La paz del corazón
Plan de San Francisco de Asís
y organización primitiva de su Orden
San Francisco no era sólo un poeta y un idealista; ni menos aún un impulsivo inconstante que camina al azar, al arbitrio de impresiones sucesivas. Una vez convertido al servicio de Dios tiene un ideal muy determinado; que no es precisamente ser un reformador, ni fundar una nueva Orden religiosa.
Sólo sueña en su santificación personal por la imitación de Cristo. Como Él predica, y con palabras sencillas, pero ardientes, exhorta a los habitantes de Asís a la vida cristiana y a la paz. Muy pronto uno de sus oyentes, rico burgués, se decide a seguir su ejemplo; y desde entonces tiene Francisco la intuición de una nueva Fraternidad en germen, y esto expresa cuando, después de haber leído con Bernardo de Quintavalle en la capilla de la Porciúncula los tres textos del santo Evangelio que aconsejan el renunciamiento evangélico:
Si quieres ser perfecto, ve, vende todos tus bienes (Mt 19,21); No llevéis nada para el camino (Lc 9,3) y Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame (Mt 16,24), exclama con la alegría de un descubrimiento: «He aquí la vida y regla de cuantos quieran agregarse a nuestra compañía» (1 Cel 23, 24; 2 Cel 15; LM 3,2-4).
Preséntanse nuevos compañeros, que adoptan la misma norma de vida pobre y humilde, mientras Francisco suplica a Dios fervorosamente le indique el camino que deben seguir (1 Cel 26), y a poco cesan las vacilaciones. La realización por todo este grupo de hombres de un ideal, que por el momento sólo busca la santificación personal, ejerce en torno suyo una influencia que Francisco no deja de advertir; se lo ha demostrado la llegada de estos discípulos. De este ideal extrae entonces todo un programa de vida, que es un plan de acción, cuyo objeto, principios y medios percibe.
Sólo contaba con siete discípulos cuando este plan se dibujó con precisión en su pensamiento, y se lo comunicó al momento (1 Cel 31). Habiéndose luego presentado cuatro nuevos candidatos, lo condensó en algunos textos del santo Evangelio, los mismos que había leído en el Libro sagrado con su primer compañero, añadiéndoles algunas prescripciones necesarias a la uniformidad de vida; ésta fue la Primera Regla (1 Cel 32). Prueba de que este programa y plan de vida no fuesen una vaga aspiración a la perfección evangélica la tenemos en la respetuosa pero inflexible resistencia que opuso al Obispo de Asís primero, al Cardenal Juan de San Pablo después, y más tarde al mismo Papa Inocencio III (2 Cel 16), quienes le ofrecían caminos más fáciles, sin que consiguieran quebrantar su resolución.
Tenía, pues, San Francisco su idea clarísima, y su plan perfectamente determinado. Nunca lo formulósistemáticamente como lo haremos nosotros más adelante, pero se descubre fácilmente, estudiando sus acciones y las de sus compañeros. Comencemos, pues, por examinar la formación que el joven Francisco les daba, y luego estudiaremos su vida y organización durante los diez primeros años de existencia (1209-1219).
1.- Vida y organización primitivas de los Hermanos Menores
Formación de los primeros discípulos
San Francisco no se forjaba ilusiones; tenía conciencia de que sólo algunos escogidos podrían seguirle: Será preciso, dijo cierto día, hacer como el pescador que, habiendo lanzado su red al mar, no conserva más que los peces más hermosos, y echa los otros (1). Por eso ponía el mayor cuidado en la formación de sus discípulos. No era el simple aficionado que deja a cada uno en libertad para seguir sus aspiraciones; o al menos antes de concederla, como lo hizo con Fray Gil, probaba bien a sus discípulos con una disciplina de prudente rigor.
Estudiaba ante todo con cuidado su temperamento y carácter, enseñándoles a mortificar no sólo los vicios y sus instintos carnales, sino también sus sentidos exteriores, por donde la muerte se cuela en el alma (1 Cel 43). Ejercía sobre sí y los suyos vigilancia no interrumpida. Reprimía primero los defectos interiores, y luego las faltas exteriores, apartando todas las ocasiones que de ordinario conducen al pecado, y no toleraba mancha ni negligencia alguna (1 Cel 42 y 51). Esta práctica rigurosa del examen detallado le daba una facilidad admirable para discernir los espíritus, y distinguir los movimientos de la naturaleza de los de la gracia, que definía con toda claridad (1 R 17). Donde otros veneraban una santidad consumada, sorprendía él la hipocresía, o bien preveía la inconstancia (2 Cel 28-29; Adm 12).
Probaba las fuerzas de sus discípulos mandándolos a trabajar y predicar. A su vuelta les pedía cuentas de sus actos; les daba entonces sus avisos y correcciones (1 Cel 30), y ninguna falta quedaba sin castigo (1 Cel 51). Tomás de Celano nos ha dejado varios ejemplos del rigor que Francisco usaba en su formación: 1 Cel 34, 35, 42, 43, 51, 76; 2 Cel 20, 65, 154, 182, 206. Pero no por eso dejaba de obrar con discreción; sabía templar las mortificaciones excesivas de los generosos novicios (2 Cel 21, 22, 129), y tener en cuenta su debilidad en el rudo aprendizaje de la mendicidad (2 Cel 74).
Tenía también Francisco el arte de impresionar la imaginación con expresiones pintorescas, con las que grababa fuertemente sus pensamientos en las almas; así como también el arte de enternecer los corazones, y de hablar en la intimidad, donde vaciaba su alma en palabras y gestos, comunicando a todos su entusiasmo y su amor. SusAdmoniciones nos acaban de mostrar cómo conocía el corazón humano. Podríamos concluir diciendo que todos los dones naturales y sobrenaturales, que hacían de él un amaestrador de hombres, le hacían igualmente educador perfecto.
Su ideal personal, su espiritualidad, su plan de acción tenían que ser el objeto de su enseñanza (1 Cel 26). Quería ante todo formar guardadores del Evangelio, celosos de la salvación de las almas; hombres cuya vida, como la suya propia, tuviese por programa la imitación de Cristo en su vida de amor y de sufrimiento, y hasta en los aspectos más humildes de su existencia sobre la tierra.
Desde el primer momento, los abismaba en el amor de Dios, al exigirles como condición para ser admitidos en la Fraternidad, el despojarse totalmente de todos sus bienes (1 R 2; 2 R 2; 1 Cel 24, 39, 103; 2 Cel 80, 81, 190), y entregarse al servicio de los leprosos (LP 9). Semejantes actos de pobreza, caridad y humildad eran a sus ojos prueba suficiente de amor de Dios y renuncia de sí mismos e indicio de verdadera vocación a la vida evangélica. El desarrollo de esta vocación, esto es, la marcha progresiva en la vida espiritual se realizaba por el ejercicio de estas mismas virtudes según su modalidad peculiar, es decir, con sencillez, lealtad, actividad y alegría.
No les empujaba hacia los estudios científicos, sino que les enseñaba a buscar, a imitación suya, sus fuerzas en la oración y meditación de Jesús crucificado. ¡La Cruz! Lo que para él había sido la revelación del amor divino, quería lo fuese también para sus hijos. Al decir de San Buenaventura, los primeros hermanos «todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las horas canónicas, pero en su lugar repasaban día y noche con mirada continua el libro de la cruz de Cristo, instruidos con el ejemplo y la palabra de su Padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo» (LM 4,3).
Donde quiera que se encontraran, tan pronto como a lo lejos divisaban un campanario, se prosternaban en cuerpo y alma, y adoraban al Todopoderoso, diciendo la plegaria que Francisco les enseñara aún antes que aprendieran a recitar el Oficio Divino: «Te adoramos, Señor Jesucristo, en todas las iglesias de todo el mundo, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5). De idéntica forma se portaban cuando veían una cruz o su imagen, en el suelo, en una pared, en los árboles o en las encrucijadas de los caminos (1 Cel 45).
Tan de continuo los conducía al Calvario, y tan marcados los tenía con la señal de la cruz, que su recuerdo quedó grabado en el corazón de sus hijos; el copilador del Espejo de perfección pone, en efecto, en labios de los frailes reunidos en torno al lecho de muerte de San Francisco, estas frases: «Tus palabras, oh Padre, eran a manera de antorchas ardientes y luminosas que nos conducían por el camino de la cruz, hacia la perfección evangélica, hacia el amor e imitación del dulcísimo Crucificado» (EP 87). Y el copilador de los Actus nos hace oír el eco de la tradición al escribir: «Puesto que San Francisco y sus compañeros habían sido llamados y elegidos por Dios para llevar la cruz de Cristo en el corazón y en las obras y para predicarla con la lengua, parecían, y lo eran, hombres crucificados…» (Florecillas 5; cf. en Florecillas 16 la conclusión del sermón a las aves).
Como se ve, San Francisco no tanto se preocupaba de enseñar prácticas y dar fórmulas ascéticas como de inculcar principios, e inflamar el corazón de sus discípulos en el amor de Dios, fuente y origen de toda perfección.
Penetrados así de sus enseñanzas sobre el reino de Dios, el menosprecio del mundo y la renuncia de sí mismos, los enviaba de dos en dos por las campiñas de los alrededores: «Id, amados míos, id y anunciad a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados. Sed pacientes en la tribulación, y llenos de confianza, pues el Señor cumplirá sus promesas. Responded con humildad a los que os pregunten, bendecid a los que os persigan y dad gracias a los que os injurien o calumnien; que el reino eterno os está preparado». Luego los abrazaba y les decía las palabras del salmista: «Poned en Dios vuestros pensamientos, y Él os alimentará» (1 Cel 29).
Trazábales con estas palabras un programa de predicación sencilla y popular; y su vida, totalmente conforme al Evangelio, les daba derecho a hacerse oír de todos los hombres.
Vida de los primeros Hermanos Menores
A su vuelta de Roma San Francisco y sus compañeros se habían instalado de nuevo en la cabaña de Rivo Torto (1 Cel 42), donde permanecieron muy breve tiempo. Pronto se trasladaron a la Porciúncula, que pasó desde entonces a ser el punto de reunión de los Frailes Menores, su Casa Madre. No había allí observancia claustral propiamente dicha, y mientras no tuvieron libros, el Oficio Divino consistía en rezar a horas determinadas cierto número de Padrenuestros por cada Hora canónica con la oración: Adoramus te, Christe (1 Cel. 45 y 47; LM 4,3); observaban los ayunos de la Iglesia.
Al entrar en la Fraternidad, no se aislaban en absoluto de su antiguo ambiente. No eran ya del mundo, pero iban todavía al mundo, y consideraban su antigua profesión como el campo en que debían naturalmente ejercer su apostolado (1 R 7; 1 Cel 39.40). Iban por ciudades y aldeas con los pies desnudos, sin cabalgadura (1 R 15), sin dinero, provisiones, ni protección, sin preocupación por el día de mañana, y sin morada fija, siendo su ordinario albergue las leproserías.
Podían emplearse como criados; pero no aceptar el cargo de gentilhombre de cámara o de mayordomo, ni otro empleo que pudiese causar escándalo.
El cuidado de los leprosos constituía su principal ocupación (1 R 8; 1 Cel 39). Podían tener los instrumentos necesarios para su oficio; Fray Junípero, por ejemplo, se ganaba la vida componiendo calzado; Fray Gil se empleaba, según las circunstancias, como aguador, o hacía cestos, era enterrador, leñador, o ayudaba a los campesinos en la recolección de la oliva, nueces y uvas.
Mezclábanse también con los paisanos, trabajando y fatigándose con ellos, de cuya comida participaban como único salario (LP 56); jamás recibían dinero, como no fuese para las necesidades de los enfermos (1 R 7 y 8). Pedían limosna para los leprosos, y también para sí cuando lo que habían recibido como precio de su trabajo no era suficiente para su sustento y vestido (1 R 8 y 9). Durante las horas del descanso hablaban de la abundancia de su corazón, y comunicaban a todos sus sentimientos de fe, de penitencia, esperanza, paz y alegría evangélicas (1 R 21 y 23) Con frecuencia ocurría que eran mal recibidos, acogidos con burlas o rechazados brutalmente; entonces su paciencia y serenidad predicaban con más elocuencia que sus palabras (1 Cel 40).
Al llegar la tarde se retiraban a alguna ermita o leprosería, domicilio siempre inestable y provisional, para entregarse allí a la oración. En ocasiones pedían también hospitalidad en los monasterios que encontraban en su camino, a los sacerdotes o a los fieles. Otras veces se refugiaban en los pórticos de las iglesias o de las casas, en cabañas abandonadas o en las grutas, y allí se acostaban sobre un poco de paja esparcida sobre el suelo (1 Cel 39; 2 Cel 63). A la aurora se dirigían a la iglesia parroquial o a la capilla más próxima, para después comenzar su jornada apostólica y de trabajo.
Fácilmente se comprenderá qué benéfica influencia y cuán fecundo apostolado debían realizar en todas las capas de la sociedad y en todas sus corporaciones estos primeros hijos de San Francisco de Asís, casi todos jóvenes, tan pobres y tan felices, tan austeros y tan buenos, tan dulces y tan pacientes, tan abnegados y sin odio contra nadie. Su tierna caridad mutua, su serenidad, su alegre desdén por el bienestar, de que Tomás de Celano nos ha dejado pintura tan fresca (1 Cel 38-40), eran una predicación persuasiva que reprochaba a los ricos, sin maldecirles, su avaricia insaciable y cruel, y permitía a los Menores mezclarse con la muchedumbre de pobres, despreciados y desamparados para hablarles con autoridad, pero al mismo tiempo con amor, de las realidades de la vida futura, de la paz que se debe conservar en este mundo y de la dicha que sólo se encuentra en el cumplimiento de las leyes divinas.
Se podría preguntar si el mundo había visto desde los Apóstoles tan fiel reproducción de la vida evangélica. Este espectáculo nuevo excitaba el asombro y la admiración de los observadores contemporáneos, como Jacobo de Vitry. Empero no debe concluirse de esto que la organización de la joven Fraternidad fuese ya perfecta.
Organización primitiva de la Orden y sus primeros progresos
La organización de una sociedad consiste en fijar los medios de subsistencia y determinar sus ocupaciones. Hemos visto que los medios de subsistencia en la naciente Orden eran el trabajo, la mendicidad y las ofrendas espontáneas de los fieles; y las ocupaciones, la oración, el trabajo manual, el cuidado de los leprosos y la predicación. Pero la organización consiste además, y sobre todo, en la elección de la forma de gobierno, en la institución de la jerarquía, en el modo de elección de cargos y en las condiciones de admisión a la sociedad.
Y lo que ante todo llama la atención en los Menores es la ausencia de toda jerarquía. El joven fundador llevaba, como es natural, la dirección de la Orden, que sólo contaba con doce miembros el día de su aprobación; y la Regla de 1221 comienza así: «Fray Francisco y todos los que se hallaren al frente de esta religión, prometen obediencia y reverencia al Señor Papa Inocencio y a sus sucesores, y los demás frailes están obligados a obedecer a Fray Francisco y a sus sucesores».
Estas palabras establecen evidentemente el poder absoluto del Fundador y de los Ministros Generales; pero en un principio, Francisco no contaba probablemente con reivindicar para sí tanta autoridad, a juzgar por lo que se lee en la misma Regla de 1221, reminiscencias quizás de la Regla primitiva, que preconizan la igualdad entre los frailes: «Que los hermanos no tengan, sobre todo entre sí, ninguna autoridad o dominio. Que, por caridad espiritual, se sirvan gustosos y se obedezcan mutuamente. En esto consiste la verdadera y santa obediencia de Nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5).
Por esto no debía ninguno de ellos intitularse prior, sino todos indistintamente tomar el nombre de Hermanos Menores (1 R 6). Al modo de los caballeros de la Tabla Redonda, cuyas leyes conocía muy bien Francisco, se consideraban todos iguales entre sí; era, por lo demás, demasiado reducido el pequeño grupo para pensar en tener otros superiores que su Fundador. A pesar de todo, esta ausencia de jerarquía se continuó durante algunos años, cesando tan sólo cuando en 1217 se dividió la Orden en Provincias y se instituyeron los Provinciales. Ni siquiera la Regla de 1221 proporciona dato alguno preciso acerca del nombramiento o elección de otros cargos inferiores.
Después de abandonar Rivo Torto, donde se le habían juntado los once primeros discípulos, sólo la Porciúncula puede recibir a los nuevos aspirantes, acogidos por el mismo Francisco o bien, como sucedió durante su viaje a Oriente (1219-1220) por su Vicario General, Mateo de Narni.
Nadie era excluido por su condición; rico o pobre, sabio o ignorante, clérigo o lego, noble o pechero, todos podían ser sus discípulos (1 Cel 31), y del mismo modo que a nadie rechaza, a nadie tampoco retiene por la fuerza: en cualquier momento, cualquiera de los miembros de la Fraternidad podía dejarla libremente. No había tiempo fijo de prueba o noviciado, pero sí estaba condicionada la entrada a sólo aquellos que abandonaran inmediata y totalmente todos sus bienes, y consintieran en servir a los leprosos.
Supuesta la fe católica, Francisco no pedía otra cosa que la renuncia absoluta, para admitir en su Fraternidad y conceder su hábito peculiar, hábito que consistía en una sola túnica, paños menores y cuerda (Testamento; 1 Cel 39). Más adelante San Francisco permitió llevar dos túnicas: una interior, sin capucho, y la otra con capucho. Ésta era la capa ordinaria de la gente humilde a principios del siglo XIII. Consistía en una túnica de lana, de mangas más o menos estrechas, y un capuchón cosido directamente al cuello (la túnica de la gente del pueblo descendía hasta la rodilla, la de los Frailes Menores hasta el talón). El manto no se menciona en ninguna Regla; sin embargo se usaba sin duda alguna desde los primeros tiempos, y de hecho se sabe que el Santo Fundador se sirvió con frecuencia de él para darlo como limosna.
Por la mera recepción del hábito el postulante era ya Hermano Menor y se comprometía a guardar la Regla, es decir, a vivir en obediencia, pobreza y castidad, y seguir las huellas de Nuestro Señor Jesucristo (1 R 1).
La Regla aprobada por Inocencio III en 1210, en cuanto cabe hoy poderla separar de la redacción de 1221, llamada Regula prima (2), debía contener poco más o menos las antedichas normas referentes al ingreso en la Fraternidad Franciscana, y a la práctica de la pobreza, caridad y humildad, junto con algunas indicaciones relativas al trabajo manual y empleos permitidos a los frailes (1 R 7); a la manera de ir por el mundo (1 R 11, 14 y 15); a la confesión con cualquier sacerdote católico, y a la comunión (1 R 20); al ayuno obligatorio de los miércoles y viernes, y potestativo de los lunes y sábados (1 R 3; Giano, Crónica), y finalmente un tema general de exhortación a la penitencia, que todos los frailes podían utilizar (1 R 21).
Esta organización, por elemental que fuese, convenía a la humilde Fraternidad en sus principios, pero no bastaba ni podía durar, desde que tanto había aumentado el número de compañeros del joven Fundador.
La extrema pobreza de los primeros Hermanos Menores, su caridad, su paciencia heroica, su alegría inalterable, en bello conjunto inspirado por el más puro cristianismo, no había impresionado tan sólo al pueblo bajo; era una fuerte llamada a la imitación de Jesucristo, y tan persuasiva, que ejercía su poder fascinador aun en las clases elevadas e instruidas. En efecto, muchos jóvenes de la aristocracia e intelectuales, sacrificaron su brillante porvenir para poner al servicio de la Iglesia su ciencia y sus talentos, haciéndose discípulos de San Francisco.
Y se vio ingresar en la escuela del humilde evangelista de Asís hombres que procedían de todos los medios y condiciones posibles (1 Cel 31.62).
Una multiplicación tan rápida de frailes y, a partir de 1217, su dispersión por regiones alejadas, trajeron consigo necesidades nuevas. Tan gran multitud de hombres, que se contaban por centenares y muy luego por millares, tan diferentes por su carácter, temperamento, educación y origen, no podía vivir como el pequeño grupo de doce penitentes formado en 1209, sin albergue ni recursos, y en el que sólo la amistad fraternal hacía de autoridad.
San Francisco se hizo cargo del problema. Como el realista más prudente, este gran idealista aceptó todas las orientaciones que le proporcionaban las circunstancias, las exigencias de la vida, y las lecciones de la experiencia; y cuando por sí mismo no encontraba las soluciones adecuadas, recurría al consejo de hombres ilustrados para introducir en su obra las transformaciones necesarias.
2.- Primeras transformaciones
Las primeras modificaciones se refirieron a las residencias, institución de Provincias, jerarquía, reuniones capitulares, Oficio Divino y ayuno.
Residencias
Si hemos de creer a un relato de los Actus, fue hacia 1213, durante su viaje a España, cuando San Francisco tuvo la idea de aceptar residencias fijas (cf. Florecillas 4). Se ve por otra parte que en mayo de 1213 aceptó del conde Orlando de Chiusi el eremitorio del Alvernia.
En vez de llevar una vida andariega, alojándose al azar en sus correrías apostólicas, los frailes fijaron su residencia en lugares determinados, fuera de las ciudades o aldeas, y, de ordinario, a la vera de alguna capilla u oratorio. Iban, sin embargo, a la parroquia más próxima a oír la misa. Pero es de advertir que estas residencias en nada se parecían a los monasterios; ni siquiera llevaban el nombre deconventos, sino sólo el de lugares, hospicios. Eran simples locales de habitación, alguna pobre casa, una cabaña, chozas hechas de ramaje, donde pudiesen reunirse y recogerse tras la jornada de labor; centros de acción, al mismo tiempo que lugar de reposo. La Regla de 1221 no determina la manera de establecerse en estas moradas fijas, pero prohíbe a los hermanos, primero, defender su posesión contra nadie, como si fuesen ellos los propietarios (1 R 7), y, segundo, recoger limosnas para procurarse semejantes moradas (1 R 8).
Institución de Provincias y de Ministros Provinciales
La jerarquía franciscana se fue constituyendo poco a poco como consecuencia de las fundaciones de residencias y de la institución de Provincias. Guiando en el Capítulo General de 1217 envió San Francisco sus discípulos a las cuatro partes del mundo, aun entre infieles, instituyó las Provincias, es decir, indicó a cada uno la región en que en adelante debía vivir y trabajar bajo la dirección de un Superior o Ministro. Las Provincias, o como se decía frecuentemente en la primera mitad del siglo XIII, las Administraciones, tomaban su nombre del país o de la ciudad principal en que los hermanos ejercían su ministerio. Se decía, por ejemplo, indiferentemente, Provincia de Milán, de Bolonia o de Lombardía para designar una sola y misma Provincia; los límites geográficos eran imprecisos, sobre todo en los países en que los Frailes iban a penetrar por primera vez.
Paulatinamente, y a medida que aumentaba el número de conventos, para facilitar su gobierno, los más próximos entre sí, formaron un conjunto, bajo la dirección de un Superior particular dependiente del Superior Provincial. Este grupo de conventos recibía el nombre de Custodia. Y como el número de religiosos y de conventos iba en continuo crecimiento, la Custodia se transformaba más tarde en Provincia, con su Ministro Provincial, y se subdividía a su vez en Custodias. Los Superiores de residencia, de Custodia o de Provincia recibían indistintamente los nombres de Ministros o Custodios. En los documentos primitivos estos dos nombres son sinónimos; más adelante cada uno de ellos tiene su sentido particular.
El Superior de una Provincia fue llamado Ministro Provincial; el de una Custodia, Custodio; el de un convento, Guardián. La Regla de 1221 daba a todos los Superiores el título de Ministros (1 R 4). La palabra Custodio aparece en la de 1223 con ocasión del cuidado de los hermanos enfermos (2 R 4) y de la elección del jefe de toda la Orden o Ministro General (2 R 8); y el título deGuardián, en el Testamento de San Francisco. Una de las particularidades de la Orden franciscana en sus principios consistía en que los Superiores podían ser elegidos indistintamente entre los legos como entre los clérigos.
Según la Regla primera, al Provincial corresponde el derecho de dar el hábito (1 R 2), señalar a cada religioso su residencia (1 R 4), corregir a los frailes (1 R 5), enviarlos a las misiones lejanas (1 R 16) y designar los predicadores (1 R 17). Su cargo, lo mismo que el de Ministro General y el de Guardián, no era perpetuo; debían abandonarlo sin réplica al recibir la orden de dejarlo (1 R 17). El Capítulo 5 obliga además a los hermanos a vigilar la conducta de su Ministro, y, en caso de necesidad, a denunciarlo, después de tres advertencias, al Ministro General para que en el Capítulo de Pentecostés se le deponga. Esta Regla de 1221 no indica cómo se hacía el nombramiento de los diferentes Ministros, ni cuál era la duración exacta de su oficio; pero nos consta que los Provinciales eran nombrados por San Francisco (1 Cel 48).
Reuniones capitulares
Las antiguas Órdenes, según las constituciones tradicionales, no tenían Superior General, cuya autoridad se extendiese a todos los monasterios; cada uno de ellos gozaba de perfecta autonomía. El canon XII del Concilio de Letrán de 1215 había prescrito, para las Órdenes monásticas y Congregaciones de Canónigos Regulares, la celebración de un Capítulo General, por el estilo de los Capítulos de los Cistercienses, reunión que debía tener lugar cada tres años, y que sólo debía congregar a los abades de un reino o de una provincia. Es decir que estas asambleas trienales no constituían en realidad Capítulos Generales de toda la Orden.
Muy pronto comprendió San Francisco la necesidad de reunir periódicamente a sus frailes, como ya los Valdenses lo hacían, para hablar con ellos de las dificultades que se observaran en la práctica de su nueva vida, para excitarles a conservar su fervor primero, y al mismo tiempo perfeccionar el texto de la Regla según lo dictase la experiencia.
Más adelante decidió que los frailes se reuniesen en el Santuario de la Porciúncula dos veces por año: por Pentecostés y por San Miguel (TC 57). Pero muy pronto hubieron de hacerse menos frecuentes estas reuniones capitulares, pues a consecuencia de la multitud de hermanos, se hizo imposible convocarlos a todos, y con tanta frecuencia. Por Jacobo de Vitry sabemos que en 1216 los frailes se reúnen una vez al año. Aun era demasiado, sobre todo después de su dispersión, una vez organizadas las misiones (1217). El Capítulo General de 1221 fue el último que agrupó a todos los religiosos, profesos y novicios, Ministros y súbditos.
Este año incluyó Francisco en la Regla primera (1 R 18) una reglamentación nueva para las asambleas capitulares. Cada Ministro en su Provincia podrá celebrar en el porvenir su Capítulo anual en la fiesta de San Miguel. Los Ministros de las Provincias italianas podrán reunirse una vez al año en la Porciúncula por Pentecostés. En fin los Capítulos Generales que congreguen a los Ministros de todas las Provincias de la Orden sólo se celebrarán cada tres años, también en la Porciúncula, y en la fiesta de Pentecostés, a menos que el Ministro General disponga otra cosa.
Oficio Divino, ayuno y recepción de los Sacramentos
El Capítulo 3 de la Regla primera, después de recordar el deber de rezar el Oficio Divino tanto a los clérigos como a los legos, ordena a los primeros recitarlo, orando por vivos y difuntos, según costumbre de los clérigos, es decir, conforme al uso habitual de la Iglesia en aquella época, añadiendo, para resarcir las negligencias de los frailes, un Miserere con el Padrenuestro, y, en sufragio de los difuntos, un De pro fundís, y un Padrenuestro. Los legos deben decir el Credo, veinticuatro Padrenuestros, con Gloria Patri por Maitines, cinco por Laudes; por Prima, el Credo y siete Padrenuestros con Gloria Patri; siete Padrenuestros igualmente por Tercia, Sexta y Nona; por Vísperas, doce; por Completas, el Credo y siete Padrenuestros con Gloria Patri. SietePadrenuestros con Réquiem aeternam en sufragio de los difuntos, y tres Padrenuestros por las negligencias de los frailes.
El mismo capítulo de la Regla hace obligatorio el ayuno desde Todos los Santos hasta Navidad, desde Epifanía hasta Pascua, más todos los viernes del año. Conforme al Evangelio, los hermanos quedan autorizados a comer de todos los alimentos que se les ofrezcan; no hay regla especial de abstinencia.
La presencia de sacerdotes, aunque todavía pocos, entre los Hermanos Menores permite obligar a los religiosos a confesarse con los de la Orden. Sin embargo, y en caso de imposibilidad, siempre se permitía dirigirse a cualquier otro sacerdote católico. A la recepción del sacramento de la penitencia debía seguir el de la santa Eucaristía, pero la Regla no da indicación alguna acerca de la frecuencia de las comuniones (1 R 20).
Ninguna de estas medidas alteraba la fisonomía propia de la Orden franciscana. La fundación de conventos, o más bien, de los lugares (loci), no podía impedir a los frailes se considerasen como pobres peregrinos extranjeros en este mundo, ya que no les pertenecían, y podían ser expulsados de ellos a voluntad de los propietarios. La pobreza, con el trabajo manual, la mendicidad, el cuidado de los leprosos, seguían como base de su vida; la humildad, la alegría, la mansedumbre, la caridad y la paciencia en las pruebas, eran siempre las virtudes principales de que se servían para atraer las almas a Dios.
Su género de vida resultaba esencialmente el mismo bajo las primeras transformaciones de la organización. La parte que San Francisco tomaba en estos cambios era muy considerable, ya que él fue quien, desde el origen de la Fraternidad, había tomado la costumbre de reunir a sus hijos, quien aceptó las residencias fijas, y quien lanzó a sus hermanos a todos los países del mundo, innovación cuya primera consecuencia fue la institución de las Provincias, y, por tanto, de la jerarquía, para terminar en la centralización del gobierno en manos del Ministro General asistido de los Capítulos Generales.
3.- Plan de San Francisco,
sus medios de acción y sus principios
Objeto
San Buenaventura ha resumido sintéticamente el plan de San Francisco, su objeto, sus medios de acción y sus principios, cuando al responder a esta pregunta: ¿Por qué San Francisco instituyó una Orden nueva?, escribía: «Lleno del espíritu de Dios, y encendido en la caridad, el Padre San Francisco se consumía en un triple deseo: ser imitador de Cristo en toda la perfección de sus virtudes, adherirse a Dios por una contemplación asidua, trabajar en la salvación de las almas por las que Cristo quiso ser crucificado y morir. Y como no podía contentarse con ser sólo él quien esto hiciese, y ninguna Orden reuniese estos tres deseos, propuso una nueva Regla, para en su vida y, aun después de muerto, tener colaboradores e imitadores de sus virtudes, que a su vez ganasen almas para Dios, observasen los consejos evangélicos y se diesen a la contemplación». El mismo San Francisco había dicho: «Tú, Señor, acordándote de tu antigua misericordia, has plantado en esta hora postrera la Religión de los hermanos para sostenimiento de tu fe y para llevar a cabo por ellos el misterio de tu Evangelio» (2 Cel 156).
Resulta de estas palabras, y de otras muchas más, del texto de la Regla y de la manera de vivir de los primeros Frailes Menores, que San Francisco, al fundar su Orden, no tuvo por fin principal ni el cuidado de los enfermos, ni la educación de la juventud, ni la belleza del culto, ni la mortificación, ni aun la predicación verbal. Su especialidad fue la imitación exacta de Cristo. Se propuso, pues, suscitar hombres que, ante todo y en primer lugar, se esforzasen en observar el Evangelio, y que en segundo lugar trabajasen por la salvación de las almas (1 Cel 35; LM 8,1).
El doble objeto, pues, de la Orden franciscana es la realización tan perfecta como posible fuese del Evangelio, y el apostolado, doble objeto que se deriva directamente del ideal de imitación de Cristo, que es el fondo de la espiritualidad de San Francisco.
Medios de acción
De este mismo ideal se derivan los medios de acción, siendo el primero y preferido, como es lógico, el ejemplomismo de esos nuevos penitentes de Asís, la convincente lección práctica de sus virtudes que despertaba las conciencias e invitaba, a quienes les veían, a vivir más cristianamente. El segundo medio debía ser la predicación.
Sabía Francisco que, para predicar a los hombres el Evangelio, la más elemental sinceridad exige encarnarlo primero en sí mismo. Afirmaba que los Hermanos Menores eran enviados por Dios para llevar la luz de sus ejemplos a los que se hallaban envueltos en las tinieblas del pecado (2 Cel 103.155). «Hay -decía- como un contrato entre el mundo y los hermanos: éstos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los hermanos la provisión necesaria. Si los hermanos, faltando a la palabra, niegan el buen ejemplo, el mundo, en justa correspondencia, niega el sostenimiento» (2 Cel 70). Los Frailes debían dar al mundo el ejemplo alegre de su caridad, pobreza y humildad, virtudes hermanas en las cuales, según de continuo se lo recordaba, cifraba la verdadera originalidad de su Orden, ya que aseguran más eficazmente que toda otra virtud la propia salvación y la edificación de los fieles (1 Cel 26).
La caridad es el precepto por excelencia del Maestro, y ocupa lugar importante en su espiritualidad. San Francisco quiere que sus hijos la observen en toda su extensión; es, juntamente con la pobreza, el medio de realizar su ideal. La caridad afecta a las almas y a los cuerpos, no tiene acepción de personas, ni se horroriza de la fealdad, ni de las miserias físicas o morales más repulsivas, e inspira dos formas de actividad propias de los Hermanos Menores: lapredicación y el cuidado de los leprosos. El cuidado de los leprosos constituye, en efecto, en el origen de la Orden, como ya lo hemos hecho notar, una prueba obligatoria que el Santo imponía a quienes quisieran vivir en su compañía.
Otra forma de actividad, el trabajo manual, era impuesta por la práctica de la pobreza. Se sabe con qué interés se había Francisco consagrado a esta última, y cómo, por amor al Crucificado, llevó lo más lejos posible la renuncia a todo bien terreno.
Hizo de la pobreza la base de su Orden, prohibiendo toda propiedad, tanto particular, como colectiva, toda especie de renta y de provisiones, y hasta el mismo contacto del dinero (1 R 7; 1 Cel 35.39.44). Con deliberado propósito descarta así uno de los grandes medios de subsistencia de las asociaciones religiosas de la Edad Media, las fundaciones piadosas. Exige de aquellos que quieran ingresar en su Fraternidad una desapropiación total, y la distribución entre los pobres de cuanto posean (1 R 2; 1 Cel 24). Los Frailes encontraban los medios de subsistencia en el trabajo manual, en la limosna y en las ofrendas voluntarias de los fieles.
A estas últimas prefiere siempre San Francisco el trabajo manual, a fin de ser, es frase suya, menos gravosos a los bienhechores. Con esto, además, daban los Frailes ejemplo de una vida laboriosa, despreciada por los herejes, y «evitaban la ociosidad, enemiga del alma»; lo mismo que por la mendicidad, daban ejemplo, no menos necesario, de humildad e imitación de Cristo, que «vivió de limosnas» (1 R 7-9; Testamento; 2 Cel 71-77, 161).
La humildad se manifestaba por una sumisión entera hacia el clero secular, del que quería ser auxiliar y no rival. «Y tengamos a todos los clérigos y a todos los religiosos -decía- por señores nuestros en aquellas cosas que miran a la salud del alma y no nos desvíen de nuestra religión; y veneremos en el Señor el orden y oficio y ministerio de ellos» (1 R 19). Desde aquel instante estaba decidido a no reclamar jamás ningún privilegio ni exención, ni usurpar nunca cargo alguno, ni recibir ninguna dignidad eclesiástica; toda su actividad apostólica debía ejercerse bajo la dependencia del clero secular (Testamento). Y así, cuando entraba en alguna ciudad, tenía costumbre de ir ante todo a verse con el Obispo o sacerdote del lugar. Esta humildad debía llevar también al Hermano Menor a contentarse con los más bajos empleos, y considerarse como el servidor y súbdito de todos aquellos con quienes vivía (1 R 7; 1 Cel 38). Por este sentimiento de humildad, algún tiempo después de su vuelta de Roma, y en un momento en que el pueblo de Asís se reconcilió con los Mayores (1210), dio a su Fraternidad el nombre de Orden de Frailes Menores (1 Cel 38).
La predicación es el segundo medio de acción escogido por San Francisco. Los primeros laicos a quienes la Santa Sede autorizó la predicación fueron los Valdenses (1179) y los Humillados (1183-1201). En virtud de la aprobación dada por Inocencio III en 1209, los Penitentes de Asís eran predicadores oficiales de la Iglesia; pero esta aprobación contenía dos restricciones importantes: 1ª:
La autorización de predicar no se dio a todos los Frailes indistintamente, sino sólo a Francisco, y a aquellos de sus discípulos, fuesen clérigos o legos, que él juzgase aptos para este ministerio (TC 51-52); la predicación, pues, venía a ser en la Orden un oficio especial, que no debía concederse sino con entera garantía; y 2ª: aun a los religiosos especialmente designados para ejercer su ministerio en las iglesias, no se les autorizaba la predicación de la Escritura, es decir, de la Teología, sino sólo lo que se llamaba predicación de penitencia, entendiéndose por esta palabra penitencia, con exclusión de toda enseñanza dogmática, las leyes primordiales de la vida cristiana, la observancia de los mandamientos de Dios, el perdón de las injurias, la restitución de los bienes mal adquiridos, la extinción de odios y discordias, la necesidad de hacer penitencia para conseguir la remisión de los pecados, el temor y el amor de Dios, la pasión de Jesucristo, etc.
De ahí el nombre de exhortación a la penitencia, empleado de ordinario para designar esta predicación únicamente moral, permitida a los legos. «Id con el Señor, hermanos -había dicho Inocencio III a Francisco-, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la penitencia. Cuando el Señor omnipotente os multiplique en número y en gracia, me lo contaréis llenos de alegría, y yo os concederé más favores y con más seguridad os confiaré asuntos de más transcendencia» (1 Cel 33). Los demás hermanos, no delegados para el oficio de la predicación, debían contentarse con dirigir al pueblo piadosas exhortaciones como la que contiene el Capítulo 21 de la Regla primera (3).
En un tiempo en que hasta los fieles más ignorantes se arrogaban el derecho de enseñar, con riesgo por tanto de multiplicar las sectas heréticas, queda bien justificada la reserva del gran Papa Inocencio. Por lo demás laexhortación a la penitencia era el único género de predicación empleado por San Francisco y sus primeros compañeros hasta entonces (1 Cel 23.29), y el único también apropiado a su simplicidad.
Si la actividad que San Francisco se proponía desarrollar quedaba limitada a este género modestísimo de apostolado, tenía en cambio un campo ilimitado. El mundo entonces conocido no era excesivamente extenso para su celo audaz; y cuando, siete años después de recibir la bendición de Inocencio III, el Cardenal Hugolino lo detuvo en su viaje a Francia, al reprocharle el enviar a sus Frailes a tan lejanos países para sufrir en ellos mil tribulaciones y morir de hambre, Francisco le respondió: «Señor, ¿pensáis y creéis que el Señor Dios ha enviado a los hermanos sólo para estas provincias? Os digo de verdad: Dios ha elegido y enviado a los hermanos para provecho y salvación de todos los hombres del mundo entero; serán recibidos no sólo en los países de fieles, sino también de infieles. Y, con tal de que observen lo que prometimos al Señor, Él les proveerá de lo necesario tanto en tierra de infieles como en la de fieles» (LP 108).
¿No era de temer que la falta de ciencia en estos penitentes, simples legos hasta ayer, desviase su orientación y los arrastrase por los mismos derroteros que a los grupos heterodoxos? San Francisco comprendió indudablemente este peligro; por eso, desde entonces, dos grandes principios dominan y dirigen el apostolado de su Orden, y completan su programa (4).
Principios directivos
El primero es el de una fidelidad inquebrantable a la Iglesia Romana. «Pensaba que, entre todas las cosas y sobre todas ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la santa Iglesia romana, en la cual solamente se encuentra la salvación de cuantos han de salvarse» (1 Cel 62).
Desde el principio de la Regla primera dice: «El hermano Francisco y cuantos tras él estuviesen al frente de esta Religión, prometen obediencia y reverencia al señor Papa Inocencio III y a sus sucesores». El Capítulo 19 exige «que todos los hermanos sean católicos, y que vivan y hablen en católico. Si alguno de ellos cayere en algún error contra la fe y la vida católicas, de palabra o de hecho, y no se enmendare, sea absolutamente expulsado de la Fraternidad».
Nada tenía Francisco de inquisidor; pero no por eso estaba menos decidido a no tolerar en su familia el menor germen de herejía. Al pedir al Papa la aprobación de su Regla, que era una interpretación del Evangelio con rigor no acostumbrado hasta entonces, Francisco daba esplendoroso testimonio de su firme voluntad de estar sometido a las direcciones de la Iglesia. Colocábase, además, bajo la jurisdicción inmediata de la Santa Sede, sin que esto significase la exención de toda jurisdicción episcopal.
El segundo principio es que la actividad debe ser fruto de la contemplación; la vocación franciscana es ante todo vocación a la vida interior y contemplativa. Quiere Francisco que la vida del Fraile Menor sea mixta, es decir, una mezcla equilibrada de acción y contemplación, siendo ésta el principio y la fuente de aquélla, hasta el punto de que la actividad exterior sólo se concibe como una irradiación de la vida interior, a la cual ni siquiera debe perturbar (1 Cel 71. 91; 2 Cel 94. 95. 163. 164. 178).
La oración, la unión íntima con Dios es, en el espíritu de San Francisco, la primera y más esencial preocupación del Fraile Menor, debiendo, si es preciso, sacrificar por ella cualquiera otra ocupación; pensamiento es éste enérgicamente expresado en aquella cálida exhortación que constituye el capítulo 22 de la Regla primera: «Guardémonos mucho de la malicia y sutileza de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón dirigidos a Dios. Y dando vueltas, desea llevarse el corazón del hombre so pretexto de alguna recompensa o ayuda, y sofocar en su memoria la palabra y preceptos del Señor, queriendo cegar el corazón del hombre por medio de los negocios y cuidados del siglo, y habitar allí… Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda.
Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo». Quería indicar en qué recogimiento interior debe vivir el Hermano Menor, y para ello Francisco encuentra palabras encantadoras: «Aunque vayáis de camino, vuestro comportamiento debe ser tan digno como cuando estáis en el eremitorio o en la celda.
Pues dondequiera que estemos o a dondequiera que vayamos, llevamos nuestra celda con nosotros; nuestra celda, en efecto, es el hermano cuerpo, y nuestra alma es el ermitaño, que habita en ella para orar a Dios y para meditar. Si nuestra alma no goza de la quietud y soledad en su celda, de poco le sirve al religioso habitar en una celda fabricada por mano del hombre» (LP 108).
Este principio debía asegurar a la vida de los Frailes Menores su integridad, y a su apostolado, la fecundidad. Francisco lo inculca con tanta frecuencia y tan enérgicamente a sus discípulos, que podría decirse que aquel Fraile Menor que no lo aprenda y lo lleve a la práctica está en los antípodas del pensamiento franciscano.
El plan de vida de San Francisco era pues muy claro y preciso, sus medios de acción, ricos y fecundos, sus principios seguros. La organización, por rudimentaria que al principio sea, seguirá el progreso de la Orden misma; y ésta, por los tres votos religiosos, se incorpora a la tradición monástica. Por su práctica de la pobreza y por su género peculiar de apostolado, acepta, por el contrario, y aun supera, todas las tendencias de su época, cuyo objeto es volver las almas a la vida evangélica y apostólica. En el siglo XIII, como en todo tiempo, este retorno al espíritu de la Iglesia primitiva constituye una novedad.
4.- Novedad de la institución franciscana
Cuando, a través de las diversas fases de su conversión y vocación, el hijo de Bernardone concibió su ideal particular de la imitación de Cristo, lo hizo bajo la influencia exclusiva de la gracia de Dios. Mas cuando trazó el plan de vida y de acción que debía realizar ese ideal, no es temerario pensar que, al impulso preponderante del amor de Cristo, vinieron a sumarse tanto el conocimiento, al menos indirecto, de tentativas anteriores a él, como la labor de sus observaciones personales acerca del estado de la sociedad en su tiempo.
Sus frivolidades de joven no le habían impedido ser triste testigo de las miserias que sufrían los pobres, de las durezas y orgullo que engendra el dinero, cuyo poder, con frecuencia funesto, conocía a fuer de hijo de comerciante. Bajo el imperio de divinas sugestiones y de sus propias experiencias, encontró el remedio para algunos de los males de su tiempo, y ejecutó con éxito lo que antes de él no había sido sino un bosquejo.
Hasta el tiempo de San Francisco la vida religiosa solamente conocía dos formas: la forma canonical y la forma monástica, siendo tan sólo una variedad de ésta la vida eremítica.
El canónigo es clérigo por vocación, el monje, por el contrario, es lego; el primero está ligado al culto, al ministerio del altar, en tanto que el segundo se entrega con preferencia a trabajos materiales; así, por ejemplo, en los tiempos en que apareció San Francisco había monjes contemplativos, agricultores, tejedores, soldados. Tanto el monje como el canónigo practican numerosos ayunos, abstinencia perpetua, culpa, disciplinas; ninguno de ellos se dedicaexpresamente al apostolado.
La Regla atribuida a San Agustín había sido hasta entonces la carta magna de la vida canonical, mientras que la Regla de San Benito lo era de la vida monástica. Todos los demás Fundadores se habían inspirado en sus ideas, sin que ninguno pensara en separarse de estos dos grandes tipos usuales de la vida religiosa, ni menos, sobre todo, en prohibir a su Orden la propiedad en virtud de los consejos evangélicos. Las diferentes familias de Benedictinos, en particular, tienen vastas propiedades que saben explotar mediante el trabajo de los aldeanos y de los siervos.
Los Cartujos, con una renta calculada según el número de monjes, no poseen más que el mínimum indispensable para su existencia; y se entregan a la vida contemplativa. La Orden de los Ermitaños de Grandmont, instituida en 1076 por San Esteban de Muret en la diócesis de Limoges, es la que ha dado a la riqueza el límite más estricto: un bosque, cuyo desmonte dé el terreno necesario para su subsistencia, constituye todo su haber. El fundador prohíbe cualquier otra especie de rentas. La vida religiosa así concebida es la imagen del régimen feudal: monje y canónigo vienen a ser verdaderos señores feudales. Sin embargo la sociedad siente ahora nuevas necesidades, aparecen tendencias democráticas y en la vida religiosa han intentado producirse nuevas formas.
Del mismo modo que se distingue de las antiguas Órdenes, la institución franciscana se aparta también totalmente de las sectas heréticas por su sumisión plena y entera a la Iglesia Romana. No menos visibles son sus diferencias con los Humillados y los llamados Pobres Católicos.
Los Humillados, establecidos en Lombardía, en sus principios (hacia 1178) eran una asociación de fieles piadosos que en sus mismas familias llevaban vida humilde y laboriosa. No hacían voto alguno de pobreza y se entregaban a trabajos manuales, en particular a la fabricación de paños. Dedicábanse también a la predicación, por cuya causa fueron excomulgados el año 1184.
Cuando Inocencio III los reconcilió con la Iglesia, se dividieron ellos en tres grupos: 1º, la Tercera Orden, compuesta de hombres y mujeres que permanecían en sus familias; 2º, la Segunda Orden, formada de hombres y mujeres que vivían en una casa común, pero separados unos de otros por la clausura, y que seguían siendo legos; 3º, la Primera Orden, que reunía no sólo sacerdotes, sino hombres y mujeres consagrados solemnemente a Dios, y llevaban una vida verdaderamente religiosa.
Muy otra es la génesis de la Fraternidad franciscana. Recuérdense las condiciones que Francisco había impuesto desde su origen a los que venían a compartir su género de vida y vestir su hábito. A aquellos, empero, clérigos o legos, que no pudieran dejar el mundo y cumplir este total renunciamiento, Francisco les dio una Regla apropiada a su estado y totalmente penetrada del mismo espíritu evangélico; abrazaban la vida de penitencia, mas no puede decirse que entraran en la Fraternidad de penitencia, formada por el Poverello y sus primeros compañeros.
Éste es grupo cerrado desde su origen mismo. No se admite, como lo hacen los Humillados, indistintamente a cuantos anhelan llevar vida de penitencia, sino solamente a los que, decididos a practicar al pie de la letra la vida evangélica, abandonan la casa paterna y renuncian a toda propiedad, tanto particular como común.
En cambio, la Orden de Hermanos Menores se aproximaba, aunque sólo sea en lo referente a la práctica de la pobreza, a los dos grupos de Pobres Católicos fundados el uno en Cataluña por Durando de Huesca (1208), y el otro en Lombardía por Bernardo Primus (1210). Durando de Huesca había sido valdense. Se convirtió en Pamiers (1207) en una reunión donde encontró a Santo Domingo, y decidió al punto consagrarse a la defensa de la verdadera fe.
Comprendiendo que no es posible triunfar de la herejía sino armándose de ciencia sagrada y de la pobreza recomendada en el Evangelio, instituyó esta fraternidad de Pobres Católicos que Inocencio III aprobó en 1208. Durando y sus discípulos renuncian a todo; se proponen observar como preceptos los consejos evangélicos; prometen dar a los pobres todo cuanto tienen, sin cuidarse del mañana, sin aceptar de nadie ni oro, ni plata, ni cosa alguna de valor. «Basta -dicen ellos- que se nos dé cada día de comer y de vestir». Previendo que los laicos querrían ingresar en su sociedad, Durando de Huesca, a diferencia de San Francisco, no admite sino a los que juzga capaces de argumentar contra los herejes; los otros deben quedar en sus casas y vivir religiosamente del trabajo de sus manos, administrando sus bienes conforme a justicia y caridad. La regla de Bernardo Primus es enteramente semejante a la anterior y fue aprobada en 1210.
A pesar de su organización rudimentaria, la Orden de Hermanos Menores posee desde su origen una fórmula de vida clarísima y bien determinada; un género de apostolado humilde y limitado, es verdad, pero bien preciso, y una individualidad propia que la distingue de toda otra asociación religiosa. ¿Tuvo Francisco de Asís conocimiento personal de estas tentativas de vida religiosa bosquejadas ya por notorios herejes o convertidos?
Nada nos dice de una manera formal. Quizá su padre, a quien el comercio de telas llamaba frecuentemente al Norte de Italia y al Mediodía de Francia, le hubiese hablado alguna vez de ello. En todo caso, al presentarse ante Inocencio III, se recibe su proyecto como una novedad algún tanto sospechosa y, para colmo, como un reto a las fuerzas humanas. El Papa, sin embargo, la aprobó después de algunas vacilaciones. Esta aprobación, siquiera fuera sólo de viva voz, incorpora a la organización eclesiástica la naciente Orden de Hermanos Menores, que viene a ser el modelo de la nueva forma de vida religiosa, adoptada desde entonces por todas las órdenes mendicantes (5).
Y es nueva esta forma de vida por varios conceptos:
1º.- Por su ideal: revivir la vida de Cristo, contemplativa y activa a un mismo tiempo. La Regla franciscana no tiene por objeto tan sólo la santificación individual, sino también la del prójimo por medio del apostolado. Este vasto campo, reservado hasta entonces al clero secular, queda en adelante abierto a los religiosos, y no por excepción.
2º.- Por su modo de gobierno que coloca a todos los religiosos bajo la jurisdicción de un solo Superior General, directamente sometido al Papa. Resulta de ello un nuevo género de obediencia, a la que no ponía límites lastabilitas loci de las antiguas órdenes religiosas.
3º.- Por el principio de la pobreza evangélica, que despoja a la Orden entera y a sus miembros de toda propiedad individual y colectiva, rechaza el uso del dinero y prohíbe la percepción de rentas fijas; pobreza tan singularmente rigurosa que constituye la característica de la Orden franciscana, y que no admite otros medios de subsistencia que el trabajo, las ofrendas espontáneas o la mendicidad. De ahí el nombre de Orden mendicante,cuyo primer tipo fueron cronológicamente los Hermanos Menores.
4º.- Por su temperamento idealista y práctico a la vez, hecho de humildad, caridad, sencillez, vivacidad, paciencia y alegría en medio de las austeridades, penurias e incomodidades que trae consigo la observancia de la pobreza.
5º.- Por el carácter universal de su actividad apostólica; el plan de acción adoptado por San Francisco extiende el celo de sus hijos no a un país o diócesis particulares, sino al mundo entero, incluso a los infieles. El fin propuesto, los principios y medios de acción elegidos, dan además a su Fraternidad un lugar aparte en la organización tanto eclesiástica como civil.
En la primera, los Hermanos Menores son los auxiliares del clero secular, excluyendo toda clase de privilegios, dignidades y prelacías; en la segunda, los hijos de San Francisco están en contacto inmediato con las masas populares. En fin, este mismo plan de acción, si bien no prohíbe la cultura científica, tampoco la reclama ni se preocupa de desarrollarla. Solamente se afana por conservar, desarrollar o restaurar una vida cristiana conforme al Evangelio y lo hace ante todo y principalmente por medio del ejemplo, y después por la predicación de la penitencia y de la paz.
Tales son los rasgos específicos de la estirpe franciscana. Los once discípulos, que con San Francisco de Asís se presentaron en 1209 a Inocencio III, eran casi todos sencillos e ignorantes. Antes de cincuenta años se multiplicarán hasta contarse por millares. Su voz resonará en las plazas públicas y en las encrucijadas de los caminos, y se hará también oír en las cátedras doctorales de las Universidades. En casi todas las ciudades se oirá la campana de su iglesia.
Serán los confidentes del pueblo, su sostén, y hasta sus pastores en las sedes episcopales; serán los consejeros y árbitros de los príncipes, los mensajeros y embajadores del Papa en asuntos políticos y religiosos, los defensores de la fe contra los herejes, y sus denodados apóstoles hasta el fondo de la Tartaria.
¿Qué rápida transformación ha sufrido, y bajo qué poderosas influencias ha llegado a ser un árbol el humilde grano de mostaza sembrado por el Poverello?
por Gratien de París, o.f.m.cap.
Plan de San Francisco y organización primitiva de la Orden (1209-1219)
Historia de la fundación y evolución de la Orden de Frailes Menores en el siglo XIII.
Buenos Aires, Ed. Desclée de Brouwer, 1947, pp. 49-75.
Vida de San Francisco según Buenaventura
San Francisco según Chesterton
Me parece muy buena y sobretodo muy sorprendente la vida de maximiliano kolbe