La paz del corazón
En la vida espiritual hay momentos especiales, que tienen mayor significado. Son como puertas que se cierran detrás del caminante, permitiendo el acceso a un nuevo espacio en la relación con lo trascendente e impidiendo el regreso a estadios anteriores, gracia mediante, ya superados.
En esos tiempos interiores se muestran los frutos de lo que El Espíritu de Dios sembró en nosotros, sus hijos, y también el resultado de nuestros pocos actos de paciencia, fidelidad y determinación. Son instantes propicios para pronunciar en el secreto de nuestros corazones, al abrigo del sagrario en alguna iglesia silenciosa, votos íntimos, promesas de filiación.
Son numerosos los cristianos que atravesando la historia han pronunciado votos, promesas a la comunidad de fieles y al Señor. Es usual que religiosos consagrados los efectúen ante el obispo de manera solemne y pública, que otros los hagan temporales y existen aquellos que los pronuncian de manera privada ante un director de almas o ante los miembros de su hermandad o grupo laical.
Y están los votos solitarios, que pertenecientes al ámbito de la espiritualidad personal sirven, como los otros, para marcar un hito, nos recuerdan y señalan un punto de inflexión, asignan al peregrino la marca de una identidad profunda. La formulación de estas promesas suele estar precedida por un período en el cual se anhela una consagración mayor. Es una cierta reunión de las potencias en torno a lo que se busca sea decisión inquebrantable.
Ya no le basta a la persona el grado de unión que vive con aquello que ama. Es una necesidad subjetiva difícil de explicar y que a la razón puede parecer innecesaria. Y si Dios en su omnipotencia de nosotros nada necesita, no es menos cierto que los votos sirven sobre todo a quién los formula. Pero yendo al punto central de la consulta, de entre todos los anhelos, ¿Qué promesas formular? Porque se trata de una mayor exigencia, pero no de una tal que no pueda cumplirse.
El entusiasmo aviva y realza la fe, pero no puede depender del mismo la continuidad de un propósito. No sirve prometer lo grande para caer más tarde, sino asegurar lo pequeño y desde esta certidumbre, luego, con el tiempo avanzar. Ha de buscarse el compromiso en aquellas áreas de mayor debilidad, pero con inteligencia. Supongamos el caso de una persona afectada habitualmente por la gula. Su voto no debiera ser la moderación indeclinable de ahora en adelante, que le resultará insostenible en un período de ánimo espiritual decaído; sino por ejemplo, la supresión del postre.
Esta pequeñez o aparente humildad de la promesa no será de gusto para el ego, afanado en general por las grandezas, tendiente siempre a enrarecer los buenos propósitos con exaltaciones pasajeras que luego nos generan caídas dolorosas. Dos o tres formulaciones precisas, simples y practicables, tal vez pequeñas, pero de las cuales nunca se retracte el alma, pueden ser de gran valor para manifestar el inicio de una nueva etapa en el camino del Nombre.
Sabemos la utilidad que brinda aplicar al cuerpo una ascética de lo necesario. Comprendimos el provecho que resulta de tener una rutina mínima de oración que nos vaya generando el hábito de la oración de Jesús, en oposición a la continua divagación de nuestras mentes. Percibimos el beneficio de ejecutar las acciones atendiendo a la divina presencia, de ese hacer las cosas con ánimo litúrgico.
Si uno quisiera formular votos en su interior, en la soledad y ante el Señor, quizás pudiera tomar en consideración esos tres ámbitos, (lo corporal, lo mental y lo conductual ) y de ellos extraer las intenciones, que a modo de ofrenda a Quién todo le debemos, acercamos al altar del corazón.
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