La paz del corazón
Extraído de la página Solitarios en silencio
El oriente cristiano ve en el matrimonio y el monaquismo dos vías privilegiadas para seguir a Cristo, pues las dos son vocaciones religiosas y de servicio.
Vean la fragilidad del corazón humano: si uno no se ha entregado a Dios, ni tampoco al otro dentro de un proyecto matrimonial preciso y exigente, se arriesga entonces a replegarse en la autoidolatría y la autosatisfacción (Lucien Coutu, “La vie religieuse en Orient chrétien”, Reflets, 165, p. 23).
La nueva mirada que la Iglesia de Oriente tiene sobre el amor humano puede ser fuente de liberación para las personas que se sienten atrapadas en un conflicto.
Santificando la vida de la carne.
¿Es casualidad que el primer milagro de Cristo haya tenido lugar durante las bodas de Caná (Jn. 2:1-11)? El Señor ha transformado el agua en vino y de esa manera ha transfigurado todo mediante su presencia. Notemos que ese buen vino aparece hacia el final, de forma contraria al espíritu de “zapping” del mundo actual, en donde las parejas frecuentemente se separan tras dar lugar a la belleza exterior de la juventud y apenas aparecen las dificultades. No es sino tras largos años de complicidad, de pruebas y de alegrías, de ascesis y de sacrificios, que el verdadero amor se torna intenso. ¿Acaso los viñadores no dedican largos años de su trabajo para producir, no sin dolor, sus mejores vendimias?
“Dios se hizo carne para así transformarlo todo, para santificar la vida de la carne y para entrar en la vida cotidiana de los hombres” [1]. ¡Santificar la vida de la carne! El matrimonio es sagrado, no es un consentimiento a la debilidad humana ni un mal solo tolerable para que la progenie vaya a poblar los conventos. La antigua y pagana mancha que pesa sobre el sexo, elemento que penetró incluso en el cristianismo, afortunadamente no tiene hoy mayor audiencia. De allí que en la Iglesia Ortodoxa se desarrolle actualmente una seria reflexión sobre el sacerdocio femenino (véase al respecto el libro de Élisabeth Behr-Sigel y Mons. Kallistos Ware: L’ordination des femmes dans l’Église orthodoxe, París, ed. Cerf, 1998).
El cristianismo oriental no ha heredado la visión agustiniana sobre la sexualidad; y al respecto, su mirada permite superar dificultades en las que algunos podrían sentirse atrapados. El ícono que el cristianismo oriental propone como arquetipo de la pareja cristiana (y que se ofrece como regalo de matrimonio) es la imagen de los benditos antepasados de nuestro Señor: Joaquín y Ana, quienes se entrelazaron para poder concebir a la Madre de Dios. En algunos de estos íconos se puede ver un lecho nupcial de fondo. El abrazo nupcial es así canonizado por el ícono, mensajero de la enseñanza sobre la fe de la Iglesia. La Sagrada Familia no está completa sino con los padres de la Madre de Dios, quienes resarcieron la caída de la primera pareja de la humanidad:
¡Adán, he aquí tu renovación; Eva exulta de alegría! La pareja venerable ha concebido a la Oveja Inmaculada de la cual surgirá, de forma inefable, el Cordero de Dios que será inmolado para nutrir al mundo entero. Ana exclama desde la cima de la alegría: “¡Tribus todas de Israel, alégrense conmigo, pues he concebido al nuevo cielo, en el que pronto se elevará la estrella de la salvación y la fuente de la luz: Jesús!”. Adán y Eva abandonan ya sus lamentos, pues en este día y de manera maravillosa, la Madre de nuestra alegría surge como el fruto de un vientre estéril (Oficio del 09 de diciembre, fiesta de la Concepción de santa Ana).
¡Oh!, pareja bienaventurada, ustedes sobrepasan a todas las parejas de la tierra por dar lugar a aquella que aventaja a toda la creación. Alégrate, bendito Joaquín, por ser el padre de tal niña; y tú, santa Ana, bendito es tu vientre por dar lugar a la Madre de nuestra vida. Benditos los pechos que amamantaron a aquella que nutrió con su leche a quien nutre a todo lo que respira y todo lo que vive. La sagrada pareja conformada por Ana y por Joaquín alcanza los tabernáculos de los cielos. Junto a su hija: la Virgen Inmaculada, y en compañía de los ángeles, ellos están ahora exultantes e interceden continuamente por el mundo. Nosotros nos unimos a ellos en la fe y les cantamos, diciendo: “Ustedes que, por la Sierva de Dios, María Purísima, son abuelos de su hijo Jesucristo, intercedan por nosotros. Venerables y virtuosos padres de la Virgen Inmaculada, ustedes que poseen una sola alma y un solo deseo, ustedes han puesto fin a las devastaciones de la muerte al dar nacimiento a la Madre de la Vida. Adán se ha liberado de sus ataduras y Eva está libre de su maldición, los cielos se alegran y a los hombres se les concede la paz” (Oficio del 09 de septiembre, Memoria de los santos y justos antepasados de Dios: Joaquín y Ana).
Frente a esta pareja bastante concreta, tenemos que confesar –sin ánimo de atentar contra su condición de venerables- que la pareja que conforman José y María aparece desencarnada y poco imitable si les concedemos el carácter asexuado de su singular alianza, ¡incluso si los reconocemos entre los numerosos “hogares reconstituidos” de hoy en día!
Otro elemento del enfoque positivo de las Iglesias de Oriente sobre la sexualidad es el mantenimiento -desde los orígenes del cristianismo- de la tradicional ordenación sacerdotal de los hombres casados, en paralelo a una clerecía monástica y célibe. La sexualidad no es incompatible con el servicio al altar, ella es buena e invita a la santidad, al igual que todos los demás aspectos de la vida humana. El amor a Dios y el amor a los hombres, dice san Máximo el Confesor, no comprenden dos amores sino dos aspectos de un único y pleno amor [2]. Eros y ágape no son incompatibles ni tampoco excluyentes.
Matrimonio y monaquismo.
Cuando Cristo ordena que sigamos el camino angosto no se dirige solo a los monjes sino a todos los hombres. El monje y el laico deben alcanzar las mismas alturas; y si caen, sufren las mismas heridas. Ambos han recibido la misma suma que habrán de devolver (san Juan Crisóstomo).
El matrimonio es un compromiso dentro de una comunidad de vida; en otras palabras, es un cenobitismo (del griego koinós–bíos, vida en común). Sucede igual con la persona que elige la vida monástica. Ambos estados religiosos son complementarios. No existe una espiritualidad laica para el oriente cristiano, pues el evangelio es el mismo para todos.
La santidad monástica y la santidad conyugal son las dos laderas del Tabor; y en uno y otro lado, el objetivo es el Espíritu Santo. Quienes alcanzan la cima, yendo por uno u otro lado, entran “al reposo de Dios, a la alegría del Señor”. Y ahí, las dos vías, contradictorias a la razón humana, se encuentran interiormente unidas, resultan misteriosamente idénticas [3].
Aquellos que se comprometen con una u otra vía deben cultivar los mismos valores: humildad, paciencia, amor fraternal y espíritu de paz. Es necesario señalar aquí al monaquismo interior ensalzado por Paul Evdokimov, en donde los votos monásticos son asimilados a su manera por los laicos: la pobreza es la renuncia a un consumo desenfrenado, es el desprendimiento de los bienes materiales y la generosidad; la castidad no es ausencia sino la “integración del eros dentro del amor” (Olivier Clément) y la unificación del ser, es un esfuerzo constante por tratar al otro como un sujeto; y la obediencia es una adhesión alegre a los llamados del Espíritu [4].
En el momento de la creación, la Trinidad dio origen a la pareja según su imagen; es decir, como una comunión de personas. “El hombre no alcanza la plenitud sino cuando vive en y por su prójimo” [5]. ¿Y quién es el primer prójimo del esposo sino su esposa? La compartimentalización de la vida a la que nos vemos forzados no tiene lugar en una visión cristiana de integración. El cristiano comprende, poco a poco, que todo en la vida es un sacramento que llama a la comunión con la Trinidad, a la acción de gracias. Y así, para los esposos cristianos, abrazar su unión es abrazar a Cristo. Ellos se convierten, entonces, en el padre, la madre, los hermanos y hermanas de Cristo; y él realmente se asienta entre ellos, en medio de su hogar.
La liturgia del matrimonio.
Dentro del ritual bizantino, el paralelo entre la sagrada liturgia de la eucaristía y la liturgia del matrimonio es sorprendente. Desde el principio se da la ofrenda, pues la Iglesia ofrece los novios a Dios, los cuales se ofrecen luego el uno al otro y después, de manera conjunta, mutua, lo hacen a Dios. Esto se manifiesta en el oficio de los contrayentes, en donde tiene lugar el intercambio de sus alianzas, llenas de fidelidad. Luego viene la anamnesis, que es “el recuerdo maravilloso de todo lo que Dios ha realizado por las bienaventuradas parejas -desde Abraham y Sara hasta Joaquín y Ana- para preparar el nacimiento de la Virgen María, por cuyo medio la humanidad le dio la bienvenida al Hijo de Dios” [6]. La Iglesia evoca también, junto a la lectura de la epístola de Pablo a los efesios (5:20-33), el desposorio místico de Cristo y su Iglesia como sublime modelo de unión del hombre y la mujer. Y la lectura del evangelio evoca las bodas de Caná. La epíclesis, momento central de todo sacramento, consiste en la imposición –por parte del sacerdote- de coronas sobre las cabezas de los esposos, para transformarlos en células vivas del Cuerpo de Cristo, en microiglesias domésticas. El amor humano de la pareja se ve así conectado a la fuente misma del amor.
Es así que el Espíritu Santo les hará posible al hombre y a la mujer convertirse, poco a poco, en imagen de Dios, en verdaderas personas que serán ellas mismas en la medida en que comulguen la una con la otra para llegar a ser una sola mientras siguen siendo dos [7].
Las coronas son llamadas “coronas de martirio o de testimonio” (del griego, martyrion), pues los esposos deben darse mutuo testimonio del amor de Cristo; y quien dice amor dice don de sí, lo cual implica el martirio. Nuestra sociedad, guiada por el principio de placer, no comprenderá sino con dolor que el amor verdadero implica la cruz del sacrificio y “que es difícil amar” (Gilles Vigneault). Se requiere de un vuelco del espíritu para comprender las palabras que el sacerdote pronuncia sobre las coronas:
¡Que venga a su corazones aquella alegría que experimentó la bienaventurada Elena de Constantinopla cuando descubrió la preciosa cruz! […] Guárdalos en tu memoria, Señor, tal como recordaste a tus santos, los Cuarenta Mártires de Sebaste, enviándoles sus coronas desde el cielo […].
Luego viene la “danza de Isaías”. La alegría estalla en una triple danza alrededor del evangelio -presencia real y misteriosa de Cristo- situado sobre una mesa. La asamblea invocará, entonces, a la fe de Isaías y de los santos mártires. Pues a Isaías se le ha pedido que “baile de alegría” debido a que su profecía se ha cumplido:
He aquí que la virgen está esperando, y dará a luz un hijo a quien llamará Emmanuel, Dios con nosotros (Is. 7:14).
He aquí que la nueva pareja, coronada y santificada, recibe a su vez a Emmanuel. La Palabra de Dios se hace presente en el seno de la pareja, ella se hace carne, ella se encarna en la pareja y la convierte en una Iglesia en miniatura [8].
Luego se invoca a los santos mártires “que han combatido notablemente y han sido coronados en el cielo”, de tal manera que ellos ayuden a la pareja a dar también un buen combate. La vida conyugal implica, de hecho, “un duro combate, una renuncia al egoísmo, una auténtica y alegre cruz, una ascesis por medio de la cual uno muere a sí mismo para vivir por el otro” [9].
La comunión es la finalidad de los dos sacramentos, de la eucaristía y del matrimonio. El matrimonio es la incorporación en Cristo, con ayuda del Espíritu Santo, de la nueva familia. La pareja comparte un cáliz de vino que simboliza la alegría del amor. Y la comunión se revela como objetivo del matrimonio, pues mientras comparten juntos el cáliz eucarístico, la pareja realiza su vocación y su finalidad, que es entrar a la nueva familia en el misterio de Cristo. En ciertas iglesias, luego de su uso se quiebra la copa contra el suelo para significar así la indisolubilidad del matrimonio y la fidelidad que se deben los esposos.
Se notará con cierto asombro la ausencia del intercambio de consentimiento por parte de los novios dentro de los rituales orientales; no así en las iglesias que han cedido a la influencia occidental. Para el oriente, lo más importante es la epíclesis, la invocación de las gracias del Espíritu Santo sobre la pareja. Se trata de una alianza, de una relación mucho más exigente y más profunda que un mero contrato jurídico.
Sexualidad y control de natalidad.
¿Es necesario decir que la pareja cristiana es generosa, que no vive aislada y que su fecundidad –sea biológica o no- resultará del desbordante amor que dirija hacia la Fuente del Amor? Dice el sacerdote sobre los esposos:
Llena su morada de trigo, de vino, de aceite y de toda suerte de bienes, de tal manera que puedan favorecer a quienes lo necesitan […] Concédeles fecundidad y una hermosa descendencia; un perfecto encuentro de sus almas y de sus cuerpos; exáltalos como a los cedros del Líbano, como una viña a sus bellos sarmientos; concédeles abundantes cosechas, a fin de que siempre tengan lo que necesitan y que lo que les sobre puedan utilizarlo en toda obra buena que te sea de agrado; y que vean a los hijos de sus hijos como plantas de olivo alrededor de su mesa […].
En cuanto al control de natalidad, dirijo a los lectores al siguiente párrafo extraído de una entrevista realizada al Catholicós de Armenia, Karékine I:
En nuestra tradición oriental, siempre hemos considerado que la tarea de la Iglesia es formar una consciencia cristiana en las personas a la vez que se les conceden las principales directivas para una conducta de vida según la voluntad de Dios. Pero no interferimos en los detalles que son relativos y discutibles, no entramos en el dominio íntimo de la vida de cada uno.
Pienso que nuestro deber es respetar la libertad que Dios nos ha concedido a todos a la vez que formar a los creyentes en el ejercicio de esta misma libertad, alimentando y favoreciendo así el crecimiento de su consciencia. La Iglesia no debe legislar para barrer la consciencia de las personas. No se trata de liberalismo o relativismo moral, sino de permitir que cada uno pueda ejercer su [libertad de] consciencia.
Este es un signo de confianza de la Iglesia hacia sus fieles: puesto que reciben la gracia de Dios y adquieren una educación cristiana, ella considera que están suficientemente maduros para poder diferenciar el bien del mal [10].
Vemos que es cuestión de responsabilidad, de madurez, de confianza y de respeto a la intimidad. Para la Iglesia, se trata de recordar las exigencias del amor sin inmiscuirse en los detalles que son más íntimos.
Existen formas de control de natalidad que serán aceptables e incluso inevitables para algunos, en tanto que otros preferirán evitarlas [10].
Recordemos también la reacción del patriarca Atenágoras I de Constantinopla tras la promulgación de la encíclica Humanae Vitae por Pablo VI:
Si un hombre y una mujer verdaderamente se aman, no soy yo quien vaya a entrar a su recámara; pues todo lo que ellos hagan será sagrado [11].
Respecto a las experiencias sexuales premaritales, tiempo en que el adolescente descubre su sexualidad, ¿es saludable abordar el tema con todas las prohibiciones que cursan dentro de cierta moral puritana? Para este tema, Olivier Clément tiene unas líneas admirables:
Acercarse a los jóvenes con un lenguaje juzgante sobre el tema de la sexualidad, desde un enfoque de permiso y prohibición, mientras ellos no saben bien si creen o no en Dios, es no solo absurdo sino también criminal. De hecho, podríamos alejarlos por mucho tiempo de Dios, de Cristo, de la Iglesia. La primera tarea es la evangelización. Es necesario –si es posible sin restricciones, ni siquiera disimuladas- lograr que perciban que no somos huérfanos, que no estamos temblando de frío en un mundo absurdo y sin esperanzas, para asegurarles luego -como en el momento en que el niño se acurruca contra su madre- la dulzura de la carne de los demás [12].
Y este teólogo ortodoxo francés continúa diciendo que es precisamente en el amor frecuentemente tierno y adolescente de buen número de nuestros contemporáneos, dentro de esta experiencia que hoy en día es para muchos el único rincón de ternura de la existencia, que se encuentra un lugar especial de evangelización.
Indisoluble y falible.
El divorcio no se admite en la Iglesia de Oriente, pero sí se perdona; pues se acepta que existe solo un pecado imperdonable, el pecado contra el Espíritu Santo. El sacramento del matrimonio no es algo mágico sino un don de la gracia; y las personas que se han comprometido a esta vocación puede que fallen. Ellas pueden equivocarse, e incluso entrar a una espiral de autodestrucción en donde el amor asentado en el seno de la pareja termine siendo asesinado.
En este caso, la Iglesia puede admitir que la gracia no ha sido “recibida”, puede aceptar la separación y permitir un nuevo matrimonio. Ella jamás anima las segundas nupcias a causa del carácter eterno del lazo matrimonial, pero sabe tolerarlas cuando, en casos concretos, se presentan como la mejor solución para un determinado individuo [14].
por Horia Roscanu.
Teólogo laico católico-ortodoxo.
Director del Centre Emmaüs de espiritualidad hesicasta, en Montreal, Quebec.
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Referencias.
1. Dieu est vivant, Catéchèse orthodoxe, Cerf, 1987, p. 350.
2. Patrología griega 90, 408 D.
3. Paul Evdokimov, Sacrement de l’amour, DDB, 1980, p. 98.
4. Jean-François Roussel, «Paul Evdokimov et le monachisme intériorisé», Théosis, 1991, p. 5.
5. Kallistos Ware, Le Royaume intérieur, Cerf, 1996, p. 40.
6. Dieu est vivant, p. 350.
7. Ibid., p. 351.
8. Ibíd.
9. Ibíd.
10. Karékine I, Catholicós de los armenios, Entretiens avec Giovanni Guaïta, Montrouge, Éditions Nouvelle Cité, 1998.
11. Jean Meyendorff, Le mariage dans la perspective orthodoxe, YMCA Press/OEIL, 1986, p. 90.
12. Citado por Olivier Clément, «L’Église orthodoxe et la sexualité», Contacts 150 (1990), p. 134.
13. Olivier Clément, Corps de mort et de gloire, DDB, 1995, pp. 82-83.14. Jean Meyendorff, op. cit., p. 78.
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Roscanu H., (2000). Le mystère du mariage dans l’Église d’Orient, Théosis, n. 21, ed. de septiembre. Centre Emmaüs, Canadá.