La práctica de la presencia de Dios

PREFACIO

Hace más de 300 años, en un monasterio de Francia, un hombre descubrió el secreto para vivir una vida de gozo. A la edad de dieciocho años, Nicolás Herman vislumbró el poder y la providencia de Dios por medio de una simple lección que recibió de la naturaleza. Pasó los siguientes dieciocho años en el ejército y en el servicio público. Finalmente, experimentando la “turbación de espíritu” que con frecuencia se produce en la mediana edad, entró en un monasterio, donde llegó a ser el cocinero y el fabricante de sandalias para su comunidad. Pero lo más importante, comenzó allí un viaje de 30 años que le llevó a descubrir una manera simple de vivir gozosamente.

En tiempos tan difíciles como los actuales, Nicolás Herman, conocido como el Hermano Lorenzo, descubrió y puso en práctica una manera pura y simple de andar continuamente en la presencia de Dios. El Hermano Lorenzo era un hombre gentil y de un espíritu alegre, rehuía ser el centro de la atención, sabiendo que los entretenimientos externos “estropean todo”. Recién después de su muerte fueron recopiladas unas pocas de sus cartas. Fray José de Beaufort, representante del arzobispado local, adjuntó estas cartas con los recuerdos que tenía de cuatro conversaciones que sostuvo con el Hermano Lorenzo, y publicó un pequeño libro titulado “La Práctica de la Presencia de Dios”. En este libro, el Hermano Lorenzo explica, simple y bellamente, cómo caminar continuamente con Dios, con una actitud que no nace de la cabeza sino del corazón.

El Hermano Lorenzo nos legó una manera de vivir que está a disposición de todos los que buscan conocer la paz y la presencia de Dios, de modo que cualquiera, independientemente de su edad o las circunstancias por las que atraviesa, pueda practicarla en cualquier lugar y en cualquier momento. Una de las cosas hermosas con respecto a La Práctica de la Presencia de Dios es que se trata de un método completo. En cuatro conversaciones y quince cartas, muchas de las cuales fueron escritas a una monja amiga del Hermano Lorenzo, encontramos una manera directa de vivir en la presencia de Dios, que hoy, trescientos años después, sigue siendo práctica.

1ª Conversación

Vi al Hermano Lorenzo por primera vez el 3 de Agosto de 1666. Me dijo que Dios le había hecho un favor singular cuando se convirtió a la edad de dieciocho años. Durante el invierno, viendo un árbol despojado de su follaje, y considerando que dentro de poco tiempo volverían a brotar sus hojas, y después aparecerían las flores y los frutos, el Hermano Lorenzo recibió una visión de la Providencia y el Poder de Dios que nunca se borró de su alma. Esta visión lo liberó totalmente del mundo, y encendió en él un gran amor a Dios. Tan grande fue ese amor, que no podía afirmar que hubiera aumentado en los cuarenta años transcurridos desde entonces. El Hermano Lorenzo dijo que había servido a M. Fieubert, el tesorero, pero con tanta torpeza que rompía todo. Deseaba ser recibido en un monasterio pensando que allí podría cambiar su torpeza y las faltas que había cometido por una vida más despierta. Allí ofrecería la vida y sus placeres como un sacrificio a Dios, pero Dios le había desilusionado, porque lo único que había encontrado en ese estado era satisfacción.

Deberíamos afirmar nuestra vida en la realidad de la Presencia de Dios, conversando continuamente con Él. Sería algo vergonzoso dejar de conversar con Él para pensar en insignificancias y tonterías. Deberíamos alimentar y nutrir nuestra alma, llenándola con pensamientos enaltecidos acerca de Dios, y eso nos colmará del gran gozo de estar dedicados a Él. Debemos acrecentar y dar vida a nuestra fe. Es lamentable que tengamos tan poca fe. En lugar de permitir que la fe gobierne su conducta, los hombres se entretienen con devociones triviales, que van cambiando diariamente. El Hermano Lorenzo decía que el camino de la fe es el espíritu de la iglesia, y que es suficiente para llevarnos a un alto grado de perfección. Y que deberíamos entregarnos a Dios tanto en las cosas temporales como en las espirituales, y buscar nuestra satisfacción solamente en el cumplimiento de su voluntad, ya sea que Él nos conduzca a través del sufrimiento o lo haga a través de la consolación.

Todo debería ser igual para un alma verdaderamente entregada a Él. Decía que necesitamos fidelidad en la oración en momentos de sequedad espiritual, de insensibilidad y de tedio, cosas éstas por medio de las cuales Dios prueba nuestro amor a Él; esos momentos son propicios para que hagamos buenos y eficaces actos de entrega, actos que uno debería repetir frecuentemente para facilitar nuestro progreso espiritual. Decía que aunque diariamente oía acerca de las miserias y los pecados que hay en el mundo, él estaba muy lejos de sorprenderse de ellos; que, por el contrario, estaba sorprendido de que no hubiera más maldad, considerando las iniquidades de que eran capaces los pecadores. Él, por su parte, oraba por ellos. Pero sabiendo que Dios podía remediar el daño que ellos hacían cuando a Él le pluguiera, él no se dejaba vencer por preocupaciones como éstas.

El Hermano Lorenzo decía que para llegar a la entrega que Dios requiere de uno, debemos vigilar atentamente todas las pasiones que se mezclan tanto con las cosas espirituales como con aquellas que son de una naturaleza más burda. Si verdaderamente deseamos servir a Dios, Él nos dará luz con respecto a esas pasiones. Al final de esta primera conversación, el Hermano Lorenzo me dijo que si el propósito de mi visita era discutir sinceramente sobre cómo servir a Dios, podría ir a verle tantas veces como quisiera, sin temor de ser molesto. Pero si no era así, entonces no debía visitarlo más.

2ª Conversación

El Hermano Lorenzo me dijo que él siempre había sido gobernado por el amor, sin actitudes egoístas. Y desde que resolvió hacer del amor de Dios el fin de todas sus acciones, había encontrado razones para estar muy satisfecho con su método. También estaba contento cuando podía levantar una pajita del suelo por amor a Dios, buscándole sólo a Él, y nada más que a Él, ni siquiera buscando sus favores. Durante mucho tiempo había estado afligido mentalmente por creer que sería condenado. Ni todos los hombres del mundo podrían haberlo persuadido de lo contrario.

Finalmente razonó consigo mismo de esta manera: Yo no me involucré en la vida religiosa excepto por amor a Dios, y me he esforzado para hacer sólo para Él todo lo que hago. Sea lo que sea de mí, esté perdido o salvado, siempre seguiré obrando puramente por amor a Dios. Por lo menos tendré este bien, que hasta la muerte habré hecho todo lo posible para amarlo. Durante cuatro años había estado con esta angustia mental; y durante ese tiempo había sufrido mucho. Sin embargo, desde aquel tiempo había vivido en una libertad perfecta y una continua alegría. Puso sus pecados delante de Dios, tal como eran, para decirle que no merecía sus favores, pero que sabía que Dios continuaría otorgándole sus favores abundantemente.

El Hermano Lorenzo dijo que a fin de formar el hábito de conversar con Dios continuamente y de mencionarle todo lo que hacemos, al principio debemos dedicarnos a Él con cierto esfuerzo: pero que después de ocuparnos un poco de eso deberíamos encontrar que su amor nos mueve a hacerlo internamente sin ninguna dificultad. Él esperaba que después de los días agradables que Dios le había concedido, tendría un tiempo de dolor y sufrimiento. Aunque él no estaba inquieto por esto, sabiendo muy bien que no podía hacer nada por sí mismo, Dios no fallaría en darle la fuerza para soportarlos. Cuando se le presentaba la ocasión de practicar alguna obra bondadosa, se dirigía a Dios, diciendo: “Señor, no puedo hacer esto a menos que me capacites”. Y entonces recibía fuerzas más que suficientes. Cuando había fallado en su deber, solamente confesaba su falta diciéndole a Dios: “Jamás podría obrar de otra manera si me dejaras librado a mis propias fuerzas. Eres tú quien debe impedir mi caída, y arreglar lo que está mal”.

Después de la confesión, ya no sentía ninguna inquietud acerca de lo hecho. El Hermano Lorenzo decía que, con respecto a Dios, debemos obrar con la más grande de las simplicidades, hablando con Él franca y claramente, e implorando su ayuda en todos nuestros asuntos. Dios nunca había fallado en concederle su ayuda, y el Hermano Lorenzo lo había experimentado frecuentemente. Me contó que recientemente había sido enviado a Burgundia, para comprar la provisión de vino para la sociedad. Esta tarea le resultaba muy poco grata porque no tenía ninguna inclinación para los negocios, y porque era cojo y no podía ocuparse de su trabajo en el barco sino rodando sobre los toneles. Sin embargo se entregó a esta tarea y a la compra del vino sin ningún descontento. Le dijo a Dios que se ocupó de este negocio, y que lo hizo muy bien.

Mencionó que el año anterior había sido enviado a Auvergne con la misma comisión y, aunque no podía decir cómo, todo había resultado muy bien. De la misma manera cumplía con su trabajo en la cocina (al cual por naturaleza tenía una gran aversión), donde se había acostumbrado a hacer todo por amor a Dios. Durante los quince años que había estado trabajando en la cocina, todo le había resultado fácil porque lo hacía con oración y movido por la gracia de Dios. Estaba muy feliz con el puesto que ocupaba ahora, pero que estaba listo a volver a lo anterior, debido a que siempre estaba agradando a Dios en cualquier condición, haciendo las cosas pequeñas por amor a Él.

Para el Hermano Lorenzo los momentos de oración no eran diferentes de lo que habían sido en otros tiempos. Se retiraba a orar, de acuerdo a las directivas de su superior, pero no quería esa clase de retiros ni los solicitaba, debido a que ni el trabajo más grande lo distraía de la presencia de Dios. Debido a que conocía su obligación de amar a Dios en todas cosas; como él se había esforzado por hacerlo así, no necesitaba que un director espiritual le diera una orden, más bien lo que necesitaba era un confesor que lo absolviera. Dijo que era muy sensible a sus faltas, pero que estas faltas no lo desanimaban. Las confesaba a Dios sin dar ninguna excusa. Cuando lo hacía, con toda paz reasumía su práctica usual de amor y adoración.

El Hermano Lorenzo no consultaba a nadie por sus inquietudes mentales. Por la luz que le daba la fe él sabía que Dios estaba presente, entonces lidiaba consigo mismo tratando de dirigir todas sus acciones a Él. Todo lo hacía movido por el deseo de agradar a Dios, aceptando los resultados que se producían. Dijo que los pensamientos inútiles arruinan todo, que los dolores empiezan allí. Tan pronto como percibimos su impertinencia debemos rechazarlos, y retornar a nuestra comunión con Dios. En el principio frecuentemente había pasado su tiempo de oración rechazando pensamientos erráticos y volviendo a caer en ellos. Nunca había regulado su devoción por ciertos métodos como lo hacen algunos. Sin embargo, al principio había practicado la meditación por algún tiempo, pero después la había dejado de lado de una manera casi inexplicable. El Hermano Lorenzo enfatizaba que todas las mortificaciones corporales y otros ejercicios eran inútiles, a menos que sirvieran para unirse con Dios por medio del amor.

Había considerado bien esto. Encontró que el camino más corto para ir directamente a Dios era ejercitando el amor continuamente por medio de un continuo ejercicio del amor y haciendo todas las cosas por amor a Él. Notó que había una gran diferencia entre los actos del intelecto y los de la voluntad. Los actos del intelecto eran comparativamente de poco valor. Los actos de la voluntad eran todos importantes. Nuestro único deber es amar a Dios y deleitarnos en Él. Ningún tipo de mortificación, si invalida el amor de Dios, puede borrar un solo pecado. En lugar de esto, y sin ansiedad alguna, debemos esperar el perdón de nuestros pecados que proviene de la sangre de Jesucristo, solamente esforzándonos para amarle con todo nuestro corazón.

Y él notó que Dios parecía haber garantizado los mayores favores a los pecadores más grandes, como si fueran monumentos conmemorativos de su misericordia. El Hermano Lorenzo dijo que los mayores dolores o placeres de este mundo no podían compararse con los que él había experimentado en ese estado espiritual. Como resultado de todo eso, solamente deseaba una cosa: no ofender a Dios. Dijo que no cargaba con ninguna culpa. Cuando fallo en mis deberes, rápidamente lo reconozco, diciendo: Estoy acostumbrado a obrar así. Nunca podré cambiar por mí mismo. Y si no fallo, entonces doy gracias a Dios reconociendo que esto viene de Él.

3ª Conversación

El Hermano Lorenzo me dijo que el fundamento de su vida espiritual había sido la adquisición por fe de un elevado concepto y valoración de Dios; y una vez que lo hubo adquirido, ya no tuvo ningún otro cuidado sino el de rechazar fielmente todo otro pensamiento, para poder así hacer todo por amor a Dios. Que cuando no tenía ningún pensamiento acerca de Dios por un cierto tiempo, no se inquietaba, porque después de haber reconocido delante de Dios este lamentable hecho, volvía a Él con una confianza mucho mayor. Dijo que la confianza que ponemos en Dios honra al Señor enormemente, y hace descender sobre uno grandes gracias. Que era imposible no solamente engañar a Dios, sino también era imposible que un alma sufriera por largo tiempo, si es que estaba perfectamente rendida a Él y resuelta a soportar cualquier cosa por amor a Él.

De esta manera el Hermano Lorenzo había experimentado frecuentemente el pronto socorro de la Gracia Divina. Y debido a su experiencia con la gracia de Dios, cuando tenía un trabajo para hacer, no pensaba en él de antemano, sino recién cuando llegaba el momento de hacerlo, y encontraba como reflejado en Dios (como en un espejo claro) todo lo que era adecuado hacer. Cuando los trabajos externos le distraían un poco de sus pensamientos puestos en Dios, un recuerdo fresco proveniente de Dios mismo le llenaba el alma, y así era tan inflamado y transportado que le resultaba difícil contenerse. Dijo que estaba más unido a Dios en sus trabajos externos, que cuando los dejaba a un lado para retirarse a hacer sus devociones.

Sabía que en el futuro tendría un gran dolor corporal o mental, y que lo peor que podría sucederle era perder aquel sentido de Dios que había disfrutado durante tanto tiempo, pero que la bondad de Dios le aseguraba que no le abandonaría totalmente, y que le daría fuerza para soportar cualquier mal que le sucediera con el permiso de Dios. Por lo tanto, no tenía ningún temor. No había tenido la ocasión de consultar con nadie acerca de su estado. Que cuando intentó hacerlo, siempre había salido más perplejo; y que como estaba consciente de su disposición para dar su vida a Dios por amor a Él, no tenía ningún miedo del peligro. Que la entrega perfecta a Dios era un camino seguro al cielo, un camino en el cual tenemos siempre suficiente luz para saber cómo conducirnos.

Que lo principal de la vida espiritual, es ser fieles en el cumplimiento de nuestros deberes y negarnos a nosotros mismos; y cuando lo hacemos disfrutamos de placeres inefables: que en las dificultades solamente necesitamos recurrir a Jesucristo, y suplicar por su gracia, con la cual todo llega a ser fácil. Que muchos no crecen como Cristianos porque se aferran a penitencias y ejercicios particulares pero descuidan el amor a Dios, que es la meta de todo. Que esto se manifiesta claramente por sus obras, y es la razón por qué se ven tan pocas virtudes sólidas. Que no necesitaba ni arte ni ciencia para ir a Dios, sino solamente un corazón determinado resueltamente a no dedicarse a otra cosa fuera de Dios, del amor a Dios, y de amarle a solamente Él.

4ª Conversación

El Hermano Lorenzo conversó conmigo muy frecuentemente, y con gran apertura de corazón, con respecto a la manera de ir a Dios, de lo cual ya hemos mencionado algo. Me decía que todo consiste en una renuncia de corazón a todas las cosas que nos impiden llegar a Dios. Podemos acostumbrarnos a conversar continuamente con Él con libertad y simplicidad. Para dirigirnos a Él a cada momento, sólo necesitamos reconocer íntimamente que Dios está presente con nosotros, y que podemos pedir su ayuda para conocer su voluntad en cosas dudosas y para hacer correctamente aquellas cosas que entendemos claramente que Él requiere de nosotros.

En nuestra conversación con Dios, también deberíamos alabarle, adorarle y amarle por su infinita bondad y perfección. Sin desanimarnos por la suma de nuestros pecados, deberíamos orar pidiendo su gracia con un confianza perfecta, confiando en los méritos infinitos de nuestro Señor, porque Dios nunca deja de ofrecernos su gracia continuamente. El Hermano Lorenzo percibió esto con gran claridad. Dios nunca dejó de ofrecerle su gracia excepto cuando los pensamientos del Hermano Lorenzo comenzaban a vagar y perdían su sentido de la presencia de Dios, o cuando se olvidaba de pedirle ayuda. Cuando no tenemos otro propósito en la vida excepto el de agradarle, Dios siempre nos da luz en nuestras dudas.

Nuestra santificación no depende de un cambio de actividades, sino de hacer para la gloria de Dios todo aquello que comúnmente hacemos para nosotros mismos. Pensaba que era lamentable ver como mucha gente confundía los medios con el fin, dedicándose a hacer ciertas cosas que hacían muy imperfectamente debido a sus consideraciones humanas o egoístas. El método más excelente que había encontrado para ir a Dios era el de hacer las cosas más comunes sin tratar de agradar a los hombres sino puramente por amor a Dios. El Hermano Lorenzo sentía que era un gran engaño pensar que los momentos dedicados a la oración eran diferentes de otros momentos del día. Estamos estrictamente obligados a unirnos a Dios por medio de la acción en el tiempo de la acción, y por medio de la oración en el tiempo de oración.

Su propia oración no era nada más que un sentido de la presencia de Dios, cuando su alma no era sensible a nada excepto al Amor Divino. Y cuando terminaban los momentos dedicados a la oración, no encontraba ninguna diferencia porque seguía estando con Dios, alabándole y bendiciéndole con toda su capacidad. Así pasaba su vida en un gozo continuo, aunque esperaba que Dios permitiría que le sobrevinieran algunos sufrimientos cuan estuviera más fortalecido. El Hermano Lorenzo decía que, de una vez por todas, debíamos poner toda nuestra confianza en Dios y rendirnos por completo a Él, seguros de que no nos defraudará.

No debemos cansarnos de hacer las cosas pequeñas por amor a Dios, porque Él no toma en cuenta lo grande de la obra sino el amor con que la hacemos. Que no deberíamos sorprendernos si, en el principio, fallamos frecuentemente en nuestros intentos, pero que al final adquiriremos un hábito que naturalmente nos hará actuar sin que nos ocupemos de ello, y para nuestro mayor deleite. El todo de la religión era la fe, la esperanza, y la caridad, y si las practicamos llegamos a estar unidos a la voluntad de Dios. Todo lo demás es de menor importancia, y debe usarse como un medio para llegar a nuestro fin, y entonces todo lo demás debe ser absorbido por la fe y el amor.

Y todas las cosas son posibles para el que cree, son menos difíciles para el que espera, y son más fáciles para el que ama, y aún más fáciles para el que persevera en la práctica de estas tres virtudes. El fin que debemos perseguir es: llegar a ser en esta vida los adoradores de Dios más perfectos que podamos ser, los adoradores que esperamos ser durante toda la eternidad. Decía que cuando alcanzamos este nivel espiritual deberíamos considerar y examinar a fondo lo que somos. Y entonces nos encontraríamos dignos de todo desprecio, y no merecedores del nombre de Cristianos, sujetos a toda clase de miserias y de innumerables accidentes que nos preocupan y causan vicisitudes perpetuas en nuestra salud, en nuestros humores, en nuestras disposiciones internas y externas.

¡Ay!, somos personas a las que Dios podría humillar mediante muchos dolores y trabajos, interiores y exteriores. Después de esto, no deberíamos sorprendernos de que los hombres nos tienten, se opongan a nosotros y nos contradigan. Por el contrario, debemos someternos a esas pruebas, y soportarlas tanto como Dios quiera, porque son cosas altamente ventajosas para nosotros. La mayor perfección a la que puede aspirar un alma, es a la dependencia total de la Gracia Divina.

Siendo cuestionado por uno de su propia orden (a quien estaba obligado a abrirse), en cuanto a los medios por los cuales había obtenido ese sentido de la presencia de Dios, le dijo que desde que había venido al monasterio había considerado a Dios como el fin de todos sus pensamientos y deseos, como la meta a la cual todos deberían aspirar, y en la cual todos deberían terminar. Notó que en el principio de su noviciado pasaba las horas señaladas para la oración privada pensando en Dios, tratando de convencer a su mente y de impresionar profundamente a su corazón de la existencia divina, y lo hacía más bien por sentimientos devotos y por sumisión a la luz que le daba la fe, que por estudiados razonamientos y elaborada meditación.

Mediante este simple y seguro método, se ejercitó en el conocimiento y el amor de Dios, resolviendo usar sus mayores esfuerzos para vivir en un sentido continuo de su Presencia, y, en lo posible, no olvidar jamás a Dios. Así que, después de llenar su mente con este sentir de aquel Ser Infinito, iba a trabajar a la cocina (porque era el cocinero del monasterio). Allí, primero consideraba cada una de las cosas que le requería su oficio, y cuándo y cómo debía ser hecha cada cosa, y antes de trabajar le decía a Dios, con la confianza de un hijo a su Padre: “Oh, Dios mío, puesto que tú estás conmigo, y porque ahora debo, en obediencia a tus mandamientos, aplicar mi mente a estas cosas externas, te suplico que me concedas la gracia para continuar en tu presencia, y prosperare para este fin con tu asistencia. Acepta todas mis obras, y posee todos mis afectos.”

Mientras trabajaba continuaba su conversación familiar con su Hacedor, implorando su gracia, y ofreciéndole a Él todos sus actos. Cuando había terminado, se examinaba a sí mismo para ver cómo había cumplido su deber. Si veía que lo había hecho bien, volvía a dar gracias a Dios. Si no lo había hecho bien, le pedía perdón y, sin desanimarse, de nuevo ponía su mente en orden. Entonces continuaba su ejercicio de la presencia de Dios, como si nunca se hubiera desviado de ello. “De esta manera”, decía él, “me levantaba después de mis faltas, y mediante renovados y frecuentes actos de fe y amor, he llegado a un estado dentro del cual me resulta difícil no pensar en Dios, a lo que al principio me resultaba difícil acostumbrarme.”

Debido a que el Hermano Lorenzo había encontrado una ventaja tal en caminar en la presencia de Dios, era natural que lo recomendara fervientemente a otros. Pero lo que es más sorprendente, su ejemplo era un incentivo más fuerte que cualquier argumento que pudiera proponer. Su mismo semblante se veía con tal devoción dulce y calma, que no podía sino afectar a los que lo contemplaban. Y no se podía dejar de ver que en los momentos de mayor apuro en el trabajo de la cocina, él seguía manteniendo sus ideas e inclinaciones celestiales. Nunca estaba apurado ni ocioso, sino hacía cada cosa a su tiempo, con una compostura y tranquilidad de espíritu que no se interrumpían nunca. Decía: “Para mí, el tiempo de trabajo no difiere del tiempo de oración, y en medio del ruido y el alboroto de mi cocina, con varias personas pidiéndome al mismo tiempo cosas diferentes, tengo una gran tranquilidad en Dios, como si estuviera sobre sus rodillas en la Santa Cena”.

1ª Carta

Debido a que deseas tan fervientemente que te comunique el método mediante el cual he llegado a experimentar este habitual sentido de la presencia de Dios, que el Señor en su misericordia se ha agradado concederme, debo decirte que me has convencido con tu tozudez. Pero voy a compartirlo contigo con la condición de que no muestres mi carta a nadie. Si supiera que permitiste que otro la vea, todo el deseo que tengo de que tú progreses no sería capaz convencerme de que lo hiciera. Lo que puedo relatarte es lo siguiente:

Encontré en muchos libros diferentes métodos para llegar a Dios, y diversas prácticas de vida espiritual, pero pienso que eso, antes de facilitarme lo que estaba buscando (que no era otra cosa que pertenecer a Dios por completo), más bien me confundió. Así fue que tomé la decisión de entregarme por completo a Dios. Después de haberme entregado totalmente a Dios, y de hacer toda enmienda posible por mis pecados, por amor a Él renuncié a todo lo que estaba fuera de Él, y comencé a vivir como si no hubiera otras personas en el mundo nada más que Él y yo.

A veces me consideraba delante de Él como un pobre criminal a los pies de su juez, y otras veces le contemplaba en mi corazón como mi Padre y mi Dios: Le adoraba con tanta frecuencia como podía hacerlo, manteniendo mi mente en su santa Presencia, y trayéndole a mi mente en cuanto me daba cuenta de que estaba divagando involuntariamente y no pensando en Él. Este ejercicio me produjo no poco dolor, sin embargo continuaba haciéndolo a pesar de todas las dificultades que surgían, sin inquietarme cuando mi mente divagaba involuntariamente. Ésta fue mi tarea, tanto a lo largo del día de trabajo como en los momentos de oración; en todo momento, a cada hora y a cada minuto, aún en lo más pesado de mi trabajo, quitando de mi mente cualquier cosa que pudiera interrumpir mis pensamientos acerca de Dios.

Ésta ha sido mi práctica desde que entré en la religión, y aunque lo he hecho muy imperfectamente, no obstante he encontrado grandes ventajas en hacerlo. Todo esto, lo sé muy bien, debe atribuirse a la mera misericordia y bondad de Dios, porque no podemos hacer nada sin Él, y aún menos que nada. Cuando somos fieles en mantenernos en su Santa Presencia, y tenemos a Dios siempre delante de nosotros, no podemos ofenderle ni hacer algo que le desagrade. También nos produce una libertad santa, y si puedo hablar así, una familiaridad tal con Dios que cuando le pedimos algo, Él nos concede las gracias que necesitamos.

En fin, al repetir frecuentemente estas acciones, se hacen habituales, y la presencia de Dios llega a ser natural para nosotros. Por favor, únete a mí para darle gracias por su gran bondad hacia mí (bondad que nunca deja de sorprenderme), por los muchos favores que Él ha hecho a un pecador tan miserable como yo. Que todas las cosas le alaben. Amén.

2ª Carta

No tengo ninguna dificultad con mi método para vivir la vida espiritual; pero como no encontré nada de esto en ningún libro, para tener una seguridad mayor me agradaría conocer tus pensamientos acerca de esto. En una conversación que tuve hace algunos días con una persona piadosa, me dijo que la vida espiritual era una vida de gracia, que comienza con un temor servil, que es incrementada por la esperanza de la vida eterna y que es consumada por puro amor; que cada uno de estos estados tenía diferentes etapas, a través de las cuales uno llega a aquella bendita consumación. Yo no he seguido esos métodos. Por lo contrario, no sé exactamente por cual reacción natural, los encontré desalentadores.

Ésta fue la razón por qué, cuando entré en la religión, tomé la resolución de entregarme a Dios, tratando de hacer lo mejor que podía para dar y ofrecer una satisfacción por mis pecados; y, por amor a Él, renunciar a todos ellos. Durante los primeros años, en el tiempo que dedicaba a las devociones, por lo general mi mente estaba llena con pensamientos de muerte, de juicio, del infierno, del cielo, y de mis pecados. Y así continué durante algunos años, pero durante el resto del día, aún estando en medio de mi trabajo, aplicaba cuidadosamente mi mente a la presencia de Dios, a quien consideraba siempre como que estaba conmigo, y frecuentemente en mí.

Con el paso del tiempo, y casi sin darme cuenta, comencé a hacer lo mismo durante mi tiempo de oración, lo que me causaba gran deleite y consolación. Esta práctica produjo en mí un amor tan grande por Dios, que la fe sola era suficiente para satisfacerme. Así fueron mis principios; aunque debo decirte que durante los primeros diez años sufrí mucho: el temor de no estar consagrado a Dios como anhelaba estarlo, mis pecados pasados siempre presentes en mi mente, y los grandes e inmerecidos favores que Dios me daba, eran el objeto y el origen de mis sufrimientos. Durante este tiempo tenía frecuentes caídas, pero pronto me levantaba de nuevo. Me parecía que todas las criaturas, la razón, y Dios mismo estaban en mi contra, y que solamente la fe estaba a mi favor.

A veces me preocupaba con pensamientos como estos: creer que era un presuntuoso por haber recibido tales favores, pensar que pretendía llegar muy pronto adónde otros llegan con dificultad. Otras veces que era un engaño intencionado, y que no había salvación para mí. Cuando no pensaba en otra cosa sino en estar lleno de estas preocupaciones hasta el fin de mis días (aunque la confianza que tenía en Dios no había disminuido y tales pensamientos servían solamente para aumentar mi fe), me encontré que en un momento había cambiado totalmente, y mi alma, que hasta ese momento estaba sumergida en estas preocupaciones, sintió una profunda paz interior, como si hubiera llegado al centro mismo del lugar de reposo. Desde aquel tiempo, simplemente camino siempre delante de Dios, en fe, con humildad y amor; y me dedico diligentemente a no hacer ni pensar nada que pueda desagradarle.

Cuando he hecho lo que puedo, espero confiadamente que Él hará conmigo lo que sea de su agrado. En cuanto a lo que me pasa en el presente, no puedo casi expresarlo. No experimento ningún dolor o dificultad, porque no tengo otra voluntad fuera de la voluntad de Dios, la cual me esfuerzo por cumplir en todo, y a la cual estoy tan rendido que no levanto una pajita del suelo si esto contradice sus órdenes, y no hago nada que no sea puramente por amor a Él. He dejado de lado toda forma de devoción y de oración excepto aquellas a las que me obliga mi estado. Lo hago solamente para perseverar en su santa presencia, lo que mantengo prestando una simple atención a Dios y dándole mi afecto en su totalidad; o sea, manteniendo lo que puedo llamar una real presencia de Dios o, por decirlo mejor, una conversación habitual, silenciosa y secreta del alma con Dios, conversación que frecuentemente me llena de gozo y me captura interiormente y a veces exteriormente, de manera tal que me veo obligado a moderar mis sentimientos y a evitar que los demás los perciban.

En resumen, estoy totalmente seguro que mi alma ha estado con Dios durante estos treinta años. Para no resultar tedioso omito muchas cosas, aunque pienso que es adecuado informarte de qué manera me considero delante de Dios, a quien veo como mi Rey. Me considero como el peor de los hombres, lleno de llagas y corrupción, y que ha cometido toda clase de crímenes contra su Rey. Con un verdadero arrepentimiento le confieso todas mis maldades, le pido perdón, me abandono en sus manos, para que Él haga conmigo lo que quiera. Este Rey, lleno de misericordia y bondad, muy lejos de castigarme, me abraza con amor, me sienta a comer en su mesa, me sirve con sus propias manos, me da la llave de sus tesoros; conversa y se deleita conmigo incesantemente en miles y miles de maneras distintas, y me trata en todo sentido como su favorito. Así es como me considero de vez en cuando en su santa presencia.

Mi método más usual es esta simple atención, una contemplación totalmente apasionada de Dios; a quien me encuentro frecuentemente unido con una dulzura y deleite más grande que aquellos que experimenta un bebé en el pecho de su madre. Si me atrevo a usar esta expresión, también debería llamar a este estado el seno de Dios, por la inexpresable dulzura que disfruto y experimento allí. Si a veces por necesidad o enfermedad mis pensamientos se distraen de ese estado de dulzura, en ese momento mis emociones interiores lo trae a mi mente, tan encantador y delicioso que no puedo describirlo. Deseo que con reverencia reflexiones más bien sobre mis grandes desdichas, de las cuales estás perfectamente informado, que sobre los grandes favores que Dios me hace, tan indigno y desagradecido como soy.

Con respecto a mis horas de oración, son nada más que una continuación del mismo ejercicio. A veces me considero como una piedra delante de un escultor, con la cual está por hacer una estatua: así, presentándome a mí mismo delante de Dios, deseo que Él esculpa su perfecta imagen en mi alma, y me transforme por completo a su imagen. En otras ocasiones, cuando me dedico a la oración, siento que todo mi espíritu y toda mi alma se elevan sin ningún esfuerzo de mi parte; y continúan como si estuvieran suspendidos y fijados firmemente en Dios, que es como su centro y lugar de reposo. Yo sé que algunos califican a este estado de inactividad, engaño y egoísmo. Confieso que es una santa inactividad, y que podría ser un feliz egoísmo, si el alma en ese estado fuera capaz de eso; porque en efecto, mientras está en este reposo, no puede ser turbada por aquellos actos a los que estaba anteriormente acostumbrada, y en los que se apoyaba, pero que ahora más bien son un obstáculo que una ayuda.

Sin embargo, no puedo aguantar que a esto se lo llame engaño, porque el alma que así se deleita en Dios no desea nada aparte de Él. Si esto es un engaño en mí, está en Dios remediarlo. Que Él haga conmigo lo que quiera hacer: Él es lo único que deseo; mi deseo es estar totalmente entregado a Él. Sin embargo, hazme el favor de darme tu opinión, a la que siempre presto mucha atención, porque tengo una singular estima por tu respeto hacia mí, y te pertenezco.

3ª Carta

Tenemos un Dios cuya gracia es infinita, y que conoce todos nuestros deseos. Siempre pienso que Él podría aliviarte hasta el extremo. Él vendrá a su tiempo, cuando menos lo esperas. Espera en Él más que nunca. Agradécele conmigo por los favores que te hace, particularmente por la fortaleza y la paciencia que te da en tus aflicciones. Esto es una señal del cuidado que tiene de ti. Consuélate en Él, y dale gracias por todo. Yo también admiro la fortaleza y el coraje de M–. Dios le ha dado una buena disposición, y muy buena voluntad, pero en él todavía hay un poco del mundo, y una gran porción de juventud. Espero que la aflicción que Dios le ha enviado le proveerá un buen remedio para esas cosas, y le hará profundizar su vida espiritual.

Es un accidente muy apropiado para llamarlo a poner toda su confianza en Él, que lo acompaña constantemente. Que pueda pensar en Él tan frecuentemente como pueda, especialmente estando en medio de los peligros más grandes. Elevar el corazón un poco es suficiente, un pequeño recuerdo de Dios, un acto de adoración interior, aun en medio de la marcha y con una espada en la mano, son oraciones que, aunque sean cortas, sin embargo son muy aceptables para Dios. Y lejos de disminuir el coraje de un soldado en situaciones de peligro, le serán muy útiles para fortificarlo.

Entonces, que él piense en Dios lo más que pueda, que se acostumbre gradualmente a realizar este pequeño pero santo ejercicio. Nadie lo percibe, y nada es más fácil que repetir frecuentemente durante el día estas pequeñas adoraciones interiores. Por favor, encomiéndale que piense en Dios todo lo que pueda, de la manera como aquí le indiqué. Es muy adecuado y necesario para un soldado, que está expuesto diariamente a los peligros de la vida. Espero que Dios le ayudará a él y a toda su familia, a quienes sirvo, siendo de ellos y tuyo.

4ª Carta

Aprovecho esta oportunidad para comunicarte los sentimientos de uno de los miembros de nuestra congregación con respecto a los efectos admirables y las continuas ayudas que recibe de la presencia de Dios. Que tú y yo saquemos provecho de ello. Debes saber que, durante los años que él ha estado en la religión, que son más de cuarenta, su continuo cuidado ha sido estar siempre con Dios, y no hacer nada, ni decir nada ni pensar nada que podría desagradar al Señor. Todo esto sin ningún otro interés que puramente el amor a Él y porque Él merece infinitamente más.

Está tan acostumbrado a la presencia Divina, que continuamente es socorrido por ella. Durante unos treinta años, su alma ha estado llena con goces tan continuos, y a veces tan grandes, que se ve obligado a moderarlos y a ocultar sus manifestaciones exteriores. Si a veces está algo ausente de la presencia Divina, Dios se lo hace sentir en su alma para recordárselo; lo que suele sucederle cuando está muy metido en su trabajo exterior: él responde con fidelidad exacta a estos impulsos interiores, sea elevando su corazón a Dios, o contemplándole mansamente y expresándole su amor por medio de palabras, como por ejemplo: Mi Dios, aquí estoy totalmente consagrado a Ti: Señor, hazme de acuerdo a tu corazón. Y entonces siente (lo siente como un efecto) que este Dios de amor, satisfecho con esas pocas palabras, reposa nuevamente en la profundidad y el centro de su alma.

Experimentar estas cosas le da la seguridad de que Dios siempre está en lo profundo, en el fondo de su alma, y no hay nada que lo haga dudar de ello. Juzga por ti mismo cuál es el contentamiento y la satisfacción que disfruta: encuentra en sí mismo continuamente un tesoro tan grande que ya no está inmerso en una ansiosa búsqueda; lo tiene abierto delante de él, y puede tomar lo que le agrade. Él se queja mucho de nuestra ceguera, y frecuentemente suplica que debemos ser piadosos y estar contentos con tan poco. Dios, dice él, tiene un tesoro infinito para otorgarnos, y nosotros podemos tenerlo en un momento, con sólo un poco de devoción consciente.

Ciegos como somos, entorpecemos el accionar de Dios, y detenemos la corriente de su gracia. Pero cuando Dios encuentra un alma llena con una fe viva, derrama en ella sus gracias y favores plenamente, que fluyen como un torrente que, después de haber sido detenido por la fuerza en su curso natural, cuando ha encontrado un paso, se derrama impetuosa y abundantemente. Sí, somos nosotros los que detenemos este torrente, por el poco valor que le damos. Pero no lo detengamos más: entremos en nosotros mismos y derribemos el dique que lo detiene. Hagamos camino para la gracia; redimamos el tiempo perdido, porque quizás tenemos poco tiempo, la muerte nos sigue de cerca, estemos bien preparados para esto; porque morimos sólo una vez, y un fracaso puede ser irremediable. Lo digo de nuevo: entremos en nosotros mismos. El tiempo nos presiona: no hay lugar para demoras; ¡nuestra alma está en juego!

Creo que tú has dado esos pasos efectivos, y que no serás tomado por sorpresa. Te advierto que ésta es la única cosa necesaria. No obstante, debemos siempre trabajar en ella, porque en la vida espiritual no avanzar es retroceder. Pero aquellos que tienen el soplo del Espíritu Santo siguen adelante aún mientras duermen. Si el vaso de nuestra alma todavía está agitado con vientos y tormentas, despertemos al Señor que reposa en ella, y Él rápidamente calmará el mar. Me he tomado la libertad de compartir contigo estos buenos sentimientos, para que puedas compararlos con los tuyos: te servirán para encenderlos e inflamarlos nuevamente, si por desgracia (lo cual Dios prohíbe, porque podría ser ciertamente una gran desgracia) tus sentimientos se hubieran enfriado, poco o mucho.

Entonces, recordemos tú y yo los primeros favores recibidos. Saquemos provecho del ejemplo y los sentimientos de este hermano, que es poco conocido en el mundo, pero conocido por Dios, y extremadamente mimado por Él. Oraré por ti. Por favor, también ora por mí, porque soy tuyo en nuestro Señor.

5ª Carta

Hoy he recibido dos libros y una carta de la Hermana M–, que está preparándose para hacer su profesión, y desea las oraciones de tu santa sociedad, y las tuyas en particular sobre este asunto. Percibo que cuenta mucho con ellas. Ora para que no se desanime. Ruega a Dios que ella pueda hacer su sacrificio sólo por amor a Él, y con la firme resolución de estar totalmente dedicada a Él. Te enviaré uno de aquellos libros que tratan acerca de la presencia de Dios; un tema que, en mi opinión, contiene el todo de la vida espiritual. Me parece que todo aquel que lo practique debidamente pronto llegará a ser espiritual.

Sé que para la práctica correcta de la presencia de Dios, el corazón debe estar vacío de todas las demás cosas; sólo Dios debe poseerlo, pero no puede poseerlo sin que esté vacío de todas las cosas. No puede actuar allí y hacer en él lo que a Él le agrada a menos que sea dejado totalmente disponible para Él. No hay en el mundo una vida más dulce y deliciosa que aquella que mantiene una continua conversación con Dios: solamente pueden comprenderlo aquellos que lo practican y experimentan; sin embargo, no te estoy diciendo que lo hagas por ese motivo, porque no es el placer lo que debemos buscar en este ejercicio; sino debemos hacerlo puramente por amor, y debido a que Dios nos quiere allí.

Si yo fuera un predicador, mi prioridad sería predicar la práctica de la presencia de Dios; y si fuera un director, debería exhortar a todo el mundo a hacerlo; tan necesario pienso que es, y tan sencillo también. ¡Ah! Deseamos tanto la gracia y la ayuda de Dios, que nunca deberíamos perder de vista a Dios, ni por un momento. Créeme; haz inmediatamente una resolución santa y firme de no olvidar a Dios voluntariamente nunca más. Resuelve pasar el resto de tus días en su sagrada presencia, privado de todo consuelo, por amor a Él, si esa es su voluntad para ti.

Esfuérzate en esto de todo corazón, y si lo haces como es debido, puedes estar seguro de que pronto experimentarás sus efectos. Te ayudaré con mis oraciones, pobres como son. Me recomiendo fervientemente a ti, y a los que pertenecen a tu santa sociedad.

6ª Carta

He recibido de la señora — las cosas que le has dado para mí. Me sorprende que no me comuniques lo que piensas acerca del librito que te envié, y que debes haber recibido. Ahora, en tu ancianidad, ora de corazón acerca de la práctica de la presencia de Dios; ¡es mejor tarde que nunca! No puedo imaginar cómo las personas religiosas pueden vivir satisfechas sin esa práctica. Por mi parte, me mantengo retirado en la profundidad y el centro de mi alma tanto como puedo; y mientras estoy así con Él nada temo; pero el más mínimo alejamiento de Él me resulta insoportable. Este ejercicio no fatiga el cuerpo en demasía: sin embargo, a veces (mejor dicho, frecuentemente) es apropiado privarlo de muchos pequeños placeres inocentes y permitidos: porque Dios no permitirá que un alma que desea estar enteramente consagrada a Él encuentre placeres en otras cosas y no en Él; esto es más que razonable.

No quiero decir que debemos imponernos represiones violentas. No, debemos servir a Dios con una santa libertad, debemos hacer nuestros trabajos fielmente, sin preocupación ni intranquilidad; haciendo volver nuestra mente a Dios mansamente y con tranquilidad, tan frecuentemente como percibimos que está desviándose de Él. Sin embargo, es necesario poner toda nuestra confianza en Dios, dejando a un lado todos los otros cuidados de la vida, y aún ciertas formas particulares de devoción que, aunque son muy buenas en sí mismas, sin embargo uno con frecuencia se sumerge en ellas irracionalmente, olvidando que esas devociones son sólo medios para alcanzar el fin. Cuando por medio de este ejercicio de la presencia de Dios estamos con Él (que es nuestro fin), entonces es inútil retornar a esos medios; pero podemos continuar nuestro trato de amor con Él, perseverando en su santa presencia; a veces mediante un acto de alabanza, de adoración, o de deseo; otras veces mediante un acto de renunciación, o de acción de gracias; y en todas las otras maneras que nuestro espíritu pueda idear.

Pero no te desanimes por el rechazo que, debido a tu propia naturaleza, puedas encontrar haciendo esto; debes sacrificarte. Al principio, uno piensa frecuentemente que es tiempo perdido. Pero debes seguir adelante, y resolverte a perseverar en ello hasta la muerte, a pesar de todas las dificultades que pueden presentarse. Me encomiendo a las oraciones de tu santa sociedad, y a las tuyas en particular. Soy tuyo en nuestro Señor.

7ª Carta

Tengo una gran compasión de ti. Será de gran importancia si dejas el cuidado de tus asuntos a M–, y pasas el resto de tu vida solamente adorando a Dios. Él no requiere grandes cosas de nosotros, recordarlo un poco de vez en cuando, un poco de adoración: a veces para orar por su gracia, a veces para ofrecerle tus sufrimientos, y a veces para volver a Él agradeciéndole por los favores que te ha concedido (y todavía te concede) en medio de tus preocupaciones, y para consolarte con Él tan frecuentemente como puedas. Eleva tu corazón a Él, aún durante tus comidas, y cuando estás en compañía de otros: hasta el más pequeño pensamiento puesto en Él le será aceptable. No necesitas clamar en voz alta, Él está más cerca de nosotros de lo que nos damos cuenta.

Para estar con Dios no es necesario estar siempre en la iglesia; nuestro corazón puede ser el oratorio adonde podemos retirarnos de vez en cuando para conversar con Él en mansedumbre, humildad, y amor. Cada uno es capaz de mantener una conversación familiar con Dios, algunos más, algunos menos: Él sabe lo que podemos hacer. Entonces, comencemos; quizás Él no espera sino una generosa decisión de nuestra parte. ¡Sé valiente!. Tenemos sólo un poco de tiempo para vivir, y tú ya estás cerca de los sesenta y cuatro años, y yo casi tengo ochenta. Vivamos y muramos con Dios: si estamos con Él, los sufrimientos serán dulces y agradables para nosotros, y sin Él, el mayor placer será un cruel castigo para nosotros. Sea bendito por todos. Amén. Acostúmbrate a adorarlo gradualmente, a suplicar por su gracia, a ofrecerle tu corazón de vez en cuando, en medio de tus trabajos, y a cada momento si puedes hacerlo. No te confines escrupulosamente a ciertas reglas, o formas particulares de devoción, pero actúa con una amplia confianza en Dios, con amor y humildad. Ten la seguridad de que cuentas con mis pobres oraciones, y que soy vuestro siervo, y tuyo particularmente.

8ª Carta

No me dices nada nuevo: tú no eres el único que está preocupado con los pensamientos erráticos. Nuestra mente es extremadamente errabunda; pero como la voluntad es ama de todas nuestras facultades, ella debe recapturarlos y llevarlos a Dios, que es la meta final de todo pensamiento. Si nuestra mente ha contraído los malos hábitos de divagar y dispersarse, nos resultará difícil vencerlos, porque seremos atraídos a esas cosas de la tierra, aún en contra de nuestra voluntad. Creo que un remedio para esto es confesar nuestras faltas, y humillarnos delante de Dios.

No te estoy sugiriendo que uses muchas palabras en la oración, porque las muchas palabras y los largos discursos frecuentemente nos sumergen en esas divagaciones: mantente en oración delante de Dios, así como un mudo o un paralítico mendiga a la puerta de un hombre rico: que tu trabajo sea mantener tu mente en la presencia del Señor. Si a veces tu mente se distrae, y se aparta de Él, no te inquietes por eso; la preocupación y la inquietud más bien sirven para distraer la mente, que para volver a centrarla en Dios. La voluntad debe volver a llevarla a un estado de tranquilidad; si perseveras en este modo de hacer las cosas, Dios tendrá piedad de ti.

Una manera para recapturar la mente fácilmente en el tiempo de oración, y mantenerla tranquila, es no permitirle divagar. Mantén tu mente estrictamente en la presencia de Dios, y cuando te acostumbres a pensar en Él frecuentemente, encontrarás fácil mantener tu mente calma en el tiempo de oración, o por lo menos recapturarla de sus divagaciones. En mis cartas anteriores te he mencionado las ventajas que podemos obtener de esta práctica de la presencia de Dios: Consideremos esto seriamente, y oremos unos por otros.

9ª Carta

Lo que te escribo es una respuesta a algo que recibí de –. Ora para que se la envíe. Me parece que ella está llena de buena voluntad, pero que quiere ir más rápido que la gracia. Uno no llega a ser santo enseguida. Te recomiendo a esta hermana, porque debemos ayudarnos amonestándonos unos a otros , pero mucho más por medio de nuestros buenos ejemplos. Te agradeceré que me permitas oír algo de ella de vez en cuando, porque es muy ferviente y obediente. Pensemos frecuentemente que nuestro único trabajo en esta vida es agradar a Dios, y quizás todo lo demás no sea otra cosa que tontería y vanidad.

Tú y yo hemos vivido durante más de cuarenta años en la vida monástica. ¿Los hemos empleado en amar y servir a Dios, quien en su misericordia nos ha llamado a este estado y para este fin? Cuando reflexiono sobre los grandes favores que Dios me ha hecho y continúa haciéndome incesantemente, y sobre el mal uso que hago de ellos y lo poco que progreso en el camino de la perfección, me lleno de vergüenza y confusión. Puesto que por su misericordia nos concede todavía un poco de tiempo, comencemos diligentemente a recuperar el tiempo perdido, retornemos con una plena seguridad a aquel Padre de misericordias que siempre está dispuesto a recibirnos afectuosamente. Renunciemos, renunciemos generosamente por amor a Él a todo lo que no es Él Mismo.

Él merece infinitamente más. Pensemos en Él perpetuamente. Pongamos toda nuestra confianza en Él: no dudo de que pronto recibiremos la abundancia de su gracia, con la cual podemos hacer todas las cosas, y sin la cual no podemos hacer nada excepto pecar. No podemos escapar a los peligros que abundan en la vida sin la ayuda real y continua de Dios. Oremos a Él continuamente por esto. ¿Cómo podemos orar a Dios sin estar con Él? ¿Cómo podemos estar con Él si no pensamos en Él continuamente? ¿Y cómo podemos pensar continuamente si no hemos formado el santo hábito de hacerlo?

Me dirás que siempre estoy diciendo lo mismo. Es verdad, porque éste es el mejor y más sencillo método que conozco, y no uso ningún otro. Amonesto a todos acerca de esto. Debemos saber antes de poder amar. A fin de conocer a Dios, debemos pensar frecuentemente en Él, y cuando llegamos a amarle, entonces pensaremos en Él frecuentemente, porque nuestro corazón estará con nuestro tesoro.

10ª Carta

Me ha sido bastante difícil obligarme a escribirle a M.–. y lo hago ahora puramente porque tú y Madame lo quieren de mí. Por favor, escribe la dirección y envíale la carta. Estoy muy contento con la confianza que tienes en Dios: Quisiera que Él la aumente en ti más y más: jamás sería demasiado lo que podríamos tener de tan buen y fiel Amigo que nunca nos fallará en este mundo ni en el venidero. Si M.– saca provecho de la pérdida que ha tenido, y pone toda su confianza en Dios, pronto Él le dará otro amigo, más poderoso y más inclinado a servirle. Dios dispone de los corazones como Él quiere. Quizás M.– estaba demasiado aferrado a lo que ha perdido.

Debemos amar a nuestros amigos, pero sin ponerlos por encima de Dios, que debe ser el principal. Por favor, recuerda que te he recomendado pensar frecuentemente en Dios, de día, de noche, en tus trabajos, y aún en tus diversiones. Él siempre está cerca de ti y contigo; no lo dejes solo. ¿Piensas que es descortés dejar solo a un amigo que vino a visitarte? ¿Porqué, entonces, Dios ha de ser descuidado? No lo olvides, piensa en Él frecuentemente, adórale continuamente, vive y muere con Él. Ésta es la gloriosa ocupación de un Cristiano. Ésta es nuestra profesión en el mundo. Si no lo sabemos debemos aprenderlo. Voy a esforzarme para ayudarte con mis oraciones. Soy tuyo en nuestro Señor.

11ª Carta

No oro para que seas librado de tus dolores. Oro a Dios fervientemente para que te dé fuerzas y paciencia para soportarlas durante todo el tiempo que Él quiera prolongarlas. Consuélate con Él mientras te mantiene atado a la cruz. Él te liberará cuando le parezca oportuno. Felices aquellos que sufren con Él. Acostúmbrate a sufrir de esa manera, y busca de Él la fuerza para soportar tanto y durante tanto tiempo como Él lo juzgue necesario para ti. Los hombres en el mundo no comprenden estas verdades. Ni debemos sorprendernos por esto, debido a que sufren como lo que son, y no como Cristianos.

Ellos consideran a la enfermedad como un dolor natural, y no como un favor de Dios. Y viéndolo solamente en esa luz, ellos solamente encuentran en ello aflicción y angustia. Pero aquellos que consideran que la enfermedad viene de la mano de Dios, como efecto de su misericordia y como el medio que Él emplea para su salvación, comúnmente encuentran en ello gran dulzura y consolación. Deseo que te convenzas que Dios frecuentemente está algo más cerca de nosotros y más efectivamente presente con nosotros en la enfermedad que en la salud. No confíes en ningún otro médico, porque entiendo que Dios se reserva tu cura para Sí Mismo.

Pon toda tu confianza en Él, y pronto verás que te recuperas debido a esa confianza. Somos nosotros lo que con frecuencia retardamos nuestra curación porque ponemos mayor confianza en la medicina que en Dios. Sean los que fueren los remedios que uses, te servirán solamente en la medida que Él lo permita. Cuando los dolores provienen de Dios, solamente Él puede curarlos. Con frecuencia Él envía enfermedades al cuerpo para curar las enfermedades del alma. Consuélate con el Médico Soberano, que es Médico tanto del alma como del cuerpo. Puedo prever que me dirás que estoy muy tranquilo porque puedo comer y beber en la mesa del Señor.

Tienes razón. Pero piensa, ¿no sería doloroso para el criminal más grande del mundo, comer a la mesa del rey, y ser servido por él, recibir tales favores, sin estar seguro de su perdón? Creo que sentiría una inquietud extremadamente grande y que nada podría moderar excepto la confianza en la bondad de su soberano. Así que puedo asegurarte que disfruto de innumerables placeres en la mesa de mi Rey, sin embargo mis pecados (siempre presentes delante de mis ojos, como así también la incertidumbre de mi perdón) me atormentan, aunque en verdad ese tormento en sí mismo es agradable.

Debes estar satisfecho con la condición en la que Dios te pone. Por muy feliz que yo pudiera ser, te envidio. Los dolores y los sufrimientos serían un paraíso para mí, mientras sufriera con mi Dios, y el mayor de los placeres sería un infierno si tuviera que gustarlo sin Él; todo mi consuelo sería sufrir algo por amor a Él. En poco tiempo debo ir a estar con Dios. Lo que me consuela en esta vida es que ahora lo veo por fe, y lo veo de una manera tal que a veces puedo decir: “No creo más, veo más”. Siento que la fe nos enseña, y que en la seguridad y la práctica de la fe, viviré y moriré con Él. Continúa, entonces, siempre con Dios. Éste es el único sostén y consuelo para tu aflicción. Voy a rogarle que esté contigo. Me ofrezco a tu servicio.

12ª Carta

Si estamos acostumbrados al ejercicio de la presencia de Dios, encontraremos gran alivio a todas las enfermedades físicas. Frecuentemente Dios permite que suframos un poco para purificar nuestras almas y obligarnos a continuar con Él. Ten coraje, ofrécele a Él tus dolores incesantemente, ora pidiéndole fortaleza para soportarlos. Sobre todo, adquiere el hábito de pasar tiempo frecuentemente con Dios, y olvídale lo menos que puedas. Adórale en tus enfermedades. Ofrécete a Él de vez en cuando. Y cuando tus sufrimientos estén en su punto más alto, ruégale humilde y afectuosamente (como un hijo a su Padre) para que puedas conformarte a su santa voluntad.

Yo voy a esforzarme para ayudarte con mis pobres oraciones. Dios tiene muchas maneras de atraernos a Sí Mismo. A veces se oculta de nosotros. Pero sólo la fe debe ser nuestro sostén. La fe es el cimiento de nuestra confianza, y debe estar puesta toda en Dios, quien no nos fallará en el tiempo de necesidad. Yo no sé lo que Dios dispondrá de mí. Siempre estoy feliz. Todo el mundo sufre; y yo, que merezco la disciplina más severa, experimento gozos tan continuos y tan grandes que a duras penas puedo contenerlos. Quisiera pedirle voluntariamente a Dios una parte de tus sufrimientos. Conozco mi debilidad, que es tan grande que si Él me dejara librado a mi mismo por un momento, sería el ser viviente más miserable. Y sin embargo sé que no va a dejarme solo, porque la fe me da una convicción tan grande como mis sentidos podrían hacerlo. Él nunca nos abandona si es que nosotros lo le abandonamos a Él primero. Tengamos temor de dejarle. Estemos siempre con Él. Vivamos y muramos en su presencia. Ora por mí, como yo oro por ti.

13ª Carta

Me duele verte sufrir durante tanto tiempo. Lo que me da cierto alivio y dulzura es el sentir que tengo de tus dolores, de que son la prueba del amor de Dios hacia ti. Mira tus dolores en esa perspectiva, y los soportarás más fácilmente. Pienso que deberías dejar de lado los remedios humanos, y entregarte por entero a la providencia de Dios. Quizás Él espera solamente esa entrega (y una perfecta confianza en Él) para poder curarte. Sin embargo, debido a que todos tus cuidados médicos hasta ahora han demostrado ser inútiles y tus males se han incrementado, no será tentar a Dios abandonarte a ti mismo en sus manos, y esperar todo de Él.

Te dije en mi última carta que a veces Él permite enfermedades del cuerpo para curar las enfermedades del alma. Ten ánimo. Haz una virtud de la necesidad. No le pidas a Dios que te libere de tus dolores, sino que te dé fuerzas para soportar resueltamente (por amor a Él) todo lo que Él quisiera permitir, y tanto como Él lo quisiera permitir. Esas oraciones, ciertamente, son algo difíciles de ofrecer porque van en contra de nuestra naturaleza humana, pero son muy aceptables a Dios, y dulces para aquellos que lo aman. El amor suaviza los dolores. Y cuando uno ama a Dios, sufre por amor a Él con gozo y coraje. Te ruego que lo hagas. Consuélate en Él, que es el único Médico de todas nuestras enfermedades.

Él es el Padre del afligido, y siempre está dispuesto a ayudarnos. Nos ama infinitamente más de lo que podemos imaginar. Entonces, ámale, y no busques ningún consuelo en otra parte. Espero que pronto lo recibirás. Adiós. Te ayudaré con mis oraciones, pobres como son, y siempre seré tuyo en nuestro Señor.

14ª Carta

Doy gracias a nuestro Señor porque, de acuerdo a tu deseo, te ha aliviado un poco. Frecuentemente yo he estado cerca de expirar, aunque nunca me sentí tan satisfecho como entonces. Por consiguiente no oraba pidiendo alivio, sino oraba por fuerza para sufrir con coraje, humildad y amor. Ah, ¡cuán dulce es sufrir con Dios! No importa cuán grande puedan ser los sufrimientos, acéptalos con amor. Es un paraíso sufrir y estar con Él. Si en esta vida vamos a gozar de la paz del paraíso, debemos acostumbrarnos a mantener una conversación familiar, humilde y afectuosa con Él. Debemos evitar que nuestro espíritu divague y se aparte de Él en cualquier ocasión.

Debemos hacer de nuestro corazón un templo espiritual donde podamos adorarle sin cesar. Debemos vigilarnos continuamente, para que no hagamos, ni digamos, ni pensemos nada, que pueda desagradarle. Cuando ocupamos así nuestra mente con Dios, los sufrimientos llegarán a estar llenos de unción y consolación. Sé que para llegar a este estado, el comienzo es muy difícil, porque debemos actuar puramente por fe. Pero aunque es difícil, sabemos también que podemos hacer todas las cosas con la gracia de Dios, que nunca Él la rehúsa a los que la piden ardientemente. Llama, persevera en llamar, y te digo que Él te abrirá a su debido tiempo, y te concederá de una vez todo lo que Él ha demorado durante muchos años. Adiós. Ora a Dios por mí, y yo oro por ti. Espero ver a Dios pronto.

15ª Carta

Dios sabe mejor que nadie lo que necesitamos, y todo lo que hace es para nuestro bien. Si supiéramos cuánto nos ama, siempre estaríamos listos para recibir por igual e indistintamente de su mano lo dulce y lo amargo ¡Todo lo que viene de Él nos agrada! Las aflicciones más acuciantes parecen intolerables cuando las vemos con la luz equivocada. Cuando vemos a nuestras aflicciones viniendo en la mano de Dios, cuando sabemos que es nuestro Padre amante que nos humilla y nos aflige; nuestros sufrimientos pierden su amargura, y llegan a ser hasta factores de consolación. Que toda nuestra ocupación sea conocer a Dios.

Mientras más uno le conoce, más desea conocerle. El conocimiento es comúnmente la medida del amor. Mientras más profundo y extenso sea nuestro conocimiento, mayor será nuestro amor. Si nuestro amor a Dios fuera grande le amaríamos igualmente en los dolores y en los placeres. No nos distraigamos buscando o amando a Dios por algunos favores (no importa cuán elevado sean) que nos ha hecho o pueda hacernos. Tales favores, aunque sean muy grandes, no pueden acercarnos a Dios como la fe lo hace en un simple acto. Busquemos a Dios frecuentemente por fe. Él está dentro de nosotros. No le busquemos en otro lugar.

¿No somos desconsiderados y somos dignos de reprensión, si le dejamos solo, para ocuparnos de insignificancias que no le agradan y quizás le ofenden? Debemos temer que estas insignificancias algún día nos costarán caro. Comencemos a dedicarnos a Él con toda seriedad. Arrojemos a un lado todo lo que hay en nuestro corazón. Sólo Él debe poseerlo por completo. Supliquemos este favor de Él. Si hacemos lo que podemos de nuestra parte, pronto veremos que se produce en nosotros ese cambio al que aspiramos. No puedo agradecerle lo suficiente por el alivio que te ha concedido. Espero ver a Dios dentro de unos días. Oremos el uno por el otro.

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