Monacato y experiencia de Dios

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Monacato y experiencia de Dios

ADRIEN NOCENT, OSB

En la mayor parte de los ensayos de “aggiornamento” de la vida monástica, y en los análisis de los diversos problemas que plantea, me impresiona una deficiencia clamorosa y grave: muy raramente, por no decir nunca, se reflexiona sobre la “experiencia de Dios en y por la Comunidad” Parece, por el contrario, que precisamente en esto descansa el fin esencial de la vida monástica. Es, en efecto, tomando como punto de partida esta experiencia de Dios en la Comunidad, que San Benito considera la posibilidad de la vida eremítica, como un ideal nada fácil de alcanzar.

Si la vida monástica no llevase a esta profunda experiencia de Dios, ¿en qué consistiría su significado? No seria sino un fracaso que comprometería la legitimidad de su misma existencia en el mundo actual. Sin embargo, no debemos equivocarnos sobre lo que constituye en concreto esta experiencia de Dios. Es claro que no se la puede fundamentar en el hecho de prolongar habitualmente la oración, ni en un tipo de reclusión que ignore las necesidades del mundo, ni un “otium” ciego frente a las preocupaciones de la vida de comunidad, ni en una especie de aislamiento de la vida común y de los deberes sociales que ésta impone. Asumiendo tales actitudes, uno se encontraría, de hecho, consigo mismo, en lugar de encontrarse con Dios.

No es fácil describir esta experiencia de Dios. Se escapa a toda definición y a cualquier definición demasiado precisa. Aún dentro de un mismo tipo de vida común vivida por muchos individuos, la experiencia de Dios adquiere una fisonomía personal, puesto que la salvación mira no solo a nuestra alma, sino también a nuestro cuerpo y a toda nuestra persona, a la que el Señor respeta, aún elevándola.

Entre los orientales, se ha desarrollado especialmente una teología de la profesión monástica entendida como un segundo bautismo. Sea lo que fuere de la posición de tal teología, que, por otra parte, exigiría una notable matización, hay, sin embargo, que decir con ella que la experiencia de Dios encuentra su punto de partida en la iniciación cristiana.

Como toda experiencia religiosa, la experiencia de Dios es el resultado del soplo del Espíritu, que “sopla adonde quiere”. Debemos, pues, comenzar por esta actividad del Espíritu y por su acción en el mundo para salvarlo, al considerar la experiencia cristiana de Dios.

 

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