La paz del corazón
Era un jueves. El cielo estaba gris y la tierra cubierta de nieve; espesos copos continuaban remolineando cuando el Padre Serafín inició nuestra conversación en un claro del bosque, cerca de su “Pequeña Ermita,” frente al río Sarovka, que corre al pie de la colina. Me hizo sentar sobre el tronco de un árbol que acababa de talar y se puso en cuclillas frente a mí.
– El Señor me reveló, dijo el gran staretz, que desde vuestra infancia deseáis saber cuál es el objetivo de la vida cristiana, y que infinidad de veces habéis interrogado sobre este problema a muchas personas, incluso a aquellas que están ubicadas en la más alta jerarquía de la Iglesia. Debo decir que, efectivamente, desde los doce años esta idea me perseguía y que infinidad de veces yo había planteado la cuestión a muchas personalidades eclesiásticas sin recibir jamás una respuesta satisfactoria. Pero nada de esto lo había contado jamás el staretz.
Pero nadie, continuó el Padre Serafín, os dijo nada preciso. Se os aconsejaba ir a la iglesia, orar, vivir según las mandamientos de Dios, hacer el bien; tal –se decía– , era el objetivo de la vida cristiana. Incluso algunos desaprobaban vuestra curiosidad, encontrándola impropia e impía. Pero ellos estaban equivocados. En cuanto a mi, miserable Serafín, os explicaré ahora en qué consiste realmente ese objetivo.
El verdadero objetivo de la vida cristiana
La plegaria, el ayuno, las vigilias y las otras prácticas cristianas, son aparentemente buenas en sí mismas, pero no constituyen el objetivo de la vida cristiana. El verdadero objetivo de la vida cristiana consiste en la adquisición del Espíritu Santo de Dios. En cuanto a la plegaria, el ayuno, las vigilias, la limosna y toda buena acción hecha en nombre de Cristo, no son más que medios para alcanzar la adquisición del Espíritu Santo.
En nombre de Cristo
Mientras que una sola buena acción hecha en nombre de Cristo puede procurarnos los frutos del Espíritu Santo, nada de lo que no fuera hecho en su Nombre, incluso el bien, podrá traernos recompensa alguna en el siglo futuro, ni en esta vida nos dará la gracia divina. Es por eso que el Señor Jesucristo decía: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama” (Lc. 11,23).
Por lo tanto, estamos obligados a la buena acción, a la “acumulación” o cosecha, ya que, aún cuando ella no hubiera sido realizada en Nombre de Cristo, permanecerá como buena. La Escritura dice: “Sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hch. 10,35).
El centurión Cornelio, que temía a Dios y actuaba según la justicia, fue visitado, mientras estaba orando, por un ángel del Señor que le dijo: “Envía, pues, a Jope, y haz venir a Simón el que tiene por sobrenombre Pedro, el cual mora en casa de Simón, un curtidor, junto al mar, y cuando llegue, él te hablará” (Hch. 10,32).
En consecuencia, se observa que el Señor emplea sus medios divinos para permitir al hombre no estar privado, en la eternidad, de la recompensa que se le debe. Pero para obtenerla es necesario que, desde aquí abajo, él comience por creer en Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, que descendió sobre la tierra para salvar a los pecadores, así como para adquirir la gracia del Espíritu Santo, que introduce en nuestros corazones el Reino de Dios y nos abre el camino de la beatitud del siglo futuro. Allí se detiene la satisfacción que procuran a Dios las buenas acciones que no son realizadas en el Nombre de Cristo. El Señor nos da los medios para perfeccionarlas. Al hombre corresponde aprovecharlos o no. Es por eso que el Señor dijo a los judíos: “Si fuerais ciegos, no tendríais, pecado; mas ahora, porque decís: ‘¡Vemos!’ vuestro pecado permanece” (Jn. 9,41).
Cuando un hombre como Cornelio, cuya obra no fue hecha en el Nombre de Cristo, pero que fue agradable a Dios, cree en Su Hijo, esta obra le es computada como hecha en Nombre de Cristo (Hechos cap. 10). En caso contrario, el hombre no tiene el derecho a quejarse de que el bien cumplido no le fue beneficioso. Esto no sucede jamás cuando una buena acción fue hecha en Nombre de Cristo, ya que el bien cumplido en Su Nombré aporta, no sólo una corona de gloria en el siglo futuro, sino que desde aquí abajo, lo llena al hombre de la gracia del Espíritu Santo, como se dijo: “Porque cuando habla aquel a quien Dios envió, es Dios mismo quien habla, ya que Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu. El Padre ama al Hijo y le ha confiado todo” (Jn. 3,34-35).
La adquisición del Espíritu Santo
En consecuencia, el verdadero objetivo de nuestra vida cristiana está en la adquisición de este Espíritu de Dios; en tanto que la plegaria, las vigilias, el ayuno, la limosna y las otras acciones virtuosas, hechas en Nombre de Cristo, no son sino medios para adquirirlo.
–¿Cómo la adquisición? –pregunté al Padre Serafín– no comprendo muy bien.
–La adquisición, es la misma cosa que la obtención. ¿Sabes qué es adquirir dinero? En relación al Espíritu Santo se trata de algo semejante. Para el común de las gentes, el objetivo de la vida consiste en la adquisición de dinero, de ganancia. Los nobles, además, desean obtener honores, signos de distinción y demás recompensas acordadas por los servicios rendidos al Estado. Pues bien, la adquisición del Espíritu Santo es también un capital, pero un capital eterno, dispensador de gracias, muy semejante a los capitales temporales, y que se obtiene por los mismos procedimientos. Nuestro Señor Jesucristo, Dios Hombre, compara nuestra vida a un mercado y nuestra actividad sobre la tierra a un comercio. El nos recomendó a todos : “Hagan negocio mientras regreso” (Lc. 19,12-13). Además dijo: Apresuraos para obtener bienes celestiales negociando las mercancías terrenales. Estas mercancías terrenales no son otras que las acciones virtuosas hechas en Nombre de Cristo y que nos aportan la gracia del Espíritu Santo.
La parábola de las Vírgenes
En la parábola de las Vírgenes prudentes y las Vírgenes necias (Mt. 25,1-13) cuando estas últimas carecieron de aceite, se les dijo: “Id a comprarlo al mercado.” Pero al regresar, ellas encontraron la puerta de la cámara nupcial cerrada y no pudieron entrar. Algunos estiman que la falta de aceite en las Vírgenes necias simboliza la insuficiencia de acciones virtuosas hechas en el curso de su vida. Tal interpretación no es enteramente justa. ¿Qué carencia de acciones virtuosas podía haber ya que ellas eran llamadas vírgenes, aunque necias? La virginidad es una gran virtud, un estado casi angélico, pudiendo reemplazar todas las otras virtudes. Yo, miserable, pienso que les faltaba justamente el Espíritu Santo de Dios. Practicando las virtudes, estas vírgenes, espiritualmente ignorantes, creían que la vida cristiana consistía en estas prácticas. Hemos actuado de una manera virtuosa, hicimos obras piadosas, pensaban ellas, sin inquietarse por haber recibido, o no, la gracia del Espíritu Santo. Sobre este género de vida, basado únicamente en la práctica de virtudes morales, que carece de un examen minucioso para saber si ellas nos aportan – y en qué cantidad – la gracia del Espíritu de Dios, se comentó ya en los libros patrísticos: “Algunos caminos que parecen buenos al principio, conducen al abismo infernal” (Proverbios 14,12).
Hablando de estas vírgenes, Antonio el Grande escribió, en sus Epístolas a los Monjes: “Muchos monjes y vírgenes ignoran completamente la diferencia que existe entre las tres voluntades que actúan en el interior del hombre. La primera es la voluntad de Dios, perfecta y salvadora; la segunda es nuestra propia voluntad humana que, en si, no es ni funesta ni salvadora; en tanto que la tercera – diabólica – es totalmente nefasta. Esta tercera voluntad es la enemiga que obliga al hombre a no practicar la virtud totalmente, o a practicarla por vanidad, o únicamente por el “bien” y no por Cristo. La segunda, nuestra propia voluntad, nos incita a satisfacer nuestros malos instintos o, como la del enemigo, nos enseña a hacer el “bien” en nombre del bien, sin inquietarnos por la gracia que puede adquirirse. En cuanto a la primera voluntad, la de Dios, salvadora, consiste en enseñarnos a hacer el bien únicamente con el objeto de adquirir el Espíritu Santo, tesoro eterno, inagotable al que nada en el mundo puede igualar.
Justamente era la gracia del Espíritu Santo, simbolizada por el aceite, la que hacía falta a las Vírgenes necias. Ellas son llamadas “necias” porque no se inquietaban por el fruto esencial de la virtud, que es la gracia del Espíritu Santo, sin la cual nadie puede salvarse, ya que “toda alma será vivificada por el Espíritu Santo a fin de ser iluminada por el misterio sagrado de la Unidad Trina” (Antífona antes del Evangelio de los Maitines). El Espíritu Santo mismo viene a habitar en nuestras almas; y esta residencia y la coexistencia en nosotros del Todopoderoso, de su Unidad Trina con nuestro espíritu, no nos es dado más que a condición de trabajar, por todos los medios en nuestro poder, para la obtención del Espíritu Santo que prepara en nosotros una morada digna de este encuentro, de acuerdo con la palabra inmutable de Dios: “llegaré y habitaré en medio de ellos; y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (2 Cor. 6,16; Lv. 26,11-12; Ez. 37,27). Este es el aceite que las prudentes tenían en sus lámparas, aceite capaz de iluminar muchas horas, permitiendo esperar la llegada, a medianoche, del Esposo, y la entrada con El, en la cámara nupcial del goce eterno.
En cuanto a las Vírgenes necias, viendo que la luz de sus lámparas estaba por extinguirse, fueron al mercado en busca de aceite, pero no tuvieron tiempo de regresar. La puerta estaba cerrada. El mercado es nuestra vida. La puerta de la cámara nupcial, cerrada e impidiendo el acceso al Esposo, es nuestra muerte humana; las vírgenes, las prudentes y las necias, son las almas cristianas. El aceite no simboliza nuestras acciones sino la gracia por medio de la cual el Espíritu Santo llena nuestro ser, transformando: lo corruptible en incorruptible, la muerte física en vida espiritual, las tinieblas en luz, el establo donde están encadenadas, como las bestias nuestras pasiones, en templo de Dios, en cámara nupcial donde reencontramos a Nuestro Señor, Creador y Salvador, Esposo de nuestras almas. Grande es la compasión que Dios tiene por nuestra desgracia, es decir por nuestra negligencia hacia Su solicitud. El dijo: ” Estoy en la puerta y golpeo…” (Ap. 3,20), entendiendo por “puerta” el devenir de nuestra vida aún no detenido por la muerte.
La plegaria
Oh, cómo amaría, amigo de Dios, que en esta vida estéis siempre en el Espíritu Santo. “Yo os juzgaré en el estado en el que os encontrare, dijo el Señor” (Mt. 24,42; Mc.13,33-37; Lc. 19, 12 y siguientes). Desgracia, gran desgracia si El nos encuentra angustiados por las preocupaciones y penas terrenales, ya que, ¿quién puede soportar Su cólera, y quién puede resistirlas? Es por eso que El dijo: “Vigilad y orad para no ser inducido a la tentación” (Mt. 25, 13-15). Dicho de otra manera, vigilad para no ser privado del Espíritu de Dios, ya que las vigilias y la plegaria nos dan Su gracia.
Es cierto que toda buena acción hecha en nombre de Cristo confiere la gracia del Espíritu Santo, pero la oración es la única práctica que está siempre a nuestra disposición. ¿Tenéis, por ejemplo, deseo de ir a la iglesia, pero la iglesia está lejos o el oficio terminó? ¿Tenéis deseos de hacer limosna, pero no veis a un pobre, o carecéis de dinero? ¿Deseáis permanecer virgen, pero no tenéis bastante fuerza para esto por causa de vuestras inclinaciones o debido a las asechanzas del enemigo que por la debilidad de vuestra humanidad no os permite resistir? ¿Pretendéis, tal vez, encontrar una buena acción para practicarla en Nombre de Cristo, pero no tenéis bastante fuerza para esto, o la ocasión no se presenta? En cuanto a la oración, nada de todo esto la afecta: cada uno tiene siempre la posibilidad de orar, el rico como el pobre, el notable como el hombre común, el fuerte como el débil, el sano como el enfermo, el virtuoso como el pecador.
Se puede juzgar el poder de la plegaria que brota de un corazón sincero, incluso siendo pecador, por el siguiente ejemplo narrado por la Tradición Santa: A pedido de una desolada madre que acababa de perder a su hijo único, una cortesana que la encuentra en su camino, afligida por la desesperación maternal, osa gritar al Señor, mancillada como estaba aún por sus propios pecados: “No es por mí, pues soy una horrible pecadora, sino por causa de las lágrimas de esta madre llorando a su hijo, y creyendo firmemente en Tu misericordia y en Tu Todo-poder, que te pido: resucítalo, Señor!” Y el Señor lo resucitó.
Tal es, amigo de Dios, el poder de la oración. Más que ninguna otra cosa, ella nos da la gracia del Espíritu de Dios y, sobre todo, está siempre a nuestra disposición. Bienaventurados seremos cuando Dios nos encuentre vigilantes, en la plenitud de los dones de Su Espíritu Santo. Entonces podremos esperar gozosos el encuentro con Nuestro Señor, que riega revestido de poder y de gloria para juzgar a los vivos y a los muertos y para dar a cada uno su merecido.
Cuando la oración da lugar al Espíritu Santo
Estimáis, amigo de Dios, que es una gran dicha poder dialogar con el miserable Serafín, persuadido como estáis de que él no está desprovisto de gracia. ¿Qué diremos entonces de un diálogo con Dios mismo, fuente inagotable de gracias celestiales y terrenales? Por la oración nos tornamos dignos de conversar con él, que es nuestro vivificante y misericordioso Salvador. Pero es necesario orar hasta el momento en que el Espíritu Santo desciende sobre nosotros y nos otorga, en cierta medida conocida sólo por El, Su gracia celestial. Cuando El nos visita, es necesario dejar de orar.
Qué bien hace al alma implorarle: “Ven, haz Tu morada en nosotros, purifícanos de toda mancha y salva nuestras almas, Tú que eres bondad” (Tropario ortodoxo recitado al principio de los oficios); y El llega, respondiendo a nuestras almas sedientas de su presencia. Os explicaré esto: supongamos que me habéis Mis invitado a vuestra casa, y que yo llego con toda la intención de conversar, pero que, pese a mi presencia, vos no cesáis de repetir: “¿Queréis entrar en mi casa?” Yo pensaría, ciertamente: “¿Qué tiene?” ¡Está demente! Estoy en su casa y él continúa invitándome.” Lo mismo sucede con respecto al Espíritu Santo. Es por esto que se dijo: “Alejaos y comprended que soy Dios” (Sal. 46/45,11). Esto significa: Yo apareceré y continuaré apareciendo ante cada creyente y conversaré con él como conversé con Adán en el paraíso, con Abraham y Jacob y mis otros servidores, Moisés, Job y sus semejantes. Muchos creen que este “alejamiento” debe interpretarse como el abandono de los asuntos de este mundo, es decir que, suplicando a Dios en la plegaria, es necesario alejarse de todo lo que es terrenal. Ciertamente. Pero yo, en Dios, os diré que, a pesar de que es preciso durante la plegaria apartar la mente de las cosas terrenales, cuando el Señor Dios, el Espíritu Santo nos visita y llega a nosotros en la plenitud de Su inefable bondad, es necesario, también, apartarse de la plegaria, suprimir la plegaria misma.
El alma en oración habla y profiere palabras. Pero en el descenso del Espíritu Santo conviene estar absolutamente silencioso, a fin de que el alma pueda escuchar claramente y comprender las revelaciones acerca de la vida eterna que El se digne descubrirle. Alma y espíritu deben encontrarse en estado de sobriedad completa y el cuerpo en estado de castidad y pureza. Así ocurrió en el Monte Horeb, cuando Moisés ordenó a los israelitas abstenerse de mujeres por tres días, durante el descenso de Dios sobre el Sinaí, ya que Dios es “un fuego devorador” (Heb. 12,29), y nada impuro, física o espiritualmente, puede entrar en contacto con El.
Comercio espiritual
–¿Pero, cómo practicar, Padre, en Nombre de Cristo, otras virtudes que permitirán la adquisición del Espíritu Santo? Vos no habláis más que de la oración.
–Obtened la gracia del Espíritu Santo negociando en Nombre de Cristo todas las virtudes posibles, haced el comercio espiritualmente, negociad aquellas que os dan los mayores beneficios. El capital, finito de las bienaventuradas rentas de la misericordia divina, invertidlo en la caja de ahorro eterna de Dios a porcentajes inmateriales, no sólo al 30% ó 60%, sino al l00% e incluso infinitamente más. Por ejemplo, ¿las plegarias y las vigilias os aportan muchas gracias? Vigilad y orad. ¿El ayuno os aporta más? Ayunad. ¿La caridad os aporte más aún? Haced caridad. Considerad así cada buena acción hecha en Nombre de Cristo.
Os hablaré de mí, miserable Serafín. Nací en una familia de comerciantes en la ciudad de Kursk. Antes de mi entrada en el monasterio, mi hermano y yo comerciábamos con diversas mercancías, especialmente aquellas que nos reportaban más beneficios. Haced lo mismo. Así como en el comercio el objetivo es alcanzar el mayor beneficio posible, así también en la vida cristiana el objetivo debe ser, no sólo orar y hacer el bien, sino obtener los mayores dones posibles. El apóstol dijo: “Orad sin cesar” (1 Tes. 5,17), y agregó: “Valen más cinco palabras que diga con el concurso de mi inteligencia que mil con la lengua solamente” (1 Cor. 14,19). Y el Señor nos previene: “No es aquél que me llama: ¡Señor! ¡Señor! Quién será salvado, sino el que cumple la voluntad de mi Padre (Mt. 7,21). En otros términos, aquél que hace la obra de Dios con celo (Jr. 48 10). ¿Y cuál es esta obra sino “creer en Dios y en Aquel que El envió, Jesucristo?” (Jn. 6,30) Si se reflexiona correctamente en los mandamientos de Cristo y en los de los Apóstoles, se ve que nuestra actividad cristiana no debe consistir, únicamente, en acumular buenas acciones, que no son más que medios para llegar al objetivo, sino en extraer el mayor beneficio. O sea, obtener los dones superabundantes del Espíritu Santo.
Como quisiera, amigo de Dios, que encontraréis esta fuente inagotable de gracia y os interrogaréis sin cesar: “¿Está el Espíritu Santo conmigo? “Si está conmigo, bendito sea Dios, no debe inquietarme siquiera el juicio final, pues estaré presto a comparecer.” Ya que se dijo: “Yo os juzgaré en el estado en que os encuentre.” Si, al contrario, no se tiene la certeza de estar en el Espíritu Santo, es necesario descubrir la causa por la cual El nos abandonó y buscarlo sin descanso, hasta haberlo encontrado nuevamente, a El y a Su gracia. Es necesario perseguir a los enemigos que nos impiden ir hacia El hasta su aniquilamiento completo. El profeta David dijo: “Yo persigo a mis enemigos y los alcanzo, no regreso hasta que ellos están exterminados; los golpeo, no pueden levantarse, caen, están bajo mis pies” (Sal. 18/17,38).
Sí, es así. Haced el comercio espiritual con la virtud. Distribuid los dones de la gracia a quien los pida. Inspiraos en el siguiente ejemplo: un cirio encendido, sin perder su brillo, enciende a su vez a otros cirios que a su vez, iluminarán muchos lugares. Si tal es la propiedad del fuego terrenal, ¿qué decir del fuego de la gracia del Espíritu Santo? la riqueza terrenal distribuida, disminuye, en cambio la riqueza celestial de la gracia, aumenta en aquel que la expande. Así, el mismo Señor dijo a la Samaritana: “Aquel que beba de esta agua volverá a tener sed, pero aquel que bebiera del agua que yo le daré no tendrá jamás sed, ya que ella se convertirá en él en una fuente que brotará hasta en la vida eterna”(Jn. 4,13-14).
Ver a Dios
– Padre, le dije, vos habláis siempre de la adquisición de la gracia del Espíritu Santo como del objetivo de la vida cristiana. Pero ¿cómo puedo reconocerla? Las buenas acciones son visibles. Pero el Espíritu Santo ¿puede ser visto? ¿Cómo podría saber si está o no en mí?
– Esta época en que vivimos, respondió el staretz, ha llegado a tal tibieza en la fe, a tal insensibilidad con respecto a la comunión con Dios, que se ha alejado casi totalmente de la verdadera vida cristiana. Los pasajes de la Santa Escritura hoy nos parecen extraños: por ejemplo, cuando leemos que el Espíritu Santo, por boca de Moisés dijo: “Adán veía a Dios paseándose en el paraíso” (Gn. 3,8); y, como este, hay muchos otros textos donde se hace referencia a la aparición de Dios ante los hombres.
Entonces algunos dicen: “Estos pasajes son inexplicables. ¿Se puede admitir que los hombres pueden ver a Dios concretamente?.” Esta incomprensión viene del hecho de que bajo el pretexto de la instrucción, de la ciencia, nos hemos sumido en la oscuridad de la ignorancia; que encontramos inconcebible, todo aquello que los antiguos tenían clara noción y que les permitía hablar de las manifestaciones de Dios como de algo conocido por todos. Así Job, cuando sus amigos le reprochan de blasfemar contra Dios, responde: “¿Cómo puede ser así cuando siento el aliento del Todopoderoso en mis narices?” (Jb. 27,3). Dicho de otro modo, ¿cómo puedo blasfemar contra Dios cuándo el Espíritu Santo está conmigo? Si yo lo hiciera, el Espíritu Santo me abandonaría, pero siento Su respiración en mi nariz. Abraham y Jacob conversaron con Dios; Jacob incluso luchó con El. Moisés vio a Dios, y todo el pueblo con él, cuando recibió las Tablas de la Ley sobre el monte Sinaí. Una columna de nubes de fuego –la gracia visible del Espíritu Santo– sirvió de guía al pueblo hebreo en el desierto. Los hombres veían a Dios y Su Espíritu, no en sueños o en éxtasis –frutos de una imaginación enfermiza– sino en verdad.
Torpes nos hemos tornado, comprendemos las palabras de la Escritura de otro modo, distinto del que se debería. Y todo esto sucede porque, en lugar de buscar la gracia, le impedimos, por falso orgullo intelectual, morar en nuestras almas e iluminarnos como están aquellos que de todo corazón buscan la verdad.
La Creación
Muchos, por ejemplo, interpretan las palabras de la Biblia: “Dios modeló al hombre con la arcilla de la tierra, insufló en sus narices un hálito de vida” (Gn. 2,7), como queriendo decir que hasta entonces no había en Adán ni alma ni espíritu humano, sino que era apenas una forma modelada en arcilla. Esta interpretación no es correcta, puesto que el Señor Dios cuando creó a Adán, lo hizo en el estado al que se refiere el Apóstol Pablo cuando dice: “Que vuestro espíritu, vuestra alma y vuestro cuerpo sean perfectos con el advenimiento del Señor Jesucristo” (1 Tes. 5,23).
Adán no fue creado como una forma inerte, sino como una criatura actuante, semejante a los otros seres que poblaban la tierra. Pero, he aquí lo importante, si Dios no hubiera insuflado en Adán aquel soplo de Vida, es decir, la gracia del Espíritu Santo, proveniente del Padre, que descansa en el Hijo, él hubiera sido igual a todas las demás criaturas, que tenían cuerpo, alma y espíritu conforme a su especie, pero que, interiormente, estaban privadas del Espíritu Santo. A partir del momento en que Dios le dio el soplo de vida, Adán se convirtió, según Moisés, “en un alma viviente,” es decir totalmente semejante a Dios, eternamente inmortal. Adán fue creado invulnerable. Ninguno de los elementos tenía poder sobre él. El agua no podía ahogarlo, el fuego no podía quemarlo, la tierra no podía devorarlo y el aire no podía dañarlo. Todo le había sido dado al preferido de Dios, amo y señor de las criaturas. Era la perfección misma, la coronación de la obra de Dios y admirado como tal. El soplo de vida que Adán recibió del Creador lo colmó de omnisciencia al punto de que jamás existió sobre la tierra y probablemente jamás existirá, un hombre con tanto conocimiento y sabiduría como él. Cuando Dios le ordenó dar los nombres a todas las criaturas, él las llamó por las cualidades y las propiedades que, a cada una, le había conferido Dios.
Este don de la gracia divina sobrenatural, proveniente del soplo de vida que había recibido, permitía a Adán ver a Dios paseándose en el paraíso y comprender Sus palabras, así como la conversación de los santos ángeles, el lenguaje de los pájaros y los reptiles, y el de todos los seres vivientes sobre la tierra; todo lo cual se ocultó para nosotros, pecadores, después de la caída. Y la misma sabiduría, la misma fuerza y el mismo poder, así como todas las otras santas y buenas cualidades, le fueron otorgadas a Eva en el momento en que fue creada, no con arcilla, sino de una costilla de Adán, en el Edén de las delicias.
El árbol de la vida y el pecado original
A fin de que Adán y Eva pudiesen mantener siempre en ellos sus propiedades inmortales, perfectas y divinas, provenientes del soplo de vida, Dios plantó, en medio del paraíso, el árbol de la vida, en cuyos frutos El encerró toda la sustancia y la plenitud de los dones de Su divino aliento. Si Adán y Eva no hubieran pecado, habrían podido, ellos y sus descendientes, comer los frutos de este árbol y mantener en ellos la fuerza vivificante de la gracia divina, así como la plenitud inmortal, eternamente renovada, de las fuerzas corporales, psíquicas, y espirituales, perpetua juventud, un estado de beatitud que, actualmente, nuestra imaginación apenas puede representarse.
Pero habiendo gustado el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, antes de la hora y contrariando los mandamientos de Dios, conocieron la diferencia entre el bien y el mal y se convirtieron en el blanco de los desastres que se abatieron sobre ellos después de su desobediencia. Perdieron el don precioso de la gracia del Espíritu Santo y, hasta el advenimiento a la tierra de Jesucristo, Dios Hombre, el Espíritu no estuvo en el mundo.
El Espíritu de Dios en el Antiguo Testamento
Esto no significa que el Espíritu de Dios hubiera abandonado totalmente al mundo, pero su presencia no era tan manifiesta como en tiempos de Adán, o como lo es en nosotros, cristianos ortodoxos, sino que permanecía extraño, y los hombres lo sabían. Así por ejemplo, muchos secretos concernientes a la salvación futura de la humanidad fueron revelados a Adán y Eva después de la caída. Pese a su crimen, Caín pudo escuchar la voz divina profiriendo reproches. Noé conversó con Dios, Abraham vio a Dios y Su día y se regocijó de ello. La gracia del Espíritu Santo se manifestaba externamente en todos los viejos profetas testamentario y en los santos de Israel. Los Judíos tenían incluso escuelas especiales para aprender a discernir las señales de las apariciones de Dios o de los Ángeles y a diferenciar las acciones del Espíritu Santo de los acontecimientos de la vida cotidiana, privados de gracia, Simón, Joaquín y Ana, y numerosos otros servidores de Dios fueron gratificados con frecuencia por manifestaciones divinas. Ellos escuchaban voces, recibían revelaciones confirmadas a continuación por acontecimientos milagrosos, pero reales.
El Espíritu de Dios entre los paganos
El espíritu de Dios se manifestaba del mismo modo, aunque con menor fuerza, entre los paganos que no conocían al verdadero Dios, pero entre los cuales El encontraba también adeptos. Las vírgenes profetisas, por ejemplo, las sibilas, cuidaban su virginidad para un Dios Desconocido –pero no obstante un Dios– a quien se estimaba como el Creador del universo, el Todopoderoso gobernando el mundo. Los filósofos paganos, errando en las tinieblas de la ignorancia de Dios, pero buscando la verdad, podían, por esta búsqueda agradable al Creador, recibir, en cierta medida, el Espíritu Santo. Se dijo: “Las naciones ignorantes de Dios actuaron según la ley natural e hicieron lo que a El le placía” (Rom 2,14). La verdad es agradable a Dios a tal punto que El mismo proclamó por su Espíritu: “La justicia irradia de la tierra y la verdad se inclina desde los cielos” (Sal. 85/84,12).
Así, el conocimiento de Dios se conservó en el pueblo elegido, amado por Dios, de la misma forma que entre los paganos, ignorantes de Dios, después de la caída de Adán y hasta la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo.
La llegada de Cristo revelada por el Espíritu Santo
Sin éste conocimiento, siempre conservado celosamente por el género humano ¿cómo habrían podido saber los hombres, con certeza y justicia, que había llegado Aquel que, según la promesa hecha a Adán y Eva, debía nacer de una virgen predestinada a destruir la cabeza de la serpiente?
Así es como San Simeón, a quién le había sido revelado a la edad de sesenta y cinco años el misterio de la concepción y nacimiento virginal de Cristo, puede proclamar valientemente en el Templo, y refiriéndose a Jesús, que tenía ante sí la evidencia de lo que le había sido predicho por un Ángel hacía trescientos años (según una tradición apócrifa, el anciano Simeón habría vivido hasta la edad de 385 años). Y también Santa Ana, que en su viudez, a los ochenta años, servía a Dios en el Templo, anuncia que el Mesías, el verdadero Cristo, Dios y hombre, el Rey de Israel, vendría para salvar a Adán y a todo el género humano.
Renovación del “soplo de vida” perdido por Adán
Cuando Nuestro Señor Jesucristo, terminada su obra, resucita de entre los muertos, sopla sobre los apóstoles renovando el hálito de vida del que gozaba Adán, donándoles, nuevamente, la gracia perdida. El les dijo: “En verdad, vale más para vosotros que yo parta, pues si yo no lo hago, el Paráclito no vendrá; pero, partiendo, os lo enviaré. Y cuando venga el Espíritu, El os conducirá hacia toda verdad, a vosotros y a todos lcuantos creyeran en vuestra enseñanza, y os recordará todo cuanto dije mientras estaba con vosotros en este mundo” (Jn. 16,7 y 13,14, 26). Esta es la gracia que El les prometía: “Gracia sobre gracia” (Jn 1,16).
Pentecostés
Y he aquí que el día de Pentecostés, El les envió solamente al Espíritu Santo en un soplo de tempestad, bajo el aspecto de lenguas de fuego que se posaron sobre sus cabezas y los llenaron de la fuerza fulgurante de la gracia divina, rocío vivificante y goce para las almas que comulgan en su potencia y sus efectos.
El bautismo
Esa gracia resplandeciente del Espíritu Santo nos fue concedido a todos nosotros, fieles de Cristo, en el sacramento del bautismo. Ella ha sido sellada a través de la unción efectuada con el santo aceite sobre las diversas partes de nuestro cuerpo según lo prescripto por la Santa Iglesia, depositaria eterna de esta gracia. Se dice: “El sello del don del Espíritu Santo.”
Ahora bien ¿sobre qué depositamos nuestros sellos si no sobre aquellos recipientes cuyo contenido nos es particularmente precioso? ¿Y qué hay más precioso en el mundo y más sagrado que los dones del Espíritu Santo enviados desde lo alto por el sacramento del bautismo?
Esta gracia bautismal es tan excelsa, tan importante, tan vivificante para el hombre que incluso, si él se torna herético, ella no le es quitada hasta su muerte, es decir hasta el término de su vida temporal fijada por la Providencia, a fin de darle una oportunidad de corregirse.
Si no pecáramos, permaneceríamos siempre como los servidores de Dios, santos e inmaculados, extraños a toda impureza del cuerpo y del espíritu. Lo desgraciado es que, avanzando en edad, no crecemos en sabiduría y gracia como lo hacía Nuestro Señor Jesucristo (Lc. 2,52), sino que, al contrario, nos pervertimos más y más y nos tornamos, privados del Espíritu Santo, en grandes y abominables pecadores.
Arrepentimiento
Cuando un hombre renace a la vida por la sabiduría divina, que siempre busca nuestra salvación, debe volver su mirada hacia Dios para escapar de la perdición, debe seguir el camino del arrepentimiento, practicar las virtudes contrarias a los pecados cometidos y esforzarse, actuando en Nombre de Cristo, para adquirir el Espíritu Santo que, en nuestro interior, prepara el Reino celestial.
No es en vano que el Verbo dijo: “El reino de Dios está en vuestro interior. Se penetra a él por la violencia y el esfuerzo” (Lc. 7,21). Si bien los lazos del pecado mantienen al alma cautiva, impidiéndole con nuevas iniquidades volverse hacia el Salvador con perfecta contrición, todos aquellos que se hubieran esforzado por romper esos lazos, llegarán, finalmente, ante el Rostro de Dios, más blancos que la nieve, purificados por su gracia.
“Venid, dijo el Señor, y si vuestros pecados son escarlatas, yo los tornaré blancos como nieve” (Is. 1,18). Revela el Apóstol San Juan el Teólogo en el Apocalipsis que vio a tales hombres vestidos de blanco, arrepentidos y perdonados, portando palmas en sus manos en señal de victoria y cantando Aleluyas. La belleza de su canto era incomparable. El Ángel del Señor dijo hablando de ellos: “Estos son los que vienen de la gran tribulación, lavaron sus ropas y las blanquearon en la sangre del Cordero” (Ap. 7,14).
La sangre del Cordero da a cambio el fruto del árbol de la vida
“Lavados” por el sufrimiento, “blanqueados” al comulgar en los santos misterios de la Carne y de la Sangre del Cordero inmaculado, Cristo se ha inmolado voluntariamente por todos los siglos para la salvación del mundo, y se inmola aún hoy, fraccionado pero jamás consumido, a fin de hacernos participar en la vida eterna y permitirnos ser perdonados en el Juicio Final. Misterio dado a cambio –superando todo entendimiento– de este fruto del Árbol de la Vida del que quería privar al género humano el enemigo de la humanidad, Lucifer, expulsado de cielo.
La Virgen María
Pese al hecho de que Satán sedujo a Eva, arrastrando a Adán, Dios no sólo nos dio un Redentor que por Su muerte, venció a la muerte, sino que, además, nos dio a María, Madre de Dios, siempre virgen, quien destruyó, en Si misma y en todo el género humano, la cabeza de la serpiente, proporcionándonos también con ella, una abogada infatigable, una pleiteadora invencible en favor de los más endurecidos pecadores. Es a causa de esto que se la llama “El azote de los demonios,” ya que le resulta imposible al enemigo hacer perecer a un hombre, en tanto éste no deje de recurrir a la ayuda de la Madre de Dios.
Diferencia entre la acción del Espíritu Santo y la del maligno
Debo aún, miserable Serafín, explicarle, amigo de Dios, cuál es la diferencia que existe entre la acción del Espíritu Santo –tomando, misteriosamente, posesión de los corazones que creen en Nuestro Señor Jesucristo– y la acción tenebrosa del pecado, que llega a nosotros como un ladrón en la noche, instigando al Demonio.
El Espíritu Santo nos recuerda las palabras del Cristo y obra acorde con El, guiando nuestros pasos, solemne y gozosamente, por el camino de la paz. Contrariamente, las acciones del espíritu diabólico, opuestas a Cristo, nos incitan a la rebelión y nos tornan esclavos de la lujuria, de la vanidad y del orgullo.
“En verdad, en verdad os digo, aquél que cree en mí no morirá jamás” (Jn. 6,47). Aquél, que por su fe en Cristo está en posesión del Espíritu Santo, incluso habiendo cometido por debilidad humana algún pecado causante de la muerte de su alma, no morirá para siempre, sino que será resucitado por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que tomó sobre sí los pecados del mundo y otorga libremente gracia sobre gracia.
Hablando de esta gracia manifestada, en el mundo entero y en nuestro género humano, por Dios Hombre, el Evangelio dice: “En El estaba la vida de todo ser, y la vida era la luz de los hombres” (Jn. 1, 4-5). Lo cual significa que la gracia del Espíritu Santo, recibida en el bautismo, en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, pese a las caídas pecaminosas y a las tinieblas que rodean nuestra alma, continúa irradiando en nuestro corazón su eterna luz divina por los inestimables méritos de Cristo. Y luego, cuando el pecador se haya volcado hacia el arrepentimiento, esta misma luz eliminará completamente los rastros de los crímenes cometidos, cubriendo al antiguo pecador con una vestimenta incorruptible tejida por la gracia del Espíritu Santo, acerca de cuya adquisición os hablo continuamente.
La gracia del Espíritu Santo es luz
Os diré qué es necesario entender por gracia divina, cómo se la puede reconocer, y cómo se manifiesta en el hombre iluminado, pues la Gracia del Espíritu Santo, es Luz.
Toda la Santa Escritura habla de ella. David, dijo: “Una lámpara bajo mis pies, tu palabra, una luz sobre mi camino” (Sal. 119/118,105). En otros términos, la gracia del Espíritu Santo, que la ley revela bajo la forma de mandamientos divinos, es mi luminaria y mi luz, y, si no existiera esta gracia del Espíritu Santo, “que con tanto dolor me esfuerzo por adquirir, preguntándome siete veces por día con respecto a su verdad (Sal. 119/118,16-47), ¿cómo podría encontrar en mí, entre las numerosas preocupaciones relativas a mi rango real, una sola chispa de luz para iluminar el camino de mi vida, oscurecido ahora por el odio de mis enemigos?”.
En efecto, el Señor mostró con frecuencia, en presencia de numerosos testigos, la acción de la gracia del Espíritu Santo sobre los hombres que iluminó, y lo hizo con manifestaciones grandiosas. Acordaos de Moisés después de su conversación con Dios sobre el Monte Sinaí (Ex. 34,30-35). Los hombres no podían mirarlo, su rostro brillaba con una luz extraordinaria. Incluso, estaba obligado a mostrarse al pueblo con la cara cubierta por un velo. Acordaos de la transfiguración del Señor sobre el Tabor. “El se transfiguró delante de ellos y sus vestimentas se tornaron blancas como nieve… Y Sus discípulos asustados cayeron con el rostro contra la tierra”. Cuando Moisés y Elías aparecieron revestidos de la misma luz, una nube los cubrió a fin de que no fueran cegados (Mt. 12, 1-8; Mc. 9, 2-8; Lc. 17, 1-8).
Así, aquellos sobre los cuales Dios manifiesta Su acción, aparecen envueltos en una luz inefable.
Presencia del Espíritu Santo
–¿Cómo entonces, pregunté al Padre Serafín, podría reconocer en mí la presencia de la gracia del Espíritu Santo?
–Es muy simple, respondió él. Dios dijo: “Todo es simple para quien adquiere la Sabiduría” (Pr. 14,6). Nuestra desgracia es no buscar aquella Sabiduría que, por no ser de este mundo, no es presuntuosa. Plena de amor por Dios y por el prójimo, ella forma al hombre para su salvación. Hablando de esta Sabiduría el Señor dijo: “Dios quiere que todos se salven y alcancen la Sabiduría de la verdad” (1 Tim. 2,41).El dijo a sus Apóstoles, que carecían de esa sabiduría: “¡Cuanta sabiduría os falta! ¿No habéis leído las Escrituras?” (Lc. 24,25-27). Y el Evangelio dijo que El “les abrió la inteligencia, a fin de que pudieran comprender las Escrituras.” Habiendo adquirido esta Sabiduría, los Apóstoles sabían siempre si el Espíritu de Dios estaba en ellos o no, y colmados de este Espíritu, afirmaban que su obra era santa y agradable a Dios. Es por eso, que en sus Epístolas, ellos podían escribir: ” El agradó al Espíritu Santo y a nosotros …” (Ac. 15,28) y estaban persuadidos de que era Su presencia sensible, que enviaba sus mensajes. ¿Entonces, amigo de Dios, veis como es simple?
Yo respondí:
–Sin embargo, no comprendo cómo puedo estar absolutamente seguro de encontrarme en el Espíritu santo ¿Cómo puedo descubrir en mí mismo Su manifestación?
El Padre Serafín respondió:
–Ya os dije que era muy simple y os expliqué en detalle cómo se encontraban los hombres en el Espíritu Santo y cómo era necesario comprender Su manifestación en nosotros. ¿Qué os falta aún?
La Luz no creada
Entonces el Padre Serafín me tomó por los hombros y apretándolos muy fuerte dijo:
– Los dos estamos, tú y yo, en la plenitud del Espíritu Santo. ¿Por qué no me miras?
– No puedo, Padre, miraros. Rayos brotan de vuestros ojos. Vuestro rostro se tornó más luminoso que el sol. Tengo mal los ojos.
El Padre Serafín dijo: No tengáis temor, amigo de Dios. También vos os habéis tornado luminoso como yo. También estáis presente en la plenitud del Espíritu Santo, de otro tundo no habríais podido verme.
Inclinando su cabeza hacia mi, él me dijo al oído: Agradezcamos al Señor el habernos acordado esta gracia indecible, por la cual, como habéis visto, ni siquiera hice la señal de la cruz, sino, apenas oré, con mi pensamiento en el corazón: “Señor, hacedme digno de ver claramente, con los ojos de la carne, el descenso del Espíritu Santo, como Tus servidores selectos, cuando Te dignas aparecer ante ellos en la magnificencia de Tu gloria.” E inmediatamente Dios acogió la humilde plegaria del miserable Serafín. ¿Cómo no agradecerle por este extraordinario don que nos acuerda a los dos? No siempre Dios manifiesta de este modo Su gracia a los grandes eremitas. Como una madre amante, esta gracia consuela vuestro corazón afligido, ante la plegaria de la misma Madre de Dios. ¿Pero por qué no me miráis a los ojos? Osad mirarme sin temor, Dios está con nosotros.
Después de esas palabras, alcé mis ojos hacia él y, nuevamente, un gran temor se apoderó de mi. Imaginaos el rostro de un hombre que os habla envuelto por los rayos del sol del mediodía. Veis el movimiento de sus labios, la expresión cambiante de sus ojos, escucháis el sonido de su voz, sentís la presión de sus manos sobre vuestros hombros, pero al mismo tiempo no percibís sus manos, ni su cuerpo ni el vuestro, nada más que una brillante luz que se propaga alrededor, a una distancia de muchos metros, aclarando la nieve que recubre la pradera y cae sobre el gran staretz y sobre mí mismo.
– ¿Qué sentís ahora? preguntó el Padre Serafín.
– Me siento extraordinariamente bien.
– ¿Cómo “bien”? ¿Qué queréis decir por “bien”?
– Mi alma está llena de silencio y paz inexpresables.
– Esta es, amigo de Dios, la paz de la que el Señor hablaba cuando decía a sus discípulos “Os doy mi paz, que no es la de este mundo… Si fuerais de este mundo, este mundo os amaría. Pero os he elegido y el mundo os odia. Sin embargo estad sin temor ya que yo vencí al mundo(Jn. 14,27; 15,19 y33). A estos hombres, elegidos por Dios pero odiados por el mundo, El les dio la paz que sentís en el presente, “esta paz, dijo el Apóstol, que supera todo entendimiento” (F. 4,7). El Apóstol la llama así porque ninguna palabra puede expresar el bienestar espiritual que siente aquel corazón donde el Señor implantó Su paz (Jn. 14,27). Fruto de la generosidad de Cristo y no de este mundo, ningún bienestar terrenal puede darla. Enviada desde lo alto por Dios mismo, ella es la Paz de Dios… Y ahora, ¿qué sentís?
– Una dulzura extraordinaria.
– Es la dulzura de la que hablan las Escrituras. “Ellos beberán el brebaje de Tu casa y Tú los saciarás con los torrentes de Tu dulzura” (Sal. 36/35,9). Ella desborda nuestro corazón, se derrama en nuestras venas, procura una sensación de delicia inexpresable… ¿Qué sentís, ahora?
– Un goce extraordinario en todo mi corazón.
– Cuando el Espíritu Santo desciende sobre el hombre con la plenitud de Sus dones, el alma humana se llena de un goce indescriptible, el Espíritu Santo recrea en el goce todo lo que toca. De este goce habló el Señor en el Evangelio cuando dijo: “Una mujer que pare está en dolor, habiendo llegado su hora. Pero poniendo un niño en el mundo, ella no se acuerda más del dolor, tan grande es su goce. También vos habréis de sufrir en este mundo, pero cuando os visite, vuestros corazones estarán en el goce, nadie os lo podrá arrebatar” (Jn. 16,21-22).
Por más grande y consolador que sea, el goce que sentís en este momento, no tiene comparación con aquel del cual el Señor dijo, por intermedio de Su Apóstol: “El goce que Dios reserva a los que lo aman, está más allá de todo lo que puede verse, escucharse y sentirse a través del corazón del hombre en este mundo” (1 Cor. 2,9). Lo que se nos acordó en el presente no es más que una cantidad a cuenta de este goce supremo. Y sí, desde ahora, sentimos dulzura, júbilo y bienestar, ¿qué decir de ese otro goce que nos está reservado en el cielo, después de haber llorado aquí abajo? Ahora, amigo de Dios, nos toca obrar con todas nuestras fuerzas para subir de gloria en gloria y “constituir ese Hombre perfecto, en la fuerza de la edad, que realiza la plenitud de Cristo”(Ef. 4,13). “A los que esperan en el Señor, les nacen alas como a las águilas, caminan sin cansancio y corren sin fatiga; ellos renuevan sus fuerzas. (Lc. 40, 31). “Ellos marcharán de altura en altura y Dios se les aparecerá en Sión” (Sal. 84/83, 8). Entonces nuestro goce actual, pequeño y breve, se manifestará en toda su plenitud y nadie podrá arrebatárnoslo, llenos como estaremos de indecibles voluptuosidades celestiales… ¿Aún sentís algo, amigo de Dios?
– Un calor extraordinario.
– ¿Cómo, un calor? ¿No estamos en el bosque, en pleno invierno? La nieve está bajo nuestros pies, estamos casi cubiertos por ella y continúa cayendo… ¿De qué calor se trata?
– De un calor comparable al de un baño de vapor.
– ¿Y el olor es como el del baño?
– ¡Oh no! Nada sobre la tierra puede compararse a este perfume. Recuerdo que, cuando mi madre vivía, yo amaba danzar; y siempre que iba a los bailes, ella me rociaba con perfumes que compraba en los mejores negocios de Kazán. Pero su aroma no era comparable al que ahora percibo.
– El Padre Serafín sonrió.
– Lo sé, mi amigo, tan bien como vos, y es por eso que os lo pregunto. Es verdad –ningún perfume terrenal puede compararse al lindo olor que respiramos en este momento– el buen olor del Espíritu Santo. ¿Qué puede ser semejante a él sobre la tierra? Dijisteis hace un instante que hacía calor, como en el baño. Pero mirad, la nieve que nos cubre, a vos y a mi, no se derrite, así como la que está bajo nuestros pies. Entonces, el calor no está en el aire sino en nuestro interior. Este calor es el que pedimos al Espíritu Santo en la plegaria: “¡Que tu Espíritu Santo nos caliente!” Este calor permitía a los eremitas, hombres y mujeres, no temer al invierno, envueltos como estaban, en un tapado de piel, en una vestimenta tejida por el Espíritu Santo.
Así debería ser en realidad la gracia divina habitando en lo más profundo de nuestro ser, en nuestro corazón. El Señor dijo: “El Reino de los Cielos está en vuestro interior” (Lc 17,21). Por Reino de los Cielos, El entiende la gracia del Espíritu Santo. Este Reino de Dios ahora está en nosotros. El Espíritu Santo nos ilumina y nos abriga. El impregna el ambiente de variados perfumes, regocija nuestros sentidos y baña nuestros corazones de un gozo indecible. Nuestro estado actual es semejante a aquel del que dijo el Apóstol Pablo: “El Reino de Dios , no es el comer y el beber, sino la justicia, la paz y el goce, por el Espíritu Santo” (Rom. 14,17). Nuestra fe no se basa sobre palabras de sabiduría terrenal, sino sobre la manifestación del poder del Espíritu. Este es el estado en el que vivimos actualmente y que el Señor tenía en vista cuando decía: “Os lo digo en verdad, algunos de los que están aquí presentes no morirán hasta que no hayan visto el Reino de Dios llegar con poder” (Mc. 9,1).
He aquí, amigo de Dios, el goce incomparable que el Señor se dignó en recordarnos: estar “en la plenitud del Espíritu Santo.” Esto es lo que entendió San Macario el Egipcio cuando escribió: “Yo mismo estuve en la plenitud del Espíritu Santo.” Humildes como somos, el Señor también nos llenó de la plenitud de Su Espíritu. Me parece que a partir de ahora no tendréis que interrogarme más sobre la manera en que se manifiesta en el hombre la presencia de la gracia del Espíritu Santo.
¿Permanecerá esta manifestación grabada para siempre en vuestra memoria?
– No sé, Padre, si Dios me hará digno de recordarla siempre, con tanta nitidez como ahora.
Difusión del mensaje
– Y yo, respondió el staretz, estimo que, al contrario, Dios os ayudará a guardar todas estas cosas para siempre en vuestra memoria. De otro modo no habría sido tocado tan rápidamente por la humilde plegaria del miserable Serafín y no habría acogido tan rápido su deseo. Además, no es a vos a quien se le otorgó ver la manifestación de esta gracia, sino por vuestro intermedio al mundo entero. Tened la seguridad de que seréis útil a otros.
Monje y laico
En cuanto a nuestro diferentes estados de monje y de laico, no os inquietéis. Dios busca, ante todo, un corazón lleno de fe, en El y en su único Hijo, el cual envía desde lo alto, como respuesta, la gracia del Espíritu Santo. El Señor busca un corazón lleno de amor por El y por el prójimo: hay allí un trono sobre el cual El ama sentarse y donde aparece en la plenitud de Su gloria. “Hijo, dame tu corazón, y el resto, yo te lo daré aumentado”(Pr. 23,26) El corazón del hombre es capaz de contener el Reino de los Cielos. “Buscad primero el Reino de los Cielos y su Verdad, dijo el Señor a sus discípulos, y el resto os será dado por añadidura, ya que Dios, vuestro Padre, sabe de qué tenéis mayor necesidad” (Mt. 6,33).
Legitimidad de los bienes terrenales
El Señor no nos reprocha el goce de los bienes terrenales. El dijo que, dada nuestra situación en la tierra, nosotros tenemos necesidad de ellos a fin de dar tranquilidad a nuestras existencias y tornar más cómodo y fácil el camino hacia nuestra patria celestial. Y el Apóstol Pedro estimó que no hay nada mejor en el mundo que la piedad unida a la alegría. La Santa Iglesia ora para que esto se nos dé. Pese al hecho de que las penas, las desgracias y las necesidades sean inseparables de nuestra vida en la tierra, el Señor no quiso jamás que las inquietudes y las miserias constituyan toda la trama. Es por eso que, por boca del Apóstol, El nos recomienda llevar la carga unos de los otros a fin de obedecer a Cristo, quien personalmente nos dio el precepto de amarnos mutuamente. Reconfortados en este amor, la marcha dolorosa sobre el camino estrecho que conduce hacia nuestra patria celestial nos será facilitado. No descendió el Señor del cielo para ser servido, sino para servir y dar Su vida por la redención de una multitud (Mt. 20,28; Mc. 10,45). Actuad de la misma forma, amigo de Dios y, consciente de la gracia de la que habéis sido visiblemente el objeto, comunicadla a todo hombre que desea su salvación.
Actividad misional
“La mies es mucha” dijo el Señor, “pero los obreros son pocos” (Mt. 9,37-38; Lc. 10,2). Habiendo recibido los dones de la gracia, somos llamados a trabajar cosechando las espigas de la salvación de nuestros prójimos para entrojarlos, numerosos, en el Reino de Dios, a fin de que reporten sus frutos, unos treinta, los otros sesenta y los otros cien. Estemos atentos a fin de no ser condenados con el servidor perezoso que sepultó la mina confiada a él, sino que tratemos de imitar a los servidores fieles que rindieron al Maestro uno, en lugar de dos minas cuatro, y el otro, en lugar de cinco minas diez (Mt. 25,14-30; Lc. 19,12-27). En cuanto a la misericordia divina, no se debe dudar de ella: podéis ver, por vos mismo, que las palabras del Profeta: “Yo no soy un Dios lejano” (Jn. 23,23) se realizaron en nosotros.
Poder de la fe
Apenas yo, miserable, hice el signo de la cruz, apenas deseé, en mi corazón, que el Señor nos torne dignos de ver Su misericordia en toda su plenitud, inmediatamente El se apresuró en acoger mi deseo. No lo dije para glorificarme ni para mostraros mi importancia y volveros celoso, o para que penséis que es a causa de que soy monje, en tanto que vos sois laico. No, amigo de Dios, no. “El Señor está próximo a los que lo invocan. El Padre ama al Hijo y pone todo en sus manos, siempre que nosotros amemos a nuestro Padre celestial, verdaderamente como hijos.” El Señor escucha igualmente a un monje y a un hombre, a un simple cristiano. Siempre que ambos sean ortodoxos (tengan la verdadera fe), amen a Dios desde del fondo de su corazón y posean una fe “grande como un grano de jenabe” (Mt. 13,31-33, Mc. 4,30-32; Lc. 13,16-19), los dos moverán montañas (Mc. 11,23). “Así es como un solo hombre pone a mil en huida, y cómo dos persiguen a diez mil” (Dt. 32,30). Dijo el mismo Señor: “Todo es posible para aquel que cree” (Mc. 9,23). Y el santo Apóstol Pablo afirmó: “Yo puedo todo con Cristo que me fortifica” (Fil. 4,13). Más maravillosas aún son las palabras del Señor concernientes a los que creen en El: “Aquel que cree en mí hará también las obras que hice, y las hará más grandes, por que yo voy hacia el Padre, y todo lo que pidáis en mi Nombre, lo haré, a fin de que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si vos pedís alguna cosa en mi Nombre, yo la haré” (Jn. 14,12-14). “Y oraré por vosotros a fin de que vuestro goce sea perfecto. Hasta el presente nada habéis pedido en mi Nombre, pedid ahora y recibiréis”(Jn. 16,24).
Así es, amigo de Dios. Todo lo que pidáis a Dios, lo obtendréis, siempre que vuestro pedido sea para la gloria de Dios o por el bien de vuestro prójimo. Ya que Dios no separa el bien del prójimo de Su gloria: “Todo lo que hacéis al más pequeño entre vosotros, es a mí a quién lo hacéis” (Mt 25,40).En consecuencia estad seguros de que el Señor acogerá vuestras demandas; siempre que ellas sean hechas por la edificación y la utilidad de vuestro prójimo. Pero, incluso si es para vuestra propia necesidad, fruto o beneficio, que pedís alguna cosa, no tengáis ninguna duda de que Dios os la acordará si hay verdaderamente necesidad, ya que El ama a los que aman. El es bueno para todos. Si su misericordia se extiende, aún a los que no invocan Su Nombre, con mayor razón atenderá a los que le temen. El acogerá todas vuestras demandas.
He aquí, amigo de Dios, que hasta ahora os dije y os mostré todo cuanto el Señor y Su Santa Madre quisieron mostraros por intermedio del miserable Serafín; entonces, en paz, y que el Señor y Su Santa Madre sean con vos ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén. Id en paz.
A lo largo de toda la conversación, y desde el momento en que había comenzado a resplandecer su rostro, la postura del Padre Serafín no se había modificado, no había dejado de ser visible la maravillosa luz que irradiaba. Todo esto no dejé de contemplarlo en ningún instante, cosa que estoy dispuesto a certificar bajo juramento.