudarse a los sepulcros que se hallan a cierta distancia de la aldea. Pidió a uno de sus familiares que le llevaran pan a largos intervalos. Entró entonces en una de las tumbas, el mencionado hombre cerró la puerta tras él, y así quedó dentro solo. Esto era más de lo que el enemigo podía soportar, pues en verdad temía que ahora fuera a llenar también el desierto con la vida ascética. Así llegó una noche con un gran número de demonios y lo azotó tan implacablemente que quedó tirado en el suelo, sin habla por el dolor. Afirmaba que el dolor era tan fuerte que los golpes no podían haber sido infligidos por ningún hombre como para causar semejante tormento. Por la providencia de Dios, porque el Señor no abandona a los que esperan en El, su pariente llegó al día siguiente trayéndole pan. Cuando abrió la puerta y lo vio tirado en el suelo como muerto, lo levantó y lo llevó hasta la Iglesia y lo depositó sobre el suelo. Muchos de sus parientes y de la gente de la aldea se sentaron en torno a Antonio como para velar su cadáver. Pero hacia la medianoche Antonio recobró el conocimiento y despertó. Cuando vio que todos estaban dormidos y sólo su amigo estaba despierto, le hizo señas para que se acercara y le pidió que lo levantara y lo llevara de nuevo a los sepulcros, sin despertar a nadie.
El hombre lo llevó de vuelta, la puerta fue trancada como antes y de nuevo que solo dentro. Por los golpes recibidos estaba demasiado débil como para mantenerse en pie; entonces oraba tendido en el suelo. Terminada su oración, gritó: «Aquí estoy yo, Antonio, que no me he acobardado con tus golpes, y aunque mas me des, nada me separar del amor a Cristo» (Rm 8:35). Entonces comenzó a cantar: «Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla» (Sal.26:3).
Tales eran los pensamientos y las palabras del asceta, pero el que odia el bien, el enemigo, asombrado de que después de todos los golpes todavía tuviera valor de volver, llamó a sus perros, y arrebatado de rabia dijo: «Ustedes ven que no hemos podido detener a este tipo con el espíritu de fornicación ni con los golpes; al contrario llega a desafiarnos. Vamos a proceder con él de otro modo.»
La función del malhechor no es difícil para el demonio. Esa noche, por eso, hicieron tal estrépito que el lugar parecía sacudido por un terremoto. Era como si los demonios se abrieran paso por las cuatro paredes del recinto, reventando a través de ellas en forma de bestia y reptiles. De repente todo el lugar se llenó de imágenes fantasmagóricas de leones, osos, leopardos, toros, serpientes, áspides, escorpiones y lobos; cada uno se movía según el ejemplar que había asumido. El león rugía, listo para saltar sobre él; el toro ya casi lo atravesaba con sus cuernos; la serpiente se retorcía sin alcanzarlo completamente; el lobo lo acometía de frente; y el griterío armado simultáneamente por todas estas apariciones era espantoso, y la furia que mostraba era feroz.
Antonio, remecido y punzado por ellos, sentía aumentar el dolor en su cuerpo; sin embargo yacía sin miedo y con su espíritu vigilante. Gemía es verdad, por el dolor que atormentaba su cuerpo, pero su mente era dueña de la situación, y, como para burlarse de ellos, decía: si tuvieran poder sobre mí, hubiera bastado que viniera uno solo de ustedes; pero el Señor les quitó su fuerza, y por eso están tratando de hacerme perder el juicio con su número; es señal de su debilidad que tengan que imitar a las bestias.» De nuevo tuvo la valentía de decirles: «Si es que pueden, seis que han recibido el poder sobre mí, no se demoren, ¡vengan al ataque! Y si nada pueden, ¿para qué forzarse tanto sin ningún fin? Por que la fe en nuestro Señor es sello para nosotros y muro de salvación.» Así, después de haber intentado muchas argucias, rechinaron su dientes contra él, porque eran ellos los que se estaban volviendo locos y no él.
De nuevo el Señor no se olvidó de Antonio en su lucha, sino que vino a ayudarlo. Pues cuando miró hacia arriba, vio como si el techo se abriera y un rayo de luz bajara hacia él. Los demonios se habían ido de repente, el dolor de su cuerpo cesó y el edificio estaba restaurado como antes. Antonio, habiendo notado que la ayuda había llegado, respiró más libremente y se sintió aliviado en sus dolores. Y preguntó a la visión: «¿Dónde estaba tú? ¿Por qué no apareciste al comienzo para detener mis dolores?»
Y una voz le habló: «Antonio, yo estaba aquí, pero esperaba verte en acción. Y ahora que haz aguantado sin rendirte, seré siempre tu ayuda y te haré famoso en todas partes.»
Oyendo esto, se levantó y oró; y fue tan fortalecido que sintió su cuerpo más vigoroso que antes. Tenía por aquel tiempo unos treinta y cinco años edad.
Antonio se Muda a Pispir
Al día siguiente se fue, inspirado por un celo aún mayor por el servicio de Dios. Fue al encuentro del anciano ya antes mencionado (3-5) y le rogó que se fuera a vivir con él en el desierto. El otro declinó la invitación a causa de su edad y porque tal modo de vivir no era todavía costumbre. Entonces se fue solo a vivir a la montaña. ¡Pero ahí estaba de nuevo el enemigo! Viendo su seriedad y queriendo frustarla, proyectó la imagen ilusoria de un disco de plata sobre el camino. Pero Antonio, penetrando en el ardid del que odia el bien, se detuvo y, desenmascaró al demonio en él, diciendo: » ¿Un disco en el desierto? ¿De dónde sale esto? Esta no es una carretera frecuentada, y no hay huellas de que haya pasado gente por este camino. Es de gran tamaño y no puede haberse caído inadvertidamente. En verdad, aunque se hubiera perdido, el dueño habría vuelto y lo habría buscado, y seguramente lo habría encontrado porque es una región desierta. Esto es engaño del demonio. ¡No vas a frustrar mi resolución con estas cosas, demonio! ¡Tu dinero perezca junto contigo!» (Hch 8:20). Y al decir esto Antonio, el disco desapareció como humo.
Luego, mientras caminaba, vio de nuevo, no ya otra ilusión, sino oro verdadero, desparramado a lo largo del camino. Pues bien, ya sea que al mismo enemigo le llamó la atención, o si fue un buen espíritu el que atrajo al luchador y le demostró al demonio de que no se preocupabas ni siquiera de las riquezas auténticas, él mismo no lo indicó, y por eso no sabemos nada sino que era realmente oro lo que allí había. En cuanto a Antonio, quedó sorprendido por la cantidad que había, pero atravesó por él, como si hubiera sido fuego y siguió su camino sin volverse atrás. Al contrario, se puso a correr tan rápido que al poco rato perdió de vista el lugar y quedó oculto de él.
Así, afirmándose más y más en su propósito, se apresuro hacia la montaña. En la parte distante del río encontró un fortín desierto que con el correr del tiempo estaba plagado de reptiles. Allí se estableció para vivir. Los reptiles como si alguien los hubiera echado, se fueron de repente. Bloqueó la entrada, después de enterrar pan para seis meses -así lo hacen los tebanos y a menudo los panes se mantienen frescos por todo un año-, y teniendo agua a mano, desapareció como en un santuario. Quedó allí solo, no saliendo nunca y no viendo pasar a nadie. Por mucho tiempo perseveró en esta práctica ascética; solo dos veces al año recibía pan, que lo dejaba caer por el techo.
Sus amigos que venían a verlo, pasaban a menudo días y noches fuera, puesto que no quería dejarlos entrar. Oían que sonaba como una multitud frenética, haciendo ruidos, armando tumulto, gimiendo lastimeramente y chillando: «¡Ándate de nuestro dominio! ¿Que tienes que hacer en el desierto? Tú no puedes soportar nuestra persecución.» Al principio los que estaban afuera creían que había hombres peleando con él y que habrían entrado por medio de escaleras, pero cuando atisbaron por un hoyo y no vieron a nadie, se dieron cuenta que eran los demonios los que estaban en el asunto, y, llenos de miedo, llamaron a Antonio. El estaba más inquieto por ellos que por los demonios. Acercándose a la puerta les aconsejó que se fueran y no tuvieran miedo. Les dijo: «Sólo contra los miedosos los demonios conjuran fantasmas. Ustedes ahora hagan la señal de la cruz y vuélvanse a su casa sin temor, y déjenlos que se enloquezcan ellos mismos.»
Entonces se fueron, fortalecidos con la señal de la cruz, mientras él se quedaba sin sufrir ningún daño de los demonios. Pero tampoco se fastidiaba de la contienda, porque la ayuda que recibía de lo alto por medio de visiones y la debilidad de sus enemigos, le daban gran alivio en sus penalidades y ánimo para un mayor entusiasmo. Sus amigos venían una y otra vez esperando, por supuesto, encontrarlo muerto, pero lo escuchaban cantar: «Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos, huyen de su presencia los que lo odian. Como el humo se disipa, se disipan ellos; como se derrite las cera ante el fuego, así perecen los impíos ante Dios» (Sal 67:2). Y también: «Todos los pueblos me rodeaban, en el nombre del Señor los rechacé» (Sal 117:10).
Así pasó casi veinte años practicando solo la vida ascética, no saliendo nunca y siendo raramente visto por otros. Después de esto, como había muchos que ansiaban y aspiraban imitar su santa vida, y algunos de sus amigos vinieron y forzaron la puerta echándolas abajo, Antonio salió como de un santuario, como un iniciado en los sagrados misterios y lleno del Espíritu de Dios. Fue la primera vez que se mostró fuera del fortín a los que vinieron hacia él. Cuando lo vieron, estaban asombrados al comprobar que su cuerpo guardaba su antigua apariencia: no estaba ni obeso por falta de ejercicio ni macilento por sus ayunos y luchas con los demonios: era el mismo hombre que habían conocido antes de su retiro.
El estado de su alma era puro, pues no estaba ni encogido por la aflicción, ni disipado por la alegría, ni penetrado por la diversión o el desaliento. No se desconcertó cuando vio la multitud ni se enorgulleció al ver a tantos que lo recibían. Se tenía completamente bajo control, como hombre guiado por la razón y con gran equilibrio de carácter.
Por él sanó a muchos de los presentes que tenían enfermedades corporales y liberó a otros de espíritus impuros. Concedió también a Antonio el encanto en el hablar; y así confortó a muchos en sus penas y reconcilió a otros que se peleaban. Exhortó a todos a no preferir nada en este mundo al amor de Cristo. Y cuando en su discurso los exhortó a recordar los bienes venideros y la bondad mostrada a nosotros por Dios, «que no perdonó a su Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (Rm 8:32), indujo a muchos a abrazar la vida monástica. Y así aparecieron celdas monacales en la montaña y el desierto se pobló de monjes que abandonaban a los suyos y se inscribían para ser ciudadanos del cielo (Hb 3:20; 12:23).
Una vez tuvo necesidad de cruzar el canal de Arsinoé -la ocasión fue para una visita a los hermanos-; el canal estaba lleno de cocodrilos. Simplemente oró, se metió con todo sus compañeros, y pasó al otro lado sin ser tocado. De vuelta a su celda, se aplicó con todo celo a sus santos y vigorosos ejercicios. Por medio de constantes conferencias encendía el ardor de los que ya eran monjes e incitaba a muchos otros al amor de la vida ascética; y pronto, en la medida en que su mensaje arrastraba a hombres a través de él, el número de celdas monacales se multiplicaba y para todos era como un padre y guía.
Sobre las Virtudes
Un día en que él salió, vinieron todos los monjes y le pidieron una conferencia. El les habló en lengua copta como sigue:
«Las Escrituras bastan realmente para nuestra instrucción. Sin embargo, es bueno para nosotros alentarnos unos a otros en la fe y usar de la palabra para estimularnos. Sean, por eso, como niños y tráiganle a su padre lo que sepan y díganselo, tal como yo, siendo el mas antiguo, comparto con ustedes mi conocimiento y mi experiencia.
Para comenzar, tengamos todos el mismo celo, para no renunciar a lo que hemos comenzado, para no perder el nimo, para no decir: «Hemos pasado demasiado tiempo en esta vida ascética.» No, comenzando de nuevo cada día, aumentemos nuestro celo. Toda la vida del hombre es muy breve comparada con el tiempo que a de venir, de modo que todo nuestro tiempo es nada comparada con la vida eterna. En el mundo, todo se vende; y cada cosa se comercia según su valor por algo equivalente; pero la promesa de la vida eterna puede comprarse con muy poco. La Escritura dice: «Aunque uno viva setenta años y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil» (Sal 89:10). Si, pues, todos vivimos ochenta años o incluso cien, en la práctica de la vida ascética, no vamos a reinar el mismo período de cien años, sino que en vez de los cien reinaremos para siempre. Y aunque nuestro esfuerzo es en la tierra, no recibiremos nuestra herencia en la tierra sino lo que se nos ha prometido en el cielo. Más, aún, vamos a abandonar nuestro cuerpo corruptible y a recibirlo incorruptible (1 Co 15:42).
Así, hijitos, no nos cansemos ni pensemos que estamos afanándonos mucho tiempo o que estamos haciendo algo grande. Pues los sufrimientos de la vida presente no pueden compararse con la gloria separada que nos ser revelada (Rm 8:18). No miremos hacia a través, hacia el mundo, que hemos renunciado a grandes cosas. Pues incluso todo el mundo, y no creamos que es muy trivial comparado con el cielo. Aunque fuéramos dueños de toda la tierra y renunciaremos a toda la tierra, nada sería comparado con el reino de los cielos. Tal como una persona despreciaría una moneda de cobre para ganar cien monedas de oro, así es que el dueño de la tierra y renuncia a ella, da realmente poco y recibe cien veces más (Mt 19:29). Pues, ni siquiera, toda la tierra equivale el valor del cielo, ciertamente el que entrega una poca tierra no debe jactarse ni apenarse; lo que abandona es prácticamente nada, aunque sea un hogar o una suma considerable de dinero de lo que se separa.
«Debemos además tener en cuenta que si no dejamos estas cosas por el amor a la virtud, después tendremos que abandonarlas de todos modos y a menudo también, como nos recuerda el Eclesiastés» (2:18; 4:8; 6:2), a personas a las que no hubiéramos querido dejarlas. Entonces, ¿por qué no hacer de la necesidad virtud y entregarlas de modo que podamos heredar un reino por añadidura? Por eso, ninguno de nosotros tenga ni siquiera el deseo de poseer riquezas. ¿De qué nos sirve poseer lo que no podemos llevar con nosotros? ¿Por qué no poseer mas bien aquellas cosas que podamos llevar con nosotros: prudencia, justicia, templanza, fortaleza, entendimiento, caridad, amor a los pobres, fe en Cristo, humildad, hospitalidad? Una vez que las poseamos, hallaremos que ellas van delante de nosotros, preparándonos la bienvenida en la tierra de los mansos (Lc 16:9; Mt 5:4).
«Con estos pensamientos cada uno debe convencerse que no hay que descuidarse sino considerar que se es servidor del Señor y atado al servicio de su Maestro. Pero un sirviente no se va atrever a decir: «Ya que trabajé ayer, no voy a trabajar hoy.» Tampoco se va a poner a calcular el tiempo que se ya ha servido y a descansar durante los día que le quedan por delante; no, día tras día, como está escrito en el Evangelio (Lc 12:35-38; 17:7-10; Mt 24:45), muestra la misma buena voluntad para que pueda agradar a su patrón y no causar ninguna molestia. Perseveremos, pues, en la práctica diaria de la vida ascética, sabiendo de que si somos negligentes un solo día, El no nos va a perdonar en consideración al tiempo anterior, sino que se va a enojar con nosotros por nuestro descuido. Así lo hemos escuchado en Ezequiel (Ez 18:24.26; 33:12ss); lo mismo Judas, que en una sola noche destruyó el trabajo de todo su pasado.
Por eso, hijos, perseveremos en la práctica del ascetismo y no nos desalentemos. También tenemos en esto al Señor que nos ayuda, según la Escritura: «Dios coopera para el bien» (Rm 8:28) con todo el que elige el bien. Y en cuanto a que no debemos descuidarnos, es bueno meditar lo que dice el apóstol: «muero cada día» (1 Co 15:31). Realmente si nosotros también viviéramos como si en cada nuevo día fuéramos a morir, no pecaríamos. En cuanto a la cita, su sentido es este: Cuando nos despertamos cada día, deberíamos pensar que no vamos a vivir hasta la tarde; y de nuevo, cuando nos vamos a dormir, deberíamos pensar que no vamos a despertar. Nuestra vida es insegura por naturaleza y nos es medida diariamente por Providencia. Si con esta disposición vivimos nuestra vida diaria, no cometeremos pecado, no codiciaremos nada, no tendremos inquina a nadie, no acumularemos tesoros en la tierra; sino que como quien cada día espera morirse, seremos pobres y perdonaremos todo a todos. Desear mujeres u otros placeres sucios, tampoco tendremos semejantes deseos sino que le volveremos las espaldas como a algo transitorio combatiendo siempre y teniendo ante nuestros ojos el día del juicio. El mayor temor a juicio y el desasosiego por los tormentos, disipan invariablemente la fascinación del placer y fortalecen el nimo vacilante.
«Ahora que hemos hecho un comienzo y estamos en la senda de la virtud, alarguemos nuestros pasos aún más para alcanzar lo que tenemos delante (Flp 3:13). No miremos atrás, como hizo la mujer de Lot (Gn 19:26), porque sobretodo el Señor ha dicho: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, es apto para el reino de los cielos» (Lc 9:62). Y este mirar hacia atrás no es otra cosa sino arrepentirse de lo comenzado y acordarse de nuevo de lo mundano.
Cuando oigan hablar de la virtud, no se asusten ni la traten como palabra extraña. Realmente no está lejos de nosotros ni su lugar está fuera de nosotros; no, ella está dentro de nosotros, y su cumplimiento es fácil camino y cruzan el mar para estudiar las letras; pero nosotros no tenemos necesidad de ponernos en camino por el reino de los cielos ni de cruzar el mar para alcanzar la virtud. El Señor nos lo dijo de antemano: «El reino de los cielos está dentro de nosotros y brota de nosotros.» La virtud existe cuando el alma se mantiene en su estado natural. Es mantenida en su estado natural cuando queda cuando vino al ser. Y vino al ser limpia y perfectamente íntegra (Ecl 7:30). Por eso Josué, el hijo de Nun, exhortó al pueblo con estas palabras: «Mantengan íntegro sus corazones ante el Señor, el Dios de Israel» (Jos 24:26); y Juan: «Enderecen sus caminos» (Mt 3:3). El alma es derecha cuando la mente se mantiene en el estado en que fue creada. Pero cuando se desvía y se pervierte de su condición natural, eso se llama vicio del alma.
La tarea no es difícil: si quedamos como fuimos creados, estamos en estado de virtud, pero si entregamos nuestra mente a cosas bajas, somos considerados perversos. Si este trabajo tuviese que ser realizado desde fuera, sería en verdad difícil; pero dado que está dentro de nosotros, cuidémonos de pensamientos sucios. Y habiendo recibido el alma como algo confiado a nosotros, guardémosla para el Señor, para que el pueda reconocer su obra como la misma que hizo.
«Luchemos, pues, para que la ira no sea nuestro dueño ni la concupiscencia nos esclavice. Pues está escrito ‘que la ira del hombre no hace lo que agrada a Dios'(St 1:20). Y la concupiscencia ‘ cuando ha concebido, da a luz el pecado; y de este pecado, cuando esta desarrollado, nace la muerte (St 1:15). Viviendo esta vida, mantengámonos cuidadosamente en guardia y, como está escrito, guardemos nuestro corazón con toda vigilancia (Pr 4:23). Tenemos enemigos poderosos y fuertes: son los demonios malvados; y contra ellos ‘es nuestra lucha’, como dice el apóstol, ‘no contra gente de carne y hueso, sino contra las fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestiales, es decir, los que tienen mando, autoridad y dominio en este mundo oscuro’ (Ef 6:12). Grande es su número en el aire a nuestro alrededor, y no están lejos de nosotros. Pero la diferencia entre ellos es considerable. Nos llevaría mucho tiempo dar una explicación de su naturaleza y distinciones, tal disquisición es para otros más competentes que yo; lo único urgente y necesario para nosotros ahora es conocer sólo sus villanías contra nosotros.
Mientras Antonio discurría sobre estos asuntos con ellos, todos se regocijaban. Aumentaba en algunos la virtud, en otros desaparecía la negligencia, y en otros la vanagloria era reprimida. Todos prestaban consejos sobre los ardides del enemigo, y se admiraban de la gracia dada a Antonio por el Señor para discernir los espíritus.
Así sus solitarias celdas en las colinas eran como las tiendas llenas de coros divinos, cantando salmos, estudiando, ayunando, orando, gozando con la esperanza de la vida futura, trabajando para dar limosnas y preservando el amor y la armonía entre sí. Y en realidad, era como ver un país aparte, una tierra de piedad y justicia. No había malhechores ni víctimas del mal ni acusaciones del recaudador de impuestos, sino una multitud de ascetas, todos con un solo propósito: la virtud. Así, al ver estas celdas solitarias y la admirable alineación de los monjes, no se podía menos que elevar la voz y decir: «¡Qué hermosas son las tiendas, oh Jacob! ¡Tus habitaciones, oh Israel! Como arroyos están extendidas, como huertos junto al río, como tiendas plantadas por el Señor, como cedros junto a las aguas» (Núm 24:5).
Antonio volvió como de costumbre a su propia celda e intensificó sus prácticas ascéticas. Día tras día suspiraba en la meditación de las moradas celestiales (Jn 14:12), con todo anhelo por ellas, viendo la breve existencia del hombre. Al pensamiento de la naturaleza espiritual del alma, se avergonzaba cuando debía aprestarse a comer o dormir o a ejecutar las otras necesidades corporales. A menudo, cuando iba a compartir su alimento con otros monjes, le sobrevenía el pensamiento del alimento espiritual y rogando que le perdonaran, se alejaba de ellos, como si le diera vergüenza de que otros lo vieran comiendo. Comía, por su puesto, porque su cuerpo lo necesitaba, y frecuentemente lo hacía también con los hermanos, turbado a causa de ellos, pero hablándoles por la ayuda que sus palabras significaban para ellos. Acostumbraba a decir que se debía dar todo su tiempo al alma más bien que al cuerpo. Ciertamente, puesto que la necesidad lo exige, algo de tiempo tiene que darse al cuerpo, pero en general deberíamos dar nuestra primera atención al alma y buscar su progreso. Ella no debería ser arrastrada hacia abajo por los placeres del cuerpo, sino que el cuerpo debe ser puesto bajo sujeción del alma. Esto, decía, es lo que el Salvador expresó: «No se preocupen por la vida, por lo que van a comer o beber, ni estén inquietos ansiosamente; la gente del mundo busca todas esas cosas. Pero su Padre sabe que ustedes necesitan todo esto. Busquen primero su Reino y todo esto se les dar dado por añadidura» (Lc 12:22.29-31; Mt 6:31-33).
La Persecución Del Emperador Maximino
Después de esto, la persecución de Maximino (en el año 311), que irrumpió en esa época, se abatió sobre la Iglesia. Cuando los santos mártires fueron llevados a Alejandría, él también dejó su celda y los siguió, diciendo: «vayamos también nosotros a tomar parte en el combate si somos llamados, o a ver a los combatientes.» Tenía el gran deseo de sufrir el martirio, pero como no quería entregarse a sí mismo, servía a los confesores de la fe en las minas y en las prisiones. Se afanaba en el tribunal, estimulando el celo de los mártires cuando los llamaban, y recibiéndolos y escoltándolos cuando iban a su martirio, quedando junto a ellos hasta que expiraban. Por eso el juez, viendo su intrepidez y la de sus compañeros y su celo en estas cosas, dio orden de que ningún monje apareciera en el tribunal o estuviera en la ciudad. Todos los demás pensaron conveniente esconderse ese día, pero Antonio se preocupó tan poco de ello que lavó sus ropas y al día siguiente se colocó al frente de todos, en un lugar prominente, a vista y presencia del prefecto. Mientras todos se admiraban y el prefecto mismo lo veía al acercarse con todos los funcionarios, el estaba ahí de pie, sin miedo, mostrando el espíritu anhelante característico de nosotros los cristianos. Como lo expresé antes, oraba para que también él pudiera ser martirizado, y por eso se apenaba por no haberlo sido.
Pero el Señor cuidaba de él para nuestro bien y para el bien de otros, a fin de que pudiera se maestro de la vida ascética que él mismo había aprendido en las Escrituras. De hecho, muchos, sólo con ver su actitud, se convirtieron en celosos seguidores de su modo de vida. De nuevo, por eso, continuó con su costumbre, de ir al servicio de los confesores de la fe y, como si estuviera encadenado con ellos (Hb 13:3), se agotó en su afán por ellos.
Cuando finalmente la persecución cesó y el obispo Pedro, de santa memoria, hubo sufrido el martirio, se fue y volvió a su celda solitaria, y ahí fue mártir cotidiano en su conciencia, luchando siempre las batallas de la fe. Practicó una vida ascética llena de celo y más intensa. Ayunaba continuamente, su vestidura era de pelo la interior y de cuero la exterior, y la conservó hasta el día de su muerte. Nunca bañó su cuerpo para lavarse, ni tampoco lavó sus pies ni se permitió meterlos en el agua sin necesidad. Nadie vio su cuerpo desnudo hasta que murió y fue sepultado.
Vuelto a la soledad, determinó un período de tiempo durante el cual no saldría ni recibiría a nadie. Entonces un oficial militar, un cierto Martiniano, llegó a importunar a Antonio: tenía una hija a la molestaba el demonio. Como persistía ante él, golpeado a la puerta y rogando que saliera y orara a Dios por su hija, Antonio no quiso salir sino que, usando una mirilla le dijo: «Hombre ¿por qué haces todo ese ruido conmigo? Soy un hombre tal como tú. Si crees en Cristo a quien yo sirvo, ándate y como eres creyente, ora a Dios y se te conceder .» Ese hombre se fue y creyendo e invocando a Cristo, y su hija fue librada del demonio. Muchas otras cosas hizo también el Señor a través de él, según la palabra: «Pidan y se les dará» (Lc 11:9). Muchísima gente que sufría, dormía simplemente fuera de su celda, ya que él no quería abrirle la puerta, y eran sanados por su fe y su sincera oración.
Huida a La Montaña Interior
Cuando se vio acosado por muchos e impedido de retirarse como eran su propósito y su deseo, e inquieto por lo que el Señor estaba obrando a través de él, pues podía transformarse en presunción, o alguien podía estimarlos más de lo que convenía, reflexionó y se fue hacia la Alta Tebaida, a un pueblo en el que era desconocido. Recibió pan de los hermanos y se sentó a la orilla del río, esperando ver un barco que pasara en el que pudiera embarcarse y partir. Mientras estaba así aguardando, se oyó una voz desde arriba: «Antonio, ¿a dónde vas y porque?»
No se desorientó sino que, habiendo escuchado a menudo tales llamadas, contestó: «Ya que las multitudes no me permiten estar solo, quiero irme a la Alta Tebaida, porque son muchas las molestias a las que estoy sujeto aquí, y sobre todo porque me piden cosas más allá de mi poder.» «Si subes a la Tebaida,» dijo la voz, «o si, como también pensaste, bajas a la Bucolia, tendrás más, sí, el doble más de molestias que soportar. Pero si realmente quieres estar contigo mismo, entonces vete al desierto interior.»
Pero, dijo Antonio, ¿quién me mostrará el camino? Yo no lo conozco. De repente le llamaron la atención unos sarracenos que estaban por tomar aquella ruta. Acercándose, Antonio les pidió ir con ellos al desierto. Ellos le dieron la bienvenida como por orden de la Providencia. Y viajó con ellos tres días y tres noches y llegó a una montaña muy alta. Al pie de la montaña había agua, clara como el cristal, dulce y muy fresca. Extendiéndose desde allí había una llanura y unos cuantos datileros.
Antonio, como inspirado por Dios, quedó encantado por el lugar, porque esto fue lo que quiso decir Quien habló con el a la orilla del Río. Comenzó por conseguir algunos panes de sus compañeros de viaje y se quedo sólo en la montaña, sin ninguna compañía. En adelante, miró este lugar como si hubiera encontrado su propio hogar. En cuanto a los sarracenos, notando el entusiasmo de Antonio, hicieron del lugar un punto de sus travesías, y estaban contentos de llevarle pan. También los datileros le daban un pequeño y frugal cambio de dieta. M s tarde, los hermanos, se las ingeniaron para mandarle pan. Antonio, sin embargo, viendo que el pan les causaba molestias porque tenían que aumentar el trabajo que ya soportaban, y queriendo mostrar consideración a los monjes en esto, reflexionó sobre el asunto y pidió a algunos de sus visitantes que les trajeran un azadón y un hacha y algo de grano.
Cuando se lo trajeron, se fue al terreno cerca de la montaña, y encontrando un pedazo adecuado, con abundante provisión de agua de la vertiente, lo cultivo y sembró. Así lo hizo cada año y les suministraba su pan. Estaba feliz de que con eso no tenía que molestar a nadie, y con todo trataba de no ser carga para otros. Pero más tarde, viendo que de nuevo llegaba gente a verlo, comenzó también a cultivar algunas hortalizas, a fin de que sus visitantes tuvieran algo más para restaurar sus fuerzas después del viaje tan cansado y pesado.
Al comienzo, los animales del desierto que venían a beber agua le dañaban los sembrados de la huerta. Entonces atrapó a uno de los animales, lo retuvo suavemente y les dijo a todos: » ¿Por qué me hacen perjuicio si yo no les haga nada a ninguno de ustedes? ¡Váyanse, y en el nombre del Señor no se acerquen otra vez a estas cosas!» Y desde ese entonces, como atemorizados por sus órdenes, no se acercaron al lugar.
Una vez los monjes le pidieron que regresara donde ellos y pasara algún tiempo visitándolos a ellos y sus establecimientos. Hizo el viaje con los monjes que vinieron a su encuentro. Un camello había cargado con pan y agua, ya que en todo ese desierto no hay agua, y la única agua potable estaba en la montaña de donde habían salido y en donde estaba su celda. Yendo de camino se acabó el agua, y estaban todos en peligro cuando el calor es mas intenso. Anduvieron buscando y volvieron sin encontrar agua. Ahora estaban demasiado débiles para poder caminar siquiera. Se echaron al suelo y dejaron que el camello se fuera, entregándose a la desesperación.
Entonces el anciano, viendo el peligro en que todos estaban, se llenó de aflicción. Suspirando profundamente, se apartó un poco de ellos. Entonces se arrodilló, extendió sus manos y oró. Y de repente el Señor hizo brotar una fuente donde estaba orando, de modo que todos pudieron beber y refrescarse. Llenaron sus odres y se pusieron a buscar el camello hasta que lo encontraron, sucedió que el cordel se había enredado en una piedra y había quedado sujeto. Lo llevaron a abrevar y, cargándolo con los odres, concluyeron su viaje sin más deterioros ni accidentes.
Cuando llegó a las celdas exteriores, todos le dieron una cordial bienvenida, mirándolo como a un padre. El, por su parte, como trayéndoles provisiones de su montaña, los entretenía con su narraciones y les comunicaba su experiencia práctica. Y de nuevo hubo alegría en las montañas y anhelos de progreso, y el consuelo que viene de una fe común (Rm 1:12). También se alegró de contemplar el celo de los monjes y al ver a su hermana que había envejecido en su vida de virginidad, siendo ella misma guía espiritual de otras vírgenes.
Después de algunos días volvió a su montaña. Desde entonces muchos fueron a visitarlo, entre ellos muchos llenos de aflicción, que arriesgaban el viaje hasta él. Para todos los monjes que llegaban donde él, tenía siempre el mismo consejo: poner su confianza el Señor y amarlo, guardarse a sí mismo de los malos pensamientos y de los placeres de la carne, y no ser seducido por el estómago lleno, como está escrito en los Proverbios (Prov 24:15). Debían huir de la vanagloria y orar continuamente; cantar salmos antes y después del sueño; guardar en el corazón los mandamientos impuestos en las Escrituras y recordar los hechos de los santos, de modo que el alma, al recordar los mandamientos, pueda inflamarse ante el ejemplo de su celo. Les aconsejaba sobre todo recordar siempre la palabra del apóstol: «Que el sol no se ponga sobre tu ira» (Ef 4:26), y a considerar estas palabras como dichas de todos los mandamientos: el sol no debe ponerse no sólo sobre la ira sino sobre ningún otro pecado.
Es enteramente necesario que el sol no condene por ningún pecado de día, ni la luna por ninguna falta o incluso pensamiento nocturno. Para asegurarnos de esto, es bueno escuchar y guardar lo que dice el apóstol: «Júzguense y pruébense ustedes mismos» (2 Co 13:5). Por eso cada uno debe hacer diariamente un examen de lo que ha hecho de día y de noche; si ha pecado, deje de pecar; si no ha pecado, no se jacte por ello. Persevere mas bien en la practica de lo bueno y no deje de estar en guardia. No juzgue a su prójimo ni se declare justo él mismo, como dice el santo apóstol Pablo, «Hasta que venga el Señor y saque a luz lo que está escondido» (1 Co 4:5; Rm 2:16). A menudo no tenemos conciencia de lo que hacemos; nosotros no lo sabemos, pero el Señor conoce todo. Por eso dejémosle el juicio a El, compadezcámonos mutuamente y «llevemos los unos las cargas de los otros» (Ga 6:2). Juzguémonos a nosotros mismo y, si vemos que hemos disminuido, esforcémonos con toda seriedad para reparar nuestra deficiencia. Que esta observación sea nuestra salvaguardia con el pecado: anotemos nuestras acciones e impulsos del alma como si tuviéramos que dar un informe a otro; pueden estar seguros que de pura vergüenza de que esto se sepa, dejaremos de pecar y de seguir teniendo pensamientos pecaminosos. ¿A quién le gusta que lo vean pecando? ¿Quién habiendo pecado, no preferiría mentir, esperando escapar así a que lo descubran? Tal como no quisiéramos abandonarnos al placer a vista de otros, así también si tuviéramos que escribir nuestros pensamientos para decírselos a otro, nos guardaríamos muchos de los malos pensamientos, de vergüenza de que alguien los supiera. Que ese informe escrito sea, pues, como los ojos de nuestros hermanos ascetas, de modo que al avergonzarnos al escribir como si nos estuvieran viendo, jamás nos demos al mal. Moldeándonos de esta manera, seremos capaces de llevar a nuestro cuerpo a obedecernos (1 Co 9:27), para agradar al Señor y pisotear las maquinaciones del enemigo.
Milagros y Visiones
Estos eran los consejos a los visitantes. Con los que sufrían se unía en simpatía y oración, y a menudo y en muchos y variados casos, el Señor escuchó su oración. Pero nunca se jactó cuando fue escuchado, ni se quejó cuando no lo fue. Siempre dio gracias al Señor, y animaba a los sufrientes a tener paciencia y a darse cuenta de que la curación no era prerrogativa suya ni de nadie, sino sólo de Dios, que la obra cuando quiere y a quienes El quiere. Los que sufrían se satisfacían con recibir las palabras del anciano como curación, pues aprendían a tener paciencia y a soporta el sufrimiento. Y los que eran sanados, aprendían a dar gracias no a Antonio sino sólo a Dios.
Había, por ejemplo, un hombre llamado Frontón, oriundo de Palatium. Tenía una horrible enfermedad: Se mordía continuamente la lengua y su vista se le iba acortando. Llegó hasta la montaña y le pidió a Antonio que rogara por él. Oró y luego Antonio le dijo a Frontón » Vete, vas a ser sanado.» Pero el insistió y se quedó durante días, mientras Antonio seguía diciéndole: «No te vas a sanar mientras te quedes aquí y cuando llegues a Egipto verás en ti el milagro.» El hombre se convenció por fin y se fue, al llegar a la vista de Egipto desapareció su enfermedad. Sanó según las instrucciones que Antonio había recibido del Señor mientras oraba.
Una niña de Busiris en Trípoli padecía de una enfermedad terrible y repugnante: una supuración de ojos, nariz y oídos se transformaba en gusanos cuando caía al suelo. Además su cuerpo estaba paralizado y sus ojos eran defectuosos. Sus padres supieron de Antonio por algunos monjes que iban a verlo, y teniendo fe en el Señor que sanó a la mujer que padecía hemorragia (Mt 9:20), les pidieron que pudieran ir con su hija. Ellos consintieron. Los padres y la niña quedaron al pie de la montaña con Pafnucio, el confesor y monje. Los demás subieron, y cuando se disponían a hablarle de la niña, el se les adelantó y les dijo todo sobre el sufrimiento de la niña y de como había hecho el viaje con ellos. Entonces cuando le preguntaron si esa gente podía subir, no se los permitió y sino que dijo: «Vayan y, si no ha muerto, la encontrar n sana. No es ciertamente mérito mío que ella halla querido venir donde un infeliz como yo; no, en verdad; su curación es obra del Salvador que muestra su misericordia en todo lugar a los que lo invocan. En este caso el Señor ha escuchado su oración, y su amor por los hombres me ha revelado que curar la enfermedad de la niña donde ella está.» En todo caso el milagro se realizó: cuando bajaron, encontraron a los padres felices y a la niña en perfecta salud.
Sucedió que cuando los hermanos estaban en viaje hacia él, se les acabó el agua durante el viaje; uno murió y el otro estaba a punto de morir. Ya no tenía fuerzas para andar, sino que yacía en el suelo esperando también la muerte. Antonio, sentado en la montaña, llamó a dos monjes que estaban casualmente sentados allí, y los apremió a apresurarse: «Tomen un jarro de agua y corran abajo por el camino a Egipto; venían dos, uno acaba de morir y el otro también morir a menos que ustedes se apuren. Recién me fue revelado esto en la oración.» Los monjes fueron y hallaron a uno muerto y lo enterraron. Al otro lo hicieron revivir con agua y lo llevaron hasta el anciano. La distancia era de un día de viaje. Ahora si alguien pregunta porque no habló antes de que muriera el otro, su pregunta es injustificada. El decreto de muerte no pasó por Antonio sino por Dios, que la determinó para uno, mientras que revelaba la condición del otro. En cuanto a Antonio, lo único admirable es que, mientras estaba en la montaña con su corazón tranquilo, el Señor les mostró cosas remotas.
En otra ocasión en que estaba sentado en la montaña y mirando hacia arriba, vio en el aire a alguien llevado hacia lo alto entre gran regocijo entre otros que le salían al encuentro. Admirándose de tan gran multitud y pensando que felices eran, oró para saber que era eso. De repente una voz se dirigió a él diciéndole que era el alma de un monje Ammón de Nitria, que vivió la vida ascética hasta edad avanzada. Ahora bien, la distancia entre Nitria a la montaña donde estaba Antonio, era de trece días de viaje. Los que estaban con Antonio, viendo al anciano tan extasiado, le preguntaron que significaba y el les contó que Ammón acababa de morir.
Este era bien conocido, pues venía ahí a menudo y muchos milagros fueron logrados por su intermedio. El que sigue es un ejemplo: «Una vez tenía que atravesar el río Licus en la estación de las crecidas; le pidió a Teodor que se le adelantara para que no se vieran desnudos uno a otro mientras cruzaban el río a nado. Entonces cuando Teodor se fue, el se sentía todavía avergonzado por tener que verse desnudo él mismo. Mientras estaba así desconcertado y reflexionando, fue de repente transportado a la otra orilla. Teodoro, también un hombre piadoso, salió del agua, y al ver al otro lado al que había llegado antes que él y sin haberse mojado se aferró a sus pies, insistiendo que no lo iba a soltar hasta que se lo dijera. Notando la determinación de Teodoro, especialmente, después de lo que le dijo, él insistió a su vez para que no se lo dijera a nadie hasta su muerte, y así le reveló que fue llevado y depositado en la orilla, que no había caminado sobre el agua, ya que sólo esto es posible al Señor y a quienes El se lo permite, como lo hizo en el caso del apóstol Pedro (Mt 14:29). Teodoro relató esto después de la muerte de Ammón.
Los monjes a los que Antonio les habló sobre la muerte de Ammón, se anotaron el día, y cuando, un mes después, los hermanos volvieron desde Nitria, preguntaron y supieron que Ammón se había dormido en el mismo día y hora en que Antonio vio su alma llevada hacia lo alto. Y tanto ellos como los otros quedaron asombrados ante la pureza del alma de Antonio, que podía saber de inmediato lo que había pasado trece días antes y que era capaz de ver el alma llevada hacia lo alto.
En otra ocasión, el conde Arquelao lo encontró en la montaña Exterior y le pidió solamente que rezara por Policracia, la admirable virgen de Laodicea, portadora de Cristo. Sufría mucho del estómago y del costado a causa de su excesiva austeridad, y su cuerpo estaba reducido a gran debilidad. Antonio oró y el conde anotó el día en que hizo oración. Cuando volvió a Laodicea, encontró sana a la virgen. Preguntando cuando se vio libre de su debilidad, sacó el papel donde había anotado la hora de la oración. Cuando le contestaron, inmediatamente mostró su anotación en el papel, y todos se asombraron al reconocer que el Señor la había sanado de su dolencia en el mismo momento en que Antonio estaba orando e invocando la bondad del Salvador en su ayuda.
En cuanto a sus visitantes, con frecuencia predecía su venida, días y a veces un mes antes, indicando la razón de su visita. Algunos venían sólo a verlo, otros a causa de sus enfermedades, y otros, atormentados por los demonios. Y nadie consideraba el viaje demasiado molesto o que fuera tiempo perdido; cada uno volvía sintiendo que había recibido ayuda. Aunque Antonio tenía estos poderes de palabra y visión, sin embargo suplicaba que nadie lo admirara por esta razón, sino mas bien admirara al Señor, porque El nos escucha a nosotros, que sólo somos hombres, a fin de conocerlo lo mejor que podamos.
En otra ocasión había bajado de nuevo para visitar las celdas exteriores. Cuando fue invitado a subir a un barco y orar con los monjes, sólo él percibió un olor horrible y sumamente penetrante. La tribulación dijo que había pescado y alimento salado a bordo y que el olor venía de eso, pero él insistió que el olor era diferente. Mientras estaba hablando, un joven que tenía un demonio y había subido a bordo poco antes como polizón, de repente soltó un chillido. Reprendido en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, el demonio se fue y el hombre volvió a la normalidad; todos entonces se dieron cuenta de que el hedor venía del demonio.
Otra vez un hombre de rango fue donde él, poseído de un demonio. En este caso el demonio era tan terrible que el poseso no estaba consciente de que iba hacia Antonio. Incluso llegaba a devorar sus propios excrementos. El hombre que lo llevó donde Antonio le rogó que orara por él. Sintiendo compasión por el joven, Antonio oró y pasó con él toda la noche. Hacia el amanecer el joven de repente se lanzó sobre Antonio y le dio un empujón. Sus compañeros se enojaron ante eso, pero Antonio dijo: «No se enojen con el joven, porque no es él el responsable sino el demonio que está en él. Al ser increpado y mandado irse a lugares desiertos, se volvió furioso e hizo esto. Den gracias al Señor, porque el atacarme de este modo es una señal de la partida del demonio.» Y en cuanto Antonio dijo esto, el joven volvió a la normalidad. Vuelto en sí se dio cuenta donde estaba, abrazó al anciano y dio gracias a Dios.
Son numerosas las historias, por lo demás todas concordes, que los monjes han trasmitido sobre muchas otras cosas semejantes que él obró. Y ellas, sin embargo, no parecen tan maravillosas como otras aún más maravillosas. Un a vez, por ejemplo, a la hora nona, cuando se puso de pie para orar antes de comer, se sintió transportado en espíritu y, extraño es decirlo, se vio a sí mismo y se hallara fuera de sí mismo y como si otros seres lo llevaran en los aires. Entonces vio también otros seres terribles y abominables en el aire, que le impedían el paso. Como sus guías ofrecieron resistencia, los otros preguntaron con qué pretexto quería evadir su responsabilidad ante ellos. Y cuando comenzaron ellos mismos a tomarles cuentas desde su nacimiento, intervinieron los guías de Antonio: «Todo lo que date desde su nacimiento, el Señor lo borró; pueden pedirle cuentas desde cuando comenzó a ser monje y se consagró a Dios. Entonces comenzaron a presentar acusaciones falsas y como no pudieron probarlas, tuvieron que dejarle libre el paso. Inmediatamente se vio así mismo acercándose -a lo menos, así le pareció – y juntándose consigo mismo, y así volvió Antonio a la realidad.
Entonces, olvidándose de comer, pasó todo el resto del día y toda la noche suspirando y orando. Estaba asombrado de ver contra cuantos enemigos debemos luchar y qué trabajos tiene uno para poder abrirse paso por los aires. Recordó que esto es lo que dice el apóstol: «De acuerdo al príncipe de las potencias del aire» (Ef 2:2). Ahí está precisamente el poder del enemigo, que pelea y trata de detener a los que intentan pasar. Por eso el mismo apóstol da también su especial advertencia: «Tomen la armadura de Dios que los haga capases de resistir en el día malo» (Ef 6:13), y «no teniendo nada malo que decir de nosotros el enemigo, pueda ser dejado en vergüenza» (Tt 2:8). Y los que hemos aprendido esto, recordemos lo que el mismo apóstol dice: «No sé si fue llevado con cuerpo o sin él, Dios lo sabe» (2 Co 2:12). Pero Pablo fue llevado al tercer cielo y escuchó «palabras inefables» (2 Co 12:2.4), y volvió, mientras que Antonio se vio a sí mismo entrando en los aires y luchando hasta que quedó libre.
En otra ocasión tuvo este favor de Dios. Cuando solo en la montaña y reflexionando, no podía encontrar alguna solución, la Providencia se la revelaba en respuesta a su oración; el santo varón era, con palabras de la Escritura, «Enseñado por Dios» (Is 54:13; Jn 6:45; 1 Ts 4:9). Así favorecido, tuvo una vez una discusión con unos visitantes sobre la vida del alma y qué lugar tendría después de la vida. A la noche siguiente le llegó un llamado desde lo alto: «¡Antonio, sal fuera y mira!» El salió, pues distinguía los llamados que debía escuchar, y mirando hacia lo alto vio una enorme figura, espantosa y repugnante, de pie, que alcanzaba las nubes, y además vio ciertos seres que subían como con alas. La primera figura extendía sus manos, y algunos de los seres eran detenidos por ella, mientras otros volaban sobre ella y, habiéndola sobrepasado, seguían ascendiendo sin mayor molestia. Contra ella el monstruo hacía rechinar sus dientes, pero se alegraba por los otros que habían caído. En ese momento una voz se dirigió a Antonio: «¡Comprende la visión!» (Dn 9:23). Se abrió su entendimiento (Lc 24:45) y se dio cuenta que ese era el paso de las almas y de que el monstruo que allí estaba era el enemigo, en envidioso de los creyentes. Sujetaba a los que le correspondían y no los dejaba pasar, pero a los que no había podido dominar, tenía que dejarlo pasar fuera de su alcance.
Habiéndolo visto esto y tomándolo como advertencia, luchó aún más para adelantar cada día lo que le esperaba.
No tenía ninguna inclinación a hablar a cerca de estas cosas a la gente. Pero cuando había pasado largo tiempo en oración y estado absorto en toda esa maravilla, y sus compañeros insistían y lo importunaban para que hablara, estaba forzado a hacerlo. Como padre no podía guardar un secreto ante sus hijos. Sentía que su propia conciencia era limpia y que contarles esto podría servirles de ayuda. Conocerían el buen fruto de la vida ascética, y que a menudo las visiones son concedidas como compensación por las privaciones.
Devoción a la Iglesia
Era paciente por disposición y humilde de corazón. Siendo hombre de tanta fama, mostraba, sin embargo, el más profundo respeto a los ministros de la Iglesia, y exigía que a todo clérigo se le diera más honor que a él. No se avergonzaba de inclinar su cabeza ante obispos y sacerdotes. Incluso si algún di cono llegaba donde él a pedirle ayuda, conversaba con él lo que fuera provechoso, pero cuando llegaba la oración le pedía que presidiera, no teniendo vergüenza de aprender. De hecho, a menudo planteó cuestiones inquiriendo los puntos de vista de sus compañeros, y si sacaba provecho de lo que el otro decía, se lo agradecía.
Su rostro tenía un encanto grande e indescriptible. Y el Salvador le había dado este don por añadidura: si se hallaba presente en una reunión de monjes y alguno a quien no conocía deseaba verlo, ese tal en cuanto llegaba pasaba por alto a los demás, como atraído por sus ojos. No era ni su estatura ni su figura las que lo hacían destacar sobre los demás, sino su carácter sosegado y la pureza de su alma. Ella era imperturbable y así su apariencia externa era tranquila. El gozo de su alma se transparentaba en la alegría de su rostro, y por la forma de expresión de su cuerpo se sabía y se conocía la estabilidad de su alma, como lo dice la Escritura: «Un corazón contento alegra el rostro, uno triste deprime el espíritu» (Pr 15:13). También Jacob observó que Labán estaba tramando algo contra él y dijo a sus mujeres: «Veo que el padre de ustedes no me mira con buenos ojos» (Gn 31:5). También Samuel reconoció a David porque tenía los ojos que irradiaban alegría y dientes blancos como la leche (1 S 16:12; Gn 49:12). Así también era reconocido Antonio: nunca estaba agitado, pues su alma estaba en paz, nunca estaba triste, porque había alegría en su alma.
En asuntos de fe, su devoción era sumamente admirable. Por ejemplo, nunca tuvo nada que hacer con los cismáticos melecianos, sabedor desde el comienzo de su maldad y apostasía. Tampoco tuvo ningún trato amistoso con los maniqueos ni con otros herejes, a excepción únicamente de las amonestaciones que les hacía para que volvieran a la verdadera fe. Pensaba y enseñaba que amistad y asociación con ellos perjudicaban y arruinaban su alma. También detestaba la herejía de los arrianos, y exhortaba a todos a no acercárseles ni a compartir su perversa creencia. Una vez, cuando uno de esos impíos arrianos llegaron donde él, los interrogó detalladamente; y al darse cuenta de su impía fe, los echó de la montaña, diciendo que sus palabras era peores que veneno de serpientes.
Cuando en una ocasión los arrianos esparcieron la mentira de que compartía sus mismas opiniones, demostró que estaba enojado e irritado contra ellos. Respondiendo al llamado de los obispos y de todos los hermanos, bajó de la montaña y entrando en Alejandría denunció a los arrianos. Decía que su herejías era la peor de todas y precursora del anticristo. Enseñaba al pueblo que el Hijo de Dios no es una creatura ni vino al ser «de la no existencia,» sino que «El es la eterna Palabra y Sabiduría de la substancia del Padre. Por eso es impío decir: ‘hubo un tiempo en que no existía’, pues la Palabra fue siempre coexistente con el Padre. Por eso, no se metan para nada con estos arrianos sumamente impíos; simplemente, ‘no hay comunidad entre luz y tinieblas’ (2 Co 6:14). Ustedes deben recordar que son cristianos temerosos de Dios, pero ellos, al decir que el Hijo y la Palabra de Dios Padre es una creatura, no se diferencian de los paganos ‘que adoran la creatura en lugar del Dios creador’ (Rm 1:25). Estén seguros de que toda la creación está irritada contra ellos, porque cuentan entre las cosas creadas al Creador y Señor de todo, por quien todas las cosas fueron creadas» (Col 1:16).
Todo el pueblo se alegraba al escuchar a semejante hombre anatemizar la herejía que luchaba contra Cristo. Toda la ciudad corría para ver a Antonio. También los paganos e incluso los mal llamados sacerdotes, iban a la Iglesia diciéndose: «Vamos a ver al varón de Dios,» pues así lo llamaban todos. Además, también allí el Señor obró por su intermedio expulsiones de demonios y curaciones de enfermedades mentales. Muchos paganos querían tocar al anciano, confiando en que serían auxiliados, y en verdad hubo tantas conversiones en eso pocos días como no se las había visto en todo un año. Algunos pensaron que la multitud lo molestaba y por eso trataron de alejar a todos de él, pero él, sin incomodarse, dijo: «Toda esta gente no es más numerosa que los demonios contra los que tenemos que luchar en la montaña.»
Cuando se iba y lo estábamos despidiendo, al llegar a la puerta una mujer detrás de nosotros le gritaba: «¡Espera varón de Dios mi hija está siendo atormentada terriblemente por un demonio! ¡Espera, por favor, o me voy a morir corriendo!» El anciano la escuchó, le rogamos que se detuviera y el accedió con gusto. Cuando la mujer se acercó, su hija era arrojada al suelo. Antonio oró, e invocó sobre ella el nombre de Cristo; la muchacha se levantó sana y el espíritu impuro la dejó. La madre alabó a Dios y todos dieron gracias. y él también contento partió a la Montaña, a su propio hogar.
Dando tal razón de sí mismo y contestando así a los que lo buscaban, volvió a la Montaña Interior. Continuó observando sus antiguas prácticas ascéticas, y a menudo, cuando estaba sentado o caminando con visitantes, se quedaba mudo, como está escrito en el libro de Daniel (Dn 4:16 LXX). Después de un tiempo, retomaba lo que había estado diciendo a los hermanos que estaban con él, y los presentes se daban cuenta de que había tenido una visión. Pues a menudo cuando estaba en la montaña veía cosas que sucedían en Egipto, como se las confesó al obispo Serapión, cuando este se encontraba en la Montaña Interior y vio a Antonio en trance de visión.
En una ocasión, por ejemplo, mientras estaba sentado trabajando, tomó la apariencia de alguien que está en éxtasis, y se lamentaba continuamente por lo que veía. Después de algún tiempo volvió en sí, lamentándose y temblando, y se puso a orar postrado, quedando largo tiempo en esa posición. Y cuando se incorporó, el anciano estaba llorando. Entonces los que estaban con él se agitaron y alarmaron muchísimo, y lee preguntaron que pasaba; lo urgieron por tanto tiempo que lo obligaron a hablar. Suspirando profundamente, dijo: «Oh, hijos míos, sería mejor morir antes de que sucedieran estas cosas de la visión.» Cuando ellos le hicieron más preguntas, dijo entre l grimas: «La ira de Dios está a punto de golpear a la Iglesia, y ella está a punto de ser entregada a hombres que son como bestias insensibles. Pues vi la mesa de la casa del Señor y había mulas en torno rodeándolas por todas partes y dando coces con sus cascos a todo lo que había dentro, tal como el coceo de una manada briosa que galopaba desenfrenada. Ustedes oyeron cómo me lamentaba; es que escuché una voz que decía: «Mi altar será profanado.»
Así habló el anciano. Y dos años después llegó el asalto de los arrianos y el saqueo de las Iglesias, cuando se apoderaron a la fuerza de los vasos y los hicieron llevar por los paganos; cuando también forzaron a los paganos de sus tiendas para ir a sus reuniones y en su presencia hicieron lo que se les antojó sobre la sagrada mesa. Entonces todos nos dimos cuenta de que el coceo de mulas predicho por Antonio era lo que los arrianos están haciendo como bestias brutas.
Cuando tuvo esta visión, consoló a sus compañeros: «No se descorazonen, hijos míos, aunque el Señor ha estado enojado, nos restablecer después. Y la Iglesia se recobrar rápidamente la belleza que le es propia y resplandecer con su esplendor acostumbrado. Verán a los perseguidos restablecido y a la irreligión retirándose de nuevo a sus propias guaridas, y a la verdadera fe afirmándose en todas partes con completa libertad. Pero tengan cuidado de no dejarse manchar con los arrianos. Toda su enseñanza no es de los Apóstoles sino de los demonios y de su padre, el diablo. Es estéril e irracional, y le falta inteligencia, tal como les falta el entendimiento a las mulas.
La verdadera sabiduria
Antonio tenía un grado muy alto de sabiduría práctica. Lo admirable era que, aunque no tuvo educación formal, poseía ingenio y comprensión despiertos. Un ejemplo: Una vez llegaron donde él dos filósofos griegos, pensando que podían divertirse con Antonio. Cuando él, que por ese entonces vivía en la Montaña Exterior, catalogó a los hombres por su apariencia, salió donde ellos y les dijo por medio de un intérprete: » ¿Por qué filósofos, se dieron tanta molestia en venir donde un hombre loco? Cuando ellos le contestaron que no era loco sino muy sabio, él les dijo: «Si ustedes vinieron donde un loco, su molestia no tiene sentido; pero si piensan que soy sabio, entonces háganse lo que yo soy, porque hay que imitar lo bueno. En verdad, si yo hubiera ido donde ustedes, los habría imitado; a la inversa, ahora que ustedes vinieron donde mí, conviértanse en lo que soy: yo soy cristiano.» Ellos se fueron, admirados de él, vieron que los demonios temían a Antonio.
También otros de la misma clase fueron a su encuentro en la Montaña Exterior y pensaron que podían burlarse de él porque no tenía educación. Antonio les dijo: «Bien, que dicen ustedes: ¿qué es primero, el sentido o la letra? ¿Y cuál es el origen de cuál?: ¿El sentido de la letra o la letra del sentido? Cuando ellos expresaron que el sentido es primero y origen de la letra, Antonio dijo: «Por eso quien tiene una mente sana no necesita las letras. Esto asombró a ellos y a los circunstantes. Se fueron admirados de ver tal sabiduría en un hombre iletrado. Porque no tenía las maneras groseras de quien a vivido y envejecido en la montaña, sino que era un hombre de gracia y cortesía. Su hablar estaba sosegado con la sabiduría divina (Col 4:6), de modo que nadie le tenía mala voluntad, sino que todos se alegraban de haber ido en su busca.
Y por cierto, después de éstos vinieron otros todavía. Eran de aquellos que de entre los paganos tienen reputación de sabios. Le pidieron que planteara una controversia sobre nuestra fe en Cristo. Cuando trataban de argüir con sofismas a partir de la predicación de la divina Cruz con el fin de burlarse, Antonio guardó silencio por un momento y, compadeciéndose primero de su ignorancia, dijo luego a través de un intérprete que hacía una excelente traducción de sus palabras: «Qué es mejor: ¿confesar la Cruz o atribuir adulterio o pederastias a sus mal llamados dioses? Pues mantener lo que mantenemos es signo de espíritu viril y denota desprecio de la muerte, mientras que lo que ustedes pretenden habla sólo de sus pasiones desenfrenadas. Otra vez, qué es mejor: ¿decir que la Palabra de Dios inmutable quedó la misma al tomar el cuerpo humano para la salvación y bien de la humanidad, de modo que al compartir el nacimiento humano pudo hacer a los hombres partícipes de la naturaleza divina y espiritual (2 P 1:4), o colocar lo divino en un mismo nivel que los seres insensibles y adorar por eso a bestias y reptiles e imágenes de hombres? Precisamente eso son los objetos adorados por sus hombres sabios. ¿Con qué derecho vienen a rebajarnos porque afirmamos que Cristo pereció como hombre, siendo que ustedes hacen provenir el alma del cielo, diciendo que se extravió y cayó desde la bóveda del cielo al cuerpo? ¡Y ojal que fuera sólo el cuerpo humano, y que no se cambiara o migrara en el de bestia y serpientes! Nuestra fe declara que Cristo vino para la salvación de las almas, pero ustedes erróneamente teorizan acerca de un alma increada. Creemos en el poder de la Providencia y en su amor por los hombres y que esa venida por tanto no era imposible para Dios; pero ustedes llamando al alma imagen de la Inteligencia, le impulsan caídas y fabrican mitos sobre su posibilidad de cambios. Como consecuencia, hacen a la inteligencia misma mutable a causa del alma. Porque en cuanto era imagen debe ser aquello a cuya imagen es. Pero si ustedes piensan semejantes cosas acerca de la Inteligencia, recuerden que blasfeman del Padre de la Inteligencia.
«Y referente a la Cruz, qué dicen ustedes que es mejor: ¿soportar la cruz, cuando hombres malvados echan mano de la traición, y no vacilar ante la muerte de ninguna manera o forma, o fabricar fábulas sobre las andanzas de Isis u Osiris, las conspiraciones de Tifón, la expulsión de Cronos, con sus hijos devorados y parricidios? Sí, ¡aquí tenemos su sabiduría!
¿Y por qué mientras se ríen de la Cruz, no se maravillan de la Resurrección? Porque los mismos que nos trasmitieron un suceso, escribieron también sobre el otro. ¿O por qué mientras se acuerdan de la Cruz, no tiene nada que decir sobre los muertos devueltos a la vida, los ciegos que recuperaron la vista, los paralíticos que fueron sanados y los leprosos que fueron limpiados, el caminar sobre el mar, y los demás signos y milagros que muestran a Cristo no como hombre sino como Dios? En todo caso me parece que ustedes se engañan así mismos y que no tienen ninguna familiaridad real con nuestras Escrituras. Pero léanlas y vean que cuanto Cristo hizo prueba que era Dios que habitaba con nosotros para la salvación de los hombres.
Pero háblennos también ustedes sobre sus propias enseñanzas. Aunque ¿que pueden decir de las cosas insensibles sino insensateces y barbaridades? Pero si, como oigo, quieren decir que entre ustedes tales cosas se hablan en sentido figurado, y así convierten el rapto de Coré en alegoría de la tierra; la cojera de Hefestos, del sol; a Hera, del aire; a Apolo, del sol; a Artemisa, de la luna; y a Poseidón, del mar: aún así no adoran ustedes a Dios mismo, sino que sirven a la creatura en lugar del Dios que creó todo. Pues si ustedes han compuesto tales historias porque la creación es hermosa, no debían haber ido mas allá de admirarla, y no hacer dioses de las creaturas para no dar a las cosas hechas el honor del Hacedor. En ese caso, ya sería tiempo que dieran el honor al debido arquitecto, a la casa construidas por él, o el honor debido al general, a los soldados. Ahora, ¿qué tienen que decir a todo esto? Así sabremos si la Cruz tiene algo que sirva para burlase de ella.»
Ellos estaban desconcertados y le daban vueltas al asunto de una y otra forma. Antonio sonrió y dijo, de nuevo a través de un intérprete: «Sólo con ver las cosas ya se tiene la prueba de todo lo que he dicho. Pero dado que ustedes, por supuesto, confían absolutamente en las demostraciones, y es éste un arte en que ustedes son maestros, y ya que nos exigen no adorar a Dios sin argumentos demostrativos, díganme esto primero. ¿Cómo se origina el conocimiento preciso de las cosas, en especial el conociendo de Dios? ¿Es por una demostración verbal o por un acto de fe? Y qué viene primero: ¿el acto de fe o la demostración verbal?» Cuando replicaron que el acto de fe precede y que esto constituye un conocimiento exacto, Antonio, dijo: «¡Bien respondido! La fe surge de la disposición del alma, mientras la dialéctica vine de la habilidad de los que la idean. De acuerdo a esto, los que poseen una fe activa no necesitan argumentos de palabras, y probablemente los encuentran incluso superfluos. Pues lo que aprendemos por la fe, tratan ustedes de construirlo con argumentaciones, y a menudo ni siquiera pueden expresar lo que nosotros percibimos. La conclusión es que una fe activa es mejor y más fuerte que sus argumentos sofistas.
«Los cristianos, por eso, poseemos el misterio, no basándonos en la razón de la sabiduría griega (1 Co 1:17), sino fundado en el poder de una fe que Dios nos ha garantido por medio de Jesucristo. Por lo que hace a la verdad de la explicación dada, noten como nosotros, iletrados, creemos en Dios, reconociendo su Providencia a partir de sus obras. Y en cuanto a que nuestra fe es algo efectivo, noten que nos apoyamos en nuestra fe en Cristo, mientras que ustedes lo hacen basados en disputas o palabras sofísticas; sus ídolos fantasmas están pasando de moda, pero nuestra fe se difunde en todas partes. Ustedes con todos sus silogismos y sofisma no convierten a nadie del cristianismo al paganismo, pero nosotros, enseñando la fe en Cristo, estamos despojando a sus dioses del miedo que inspiraban, de modo que todos reconocen a Cristo como Dios e Hijo de Dios. Ustedes en toda su elegante retórica, no impiden la enseñanza de Cristo, pero nosotros, con sólo mencionar el nombre de Cristo crucificado, expulsamos a los demonios que ustedes veneran como dioses. Donde aparece el signo de la Cruz, allí la magia y la hechicería son impotentes y sin efecto.
«En verdad, dígannos, ¿dónde quedaron sus oráculos? ¿Dónde los encantamientos de los egipcios? ¿Dónde sus ilusiones y fantasmas de los magos? ¿Cuándo terminaron estas cosas y perdieron su significado? ¿No fue acaso cuando llegó la Cruz de Cristo? Por eso, es ella la que merece desprecio y no mas bien lo que ella ha echado abajo, demostrando su impotencia? También es notable el echo de que la religión de ustedes jamás fue perseguida; al contrario en todas partes goza de honor entre los hombres. Pero los seguidores de Cristo son perseguidos, y sin embargo es nuestra causa la que florece y prevalece, no la suya. Su religión, con toda la tranquilidad y protección que goza, está muriéndose, mientras la fe y enseñanza de Cristo, despreciadas por ustedes a menudo perseguidas por los gobernantes, han llenado el mundo. ¿En qué tiempo resplandeció tan brillantemente el conocimiento de Dios? ¿O en qué tiempo aparecieron la continencia y la virtud de la virginidad? ¿O cuándo fue despreciada la muerte como cuando llegó la Cruz de Cristo? Y nadie duda de esto al ver a los mártires que desprecian la muerte por causa de Cristo, o al ver a las vírgenes de la Iglesia que por causa de Cristo guardan sus cuerpos puros y sin mancilla.
«Estas pruebas bastan para demostrar que la fe en Cristo es la única religión verdadera. Pero aquí están ustedes, los que buscan conclusiones basadas en el razonamiento , ustedes que no tienen fe. Nosotros no buscamos pruebas, tal como dice nuestro maestro, con palabras persuasivas de sabiduría humana (1 Co 2:4), sino que persuadimos a los hombres por la fe, fe que precede tangiblemente todo razonamiento basado en argumentos. Vean, aquí hay algunos que son atormentados por los demonios.» Estos eran gente que habían venido a verlo y que sufrían a causa de los demonios; haciéndolos adelantarse, dijo: «O bien, sánenlos con sus silogismos, o cualquier magia que deseen, invocando a sus ídolos; o bien, si no pueden, dejen de luchar contra nosotros y vean el poder de la Cruz de Cristo.» Después de decir esto, invocó a Cristo e hizo sobre los enfermos la señal de la Cruz, repitiendo la acción por segunda y tercera vez. De inmediato las personas se levantaron completamente sanas, vueltas a su mente y dando gracias al Señor. Los mal llamados filósofos estaban asombrados y realmente atónitos por la sagacidad del hombre y por el milagro realizado. Pero Antonio les dijo: » ¿Por qué se maravillan de esto? No somos nosotros sino Cristo quien hace esto a través de los que creen en El. Crean ustedes también y verán que no es palabrería la que tenemos, sino fe que por la caridad obrada por Cristo (Ga 5:6); si ustedes también hacen suyo esto, no necesitarán ya andar buscando argumentos de la razón, sino que hallarán que la fe en Cristo es suficiente.» Así habló Antonio. Cuando partieron, lo admiraron, lo abrazaron y reconocieron que los había ayudado.
Medico de almas
Tal es la historia de Antonio. No deberíamos ser escépticos porque sea a través de un hombre que han sucedido estos grandes milagros. Pues es la promesa del Salvador: «Si tienen fe aunque sea como un grano de mostaza, le dirán a ese monte: ¡Muévete de aquí!, y se mover ; nada les ser imposible» (Mt 17:20). Y también: «En verdad, les digo: Todo lo que le pidan al Padre en mi nombre, El se los dar … Pidan y recibirán» (Jn 16:23 ss.). El es quien dice a sus discípulos y a todos los que creen en El: «Sanen a los enfermos…, echen fuera a los demonios; gratis lo recibieron, gratis tienen que darlo» (Mt 8:10).
Antonio, pues, sanaba no dando órdenes sino orando e invocando el nombre de Cristo, de modo de que para todo era claro que no era él quien actuaba sino el Señor quien mostraba su amor por los hombres sanando a los que sufrían, por intermedio de Antonio. Antonio se ocupaba sólo de la oración y de la práctica de la ascesis, por esta razón llevaba su vida montañesa, feliz en la contemplación de las cosas divinas, y apenado de que tantos lo perturbaban y lo forzaban a salir a la Montaña Exterior.
Los jueces, por ejemplo, le rogaban que bajara de la montaña, ya que para ellos era imposible ir para allá a causa del séquito de gente envueltas en pleito. Le pidieron que fuera a ellos para que pudieran verlo. El trató de librarse del viaje y les rogó que lo excusaran de hacerlo. Ellos insistieron, sin embargo, incluso le mandaron procesados con escoltas de soldados, para que en consideración a ellos se decidiera a bajar. Bajo tal presión, y viéndolos lamentarse, fue a la Montaña Exterior. De nuevo la molestia que se tomó no fue en vano, pues ayudo a muchos y su llegada fue verdadero beneficio. Ayudó a los jueces aconsejándoles que dieran a la justicia precedencia a todo lo demás, que temieran a Dios y que recordaran que «serían juzgados con la medida con que juzgaran» (Mt 7:12). Pero amaba su vida montañesa por encima de todo.
Una vez importunado por personas que necesitaban su ayuda y solicitado por el comandante militar que envió mensajeros a pedirle que bajara, fue y habló algunas palabras acerca de la salvación y a favor de los que lo necesitaban, y luego se dio prisa para irse. Cuando el duque, como lo llaman, le rogó que se quedara, le contestó que no podía pasar más tiempo con ellos, y los satisfizo con esta hermosa comparación: «Tal como un pez muere cuando está un tiempo en tierra seca, así también los monjes se pierden cuando holgazanean y pasan mucho tiempo entre ustedes. Por eso tenemos que volver a la montaña, como el pez al agua. De otro modo, si nos entretenemos podemos perder de vista la vida interior. El comandante al escucharle esto y muchas otras cosas más, dijo admirado que era verdaderamente siervo de Dios, pues, ¿de dónde podía un hombre ordinario tener una inteligencia tan extraordinaria si no fuera amado por Dios?
Había una vez un comandante -Balacio era su nombre-, que era como los partidario de los execrables arrianos perseguía duramente a los cristianos. En su barbarie llegaba a azotar a las vírgenes y desnudar y azotar a los monjes. Entonces Antonio le envió una carta diciéndole lo siguiente: «Veo que el juicio de Dios se te acerca; deja, pues, de perseguir a los cristianos para que no te sorprenda el juicio; ahora está a punto de caer sobre ti.» Pero Balacio se echó a reír, tiró la carta al suelo y la escupió, maltrató a los mensajeros y les ordenó que llevaran este mensaje a Antonio: «Veo que estás muy preocupados por los monjes, vendré también por ti.» No habían pasado cinco días cuando el juicio de Dios cayó sobre él. Balacio y Nestorio, prefecto de Egipto, habían salido a la primera estación fuera de Alejandría, llamada Chereu; ambos iban a caballo. Los caballos pertenecían a Balacio y eran los más mansos que tenía. No habían llegado todavía al lugar, cuando los caballos, como acostumbraban a hacerlo, comenzaron a retozar uno contra otro, y de repente el más manso de los dos, que cabalgaba Nestorio, mordió a Balacio, lo echó abajo y lo atacó. Le rasgó el muslo tan malamente con sus dientes, que tuvieron que llevarlo de vuelta a la ciudad, donde murió después de tres días. Todos se admiraron de que lo dicho por Antonio se cumpliera tan rápidamente.
Así dio escarmiento a los duros. Pero en cuanto a los demás que acudían a él, sus íntimas y cordiales conversaciones con ellos lo hacían olvidar sus litigios y hacían considerar felices a los que abandonaban la vida del mundo. De tal modo luchaba por la causa de los agraviados que se podía pensar qué el mismo y no los otros era la parte agraviada. Además tenía tal don para ayudar a todos, que muchos militares y hombres de gran influjo abandonaban su vida agravosa y se hacían monjes. Era como si Dios hubiera dado un médico a Egipto. ¿Quién acudió a él con dolor sin volver con alegría? ¿Quién llegó llorando por sus muertos y no echó fuera inmediatamente su duelo? ¿Hubo alguno que llegara con ira y no la transformara en amistad? ¿Que pobre o arruinado fue donde él, y al verlo y oírlo no despreció la riqueza y se sintió consolado en su pobreza? ¿Qué monje negligente no ganó nuevo fervor al visitarlo? ¿Qué joven, llegando a la montaña y viendo a Antonio, no renunció tempranamente al placer y comenzó a amar la castidad? ¿Quién se le acercó atormentado por un demonio y no fue librado? ¿Quién llegó con un alma torturada y no encontró la paz del corazón?
Era algo único en la práctica ascética de Antonio que tuviera, como establecí antes, el don de discernimientos de espíritus. Reconocía sus movimientos y sabía muy bien en que dirección llevaba cada uno de ellos su esfuerzo y ataque. No sólo que él mismo fue no fue engañado por ellos, sino que, alentando a otros que eran hostigados en sus pensamientos, les enseñó como resguardarse de sus designios, describiendo la debilidad y ardides de espíritus que practicaban la posesión. Así cada uno se marchaba como ungido por él y lleno de confianza para la lucha contra los designios del diablo y sus demonios.
¡Y cuántas jóvenes que tenían pretendientes pero vieron a Antonio sólo de lejos, quedaron vírgenes por Cristo! La gente llegaba donde él también de tierras extrañas, y también ellos recibían ayuda como los demás, retornando como enviados en un camino por un padre. Y en verdad, y ahora que ya partió, todos, como huérfanos que han perdido a su padre, se consuelan y conforman sólo con su recuerdo, guardando al mismo tiempo con cariño sus palabras de admonición y consejo.
Muerte de Antonio
Este es el lugar para que les cuente y ustedes oigan, ya que están deseosos de ello, como fue el fin de su vida, pues en esto fue modelo digno de imitar.
Según su costumbre, visitaba a los monjes en la Montaña Exterior. Recibiendo una premonición de su muerte de parte de la Providencia, habló a los hermanos: «Esta es la última visita que les hago y me admiraría si nos volvemos a ver en esta vida. Ya es tiempo de que muera, pues tengo casi ciento cinco años.» Al oír esto, se pusieron a llorar, abrasando y besando al anciano. Pero él, como si estuviera por partir de una ciudad extranjera a la suya propia, charlaba gozosamente. Los exhortaba a «no relajarse en sus esfuerzos ni a desalentarse en las práctica de la vida ascética, sino a vivir, como si tuvieran que morir cada día, y, como dije antes, a trabajar duro para guardar el alma limpia de pensamientos impuros, y a imitar a los pensamientos santos. No se acerquen a los cismáticos melecianos, pues ya conocen su enseñanza perversa e impía. No se metan para nada con los arrianos, pues su irreligión es clara para todos. Y si ven que los jueces los apoyan, no se dejen confundir: esto se acabar , es un fenómeno que es mortal y destinado a su fin en corto tiempo. Por eso, manténganse limpios de todo esto y observen la tradición de los Padres, y sobre todo, la fe ortodoxa en nuestro Señor Jesucristo, como lo aprendieron de las Escrituras y yo tan a menudo se los recordé.»
Cuando los hermanos lo instaron a quedarse con ellos y morir allí, se rehusó a ello por muchas razones, según dijo, aunque sin indicar ninguna. Pero especialmente era por esto: los egipcios tienen la costumbre de honrar con ritos funerarios y envolver con sudarios de lino los cuerpos de los santos y particularmente el de los santo mártires; pero no los entierran sino que los colocan sobre divanes y los guardan en sus casas, pensando honrar al difunto de esta manera. Antonio a menudo pidió a los obispos que dieran instrucciones al pueblo sobre este asunto. Asimismo avergonzó a los laicos y reprobó a las mujeres, diciendo que «eso no era correcto ni reverente en absoluto. Los cuerpos de los patriarcas y los profetas se guardan en las tumbas hasta estos días; y el cuerpo del Señor fue depositado en una tumba y pusieron una piedra sobre él (Mt 27:60), hasta que resucitó al tercer día.» Al plantear así las cosas, demostraba que cometía error el que no daba sepultura a los cuerpos de los difuntos, por santos que fueran. Y en verdad, ¿qué hay más grande o más santo que el cuerpo del Señor? Como resultado, muchos que lo escucharon comenzaron desde entonces a sepultar a sus muertos, dieron gracias al Señor por la buena enseñanza recibida.
Sabiendo esto, Antonio tuvo miedo de que pudieran hacer lo mismo con su propio cuerpo. Por eso, despidiéndose de los monjes de la Montaña Exterior, se apresuró hacia la Montaña Interior, donde acostumbraba a vivir. Después de pocos meses cayó enfermo. Llamó ó a los que lo acompañaban -había dos que llevaban la vida ascética desde hacía quince años y se preocupaban de él a causa de su avanzada edad-, y les dijo: «Me voy por el camino de mis padres, como dice la Escritura (1 R 2:2; Js 23:14), pues me veo llamado por el Señor. En cuanto a ustedes estén en guardia y no hagan tabla rasa de la vida ascética que han practicado tanto tiempo. Esfuércense para mantener su entusiasmo como si estuvieran recién comenzando. Ya conocen a los demonios y sus designios, conocen también su furia y también su incapacidad. Así, pues, no los teman; dejen mas bien que Cristo sea el aliento de su vida y pongan su confianza en El. Vivan como si cada día tuvieran que morir, poniendo su atención en ustedes mismos y recordando todo lo que me han escuchado. No tengan ninguna comunión con los cismáticos y absolutamente nada con los herejes arrianos. Saben como yo mismo me cuidé de ellos a causa de su pertinaz herejía en contra de Cristo. Muestren ansia de mostrar su lealtad primero al Señor y luego a sus santos, para que después de su muerte los reciban en las moradas eternas (Lc 16:9), como a mis amigos familiares. Grábense este pensamiento, téngalo como propósito. Si ustedes tienen realmente preocupación por mí y me consideran su padre, no permitan que nadie lleve mi cuerpo a Egipto, no sea que me vayan a guardar en sus casas. Esta fue mi razón para venir acá, a la montaña. Saben como siempre avergoncé a los que hacen eso y los intimé a dejar tal costumbre. Por eso, háganme ustedes mismos los funerales y sepulten mi cuerpo en tierra, y respeten de tal modo lo que les he dicho, que nadie sino sólo ustedes sepa el lugar. En la resurrección de los muertos, el Salvador me lo devolver incorruptible. Distribuyan mi ropa. Al obispo Atanasio denle la túnica y el manto donde yazgo, que él mismo me lo dio pero que se ha gastado en mi poder; al obispo Serapión denle la otra túnica, y ustedes pueden quedarse con la camisa de pelo. Y ahora, hijos míos, Dios los bendiga. Antonio se va, y no esta más con ustedes.»
Después de decir esto y de que ellos lo hubieron besado, estiró sus pies; su rostro estaba transfigurado de alegría y sus ojos brillaban de regocijo como si viera a amigos que vinieran a su encuentro, y así falleció y fue a reunirse con sus padres. Ellos entonces, siguiendo las órdenes que les había dado, prepararon y envolvieron el cuerpo y lo enterraron ahí en la tierra. Y hasta el día de hoy, nadie, salvo esos dos, sabe donde está sepultado. En cuanto a los que recibieran las túnicas y el manto usado por el bienaventurado Antonio, cada uno guarda su regalo como un gran tesoro. Mirarlos es ver a Antonio y ponérselos es como revestirse de sus exhortaciones con alegría.
Este fue el fin de la vida de Antonio en el cuerpo, como antes tuvimos el comienzo de la vida ascética. Y aunque este sea un pobre relato comparado con la virtud del hombre, recíbanlo, sin embargo, y reflexionen en que caso de hombre fue Antonio, el varón de Dios. Desde su juventud hasta una edad avanzada conservó una devoción inalterable a la vida ascética. Nunca tomó la ancianidad como excusa para ceder al deseo de la alimentación abundante, ni cambió su forma de vestir por la debilidad de su cuerpo, ni tampoco lavó sus pies con agua. Y, sin embargo, su salud se mantuvo totalmente sin perjuicio. Por ejemplo, incluso sus ojos eran perfectamente normales, de modo que su vista era excelente; no había perdido un solo diente; sólo se le habían gastado las encías por la gran edad del anciano. Mantuvo las manos y los pies sanos, y en total aparecía con mejores colores y más fuerte que los que usan una dieta diversificada, baños y variedad de vestidos.
El hecho de que llegó a ser famoso en todas partes, de que encontró admiración universal y de que su pérdida fue sentida aún por gente que nunca lo vio, subraya su virtud y el amor que Dios le tenía. Antonio ganó renombre no por sus escritos ni por sabiduría de palabras ni por ninguna otra cosa, sino sólo por su servicio a Dios.
Y nadie puede negar que esto es don de Dios. ¿Cómo explicar, en efecto, que este hombre, que vivió escondido en la montaña, fuera conocido en España y Galia, en Roma y Africa, sino por Dios, que en todas partes hace conocidos a los suyos, que, más aún, había dicho esto en los comienzos? Pues aunque hagan sus obras en secreto y deseen permanecer en la oscuridad, el Señor los muestra públicamente como lámparas a todo los hombres (Mt 5:16), y así, los que oyen hablar de ellos, pueden darse cuenta de que los mandamientos llevan a la perfección, y entonces cobran valor por la senda que conduce a la virtud.
Epílogo
Ahora, pues, lean a los demás hermanos, para que también ellos aprendan cómo debe ser la vida de los monjes, y se convenzan de que nuestro Señor y Salvador Jesucristo glorifica a los que lo glorifican. El no sólo conduce al Reino de los Cielos a quienes lo sirven hasta el fin, sino que, aunque se escondan y hagan lo posible por vivir fuera del mundo, hace que en todas partes se lo conozca y se hable de ellos, por su propia santidad y por la ayuda que dan a otros. Si la ocasión se les presenta, léanlo también a los paganos, para que al menos de este modo puedan aprender que nuestro Señor Jesucristo es Dios e Hijo de Dios, y que los cristianos que lo sirven fielmente y mantienen su fe ortodoxa en El, demuestran que los demonios, considerados dioses por los paganos, no son tales, sino que, más aún, los pisotean y ahuyentan por lo que son: engañadores y corruptores de hombres.
Por nuestro Señor Jesucristo, a quien la gloria por los siglos. Amén