Acerca de la mentira

by Equipo de Hesiquia blog en 13 diciembre, 2009

IX

CONFERENCIA

SOBRE LA MENTIRA

De Abba Doroteo

96. Hermanos, deseo recordarles algunas pequeñas cosas respecto a la mentira. Se debe a que no los veo para nada ocupados en cuidar su lengua, y eso nos lleva fácilmente a numerosas faltas. Comprendan, hermanos, que en todo se contraen hábitos, sea para bien o para mal, y no dejaré de repetirlo. Hace falta mucha vigilancia para no dejarse sorprender por la mentira.

Pues ningún mentiroso está unido a Dios; la mentira es extraña a Dios. Está escrito en efecto: la mentira viene del maligno, … y él es mentiroso y padre de la mentira (Jn 8, 44). Así, el diablo es llamado padre de la mentira. Al contrario, Dios es la Verdad ya que él mismo dijo: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).

Fíjense de quién se separan y a quién se unen por la mentira: al Maligno. Por lo tanto si queremos realmente ser salvados, debemos amar la verdad con todas nuestras fuerzas y con todo nuestro ardor, cuidándonos de toda mentira, para no ser separados de la verdad y de la vida.

97. Hay tres formas diferentes de mentir: con el pensamiento, con la palabra o con la vida misma. Miente con el pensamiento aquel que acepta las sospechas. Si ve a alguien hablando con su hermano, piensa: “Es de mí de quien hablan”. Si dejan de hablar sigue sospechando que es a causa de él. Si alguien dice una palabra supone que es para hacerle daño. En fin, con cualquier motivo sospecha de su prójimo y se dice:

“Por mí ha hecho eso, por mi ha dicho aquello; por tal razón ha hecho eso otro”. Así es el que miente con el pensamiento: no se basa en la verdad, sino en conjeturas. De allí las curiosidades indiscretas, las murmuraciones, el hábito de estar a la escucha, de discutir, de juzgar.

Puede suceder que alguien tenga una sospecha y que esté en la verdad: de ahí en más, alegando la intención de enmendarse, no cesa de averiguar alrededor de él diciendo: “Cuando se habla mal de mi, me doy cuenta de la falta que se me reprocha y me corrijo”. Pero el origen de esa conducta es el Maligno, porque ha comenzado por la mentira: en la ignorancia conjeturó lo que no sabía. Y entonces, ¿cómo un mal árbol puede dar buenos frutos? Si quiere verdaderamente corregirse, que no se turbe cuando un hermano le dice: “No haga aquello, o: ¿Por qué has hecho eso?”. Que pida disculpas y le agradezca. Entonces se corregir . Y si Dios ve que esa es su voluntad, nunca lo dejar equivocar, sino que le enviar a aquel que deba corregirlo.

En cuanto a decir: “Me fío de mis sospechas para corregirme”, y ponerse a investigar y a escuchar por todas partes, es una falsa justificación, inspirada por el diablo, que busca engañarnos.

98. Cuando estaba en el monasterio (del abad Séridos), tenia la tentación de juzgar el estado de cada uno según su actitud exterior. Pero me sucedió lo siguiente: Una vez pasó delante de mí una mujer llevando una vasija de agua: no se cómo me dejé sorprender y la miré a los ojos. Enseguida me vino a la cabeza la idea de que era una mujer de mala vida.

Ese pensamiento me turbó mucho y me abrí al anciano abba Juan: “Señor, le dije, si a pesar mío, al ver los modales de alguien, deduzco su estado ¿qué debo hacer?”. “¡Y qué!” respondió, Anciano, “¿no puede suceder que alguien tenga un defecto natural y luche por corregirse? No es posible, por lo tanto, conocer su estado por ese defecto. Por eso nunca te fíes de tus sospechas, porque una regla torcida tuerce incluso lo que es derecho. Las sospechas son engañosas y dañinas”. Desde entonces si mi pensamiento me decía del sol: es el sol y de las tinieblas: son tinieblas, ya no me fiaba más. No hay nada tan grave como las sospechas. Son tan perjudiciales que a la larga nos llegan a persuadir y a hacernos creer como evidentes cosas que ni existen ni existieron nunca.

99. Respecto a esto les voy a referir un hecho asombroso del que fui testigo cuando estaba en el monasterio. Teníamos un hermano que era fácil presa de ese vicio. Confiaba tanto en sus sospechas que tenía siempre la convicción de que las cosas eran como su espíritu las imaginaba, no admitiendo que fuesen de otra manera. Al crecer el mal con el tiempo, los demonios lograron perderlo por completo.

Un día en que había entrado en el jardín para observar lo que sucedía (no dejaba de espiar y estar a la escucha), creyó ver que un hermano robaba higos y los comía. Era un viernes, poco antes de la hora segunda. Persuadido de que realmente había visto tal cosa, se escondió, por así decir, y salió sin decir nada. Pero después a la hora de la oración, se dedicó a espiar al hermano que había robado y comido los higos, para ver qué haría en el momento de la comunión. Al verlo lavarse las manos para comulgar, corrió a decir al abad: “Fíjese en ese hermano, va a recibir la santa comunión con los hermanos.

Impídaselo, porque lo he visto esta mañana robando higos en el jardín y comiéndolos”. El hermano se acercaba a la santa eucaristía con mucha compunción porque era uno de los más fervorosos. El abad lo vio y lo llamó antes de que llegase al padre que daba la comunión. Lo llamó aparte y le preguntó: “Dime, hermano, ¿qué has hecho hoy?” “¿Dónde, señor?”, respondió el hermano asombrado.

“En el jardín, adonde fuiste esta mañana”, prosiguió el abad. “¿Qué hacías allí?” Estupefacto el hermano respondió: “Señor, hoy no he ido al jardín, no estuve en el monasterio esta mañana. Llegué ahora. Enseguida de la vigilia nocturna el ecónomo me envió a tal lugar con un encargo”. Se trataba de un viaje de varias millas y había vuelto sólo a la hora de la oración. El abad llamó al ecónomo y le preguntó: “¿Adonde enviaste a este hermano?”. El ecónomo le respondió lo mismo que el hermano, que lo había enviado a tal pueblo.

Después pidió disculpas diciendo: “Perdóname, Padre, tú descansabas después de la vigilia y por eso no lo mandé a pedirte permiso”. Totalmente convencido, el abad los envió a comulgar con su bendición. Después llamó al que había tenido la sospecha, lo amonestó y le prohibió la santa comunión. Además, después de la oración, llamó a todos los hermanos, les contó apenado lo que había sucedido, y delante de todos castigó al hermano culpable, con un triple objetivo: confundir al diablo y desenmascararlo como sembrador de sospechas, conseguir para el hermano el perdón de su falta por medio de la humillación y el auxilio de Dios en el futuro, y finalmente hacer que los otros hermanos fueran más atentos y no se dejaran llevar por las sospechas.

En el largo discurso que nos dirigió sobre el tema a nosotros y al hermano, dijo que no había cosa más dañina que la sospecha y nos dio como prueba lo que acababa de suceder.

100. De muchas maneras los Padres han expresado cosas semejantes poniéndonos en guardia contra el mal de la sospecha. Esforcémonos entonces, hermanos, con todas nuestras fuerzas en no fiarnos nunca de nuestras sospechas. No hay nada que aleje tanto al hombre de la preocupación por sus propios pecados, haciendo que se ocupe constantemente de aquello que no le incumbe. De eso no resulta nada bueno, sino mil perturbaciones, mil sufrimientos, y no se tiene la oportunidad de adquirir el temor de Dios.

Por eso en cuanto nuestra maldad siembra en nosotros la sospecha, transformémosla de inmediato en buenos pensamientos, y no nos podrá hacer daño. La sospecha está llena de malicia y no deja el alma en paz. Y esto es mentir con el pensamiento.

101. El mentiroso de palabra es por ejemplo aquel que tarda en levantarse para vigilias y que en lugar de decir: “Perdóname, fui perezoso para levantarme”, dice: “Tenía fiebre y mareos, no podía ponerme en pie, no tenia fuerzas”. Pronuncia diez palabras falsas en lugar de pedir perdón y humillarse. Si alguien le ha reprochado, se preocupa en disfrazar sus palabras arreglándolas para no ser acusado. Si tiene algún entredicho con otro hermano no cesa de justificarse diciendo: “Fuiste tú el que lo dijo, tú el que lo hizo”; o “no fui yo que lo dijo, fue tal otro el que habló; fue tal cosa o fue tal otra”, solamente para evitar la humillación.

Finalmente si desea algo, no se atreve a decir: “quiero eso”, sino que usar mil vueltas: “sufro tal cosa y tengo necesidad de aquello”, o: “me lo han prescrito”, y mentir hasta que haya satisfecho su deseo.

Todo pecado tiene su origen en el amor al placer, en el amor al dinero o en la vanagloria. La mentira proviene igualmente de esas tres pasiones. Mentimos para no ser descubiertos y humillados, o para satisfacer un deseo o para obtener una ganancia. El mentiroso no cesa de revolver en su imaginación todos los subterfugios posibles para alcanzar su objetivo. Pero jamás se le cree: aunque diga algo verdadero, nadie le tiene confianza y su veracidad resulta dudosa.

102. Sin embargo puede sobrevenir alguna necesidad en la cual si no disimulamos en parte, puede ocurrir un mal mayor. En ese caso si nos vemos sorprendidos en tal situación, deberemos disfrazar nuestras palabras para evitar, tal como lo dije, un perjuicio, un mal o un peligro más grave. Era lo que decía abba Alonio a abba Agatón: “Dos hombres han asesinado delante tuyo, y uno de ellos se refugia en tu celda. El magistrado lo busca y te interroga: ¿Has sido testigo del asesinato? Si no usas algún artificio entregar s ese hombre a la muerte” .

Cuando nos encontremos obligados por una tal necesidad, no debemos por ello considerar la mentira como algo sin importancia, sino que la debemos rechazar, llorarla ante Dios, considerando esto como una prueba. Pero no sucede sino raramente, una vez entre mil. Es como los antídotos o los purgantes: si se los toma continuamente son dañinos, pero utilizados cada tanto, en caso de extrema necesidad, son provechosos.

Lo mismo debemos hacer en la cuestión que nos ocupa: aunque se tenga que mentir por necesidad, que sea raramente, una vez entre mil, y si nos vemos en una gran necesidad. Debemos entonces, con temor y temblor, mostrar a Dios nuestra buena voluntad junto con la necesidad en que nos encontramos, y obtendremos así su protección. De otro modo, aun incluso en esos casos, nos hará mal.

103. Ya hemos hablado del que miente con el pensamiento y con las palabras. Nos queda por decir quién es el que miente con su misma vida.

Miente con su vida el libertino que se precia de casto; el avaro que habla de limosnas y elogia la caridad, o también el orgulloso que admira la humildad. No la admira con intención de alabar la virtud; en ese caso comenzaría por confesar humildemente su propia debilidad diciendo: ” ¡Qué desdicha la mía! Estoy vacío de todo bien”. Después de confesar así su miseria, podría admirar y alabar la virtud. Pero tampoco es con la intención de evitar el escándalo por lo que hace el elogio de la virtud, porque si así fuera debería decir: ” ¡Soy un miserable, lleno de pasiones! ¿Por qué voy a escandalizar a mi prójimo? ¿Por qué voy a hacer mal al alma de otro imponiéndome así una carga más? “Entonces, aun siendo él mismo pecador, podría aproximarse al bien. Porque verse a si mismo como un miserable es humildad, y cuidar del prójimo es compasión. Pero el mentiroso no admira la virtud con esos sentimientos. Para cubrir su propia vergüenza pone por delante el nombre de la virtud hablando de ella como si fuese virtuoso. Y muchas veces lo hace para hacer daño y engañar a alguien. Porque, en efecto, ninguna maldad, ninguna herejía, ni el mismo diablo podrá engañar si no es simulando virtud, según lo dice el Apóstol: El mismo diablo se transforma en ángel de luz (2 Co 11-14).

No es de admirar entonces que sus servidores se disfracen de servidores de la justicia. De esta manera, sea para evitar la humillación o por vergüenza, o con el objeto de seducir y engañar a alguien, el mentiroso habla de las virtudes, las alaba y las admira, como si él mismo las hubiese adquirido con su esfuerzo. Así es el que miente con su misma vida. No es simple, tiene doblez, es uno por dentro y otro por fuera. Toda su vida no es más que duplicidad y farsa.

Hemos hablado de la mentira, que proviene del diablo. De la verdad hemos dicho: La Verdad es Dios. Huyamos por lo tanto, hermanos de la mentira, para escapar de las filas del Maligno esforzándonos en poseer la verdad y en estar unidos a Aquel que dijo: Yo soy la Verdad (Jn 14, 6). ¡Que Dios nos haga dignos de su verdad!

Texto extraído de:

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