La paz del corazón
El eremita era conocido por su reclusión persistente. Acusado de misoginia, era incomprendido por los lugareños y rechazado por sus pares había caído en el ostracismo.
Unos pocos hablaban de su virtud y de cierta extraña capacidad para generar en los que se acercaban comprensiones súbitas, destellos de iluminación, ráfagas de claridad que transformaban la vida de manera sorpresiva.
Cierto halo de misterio se sostenía, fundado en sus métodos de enseñanza, al parecer poco ortodoxos.
Pese a ello los hermanos acudieron juntos buscando su enseñanza. Nunca se habían separado y habían soportado unidos incluso la muerte repentina de sus padres.
Eran gemelos y por ello extremadamente parecidos; esta unidad genética les había conformado un carácter único, eran muy determinados.
Esa reciedumbre se puso a prueba cuando tuvieron que esperar tres días antes que el recluso se dignara contestarles por un ventanuco lateral. Habían dormido acurrucados junto a la puerta y golpeado a intervalos regulares, persistiendo en llamar la atención del eremita.
Intercalaban oraciones y pan a ritmo regular, casi aposentados en una nueva rutina, cuando el monje les indicó que construyeran cada uno su celda, a unos seis metros de distancia la una de la otra.
Del anacoreta solo percibieron la voz, algo cascada y grave que adivinaron jovial. En el entorno había un arroyo, piedras y pajonales de sobra.
Continuará…
Luces en esta existencia que iluminan con su sabiduría y compasión a aquéllos que se les acercan con el corazón abierto… a los que los leen o saben de ellos… a los que en silencio, reciben sus plegarias de compasión universal.
Desde EL CRISTO INTERNO, se acercan y tocan a DIOS… y sólo desde ELLOS… pueden tocar nuestra Alma.
Gracias, siempre, cercana a ti, hermano Mario del Cristo.
Carmen