La paz del corazón
La cueva esta bien oculta por una saliente de la roca;
esta se eleva vertical y filosa varios cientos de metros,
acentuando la sensación de aislamiento, de soledad cierta, no fingida.
Hacia poniente continúan los riscos, pero irregulares,
crecen progresivos y como desatinados hacia cumbres dispares.
Esto no es propiamente un valle sino el acogedor fondo de un abismo,
suavizado por vegetación musgosa y algo de hierba muy verde
y unos pocos árboles de formas extrañas.
El arroyo no cesa y atraviesa suavemente toda la hondonada;
cuando descansan los pájaros se lo escucha murmurar.
En esta profundidad, amanece tarde y oscurece temprano,
las estrellas brillan muy nítidas como gemas muy puras
y son tantas y tan bellas que retienen fascinada la mirada.
Es todo tan quieto y sin embargo el aire suele mover las hojas,
los grillos enuncian su peculiar ritmo y el agua gotea sutilmente
entre guijarros desiguales; pero son sonidos que no perturban,
mas bien destacan el silencio, avisan de su presencia.
En el interior de la caverna, hay un muro muy liso, limpio y seco,
con un Cristo pintado. Los colores suaves, los rasgos áureos, estilizado
y muy vivo; se lo nota respirado, orado, esmaltado con devoción.
Me dicen que los restos del eremita descansan como reliquias
bajo la sólida losa de la entrada.
Miro los ojos impasibles del Cristo y siento que,
aunque no todavía, volverá a tener compañía.
* Amerimnia:
-Ausencia completa de preocupaciones-
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