La paz del corazón
La ciudad es la manifestación externa del vacío interior del hombre.
Porque no encontrando en sí nada que lo completara, se lanzó hacia afuera queriendo construir una fuente de placeres, no logrando con eso sino desdicha.
Desde entonces va aumentando su vacío encadenándose crecientemente a múltiples agitaciones, mayormente carentes de sentido. No hay razón valedera para semejante tumulto.
Lo que en un principio fue necesidad de agrupación en función de la defensa, de la distribución de funciones y resultante de la expansión familiar y de clanes, hoy evidencia insania, desproporción y percepción exacerbada hasta la alienación.
Ingenuamente se ha creído que la adquisición de objetos pudiera colmar el ansia de plenitud y en esa fiebre se perpetúa el dolor interno.
Basta mirar las urbes, para conocer el ansia que corroe al hombre. Inquietud, desasosiego, frenesí en pos del placer que oculte y suavice el dolor de una rutina asfixiante hacia la nada.
La desesperación del hombre, la ciudad la muestra. (1)
Es por lo anterior, que proclamamos la necesidad de descentralizar, formando pequeños núcleos urbanos regidos por reglas breves, simples y de ética profunda.
El sentido de la agrupación del ser humano en comunidad es la generación de ámbitos que favorezcan el desarrollo espiritual de sus habitantes, no la vida material.
Si nos bastamos con lo necesario, libres de lo superfluo y de las sofisticaciones que enmascaren el vacío, tenderemos a resolver las verdaderas carencias y a organizarnos en función de lo importante.
Una comunidad se sostiene fácilmente invirtiendo menos que un tercio del tiempo diario, si prescinde de las falsas necesidades que le plantea la sociedad actual.
Educar a los niños en la vía del corazón puro, del amor a Dios y de la fraternidad con todos. Formarles el intelecto en pilares básicos y claros, liberándolos del hábito de la divagación enfermiza y del egocentrismo onanista y autocomplaciente.
Los niños no necesitan datos enciclopédicos, ni una visión del mundo interpretada según el consumismo y la materialidad vacía de sentido.
Educar a los niños para la adquisición de un corazón iluminado, enseñar con el ejemplo a ser buenas personas, aspirantes a la santidad, teniendo como máximo ideal, no el éxito, el dinero, el prestigio o el goce sensual, sino el perfeccionamiento constante de su modo de Ser y Hacer, para tender así al supremo bien, Dios, nuestro creador y señor.
Vivir la propia verdad con gozo, transmitiéndola sin mezquindad y sin necesidad de imponerla. Regalar el propio tesoro de un corazón iluminado por Cristo sin opacarlo con la violencia o el atropello.
Mostrar el camino con la propia vida luminosa y sencilla convierte a los demás sin necesidad de caer en partidismos, sectarismos o reclutamiento consumista.
Se entiende la necesidad humana de querer hacer al mundo según la propia semejanza, se quiere ver afuera lo que se imagina y anhela dentro.
Hay que dedicarse entonces a purificar el corazón para que alumbre en el Cristo y su santo Espíritu. Porque si realmente su divino fuego vive en nosotros, se irá expandiendo su fulgor sin necesidad de forzamiento alguno.
La actitud auto afirmativa del espíritu de competencia, muy propio de la cultura actual, inunda a veces el campo de las religiones, asemejándolas a vil comercio o a torneos para la suma de adeptos, cual anotaciones en el arco rival.
Mas vale una iglesia pequeña pero con Dios vivo en el corazón de sus fieles, practicando con coherencia la enseñanza, que millones de adeptos nominales que con su inconsecuencia manchan la verdad del mensaje.
Darle sentido a la vida, perfeccionando sin cesar el alma, en cualquier tarea que se haga, en cada instante, abriendo el corazón a la Presencia de Dios en el que nos movemos, somos y existimos, tratando a los demás como queremos que nos traten. (Lucas 6, 31)
(1) El movimiento de los primitivos Padres hacia el desierto, a partir de mediados del siglo III, se produjo debido a la corrupción que se mostraba en las ciudades y ya principiaba en las mismas comunidades cristianas; fue un intento de preservar la vida del Espíritu allí donde ya se anunciaba la desviación y tergiversación del mensaje original de Cristo. Extravío que ya se insinuaba en la época de San Pablo como puede apreciarse en algunas de sus cartas. Al parecer la inconsecuencia cotidiana con la enseñanza, llevaba a la pérdida de los dones del Espíritu Santo que se había transmitido a través de los Apóstoles. Surgían entonces imitaciones de dones e intentos de hacer real lo que había dejado de ser experiencia viva personal.
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