La paz del corazón
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Hay una invitación apremiante, por parte de Catalina, al orientar al creyente, a «adentrarse en la celda interior», en la interioridad y profundidad de nuestro ser. Sólo allí somos conscientes de lo que somos y vivimos, y somos capaces de reconocer los sentimientos, ideas y emociones que nos habitan. Allí comprendemos: Quiénes somos, quién es Dios, y quién es el prójimo para el creyente.
Es el pilar básico de su espiritualidad y el requisito primordial para encontrarnos con Dios. De esta celda no es posible salir, ni siquiera por los reclamos del exterior, ella lo experimentó y descubrió en sus años de persecución familiar. De ahí la importancia de saber que nuestra libertad nos hace ser dueños de nosotros mismos, a pesar de las dificultades externas.
Cuando el alma se aposenta allí, se habitúa al silencio y en él entiende, conoce y gusta la bondad de Dios, pues allí se da el encuentro con Él.
Catalina no habla sólo de la Celda interior, sino de la Celda interior de conocimiento de sí y de Dios.
El conocimiento de sí y de Dios
Catalina descubre, que al estar aposentados en la celda interior, se experimenta una atracción irresistible hacia Dios, y que allí se inicia un camino de crecimiento espiritual a partir de la doble experiencia: El conocimiento de sí misma y el conocimiento de Dios. Para Catalina este doble conocimiento es el fundamento de toda vida espiritual, el cimiento sólido sobre el que se edifica la ciudad interior.
Esta llamada insistente al doble conocimiento en el que Catalina insiste a tiempo y a destiempo a lo largo de todos sus escritos, tiene su origen en una experiencia personal que su director explica así: «…al principio de sus visiones se le había aparecido Nuestro Señor, durante la oración y le había dicho: `Has de saber hija mía lo que eres tú y lo que soy Yo. Si aprendes estas dos cosas serás feliz. Tú eres lo que no es, y Yo soy el que Soy. Si tu alma se penetra de esta verdad, jamás te engañará el enemigo, triunfarás de todos sus ardiles, nada harás contra mis mandamientos y adquirirás fácilmente la gracia, la verdad y la paz´…. Y, ¿qué he de hacer? Piensa en mí, que yo pensaré en ti.»
No se trata aquí del conócete a ti mismo socrático que trata de llevar al ser humano de la contemplación del cosmos a la reflexión de las cosas humanas. Catalina se sitúa más bien en la órbita de San Agustín bajo cuyo influjo estaba la Orden de Predicadores y su doctrina, cuando el santo de Hipona dice en sus confesiones: «Conocedor mío, que yo te conzca como tú me conoces.»
Se trata pues de reconocer que somos en virtud de Otro que es el Absoluto, a quien no nos es lícito suplantar, y que nos da gratuitamente la existencia. Desde esta experiencia de conocimiento de Dios, es posible descubrir nuestro proyecto de vida, amar el bien, la bondad y la belleza, desear identificarnos con ella, y por lo mismo, surge la aversión al mal, al pecado: Nos abrimos al amor, y allí entendemos que «somos un árbol creado por amor, y no podemos sino amar, vivir abiertos en relación y comunión con un Tú».
Vivir en la Verdad
Catalina entiende que en la morada interior hay dos celdas: La del conocimiento de sí y la del conocimiento de la bondad de Dios pero, de hecho, son inseparables. Catalina advierte del peligro de prescindir de una de ellas, con lo cual correríamos el riesgo de caer en la desesperación o en la soberbia, porque fuera de Dios tenemos una visión parcial de lo que somos y podemos sucumbir bajo el peso de nuestra fragilidad. Por otra parte, el que conoce a Dios, sin conciencia de la propia fragilidad, puede caer en la presunción. Por lo que la santa concluye: «Es necesario que una y otra se hagan una misma cosa, y así vendrá la perfección.»
En la hondura de nuestro ser se nos revela el amor de Dios y nos vemos impulsados a rechazar el mal y el pecado que están enraizados en nuestra naturaleza; nos abrimos al perdón y nuestra debilidad se convierte en camino de encuentro con Dios que acoge nuestra pobreza y la transforma en apertura incondicional a Él y al prójimo.
El conocimiento de nosotros y de Dios en verdad, supone reconocerle como origen, centro y meta de nuestra vida: Su gracia y la virtud de su poder, actúan en la criatura y llevan a plenitud sus ansias de trascendencia, respetando el ritmo de la naturaleza humana y la libertad de la persona. Catalina supera toda concepción dualista que suponga contraponer lo corporal y lo espiritual, lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural; y da pautas claras de integración y de una visión global de la persona, que toda ella, con su psicología, cultura, realidad física, etc. ha de encontrar su realización, es decir, vivir en la verdad dando cauce al crecimiento personal no a costa del espiritual, sino simultánea y estrechamente unida a la vida del Espíritu.
Pasión por Jesucristo y su Iglesia: Sangre y Fuego
Cuando estamos aposentados en la celda interior enraizados en la verdad del conocimiento de nosotros mismos y de Dios, se abre ante nosotros un camino de maduración personal: Descubrimos el amor que Dios nos tiene y sentimos la urgencia de ser árboles de amor: Es decir, de crecer bien enraizados para dar frutos sabrosos. Para que esto sea posible, Catalina nos dice que somos injertados en el árbol de la cruz: «donde Cristo se injertó en la naturaleza humana, dándonos la savia de la vida divina».
Cristo es el árbol de la vida injertado en la naturaleza humana para demostrarnos el amor desbordante del Padre. Él unió definitivamente todo lo humano a la riqueza divina, y por eso, la criatura puede dar sabrosos frutos, porque la savia que circula por sus venas, tiene el vigor del que es «la Vida».
Pero hay más, Cristo, no sólo asumió la condición humana, sino que su deseo de reconciliar al hombre con su Padre, le llevó a injertarse en el árbol de la cruz, haciendo que éste sea el árbol de la vida. Allí Catalina descubre el amor que Él nos tuvo; entiende que su amor destruye el orgullo humano; le descubre como «Puente» que une el cielo con la tierra y como renovación de la alianza del Padre.
Seducida por su entrega incondicional, y consciente del valor de su Sangre derramada por amor, Catalina, ansía identificar todo su ser y su actividad con Jesús, «se sumerge en su sangre, en la que todo lo lava y purifica», y arde en pasión porque su sangre bañe toda la tierra, y su fuego todo lo purifique al calor de su amor incandescente.
La Sangre redentora de Cristo, es para Catalina, la manifestación de su providencia infinita y el aval de su amor incondicional por su criatura; de ahí que exhorte a: «embriagarse, lavarse, anegarse, saciarse, vestirse, etc. en la Sangre de Cristo».
En el diálogo, Dios se le revelará como fuego; comprenderá entonces que «su naturaleza es también fuego», y que ha de amar: «En tu naturaleza, Deidad eterna, conoceré la mía. Y ¿cuál es mi naturaleza, Amor inestimable? Es fuego, porque tú no eres otra cosa que fuego de amor. A todas las cosas y criaturas, las hiciste por amor.»
Al recibir la absolución, dice experimentar el calor de la Sangre, y entiende entonces, que es el fuego el que todo lo purifica, por lo que deduce, que el fuego que nos purifica está amasado con sangre: El fuego del amor hirió al Cordero de Dios y le hizo derramar su sangre.
Catalina se identifica con Cristo, se sumerge en su Sangre y arde en la hoguera del amor, de esta manera su vida no aspira a otra cosa que a ser irradiación de la del Verbo, deseando ella unirse a su acción redentora y empeñar su vida por la salvación de la humanidad y la reforma de la Iglesia, la Esposa del Dulce Jesús.
Monjas Dominicas –Santa Clara – Manresa
Interesante versión de su vida