La paz del corazón
Todo lo que se ha escrito sobre la Virgen Madre de Dios me demuestra que su santidad es la más escondida de todas. A veces, lo que se afirma sobre ella nos revela más sobre quien lo dice que sobre Nuestra Señora. Pues, como Dios nos reveló muy poco acerca de ella, los seres humanos, que apenas saben quién y qué fue la Virgen, tienden a revelarse a sí mismos cuando tratan de añadir algo a lo que Dios dijo sobre ella.
Y lo que sabemos sobre María tan sólo hace que la cualidad y el carácter verdaderos de su santidad parezcan más escondidos. Nosotros creemos que su santidad fue la más perfecta después de la de Cristo, su Hijo, que es Dios. Ahora bien, la santidad de Dios no es más que oscuridad para nuestras mentes.
Sin embargo, la santidad de la Bienaventurada Virgen maría es, de algún modo, más oculta que la santidad de Dios: porque Él al menos nos dijo algo acerca de Sí mismo que es objetivamente válido cuando se expresa en lenguaje humano. Pero sobre Nuestra Señora sólo nos dijo unas pocas cosas importantes –y ni siquiera podemos comprender plenamente lo que significan.
Pues todo lo que nos dijo sobre el alma de la Virgen se resume en esto: que estaba absolutamente llena de la más perfecta santidad creada. Pero no tenemos ningún medio seguro de conocer lo que esto significa en detalle. Por consiguiente, la otra cosa que conocemos acerca de ella es que su santidad está sumamente escondida.
Y, no obstante, puedo encontrarla si también yo me escondo en Dios, donde ella está escondida. Compartir su humildad, su escondimiento y su pobreza, su ocultamiento y su soledad, es la mejor manera de conocerla; y conocerla así es encontrar la sabiduría: Qui me invenerit inveniet vitam et hauriet salutem a Domino (Quien me encuentra, encuentra la vida y obtiene la salvación del Señor: Pr. 9, 35)
En la persona humana real y viva que es la Virgen Madre de Cristo se encuentran toda la pobreza y toda la sabiduría de todos los santos. Todo llegó a ellos a través de ella y está en ella. La santidad de todos los santos es una participación en la santidad de María, porque en el orden que Dios ha establecido quiere que todas las gracias lleguen a los hombres por medio de ella.
Por esta razón, amarla y conocerla es descubrir el verdadero significado de todo y tener acceso a toda sabiduría. Sin ella, el conocimiento de Cristo es mera especulación. Pero en ella se transforma en experiencia, porque Dios le dio toda la humildad y toda la pobreza, sin las cuales no se puede conocer a Cristo. Su santidad es el silencio, el único estado en que Cristo puede ser oído, y la voz de Dios se convierte en experiencia para nosotros mediante la contemplación de la Virgen.
El vacío, la soledad interior y la paz, sin los cuales no podemos ser llenados de Dios, fueron dados a María por Él para que pudiera recibirlo en el mundo, ofreciéndole la hospitalidad de un ser que era perfectamente puro, perfectamente silencioso, y estaba perfectamente en reposo, perfectamente en paz y centrado en la humildad más completa. Si conseguimos vaciarnos del ruido del mundo y de nuestras pasiones, es porque ella ha sido enviada cerca de nosotros por Dios y nos ha permitido participar en su santidad y su escondimiento.
De entre todos los santos, sólo María es incomparable en todos los aspectos. Tiene la santidad de todos ellos y, no obstante, no se parece a ninguno. Y, con todo, podemos decir que somos como ella. Esta semejanza a ella no es sólo algo que desear, sino la cualidad humana más digna de nuestro deseo: pero la razón de ello es que María, entre todas las criaturas, fue la que restauró más perfectamente la semejanza con Dios que Dios quería encontrar, en diferentes grados, en todos nosotros.
Es necesario, sin duda, hablar de sus privilegios como si fueran algo que podría resultar comprensible en el lenguaje humano y ser medido por algún criterio humano. Es apropiado presentarla como una Reina y actuar como si supiéramos lo que significa el hecho de que se siente en un trono por encima de todos los ángeles. Pero esto no debería hacer olvidar a nadie que su privilegio más elevado es la pobreza, que su mayor gloria es haber vivido totalmente escondida, y que la fuente de todo su poder es el hecho de ser como nada en la presencia de Cristo, de Dios.
Esto lo olvidan muchas veces los propios católicos, y por eso no sorprende que estos a menudo tengan una idea completamente errónea de la devoción católica a la Madre de Dios. Se imaginan, y en ocasiones podemos comprender cuáles son sus razones, que los católicos tratan al Virgen María como un ser casi divino por derecho propio, como si tuviera alguna gloria, poder o majestad particular que la situara en el mismo nivel que Cristo. Consideran la Asunción de María a los cielos como una forma de apoteosis, y su condición de Reina como una estricta divinización.
Por eso su lugar en la Redención podría parecer igual al de su Hijo. Pero esto es completamente contrario a la verdadera doctrina de la Iglesia católica, pues olvida que la principal gloria de María está en su nada, en el hecho de ser la “Esclava del Señor” que, al convertirse en la madre de Dios, actuó, sencillamente, en amorosa sumisión a Su mandato, en pura obediencia de fe.
Es bienaventurada, no en virtud de alguna mítica prerrogativa pseudodivina, sino en todas sus limitaciones humanas y femeninas, como la que ha creído. Son la fe y la fidelidad de esta humilde esclava, “llena de gracia”, las que le permiten ser el perfecto instrumento de Dios, y nada más que su instrumento. La obra de María fue únicamente obra de Dios: “El poderoso ha hecho obras grandes por mí”. La gloria de María es, pura y simplemente, la gloria de Dios en ella; y la Virgen, más que ninguna otra persona, puede decir que no tiene nada que no haya recibido de él por mediación de Cristo.
En efecto, ésta es precisamente su mayor gloria: que no teniendo nada propio, no conservando nada de un “yo” que pudiera gloriarse de algún mérito propio, no puso ningún obstáculo a la misericordia de Dios y en modo alguno se resistió a Su amor y a Su voluntad. Por eso recibió más amor de Dios que ningún otro santo. Él pudo llevar a término su voluntad perfectamente en ella, y Su libertad no fue dificultada ni desviada de su finalidad por la presencia de un yo egoísta en María. Ella era y es, en el sentido más elevado, una persona precisamente porque, siendo “inmaculada”, estaba libre de toda mancha de egoísmo capaz de oscurecer la luz de Dios en su ser. Era, por lo tanto, una libertad que obedecía a Dios perfectamente, y en esta obediencia encontró la consumación del amor perfecto.
El auténtico significado de la devoción católica a María hay que verlo a la luz de la Encarnación. La iglesia no puede separar al Hijo de la madre. Porque la Iglesia concibe la Encarnación como el descenso de Dios en la carne y en el tiempo para darse a sus criaturas, también cree que la persona que estuvo más próxima a Él en este gran misterio fue la que participó del modo más perfecto en el don.
Cuando una sal está caldeada por un fuego abierto, ciertamente no hay nada de extraño en el hecho de que quienes están más cerca del hogar reciban más calor. Y cuando Dios viene al mundo por mediación de uno de Sus siervos, no hay nada sorprendente en el hecho de que el instrumento escogido por él tenga la participación mayor y más íntima en el don divino.
María, que estaba vacía de todo egoísmo y libre de todo pecado, era tan pura como el cristal de una limpísima ventana cuya única función es dejar pasar a la luz del sol. Si nos alegramos por esa luz, alabamos implícitamente la limpieza de la ventana. Y, naturalmente, cabría argumentar que en tal caso podríamos olvidarnos por completo de la ventana. Esto es verdad. Y, sin embargo, el Hijo de Dios, al vaciarse de Su majestuoso poder, haciéndose niño y abandonándose en completa dependencia al cuidado amoroso de una madre humana, en cierto sentido centra nuestra atención de nuevo en ella.
La Luz ha querido que nos acordásemos de la ventana, porque le está agradecido y porque siente hacia ella un amor infinitamente tierno y personal. Si Él nos pide que compartamos este amor, nos concede ciertamente una gracia y un privilegio inmenso, y uno de los aspectos más importantes de este privilegio es que nos capacita, en cierta medida, para estimar el misterio del gran amor y respeto de Dios a Sus criaturas.
La asunción de María a los cielos por Dios no es la mera glorificación de una “Diosa madre”. Todo lo contrario: es la expresión del amor que Dios tiene a la humanidad y una manifestación muy especial del respeto de Dios por sus criaturas, de Su deseo de honrar a los seres que ha creado a Su imagen y, muy particularmente, de Su estima por el cuerpo que estaba destinado a ser el templo de Su gloria. Creemos que María fue asunta al cielo porque también nosotros un día, por la gracia de Dios, moraremos donde ella mora. Si la naturaleza humana es glorificada en María, es porque Dios quiere que sea glorificada también en nosotros, y por este motivo Su Hijo, haciéndose carne, vino a este mundo.
Así pues, en todo el gran misterio de María, la realidad más clara es que ella no es nada por sí sola, y que Dios se complació, por nosotros, en manifestar Su gloria y Su amor en ella.
Dado que María es, entre todos los santos, la más perfectamente pobre y perfectamente escondida, la que no intenta poseer absolutamente nada como propio, puede comunicar del modo más pleno al resto de la humanidad la gracia de nuestro Dios infinitamente desinteresado. Y nosotros Lo poseeremos del modo más verdadero cuando nos hayamos vaciado y nos hayamos hecho pobres y escondidos como ella, asemejándonos a Él al asemejarnos a ella.
Toda nuestra santidad depende del amor maternal de María. Las personas que ella desea que compartan la alegría de su pobreza y de su sencillez, las que ella quiere que estén ocultas como ella está escondida, son las que comparten su intimidad con Dios.
Es, por tanto, una gracia inmensa y un gran privilegio el que una persona que vive en el mundo en el que tiene que vivir, de pronto pierda su interés por las cosas que absorben a ese mundo y descubra en su propia lama un hambre de pobreza y soledad. Porque el más precioso de todos los dones de la naturaleza y de la gracia es el deseo de estar escondido, desaparecer de la vista de los hombres, ser tenido en nada por el mundo, despojarse de la propia consideración autoconsciente y disiparse en la nada, en la inmensa pobreza que es la adoración de Dios.
Este absoluto vacío, esta pobreza y esta oscuridad contienen dentro de sí el secreto de toda alegría, porque están llenos de Dios. La verdadera devoción a la madre de Dios consiste en buscar este vacío. Encontrarlo es encontrarla. Y permanece escondido en sus profundidades es estar lleno de Dios como ella lo está y compartir su misión de llevarlo a los hombres.
Todas las generaciones, pues, tiene que llamarla bienaventurada, porque todas reciben a través de la obediencia de María toda la vida y la alegría sobrenaturales que Dios les concede. Y es necesario que el mundo le exprese su reconocimiento, que los poetas alaben las grandes obras que Dios ha hecho en ella y que se construyan catedrales en su nombre. Porque nuestra fe en Dios permanecerá incompleta si no reconocemos a Nuestra Señora como la madre de Dios, como la Reina de todos los santos y los ángeles y como la esperanza del mundo.
¿Cómo podríamos pedir a Dios todas las cosas que él desea que esperemos si no sabemos, contemplando la santidad de la Virgen Inmaculada, qué grandes cosas puede realizar en el alma de las personas?
Y así, cuanto más escondidos estemos en las profundidades donde se descubre el secreto de la Virgen, tanto mayor será nuestro deseo de alabar su nombre en el mundo y de glorificar en ella al Dios que la convirtió en Su resplandeciente tabernáculo. Ahora bien, no confiemos totalmente en nuestro talento para encontrar las palabras con que ensalzarla: pues, aunque pudiéramos cantar en su honor como lo hicieron Dante o San Bernardo, bien poco podríamos decir sobre ella en comparación con la Iglesia, que es la única que sabe enaltecerla como conviene y se atreve a aplicarle las palabras inspiradas que Dios dedica a Su sabiduría.
De esta manera la encontramos viva en el seno de la Escritura y, si no sabemos descubrirla también oculta en el Antiguo Testamento, en todos los lugares y en todas las promesas que conciernen a su Hijo, no comprenderemos plenamente la vida que late en las Escrituras.
Es ella la que, en los últimos días, está destinada, por la misericordia delegación de Dios, a manifestar el poder que Él le ha concedido, debido a su pobreza, y a salvar a los últimos supervivientes en las ruinas del mundo calcinado. Pero si la última era del mundo, por la perversidad de los hombres, va a ser probablemente la más terrible, también será, por la clemencia de la Bienaventurada Virgen María, la más victoriosa y la más gozosa para los pobres que hayan recibido la misericordia de Dios.
(Thomas Merton, «Semillas de contemplación», ed. Sal Terrae, pags. 179-187)
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Colaciones de Casiano en biblioteca
Gracias, queridos hermanos por vuestros comentarios y precisiones. Realmente es un texto que parece acercarte personal e íntimamente a María iluminándonos, al mismo tiempo, en el misterio de Dios.
La cita bellísima, como casi todo lo de Merton.
Con menos plabras. Lo que atrajo a Dios de María, no fue el verla llena, sino vacía, de llenarla se encargaba El.
Que así sea en nosotros.
Que yo sepa existen dos libros de Merton, uno se titula «Semillas de contemplación» y el otro «Nuevas semillas de contemplación», por si a a alguien le interesa la aclarición.
Queridos hermanos: Simplemente, una aclaración, sin ánimo de corregir a nadie. Soy el menos indicado para ello. Pero, es por si algún hermano o hermana buscara concretamente el libro reseñado más arriba por el hermano Gabriel. El título especifico del libro es: «Nuevas semilas de contemplación» todo lo demás está correctísimo. Agradezco al hermano Gabriel la aportación, pues al menos a mí me ha hecho mucho bien y me ha ayudado a realzar un beneficioso y fecundo acercamiento a nuestra querida Madre, María. Muchas gracias, querdio hermano Gabriel. Un abrazo muy fraterno para toda la comunidad virtual.