Es muy importante que quien aspira al sacerdocio, funde su motivación para abrazar este estado de vida, en una propuesta de amor totalmente gratuita e imprevista y en una respuesta de amor más agradecida que heroica.
Esa propuesta y esa respuesta le exigirán el máximo a su capacidad afectiva. El amor sin reservas a Cristo es aquí la condición, y será después el alma de la tarea pastoral. Pero nadie puede pretender que el seminarista está ya enamorado de Cristo. Lo que hay que intentar es que surja y crezca cada vez más en él el deseo de amar con todo su ser al Señor de su vida.
Como decía San Agustín, querer amar es ya amar.
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Es decir quien hace la opción por el celibato, ha de descubrir el amor recibido de Dios (directamente o a través de muchas mediaciones humanas, aunque inconscientes), que le muevan inevitablemente a ofrecerse así mismo y a ver la enorme desproporción que hay entre lo que ha recibido y lo que se dispone a dar.
En consecuencia, un celibato que no rebose contemplación, será, antes o después, un peso insoportable, un heroísmo imposible o un victimismo ingrato. Y también una contemplación, que no lleve al cambio de los deseos, hace que el celibato sea débil y carente de pasión.
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Para desear el bien real hay que descubrirlo primero, y luego abandonar el bien aparente”
Para descubrir la verdad, la belleza y la bondad hay que alejar la propia emoción positiva de todo lo que no es verdadero, bello y bueno, es decir, hay que afinar los propios gustos, cambiar los polos de atracción, descubrir el sutil engaño de ciertas tendencias afectivas que acaban empobreciendo y reduciendo la libertad interior.
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Hoy parece estar de moda la manía de buscar desenfrenadamente el bienestar. Se tiene miedo, demasiado miedo a la muerte y a la muerte que subyace a toda renuncia, a toda opción, a todo límite, a toda ascesis, sobre todo a la ascesis afectiva.