La paz del corazón
En castigo sin duda de mis pecados y de la dureza de mi alma, o para el progreso de mi vida espiritual, las tentaciones hicieron su aparición al fin del verano.
Y fue así: una tarde que había salido a la carretera, encontré a dos hombres que tenían aspecto de soldados; me pidieron dinero. Cuando les dije que no tenía ni un céntimo, no quisieron creerme y gritaron brutalmente: —¡Mientes! Que los peregrinos recogen mucho dinero. —Uno de ellos añadió: Es inútil hablar mucho con él—. Y me dio con un palo en la cabeza; caí sin sentido. No sé si estuve mucho tiempo así, pero cuando volví en mí me di cuenta de que estaba en el bosque cerca de la carretera. Mis ropas estaban hechas jirones y mi alforja había desaparecido. Gracias a Dios, me habían dejado mi pasaporte, que llevaba escondido en el forro de mi viejo sombrero, a fin de poderlo enseñar fácilmente cuando fuera necesario.
Me levanté y lloré amargamente, no tanto por el dolor cuanto por la pérdida de mis libros, la Biblia y la Filocalía, que estaban en la alforja que me robaron. Lloré y me afligí todo el día y toda la noche. ¿Dónde estaba mi Biblia, que yo leía desde pequeño y que siempre había llevado conmigo? ¿Dónde mi Filocalía, de la que tan grandes enseñanzas y consuelo sacaba? Infeliz, que he perdido el único tesoro de mi vida sin haberlo aprovechado como debía. Mejor me hubiera sido morir que vivir así sin mi alimento espiritual. Jamás podré volverlos a tener. Por espacio de dos días apenas si pude caminar por la aflicción; al tercer día, caí sin fuerzas junto a un matorral y me dormí.
Y he aquí que, en sueños, me vi en el eremitorio, en la celda de mi starets, a quien lloré mi dolor. El starets, después de haberme consolado, me dijo: —Que este acontecimiento te sirva de lección de desapego de las cosas de la tierra, a fin de poder volar más libremente hacia el cielo. Esta prueba te ha sido enviada a fin de que no caigas en la voluptuosidad espiritual. Dios quiere que el cristiano renuncie a su propia voluntad y a todo apego a ella, para poder ponerse así enteramente en los brazos de la voluntad divina. Todo lo que Él hace es para el bien y la salvación de los hombres. Él quiere que todos los hombres sean salvos.
De modo que ten ánimo y cree que Dios dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla. Pronto recibirás un consuelo mayor que todas tus penas. Al oír estas palabras, desperté y sentí en mi cuerpo fuerzas renovadas y en mi alma como una aurora y una nueva tranquilidad. ¡Qué se cumpla la voluntad de Dios!, dije. Me levanté, hice la señal de la cruz y partí. La oración obraba de nuevo en mi corazón como antes, y durante tres días seguí tranquilo mi camino. De repente, me encontré en él con una tropa de forzados, que eran conducidos bajo escolta. Al llegar junto a ellos, vi a los dos hombres que me habían robado, y como iban a la cabeza de la columna pude echarme a sus pies y suplicarles que me dijeran dónde estaban mis libros. Al principio fingieron no conocerme, pero al final uno de ellos dijo: —Si nos das alguna cosa, te diremos dónde están tus libros. Necesitamos un rublo de plata. Yo les juré que de un modo u otro se lo daría, aunque tuviese que mendigar para hacerme con él. —Tomad en prenda, si os interesa, mi pasaporte. Entonces me dijeron que mis libros estaban en los carros con los objetos robados que les habían recogido. —
¿Cómo podré conseguirlos? —Pídeselos al capitán de la escolta. Me fui donde estaba el capitán y le expliqué todo tal como había sucedido. En la conversación, me preguntó si sabía leer la Biblia. —No sólo sé leerla, le contesté, sino que también sé escribir; vos mismo veréis en la Biblia una inscripción que indica que me pertenece; y aquí tenéis en mi pasaporte mi nombre y apellido. El capitán me dijo: —Estos ladrones son desertores; vivían en una cabaña y se dedicaban a desplumar a los viandantes. Un cochero muy hábil los detuvo ayer, cuando querían robarle su troica. Tendré sumo placer en devolverte tus libros, si acaso están allí; pero tendrás que venir con nosotros hasta la posada. Estamos a cuatro verstas solamente y yo no puedo detener todo el convoy para buscarlos ahora. Lleno de alegría, me puse en marcha junto al caballo del capitán, y fui conversando con él. Pronto me di cuenta de que era un hombre honesto y bueno y que ya no era joven.
Me preguntó quién era yo, de dónde venía y a dónde iba. Respondí a todas sus preguntas y poco a poco llegamos a la posada donde se hacía el alto. Fue en busca de mis libros, y me los entregó diciendo: —¿Adónde piensas ir ahora? Es ya de noche; sería mejor que te quedases conmigo. Y con él me quedé. Sentía tal contento por haber recobrado mis libros que no sabía cómo dar gracias a Dios; los apretaba contra mi corazón hasta sentir calambres en los brazos. Lágrimas de felicidad corrían por mis mejillas y mi corazón palpitaba de gozo y dicha. El capitán me miró y me dijo: —Veo que sientes placer en leer la Biblia. En mi alegría, no me fue posible responderle una sola palabra. Yo no hacía más que llorar. Él continuó: —Yo también, hermano, leo cada día con gran atención el Evangelio —Y al momento, entreabriendo su uniforme, sacó de él un pequeño Evangelio de Kiev con cubierta de plata—. Siéntate y te contaré cómo me fui acostumbrando a ello. ¡Mesonero!, que nos traigan la cena. ….
Extraído de «Relatos de un peregrino ruso»