La paz del corazón
En la ceremonia, el ingreso del oficiante se extiende por el pasillo central, mientras las gentes entonan el himno de apertura y los oferentes portan luminarias de alabanza.
El acólito, contrahecho, tullido, arrastra su aparatosa renguera y haciendo torpes movimientos trata de no quedar atrás en todo el procedimiento.
Su presencia tosca, desordenada, desnuda en esfuerzo y afán, rompe cualquier armonía que la solemnidad pudiera ir dibujando.
Y es justamente allí, en la fealdad de sus contornos, donde inesperadamente, se manifiesta lo sagrado.
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