La paz del corazón
«El Sermón del Nuevo Abad»
– ¿Por qué razón hemos abandonado la enseñanza evangélica? Estamos muy lejos de las enseñanzas de Cristo. La Comunidad de los apóstoles compartía sus bienes sin distinción alguna de propietario y como fruto del desapego a la materia se les hermanaba el espíritu. Nosotros tenemos bienes personales. Nosotros tenemos nuestras cosas y nuestras mañas. La vanidad hace estragos entre nosotros.
La mayoría de los monjes permanecían con la vista baja, hacia el suelo de piedra, cobijando el rostro en la capucha. Unos pocos dejaban que se les notara la sorpresa por las palabras del nuevo Abad. El ambiente era extraño.
– Hermanos…-continuó Marco- he asistido a misas celebradas sin el espíritu de aflicción, sin el espíritu de verdadera oración, he visto recitación mecánica y adormilada de los textos sagrados. ¿Por qué pasa eso? Porque se ha perdido la fe. Voy a ser escandaloso en lo que digo, pero verdadero a conciencia y que el Señor me ilumine y me perdone.
No se cree con fe profunda que Cristo se haga presente en la eucaristía. Y, si creemos que cobijamos al Redentor en nuestras manos cuando la forma está ya consagrada, ¿cómo nos comportamos tan rutinarios, tan poco concentrados en lo que decimos? Ya no creemos en nuestra tarea de puentes entre Dios y los hombres. No creemos ya que el Espíritu Santo pueda estar entre nosotros.
¡Nos hemos alejado de Jesucristo!
¿Cuál es el sentido de abrazar la vida monástica en la complacencia? ¿Para qué el claustro si permaneceré entre rutinas egoístas? Recuerdo lo que he leído de los Padres del desierto en la hermosa Filocalía y esa anécdota donde se cuenta la tristeza y la penuria de haber renunciado a las posesiones y a gran hacienda, solo para disputar luego por un punzón o una hoja de pergamino.
Ahora, la mayoría lo miraba directamente olvidando toda discreción, los rostros eran una mezcla de enojo, asombro y devoción. Algunos empezaban a sentirse interpretados en sus dichos y un viejo fervor olvidado parecía surgir lentamente.
– Pero… ¿dónde se nos desvió el camino? ¿cuándo nos convertimos en recitadores en lugar de adoradores? ¿cuándo traicionamos nuestros ideales juveniles?… cuando creímos que las promesas de Cristo no eran para este tiempo y para este mundo. Cuando creímos que su palabra era perecedera. ¡La palabra de Cristo no tiene fecha de vencimiento! Dijo el Señor…”Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre os será concedido”. Dijo el Señor: “Si pedís con fe, si creéis que lo que pedís se os dará, así sucederá”. “Que suceda según tu fe dijo el Señor…” a nosotros nos está sucediendo según nuestra fe. Estamos fríos, somos monjes tibios.
¿Por qué no se curan hoy los enfermos con nuestras oraciones y con nuestra presencia? ¿Por qué no se convierten las gentes de a miles como en la época apostólica?
Porque no hay apóstoles, porque no estamos desnudos y abiertos al espíritu sino que llenos de deseos y apetencias, inundados de dudas y cuestiones y sobre todo de posesiones y de comodidades.
El Abad Marcos bajó desde la posición del atril hacia el nivel de los monjes y se ubicó en medio de las dos filas de asientos, recordando en ese momento al cura tercermundista con el que habló cuando tenía cinco años. Mirando a los monjes de cerca y buscando las miradas les dijo:
– Pido al Señor Jesucristo, por cuyo nombre se dobla toda rodilla en el cielo y en la tierra, que envíe su espíritu a nuestras almas flacas de voluntad y de afán de servirle, hijas del desánimo. ¡Ven a vivir con nosotros Redentor del hombre porque ya es tarde y viene la noche! Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de nosotros…envía tu luz a calentar nuestros corazones, danos fuerzas para cambiar nuestros hábitos blandos y convertirnos en servidores dignos.
El sermón inflamó el corazón de los novicios y de los monjes jóvenes, tuvo dispar resonancia entre los profesos de edad mediana e indignó a los más viejos. Pero ninguno se sintió indiferente a las palabras del nuevo Abad, de mirada brillante, voz potente, gestos vehementes y respiración profunda.
Había sido elegido por ellos mismos, porque confiaron y admitieron sus años de servicio callado e intachable. Marco había servido humildemente y sin queja en todas las tareas; había mostrado una inusual alegría serena, día tras día sin alteración. En los momentos de espaciamiento, donde debían conversar con algún otro hermano para intercambiar experiencias, se había revelado como un sabio consejero de los postulantes y en lo íntimo, muchos decanos se habían orientado por sus comentarios. Pero ni unos ni otros llegaron a sospechar que en él se ocultaba un revolucionario.
¿Qué pretende en realidad? ¿Qué cambios concretos querrá implementar? Esas eran las preguntas más urgentes que surcaban la mente, de aquellos que enquistados en rutinas mínimas, veían surgir temores inesperados.
Los hechos tangibles no tardaron en presentarse. Una de las cosas más sorprendentes para Marcos cuando ingresó a la Orden y conoció sus costumbres en detalle, fue el trato que se dispensaba a los enfermos. Le parecía antievangélico que los monjes al enfermar fueran derivados a clínicas o sanatorios en la ciudad y tuvieran que enfrentar la etapa más difícil de la vida lejos de los pares. Podía entender que se habilitaran traslados para operaciones o cuestiones complejas, pero estaba decidido a instalar una enfermería en el convento y a promover esta práctica para toda la orden en el próximo capítulo general.
Mientras meditaba esa misma tarde caminando sobre la nieve, veía a lo lejos una reunión de árboles y mas allá un auto que velozmente circulaba por la ruta. Un vapor espeso salía de su boca con cada aliento exhalado, se arremolinaba un poco y moría en el interior de la capucha.
Imaginaba la enfermería como un lugar de oración y restauración. Como un centro de milagros, no tanto como algo médico. En todo caso, veía a lo médico como traducción instrumental de lo sagrado, actuando y restableciendo la salud por la adquisición de la gracia. Si esto no era posible, ¿Por qué Cristo había dicho que la fe era capaz de mover montes? ¿Acaso no se concedería lo que se pidiera en su nombre?
Tenía la certeza de que los evangelios habían de seguirse sin acomodos, sin enroscamientos, no adaptando las cosas según nuestros temores, tibiezas y circunstancias.
El nuevo Abad albergaba un fuego en el pecho que no se animaba todavía a liberar completamente. Era una llama abrasadora que le dictaba acciones, que le daba instrucciones, que lo dotaba de una peculiar intuición. Marco quería curar como los apóstoles, plenos del Espíritu santo. Quería convertir a las personas del modo que se contaba en el libro de los Hechos, inundando los corazones con la palabra y transformando con el ejemplo. Quería hacerlo sin espectáculo, sin gritos y parafernalia como los movimientos evangelistas, mezclado como estaba todo allí por el dinero y la sugestión síquica de masas. ¿Estaba obrando en ellos tu espíritu Señor?
Sumido en los pensamientos, el monje despertó de repente a la percepción de los sentidos. Se encontró en el pequeño bosque, rodeado por los árboles, viejos y fuertes, bien vivos. Un pájaro marrón se ubicó cerca sobre un tronco caído y pareció mirarlo de costado. Abrigó las manos en el sayal y repitió en voz alta amparado por la soledad y mientras lanzaba espesas nubes de vapor; ¡Oh Señor, envía tu espíritu Santo!
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