De la Pureza del Corazón

by Equipo de Hesiquia blog en 12 noviembre, 2009

CAMINO DE DEIFICACIÓN PARA EL ORANTE

Padre Juan B. Romano MSC

Monje de La Santa Cruz

Introducción.

El Hombre interior es un hombre nocturno, punto de partida de la pureza del corazón.

Deseo iniciar esta ponencia compartiéndoles una experiencia de los Santos Padres, y dice así.

Se trataba de dos ermitaños que vivían en un par de islas diversas. Un ermitaño era joven y se había hecho muy famoso y gozaba de gran reputación, en tanto que el otro era anciano y un gran desconocido. Un día, el anciano tomó una barca y se desplazó hasta la isla del joven y famoso ermitaño. Lo saludo con educación y honores y le pidió un consejo espiritual. El joven le entregó una formula, un mantra como oración de repetición, y le facilitó las instrucciones necesarias para la repetición del mismo. Agradecido, el anciano volvió a tomar la barca para dirigirse a su isla, mientras que el joven eremita, se sentía muy orgulloso por haber sido reclamado espiritualmente por aquel anciano, En tanto el anciano se sentía muy feliz con el mantra.

El anciano, era una persona sencilla y de corazón puro. Toda su vida no había hecho otra cosa que ser un hombre de buenos sentimientos y ahora, ya en su ancianidad, quería hacer alguna práctica metódica.

Estaba el joven ermitaño leyendo las escrituras, cuando, a las pocas horas de marcharse, el anciano regresó compungido, y le dijo:

Venerable asceta, resulta que he olvidado las palabras exactas del mantra. Siento ser un pobre ignorante. ¿Puedes indicármelo otra vez?

El joven miró al anciano con condescendencia y le repitió el mantra.

Lleno de orgullo, se dijo interiormente: “Poco podrá este pobre hombre avanzar por la senda hacia la Verdad, si ni siquiera es capaz de retener un mantra”. Pero su sorpresa fue extraordinaria cuando de repente vio que el anciano partía hacia su isla caminando sobre las aguas.

Queridos hermanos y hermanas, yo soy sólo un lector apasionado de los Santos Padres antiguos y vengo a compartirles una experiencia de lectio sobre el tema de la “pureza del corazón”, muy seguramente no les diré nada nuevo o que, quizás, Ustedes no conozcan. Como Ustedes saben soy un monje y como tal sigo el camino de la tradición antigua de la Iglesia, en lo que se refiere a la búsqueda de la Verdad, como identificación con el Señor, sabiendo que el fin de la vida monástica, como la definen los Santos Padres antiguos, es la Pureza del Corazón, y la vida anacorética, como específico y particular camino monástico, tiene como fin el anonadamiento de una vida escondida que es el fruto de la Pureza del Corazón del que se ha identificado con Dios, el que está recorriendo el camino de retorno al lugar de partida, a la casa del Eterno Padre. Con esto defino lo que creo que es la Pureza del Corazón, es un camino y mucho más es El Camino que se hace vida en el orante, en el buscador de Uno y Trino, del Eterno Dios. Y es Camino, porque Cristo es Camino Verdad y Vida y Él para decirlo con el Pobre de Asís es el Único Puro. Ciertamente me pueden decir y quien no es monje o anacoreta qué hace, y es aquí donde decimos que la Pureza del corazón es el camino kenótico ofrecido por el señor para todo bautizado, si para cada uno de nosotros allí donde Dios nos ha puesto, en nuestra particular vocación.
Es por esto que hemos de afirmar que la Pureza de Corazón es una total aceptación de nosotros y de nuestra situación y condición, tal como soy, tal como estoy, podríamos decir tal como he llegado, como querida por Dios. Esto significa la renuncia a todas las ilusiones sobre nosotros mismos, toda estima exagerada de nuestras propias capacidades, para obedecer a la voluntad de Dios como se nos presenta en los momentos difíciles de la vida en su verdad exacta, donde la pureza del corazón es el reconocimiento iluminado del hombre nuevo, como opuesto a las complejas y lamentables fantasías del hombre viejo. ¿Acaso Dios impone un sentido para mi vida desde fuera, a través de los acontecimientos, la costumbre, la rutina, la ley, un sistema, el impacto de aquellos con los que vivo en sociedad? ¿O bien estoy llamado a crearme desde dentro, con Él, con su gracia, un sentido que refleje su verdad y que me haga su “palabra” hablada libremente en mi situación personal? Mi verdadera identidad subyace en la llamada de Dios a mi libertad y en mi respuesta a Él y este es el medio en donde se desarrolla la Pureza del Corazón, como camino de deificación.
Pidamos entonces al Señor, que mire nuestros hechos, nuestras palabras,  nuestra intención y cuando ésta no esté bien encaminada a Él, la reoriente.

Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: 2517 El corazón es la sede de la personalidad moral: “de dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones” (Mt 15, 19). La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del corazón.

2518 La sexta bienaventuranza proclama: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Los “corazones limpios” designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad (cf 1 Tm 4, 3-9; 2 Tm 2 ,22), la castidad o rectitud sexual (cf 1 Ts 4, 7; Col 3, 5; Ef 4, 19), el amor de la verdad y la ortodoxia de la fe (cf Tt 1, 15; 1 Tm 3-4; 2 Tm 2, 23-26). Existe un vínculo entre la pureza del corazón, del cuerpo y de la fe: Los fieles deben creer los artículos del Símbolo “para que, creyendo, obedezcan a Dios; obedeciéndole, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen” (S. Agustín, fid. et symb. 10, 25).

2519 A los “limpios de corazón’ se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a El (cf 1 Co 13, 12, 1 Jn 3, 2). La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un ‘prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.

La Pureza del Corazón, mensaje tan actual y necesario, decía el Siervo de Dio; Juan Pablo II, en un mundo donde “se exaltan a menudo el placer, el egoísmo o incluso la inmoralidad, en nombre de falsos ideales de libertad y de felicidad. Es necesario reafirmar con claridad que se debe defender la pureza del corazón y del cuerpo, porque la castidad “custodia” el amor auténtico.”

El corazón es el símbolo de lo más íntimo del hombre; en él se origina todo

lo bueno que luego se hace realidad en la conducta externa de la persona. La Pureza del Corazón agranda su capacidad de amar, mientras el aburguesamiento, el egoísmo, la ceguera espiritual son consecuencia de una interioridad manchada.

Todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón (Mateo 5, 27-32).El Señor nos señala en el Evangelio la esencia del Noveno Mandamiento, que prohíbe los actos internos (pensamientos, deseos, imaginaciones) contra la virtud de la castidad, lo mismo que todo afecto desordenado, aunque aparezca limpio y desinteresado, si no está de acuerdo a la voluntad de Dios en las circunstancias de cada uno. Es necesario evitar los

motivos de tentaciones internas contra la castidad por falta de prudencia para

guardar los sentidos, mortificando la imaginación, abstenerse de buscar compensaciones afectivas o de vanidad, y de revolver recuerdos. El Espíritu Santo da más y más gracias cuando el alma está firmemente decidida a mantenerse limpia con la ayuda de la gracia.

El Señor nos pide que guardemos el corazón, defendiéndolo de aquello que

pueda incapacitarlo para amar y que seamos consecuentes en todo momento

con la propia vocación y estado. Los casados deben guardarlo para la persona con quien se casaron, en los comienzos y cuando pasen los años, y recordar siempre que el secreto de la felicidad conyugal esta en lo cotidiano y no en los ensueños. A los que el Señor nos pidió nuestro corazón por entero, sin compartirlo con otra criatura, recordar siempre que Él los quiere como hostia viva y grata a Dios (SAN JERÓNIMO, Epístola), sin compensaciones, hilillos o cadenas, con generosidad y fortaleza.

Todo esto a modo de introducir el hacia dónde nos encamina una autentica experiencia de custodia del Corazón. Si, la guarda del corazón comienza en muchas ocasiones por la guarda de la vista. Además es aconsejable mantener una prudente distancia con las personas con las que Dios no quiere que se quede el corazón apegado. Cuidar que la afectividad no se desborde, sino ordenarla y encauzarla según el querer de Dios. Vigilar la memoria, la imaginación, la ensoñación. Estos peligros se agudizan en momentos de cansancio, de aridez interior o como compensación a los pequeños fracasos de la vida normal.

Estamos llamados a vivir el camino de Custodia del Corazón, porque nuestra vocación es la deificación.

Deificación.

La transformación del hombre queda resumida por los Padres en la célebre fórmula: “Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda convertirse en Dios”; para que el hombre participe por la gracia de la naturaleza divina, como dice la segunda carta del apóstol Pedro (1,4).

Esta fórmula no implica de ninguna manera la negación de lo humano, sino su plenitud en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, donde lo humano está vivificado por el Espíritu: “Dios se ha hecho portador de la carne, dice Atanasio de Alejandría, para que el hombre pueda convertirse en portador del Espíritu” (De la Encarnación, 8).

“El hombre no es verdaderamente humano más que en Dios”. El Verbo encarnado, crucificado, glorificado, es el que constituye ese lugar de resurrección, ese lugar pentecostal donde el hombre se eleva hacia Dios. La Pureza del Corazón que pertenece a la experiencia de lo sobrenatural de elevación del hombre se da en la vida del Hombre, naturaleza y gracia de conjugan en el sujeto Hombre, en el yo cotidiano, en el aquí y ahora de la historia, de la nuestra, de la mía, de la de cada uno.

Porque Dios se ha hecho hombre, el hombre puede convertirse en Dios. Se eleva por ascensiones divina en la misma medida en que Dios se ha humillado por amor a los hombres, asumiendo, sin modificar, lo peor de nuestra condición. Esta es la experiencia de la Pureza del corazón[1].

En Cristo, el Espíritu Santo nos comunica, a nosotros los hombres una filiación divina renovada. Permitiéndonos participar como hombres, en el nacimiento eterno del Hijo, y nos introduce en el corazón de la Trinidad. La deificación se identifica con esta adopción.

“En Él habita corporalmente toda la plenitud d la divinidad”, dice san Pablo (Col 2,9). Y Juan, el teólogo, nos revela tan alto misterio cuando dice que el Verbo habita entre nosotros (Jn 1,14). Porque todos estamos e Cristo, y la realidad común de la humanidad encuentra en Él la vida…El Verbo habitó en todos, a través de uno solo, a fin de que, del solo verdadero Hijo de Dios, su dignidad pasara a toda la humanidad por el Espíritu santificante y, por uno solo, se cumpliera esta palabra: “He dicho: Sois dioses, todos hijos del Altísimo” (Sal 81,6; Jn 10,34)[2].

Transformación que hace posible la Iglesia como “misterio” –como sacramento en el sentido ontológico– al integrarnos en la humanidad del Verbo, saturada de las energías divinas, de la presencia y poder del Pneuma.

El cuerpo del Verbo, en su naturaleza propia se enriqueció del Verbo al que fue unido: se hizo santo, vivificante, lleno de la energía divina. Y en Cristo, nosotros hemos sido transformados[3], y en esta transformación participa la Pureza del Corazón.

Cristo llenó su cuerpo de la energía vivificante del Espíritu. En adelante llama Espíritu a su carne, sin negar que sea carne…Ella está unida en efecto al Verbo, que es la vida, dice San Cirilo de Alejandría[4].

Los Padres de Alejandría, y particularmente san Cirilo, desarrollaron esta mística de la adopción deificante. Sólo el Verbo es Hijo por naturaleza, pero en su Cuerpo, en su Espíritu, nos convertimos en “hijos por participación”. Y ya lo hemos dicho, Cristo es Él Único Puro y de esta pureza también participamos nosotros como hijo, dando así lugar a lo que podemos definir, con San Cirilo de Alejandría[5], una Cristología energética, pneumática, donde la humanidad es penetrada por la incandescencia de la divinidad como el hierro al rojo lo es por el fuego.

La participación del Espíritu Santo, nos da, a nosotros los hombres, la gracia de ser moldeado como imagen plena de la naturaleza divina, y nuevamente nos dice San Cirilo: “El que recibe la imagen del Hijo, es decir del Espíritu, posee plenamente por éste al Hijo y al Padre que están en él”[6].

Ser deificado significa, pues, convertirse en un viviente con una vida más fuerte que la muerte, y por esto la Pureza del Corazón en el fin de la Vida en Dios, ya que el Verbo es la vida misma y el Espíritu el que vivifica, el que nos vivifica. Con San Ireneo de Lyon podremos decir: “Es imposible vivir sin la vida, y no existe vida más que por participación de la de Dios, y esta participación consiste en ver a Dios y gozar de su plenitud”[7].

El mismo San Ireneo nos dice: “La gloria de Dios es el hombre vivo y la vida de hombre es la visión de Dios. Si ya la revelación de Dios por la creación da vida a todos los seres que viven sobre la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo dará la vida a los que ven a Dios”[8]. Y en otra parte nos agrega: “Dios mismo es la vida de los que participan de Él”[9].

La santidad es la vida en plenitud. Y hay santidad en todo hombre que participa profundamente de la vida. No sólo en el gran asceta, sino también en el creador de belleza, en el que busca la verdad escondida en el misterio de los seres y las cosas, en el profundo amor de un hombre y una mujer, en la madre que sabe consolar a su hijo y darle a luz espiritualmente. En silencio monástico, como en el apostolado de la gran ciudad, en el trabajo sencillo del obrero, como en el laboratorio del científico, todos y cada uno de nosotros donde estemos estamos destinados a la Pureza del Corazón como camina de santidad, Ya que en esto consiste nuestro ser como Dios, y junto a Orígenes podremos decir: “Los santos son los que viven. Y los que están vivos son los santos”[10].

Recordémoslo: las virtudes son divino-humanas, participación de los atributos de Dios. Por ellas, Dios se hace hombre en el hombre y vuelve al hombre Dios. Y nuevamente nos ilumina San Máximo el Confesor: “El Espíritu unido a Dios por la oración y por el amor adquiere sabiduría, bondad, poder, beneficencia, liberalidad…en resumen, lleva en él los atributos de Dios”[11].

En el hombre deificado se construye el camino de la Pureza del Corazón, como un camino en un único “sentido”, el de unir la inteligencia, los deseos y la fuerza transfigurándolos en la luz divina.

Con Diadoco de Fótica podemos pensar y afirmar sin temor, que “el conocimiento espiritual nos enseña que existe un solo sentido natural del alma, dividido (…) a causa de la desobediencia de Adán. Pero ha sido reunificado por el Espíritu Santo (…). El espíritu de los que se desligan de las codicias de la vida gracias a su desasimiento, se llena de vigor y puede sentir indeciblemente la plenitud divina. Entonces comunica su alegría al mismo cuerpo (…): Dice el salmista: “En Él, mi carne ha florecido” (Salmo 27, 7)”[12].

Ya aquí abajo, el hombre se convierte en un “resucitado”; es la “pequeña resurrección” de la que habla Evagrio, y que anticipa la victoria definitiva sobre la muerte y la transfiguración del cosmos, de todo el creado. La comunión con Dios es, participación en su ser. Por la gracia, los participantes se identifican con el participado. El movimiento y la estabilidad se equilibran y refuerzan; es una estabilidad en la identidad, un movimiento en la alteridad irreductible.

Nuevamente San Máximo el Confesor nos ilumina: “El fin de la fe es la verdadera revelación de su objeto. Y la verdadera revelación del objeto de la fe, es la comunión indecible con Él… Esta comunión es el retorno de los creyentes tanto a sus orígenes como a su final… y, por consiguiente, la saciedad del deseo. La saciedad del deseo, es la estabilidad eternamente en movimiento de los que la desean en torno al objeto deseado… y por tanto la eterna alegría sin separación…, la participación en las cosas divinas. Esta participación en las cosas divinas es la similitud de lo participado y los participantes. Y esta similitud es la identidad de los participantes con lo participado… Esta identidad es la deificación”[13].

Sólo la antinomia puede evocar la deificación. El hombre, sin dejar de ser hombre, queda enteramente iluminado por la gloria.

Y nuevamente San Máximo nos dice: “El hombre deificado, permaneciendo enteramente hombre por su naturaleza, en su alma y en su cuerpo, se convierte enteramente en Dios en su alma y su cuerpo, por la gracia y el esplendor divino de la gloria beatificante que le llena totalmente”[14].

Dios nos envuelve en su plenitud cuando nos deifica. Y el hombre, nosotros, con la adhesión de su amor, se unimos totalmente a la energía divina; la energía de Dios y de los santos es sólo una. Dios “todo en todos”, “todo en todo”.

Sin embargo, todo queda orientado hacia la metamorfosis cósmica. Todo queda atrapado en el dinamismo de la comunión de los santos y, por ella de la resurrección universal.

La comunión de los santos perfila poco a poco el rostro de Cristo que viene. Da a luz al Logos en la historia y en el universo en el Logos. La luz del Tabor, que es la luz de pascual, se difunde progresivamente, estalla en la santidad y abrazará a todos en la Parusía. Entonces el fin de la Pureza que deifica es la Parusía.

Como dice San Máximo el Confesor: “El Verbo se manifiesta en los perfectos imprimiendo en ellos de antemano y misteriosamente la forma de su venida futura, como en un icono”[15].

“Allá, en la paz, dirá San Agustín, veremos al que es Dios… nosotros, los infieles a ese Dios que nos hubiera hecho dioses si a ingratitud no nos hubiera arrancado de su comunión… Recreados por Él y llenos de la más abundante gracia, veremos en ese eterno reposo, al que es Dios, de quien seremos colmados cuando sea todo en todos…Ese día será el sabbat nuestro que no tendrá atardecer, y que terminará el domingo eterno en que se manifieste la resurrección de Cristo ofreciendo plenitud eterna tanto al alma como al cuerpo. Allá estaremos en la paz y nos querremos; nos querremos y nos amaremos; nos amaremos y nos celebraremos”[16].

Igual que el cuerpo del Señor fue glorificado en la montaña, transfigurado en la gloria de Dios y en la luz infinita, así los cuerpos de los santos serán glorificados y resplandecerán como el relámpago… Y con el Pseudo Macario diremos: “Les he dado la gloria que tú me diste” (Jn 17, 22). Igual que se pueden encender innumerables cirios con una sola llama, así los cuerpos de todos los miembros de Cristo formarán el de Cristo en la única Pureza del Único Puro… Nuestra naturaleza humana ha sido transformada en la plenitud de Dios, y se ha convertido toda entera en fuego y luz”[17].

“El fuego oculto y casi apagado bajo las cenizas de este mundo… estallará y abrazará divinamente a la apariencia de muerte”[18]. “El interior oculto recubrirá completamente la apariencia exterior”[19].

La resurrección comienza aquí abajo; en la Iglesia de los primeros tiempos, un hombre profundamente espiritual era ya un “resucitado”. Los momentos más auténticos de nuestra vida, los que se ubican en lo invisible, tienen ya el sabor de la resurrección. La resurrección comienza cada vez que una persona, despojándose de sus condicionamientos para transfigurarlos, encuentra en la gracia el “cuerpo de su alma”, “la exterioridad de su interioridad”[20]. Cada vez que reabsorbe la modalidad opaca, separadora, necrosada del mundo en su modalidad crística, en “ese fuego inefable y prodigioso oculto en la esencia de las cosas como en la Zarza”[21].

Los santos son gérmenes de resurrección. Sólo ellos pueden orientar hacia la resurrección la pasión ciega de la historia, por eso la virtud de la Pureza del Corazón, hoy se nos plantea como un desafío que es una llamada.

Fundamentos del amor del Yo liberado.

El progreso espiritual como dinámica de la Pureza del corazón, no tiene, en definitiva, otra verificación ni una mejor expresión, que nuestra capacidad de amar, que se traduce en un respeto, un servicio, un afecto desinteresado que no pide reciprocidad, en una “simpatía”, leer “empatía”, que nos induce a salir de nosotros para “sentir con”, “sentir en” el otro. Es una capacidad de descubrir al otro como una interioridad tan misteriosa y profunda como la mía, pero diferente, y querida diferente por Dios.

En el mundo caído, se ha roto la unidad de los hombres; todo parece una “pelea de reptiles”, y yo intento librarme de la angustia que me atenaza proyectándola sobre el otro, como si fuera un odre receptor de mi trágica finitud. El otro es siempre mi enemigo, y tengo necesidad de que lo sea. En Cristo, la muerte ha sido vencida y mi infierno interior transformado en Iglesia; ya no tengo necesidad de enemigos, nadie me separa de nadie. El criterio de profundización espiritual se concreta en el amor a los enemigos, según la paradójica consigna evangélica que sólo adquiere sentido por la cruz –la de Cristo y la nuestra – y por la resurrección – la de Cristo y a nuestra –. Y esto como máxima expresión de un Corazón purificado.

Nos dice San Juan Clímaco: “Vi un día tres monjes a los que se les humilló de forma parecida y al mismo tiempo, el primero se sintió terriblemente herido, se turbó, pero guardó silencio. El segundo sintió alegría por sí mismo, pero tristeza por el que le insultó. El tercero sólo pensó en el daño de su prójimo y lloró con extrema compasión. Uno estaba poseído por el miedo, el otro por la esperanza de la recompensa, el tercero por el amor”[22].

El verdadero milagro, el más difícil, es el del ejemplo y el ejercicio del amor, en el sentido espiritual de este término (el Evangelio habla de ágape, la caritas latina). La Pureza del Corazón necesariamente apunta a esta libertada del amor que implica entrar en Dios, y dejarse atrapar por el inmenso movimiento de amor de la Trinidad que nos revela al otro como “prójimo” o, mejor dicho, que permite a cada uno de nosotros constituirse en “prójimo” de lo demás hombres. Por esto la Pureza del Corazón es un don – llamado bautismal, donde convertirse en prójimo significa alcanzar a Cristo, porque Él se identifica con todo hombre que sufre, que es rechazado, que está encarcelado, que es ignorado. Recordemos la escena del juicio final en el evangelio de san Mateo: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme… Señor ¿cuándo te vimos con hambre, y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo llegaste como extranjero y te recogimos o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo estuviste enfermo, en la cárcel y fuimos a visitarte? Y el rey les contestará: Os lo aseguro, cada vez que lo hicisteis con uno de mis hermanos más pequeños lo hicisteis conmigo” (Mt 25, 35-40). Sí, la Pureza del Corazón es amor que se hace prójimo. El amor de ágape descubre que todo hombre, y especialmente todo hombre que sufre, es el sacramento de Cristo, “otro Cristo”, como dice san Juan Crisóstomo. El hombre es una existencia en relación, a imagen del Uno-Trinidad.

San Basilio nos dice: “Después de haber depositado estas semillas en nuestros corazones, el Señor reclama los frutos y dice:  “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros” (Jn 13, 34). El Señor, queriendo alentar a nuestras almas a observar este mandamiento, no reclamó a sus discípulos como prueba de su fidelidad, que hicieran prodigios ni milagros inauditos –aunque les dio, en el Espíritu Santo, el poder de realizarlos – sino que les dice: “Todos sabrán que son mis discípulos por el amor que se profesan unos a otros” (Jn 13, 35).

Une de tal manera estos preceptos que revierte sobre sí mismo los beneficios de que el prójimo es objeto. “Porque tuve hambre, dice, y me dieron de comer”. Y añade: “Todo lo que hicieron al menor de mis hermanos, a mí me lo ha n hecho” (Mt 25, 35-40). Así, por el primer precepto, es posible observar el segundo y, por el segundo, volver al primero: amando al Señor, se ama también al prójimo porque: “El que me ama, dice el Señor, guardará mis mandamientos” y “Mi mandamiento es que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (J 13, 34)”[23].

Es como la imagen del círculo o, más bien, de los rayos de una rueda. Los rayos están separados pero se unen en el centro. Aproximadamente al centro, que es Dios, significa poseer la revelación del prójimo. Porque no se puede conocer a otro, como persona, más que por una revelación. Por un conocimiento-desconocimiento. El amor es pobreza, kénosis. El conocimiento del prójimo es inseparable de una actitud de no-posesión.

Nos Doroteo de gaza: “Tal es la naturaleza del amor: en la medida en que nos alejamos del centro (del círculo) y no amamos a Dios, en la misma medida, nos alejamos del prójimo. Pero si amamos a Dios, cuanto más nos aproximemos  a Él por el amor, más unidos nos sentiremos al prójimo por amor en una actitud vital de Pureza del Alma”[24].

Misterio y esplendor del Cuerpo de Cristo: todos somos “miembros” de Cristo, como escribe Pablo, “miembros los unos de los otros”. Consustancialidad humana. Existe un solo hombre, en el sentido más real posible. El amor que genera la Pureza del Corazón, circula por este cuerpo ilimitado como sangre divino-humana.

Un anciano dijo: “He pasado veinte años luchando para ver a todos los hombres como uno solo”[25].

Esta unidad crística se expresa en el Espíritu Santo, al que toda la tradición desde Pablo y Juan, designa como el Espíritu de comunión, la cual transcriben la humanidad la gran comunión trinitaria.

“Cuando el amor perfecto, dice San Gregorio, excluya por la Pureza del Alma, el miedo o cuando el miedo o cuando el miedo se haya metamorfoseado en amor, entonces todo el que se salve formará una unidad que crecerá junto a la Plenitud única, y todos serán unos en otros, uno en la Paloma perfecta. (…) De esta manera, cercados por la unidad del Espíritu Santo como por el lazo de la paz, todos formarán un solo Cuerpo y un solo Espíritu (…). Pero será mejor citar literalmente las palabras mismas del Evangelio: “Que todos sean uno, como tú, Padre, eres en mí y yo en ti, a fin de que ellos sean uno en nosotros” (Jn 17, 21). Ahora bien, el lugar de esta unidad es la gloria. Quienquiera que esté familiarizado con las Escrituras, si está atento a la palabra del Señor: “La gloria que tú me has dado, yo se la he transmitido” (Jn 17, 22), convendrá en que esta gloria s el Espíritu Santo. En efecto, les dio realmente la gloria cuando dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22)”[26].

El hombre santificado ya no es un separado. Así es en la medida en que comprende activamente que ya no está separado de nada, ni de nadie, y sólo en esta medida se santifica. Lleva en él a la humanidad, a todos los hombres, con su pasión y resurrección. Se identifica, en Cristo, con el “Adán total”. Su yo ya no le interesa, sino que incluye a todos los hombres en su oración, en su amor, sin juzgar ni condenar, salvo a sí mismo, como el último de todos. S hace infinitamente vulnerable a los horrores del mundo, a las tragedias siempre nuevas de la historia, pero triturado con Cristo, resucita con Él, y con todos, y sabe que la resurrección tiene la última palabra. Más allá del horror, está la alegría, dice el Pseudo Macario: “los que han sido juzgados dignos de convertirse en hijos de Dios y de nacer de lo alto, del Espíritu Santo (…), lloran y se afligen por todo el género humano, ruegan por e Adán total vertiendo lágrimas, abrasados como están de amor espiritual por la humanidad. También a veces su espíritu se inflama con una alegría y con un amor tal que, si fuera posible, llevarían a todos los hombres en su corazón, sin distinguir los malos de los buenos: A veces, en la humildad del espíritu, se rebajan de tal forma ante los hombres que se consideran los últimos y los más pequeños de todos. Después de lo cual, el Espíritu les hace vivir de nuevo con una alegría inefable”[27].

Nuestra vida y muerte espirituales se ponen en juego en nuestra relación con el otro. Por eso dice san Juan de la Cruz: “El último día seremos juzgados sobre el amor”.

El abba Antonio dice: “La vida y la muerte dependen de nuestro prójimo. En efecto, si queremos a nuestros hermanos queremos a Dios pero si escandalizamos a nuestro hermano, pecamos contra Cristo”[28].

Para encontrar la parrhèsia, la amistad confiada con Dios, no existe otra vía que la compasión o, como se dice en griego, la “simpatía”, que es la capacidad de sufrir con, de sentir con, es decir la plenitud del Alma Purificada porque liberada de sí misma se abre al Otro y en Él a los Hermanos. Para un hombre que no siente compasión, el sufrimiento de los hombres se interpone entre él y Dios.

El abba Teodoro de Ferme interpeló al abba Pambo: “Dime algo”. A duras penas, le dijo: “Teodoro, ve y ten compasión de todos. La compasión nos permite hablar libremente con Dios”[29].

Porque la compasión del hombre termina por unirse a la compasión misma que Dios experimenta por el mundo. Gregorio Niceno habla del pathos, de la pasión de Dios por los hombres, del “Dios que sufre”, del Dios patético. Y Pascal dice: “Jesús estará agonizando hasta el fin del mundo”.

San Isaac el sirio dice: “Hermano, te recomiendo esto, que el peso de la compasión en ti haga inclinarse la balanza hasta que sientas en tu corazón la compasión misma que Dios siente por el mundo”[30].

Amar a los hombres significa, en definitiva, estar dispuesto a renunciar a la propia salvación para que ellos se salven, como imploraron Moisés y Pablo.

Amar a los hombres significa compartir hasta la muerte, la kénosis del amor de Dios en su Hijo único…

Tal era el signo por el que se reconocía a los que habían alcanzado la perfección: se entregarían al fuego diez veces al día por amor a los hombres, y no estarían satisfechos. Esto es lo que dice Moisés a Dios: “Perdona su pecado, y si no, bórrame del libro que has escrito” (Ex 32, 31). Y esto es también lo que dice el bienaventurado Pablo: “Quisiera verme separado de Cristo por mis hermanos” (Rom 9, 3).

Nuevamente san Isaac el Sirio, “y también Dios mismo, el Señor, que en su amor por la creación, entregó a su propio Hijo a la muerte en la cruz. “Tanto amó Dios al mundo que, por él, entregó a la muerte a su Hijo único” (Jn 3, 16). Así, los santos(…) semejantes a Dios, derraman sobre todos la sobreabundancia de su amor”[31].

El verdadero espiritual se aleja de todos para estar “a solas” con Dios. Pero al perderse anónimo en Dios, se encuentra con Cristo en el gran movimiento del amor trinitario, no ya separado sino unido a todos, con esto retornamos al inicio con el fin de la vida anacorética que es el anonadamiento.

El bienaventurado Evagrio Póntico nos dice: “bienaventurado el que vela por la salvación y el progreso de todos con alegría, como si fueran los suyos. Bienaventurado el que considera a todos los hombres como Dios, cerca de Dios (…), el que está separado de todos y unido a todos, por el camino de la mortificación”[32].

Las exigencias de la Pureza del Amor.

La ardiente meditación de la cruz, es decir del amor sin límites de Dios, hace que se disuelva en nosotros el rencor, el resentimiento, el odio. Ante la inmensidad del perdón de Dios, dice el Evangelio, ¿cómo no perdonar al otro? ¿Cómo recibir el perdón de Dios si no perdonamos al otro?

San Juan Clímaco dice releyendo el evangelio: “perdona nuestras deudas así como (en la medida en que) nosotros perdonamos a nuestros deudores”, rezamos en el padrenuestro. El recuerdo de los sufrimientos de Cristo, cura el alma del rencor tanto como el ejemplo del amor de Jesús”[33].

Máximo el Confesor indica algunas actitudes para vencer el odio como camino de purificación. “Saber que toda negativa personal nos priva de Cristo; prohibir a las tendencias agresivas que lleguen a la lengua, al razonamiento, la autojustificación y el análisis psicológico que, bajo pretexto de objetividad y lucidez, reducen el misterio del otro y provocan su destrucción sutil; no alejarse de lo que nos molesta y amenaza, sino intentar con humilde dulzura y pureza de intención deshacer el malentendido. Si esto no es posible, orar por el otro, callarse y rehusar absolutamente hablar mal de él.

¿Tu hermano ha sido para ti ocasión de prueba y la tristeza te ha llevado al odio? No te dejes vencer, triunfa sobre el odio con el amor. Y he aquí cómo: orando a Dios sinceramente por él, aceptando que se excuse o convirtiéndote tú mismo en su defensor; tomando sobre ti la responsabilidad de tu prueba y soportándola con valor hasta que la nube se haya disipado. Si ayer alababas la bondad y proclamabas la virtud de alguien, guárdate de criticarlo hoy como malvado y perverso, porque en ti el afecto se haya trocado en aversión. No busques, reprobando a tu hermano, legitimar tu aversión sino persiste en alabarlo fielmente, incluso aunque la tristeza te agobie, y volverás rápidamente a la saludable caridad. No hieras jamás a tu hermano con palabras ambiguas no sea que él te responda en los mismos términos al momento y los dos os salgáis de la disposición de la caridad. Ve con la franqueza de la amistad. Repréndele y, suprimidas las causas del mal, os sentiréis libres los dos de la turbación y la amargura. Un alma que alimenta el odio contra un hombre no puede estar en paz con Dios. (…) “Si no perdonan a los hombres sus faltas, el Padre celestial no los perdonará a ustedes” (Mt 6, 14). Si el otro no quiere hacer la paz, tú, al menos, guárdate del odio y ora sinceramente por él, sin decir a nadie nada malo de él. El objetivo de todos los preceptos del Salvador es librar el espíritu del caos y el odio, ara llevarlo a su amor y al del prójimo, de donde brota como un relámpago el santo conocimiento”[34].

Según la recomendación evangélica de reconciliarse con el hermano antes de llevar la ofrenda al altar, es necesario perdonar para atreverse a ofrecer a Cristo un poco de amor verdadero.

Si quieres guardar el amor como Dios quiere, “no permitas que tu hermano albergue ningún sentimiento de amargura hacia ti y, por tu parte, no te retires con un sentimiento de amargura hacia él; mejor ve a reconciliarte con tu hermano, y así podrás ofrecer a Cristo, con conciencia pura y oración ferviente, el don del amor”[35].

“El mal es el sufrimiento destructor impuesto al otro, dice San Isaac el Sirio. No hay que responder al mal con el mal. Lo único que cuenta es la simpatía en comunión fundada, como dice Evagrio, sobre la secreta soledad con Dios. La falta del otro, hay que ocultarla, y, si es posible, tomarla sobre sí.

Déjate perseguir, pero tú no persigas.

Déjate crucificar, pero tú no crucifiques.

Déjate ultrajar, pero tú no ultrajes.

Déjate calumniar, pero tú no calumnies.

(…).

Alégrate con los que se alegran. Y llora con los que lloran. Tal es el signo de la pureza.

Sufre con los enfermos. Aflígete con los pecadores. Regocíjate con los que se arrepienten. Sé el amigo de todos. Pero, en tu espíritu, permanece solo. (…).

Extiende tu capa sobre el que cae en falta y cúbrele. Y si no puedes tomar sobre ti su falta y recibir su castigo y su vergüenza, no le agobies”[36].

El amor al prójimo es más importante que la oración.

Dice San Juan Clímaco, “sucede que, mientras estamos en oración, llegan unos hermanos a buscarnos. Debemos entonces elegir entre interrumpir nuestra oración o entristecer a nuestros hermanos al rehusar contestarles. Pero clamor es más grande que la oración; la oración es una virtud entre otras, mientras que el amor la contiene todas”[37].

El servicio concreto a los demás, con el olvido de sí, la paciencia y el afecto verdadero que implica, vale más que cualquier mortificación y es el único camino de Purificación que nos hace objetivos frente a nosotros mismos.

Un hermano dijo a uno de los ancianos: “Hay dos hermanos; uno no abandona nunca la celda donde ora, ayuna seis días seguidos y se entrega a todo tipo de mortificaciones. El otro cuida a los enfermos. ¿Cuál lleva una vida más agradable a Dios?”

El anciano respondió: “Aunque el hermano que ayuna seis días seguidos se colgara de la nariz, no igualaría al que cuida a los enfermos”[38].

No podemos pensar en la Pureza del Corazón sin necesitar el ministerio de la caridad. Incluso se debe vender el libro de los evangelios si no existe otro medio para dar de comer a los hambrientos. El don de la vida vale más que el libro más santo, sobre todo cuando ese libro exige el don de la vida.

El bienaventurado Evagrio nos dice: “un hermano tenía por toda posesión un Evangelio. Lo vendió y gastó el dinero en comida para los hambrientos, diciendo estas palabras memorables: “Lo que he vendido es el libro que me dice: “Vende lo que tienes y dáselo a los pobres”[39].

El amor desea y realiza, en la medida de lo posible, un cambio en la vida, cuando la existencia del otro es lenta destrucción del cuerpo y brutal exclusión social. Recordemos la importancia del “besar al leproso” en la tradición mística.

El abba Agatón dice: “Si pudiera encontrar un leproso, darle mi cuerpo y tomar el suyo, me sentiría muy dichoso”. Tal es, en efecto, el verdadero amor, del Puro Amor[40].

La pureza del hacernos oración.

Ya para ir concluyendo diremos que la oración en su límite de purificación del corazón, se hace “espontánea”, “continua”. Alcanza y libera el impulso más profundo de nuestra naturaleza y la celebración intima de las cosas. En ella concluye el exilio de la gloria. El gran latido de la sangre, las intuiciones del corazón y los pensamientos de la inteligencia no cesan de “cantar en secreto al Dios escondido”.

Cuando el Espíritu habita en un hombre ya no le abandona., por lo que este hombre se hace oración, pues el Espíritu no deja de rezar en él. Ya duerma o vele, la oración permanece en su alma. Ya coma, beba o duerma, haga lo que haga e incluso en el sueño más profundo, el perfume de la oración se eleva sin pena desde su corazón. La oración no le abandona. En todos los momentos de su vida, incluso cuando parece que ha cesado, está secretamente actuando en él. Uno de los Padres portadores de Cristo dice que la oración es el silencio de los puros de corazón, ya que sus pensamientos son movimientos divinos. Los movimientos del corazón y de la inteligencia purificados son voces plenas de dulzura, con las que cantan continuamente en secreto al Dios escondido[41].

Mediante la praxis ascética, las “virtudes” que son ya divino-humanas y que nos revisten de Cristo; mediante el misterio percibido de los seres y de las cosas, la oración de purificación se convierte en estado. El hombre ya no reza, dando al término el sentido de una acción voluntaria y a menudo difícil, sino que es oración; da sentido y voz a la oración muda y dolorosa de las cosas y la oración, cumpliendo las “virtudes”, irradia acogida y ternura purificada.

Vamos hacia las virtudes para revelar las “esencias” (logoi) de los seres creados. Vamos hacia las “esencias” de los seres creados por el Señor que las establece. En cuanto a él, tiene costumbre de aparecer cuando la oración se hace estado y la Pureza del Corazón razón de vida[42].

El hombre viajero exiliado en la tierra, comprende que no tiene otro lugar más que Dios. Hace su morada en la unidad del Padre y del Hijo, unidad que es el espacio mismo del Espíritu. Desde aquí abajo es conducido por esa respiración de la unidad, por la plenitud trinitaria. No obstante, él es l gran celebrante de la vida. Es entonces cuando se realizará en nosotros la oración que nuestro Salvador dirigió a su Padre por sus discípulos: “Para que el amor, con el que tú me has amado esté en ellos, y ellos en nosotros” (Jn 17, 20) (…). El amor pleno con el que “Dios nos amó primero” (I Jn 4, 10) pasa a nuestro corazón en cumplimiento de esta oración del Señor (…); estos serán los signos: Dios será nuestro amor y nuestro deseo, nuestro estudio y nuestro pensamiento. Será nuestra vida. La unidad del Padre con el Hijo y del Hijo con el Padre se apodera de nuestras sensaciones e inteligencia, y, de la misma manera que Dios nos ama plenamente, nosotros estaremos unidos a él con una ternura que no tendrá desfallecimiento; de tal manera que respiraremos, pensaremos y hablaremos en él.

Y así llegaremos al fin que el Señor deseaba para nosotros en su oración: “Para que sean uno, como nosotros somos uno, yo en ellos y tú en mí, para que queden realizados en la unidad” (Jn 17, 22-23). “Padre, quiero que los que tú me has entregado estén conmigo” (Jn 17, 24).

Esta debe ser nuestra meta: conseguir desde esta vida, esta respiración en la unidad como un gusto anticipado de la vida  de la gloria del cielo. Este es el término de la perfección: (…) que toda nuestra vida, todos los latidos de nuestro corazón, se conviertan en una oración única e ininterrumpida[43].

La búsqueda del “estado de oración como camino de purificación” no está reservada a los monjes y o anacoretas. La existencia de un cristiano puede, hasta en las obligaciones más cotidianas, hacerse oración y camino de purificación, si llevan la esperanza y la confianza a través de las vicisitudes; si toda la existencia se descifra a la luz de la cruz y de la resurrección. Entonces el hombre será capaz de prolongar la liturgia en la cultura y en la sociedad; de “hacer eucaristía en todas las cosas” tal y como lo pedía san Pablo.

Reza sin cesar quien une la oración con sus obligaciones y sus obligaciones con la oración. Sólo así podemos hacer realizable el precepto de orar sin cesar. Debemos considerar toda la existencia cristiana como una única y gran oración de la que nosotros estamos acostumbrados a llamar con ese nombre sólo a una parte[44].

La oración es continua cuando el espíritu se adhiere a Dios con un gran sobrecogimiento y en gran deseo y permanece siempre suspendida en él por la esperanza y la confianza en todas las acciones y en todos los acontecimientos del destino[45].

Desde la perspectiva bíblica, el corazón es el centro desde donde surgen todas las reacciones de la vida espiritual y corpórea. “Por encima de todo vigila tu corazón, (tus intenciones), pues de él, (de ellas), brota la vida.”. El corazón es el que interpreta las situaciones de la vida del hombre, sean buenas o malas. Todo el movimiento del corazón del hombre es reflejo de toda su persona y al mismo tiempo es la vertiente que todo lo riega. Afecta el pensamiento, las palabras y las acciones. El hombre no puede hablar sin revelar su propio corazón, lo quiera o no. “Porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc 6, 45) De esta manera nuestras palabras expresan la realidad que se custodia en nuestro corazón, y puede de consecuencia condenarlo o justificarlo. La relación entre la palabra y el corazón está expresada por San Pablo así: “ Con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa para obtener la salvación” (Rm.10, 10). La Lectio divina, vive de y en esta relación, ya que cada uno de nosotros se relaciona por palabras o pensamientos – sentires, con Dios. Por lo tanto, aquello que el corazón cree la boca lo tiene que confesar.

El evangelio nos expone a una nueva realidad, la posibilidad de que pueden coexistir juntos dos corazones, uno como aquel que traduce exactamente su estado, y el otro, al contrario, es aquel del cual salen los pensamientos, palabras y acciones simuladas, que no traducen el estado real del hombre. Éste hombre, yo, tú, cada uno de nosotros actúa de manera tal que se presenta como virtuoso pero en realidad no existe tal virtud. “Raza de víboras, ¿cómo pueden ustedes decir cosas buenas, siendo malos? Porque la boca habla de la abundancia del corazón”. (Mt. 12, 34) Esta Palabra del Señor nos llama a estar atentos, la vida del peregrino del Señor, no es un juego de posibilidades, sino la dura realidad del que tiene que jugarse por el Señor. Cuando oremos, cuando leamos la palabra, estemos atentos, la Lectio divina es escucha de la Palabra, no de “mis palabras”.

El Señor en estas expresiones de su Palabra nos está enseñando que no podemos decir cosas buenas cuando somos malos, por esto a los falsos “virtuosos” los llama víboras. El Señor está hablando de manera fuerte, estemos atento. La víbora en el lenguaje bíblico y en nuestro popular, es símbolo del demonio, y este personaje al que el mundo contemporáneo, lo quiere minimizar, es una energía, una fuerza que actúa en contra del proyecto del Señor, por esos nos lo advierte.

Su manera de actuar es llenando el corazón de males y pasiones, sirviéndose de la razón, (los pensamientos) y de los sentidos, para inundar lo que tiene que el tabernáculo del Señor, transformando “el tesoro” del corazón en su refugio.

En tanto que cuando Dios actúa sobre nuestro corazón lo trasforma “creando un corazón nuevo” (Ez. 36, 26), y con este corazón nuevo nosotros somos transformados en seres nuevos.

En la Biblia, la creación del corazón nuevo equivale a tres operaciones esenciales. La primera: El corazón del hombre pecador es un corazón arrepentido. La segunda: El hombre es purificado, lavado desde dentro. La tercera: El hombre en estas condiciones recibe el Espíritu Santo, nuestro gran pedagogo y guía en el camino de la Purificación del Corazón.

En el Antiguo Testamento, la creación de un corazón nuevo era una acción esencial e individual. En el Nuevo Testamento esa es generalizada, no en lo relativo a un corazón nuevo, sino también a la creación de un hombre nuevo.

La purificación del corazón, es para nosotros una necesidad que se transforma a diario en una obligación en tanto que la creación de un corazón nuevo es una realidad sobrenatural que da Dios según su designio.

Como hemos podido escuchar para los Santos Padres, la purificación del corazón es condición fundamental de salvación.

“El corazón dirige y gobierna el entero cuerpo y cuando la gracia se detiene en su elegido y lo posee, arriba a reinar sobre todos sus miembros y sus pensamientos. El corazón es la sede de los pensamientos y cada pensamiento, del alma es su esperanza.”[46].

De esta manera vemos que para los Santos Padres, la gracia puede penetrar el pensamiento, la voluntad y la conciencia. De aquí la importancia de la purificación del corazón como antesala de la llegada de la gracia.

Nos hemos planteado alguna vez la razón de porque Dios haya elegido el corazón del hombre como sede de su presencia. “Dame tu corazón y préstame atención, hijo mío, y ten finjo tus ojos en mis consejos” (Pr. 23, 26). El primer mandamiento: “Amaras al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Dt 6, 5)

En realidad nosotros no poseemos nada más tierno, afectuoso, dulce, misericordioso que el corazón, pero el corazón tiene una característica que supera la ternura, la afectuosidad, la misericordia, el corazón es en un cierto modo, “El santo de los santos del hombre. Por esto para amar al Señor la purificación del corazón es fundamental.

“Si tu eres puro, el cielo está en ti, y dentro de ti podrás ver a los ángeles y su luz.”(Isaac el sirio).

Cuán necesaria nos es la pureza de corazón. El primer medio para llegar a la perfección, es la pureza de corazón. Por este solo medio un San Pablo el Ermitaño, una Santa María Egipciana y tantos otros santos solitarios, llegaron a poseerla. Después de la pureza de corazón, vienen los preconceptos y la doctrina espiritual de los libros, luego la dirección y la fiel cooperación a las gracias. Ese es el gran camino de la perfección. Debemos poner todo nuestro interés en purificar nuestro corazón, porque ahí está la raíz de todos nuestros males. Para imaginar lo necesaria que nos es la pureza de corazón, es preciso comprender la corrupción natural del corazón humano. Hay en nosotros una malicia infinita que no vemos, porque no entramos nunca seriamente en nosotros mismos, si lo hiciéramos, encontraríamos un número incontable de deseos y de apetitos desarreglados de honor, de placer, de comodidades, que le agitan sin celar en nuestro corazón. Estamos tan llenos de ideas falsas y de juicios erróneos, de afectos desordenados, de pasiones y de malicia, que sentiríamos vergüenza de nosotros mismos si nos viésemos tal como somos. Pero trabajando sin cesar en purificar nuestra alma, el fondo se va descubriendo poco a poco y Dios manifiesta su presencia en ella por los poderosos y maravillosos efectos que opera en el alma, y por medio de ella para bien de los demás. Cuando el corazón está bien purificado, Dios llena de su santa presencia y de su amor el alma y todas sus potencias, la memoria, el entendimiento y la voluntad. De ese modo la pureza de corazón lleva a la unión divina y no se llega a ella de ordinario por otros caminos.

El camino más corto y seguro para llegar a la perfección, es dedicarnos a la pureza de corazón con más empeño que a cualquier otro ejercicio de las virtudes; porque Dios está dispuesto a concedemos toda clase de gracias con tal de que no le pongamos obstáculos. Ahora bien: únicamente purificando nuestro corazón, es como destruiremos todo lo que impide la acción de Dios. De forma que, quitados los impedimentos, casi no podemos ni imaginar los admirables efectos que Dios obra en el alma.

A ninguna de las prácticas de la vida espiritual se opone tanto el demonio como al trabajo para conseguí la pureza de corazón.

Extraído de Conferencia en Librería “Lectio”

30/10/09


[1] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Capítulos teológicos y económicos (PG 90, 1165).
[2] Cfr. CIRILO DE ALEJADRÍA, Sobre Juan, 1,14 (PG 73, 161).
[3] Cfr. CIRILO DE ALEJANDRÍA, Cristo es uno (PG 75, 1269).
[4] Cfr. Comentario Sobre Juan, 6,64 (PG 73, 604).
[5] Cfr. Tesoro, 13 (PG 75, 228).
[6] Cfr. Tesoro, 33 (PG 75 572).
[7] Cfr. IRENEO DE LYON, Contra las herejías, IV, 20, 5 (SC n. 100 bis, p. 642).
[8] Cfr. IRENEO DE LYON, Contra las herejías, IV, 20, 7 (SC n. 100 bis, p. 648).
[9] Cfr. IRENEO DE LYON, Contra las herejías, V, 7, 1(SC n. 153, p. 86-88).
[10] Cfr. ORÍGENES, Comentarios al evangelio de san Juan, 2, 11 (GCS 4, 74).
[11] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias sobre la caridad, III, 52 (PG 90, 1001).
[12] Cfr. DIADOCO DE FÓTICA, Capítulos gnósticos, 25 (SC n. 5 bis, p. 96-97).
[13] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Preguntas a Thalassius, 59 (PG 90, 202b).
[14] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Ambigua (PG 91, 1088).
[15] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias gnósticas, II, 28 (PG 90, 1092).
[16] Cfr. AGUSTÍN DE HIPONA, La ciudad de Dios, 30, 4 (PL 41, 803).
[17] Cfr. PSEUDO-MACARIO, Homilía 15, 38 (PG 34, 602).
[18] Cfr. GREGORIO NICENO, Contra Eunomo, 5 (PG 45, 708).
[19] Cfr. GREGORIO NICENO, Séptimo discurso sobre las bienaventuranzas (PG 44, 1289).
[20] Cfr. René Habachi: La Résurrection des corps au regard de la philosophie. Archivio di Filosofia, Roma, 1981.
[21] Cfr. Máximo el Confesor; Ambigua, PG 91, 1148.
[22] Cfr. JUAN CLÍMACO, La escala santa, grado 8, 29 (34).
[23] Cfr. BASILIO DE CESAREA, Grandes Reglas 3, 1 y 2 (PG 30, 340).
[24] Cfr. DOROTEO DE GAZA, Instrucciones (SC n. 92, p. 286).
[25] Apotegmas de los que velan en la ascesis (SO n. 1, p. 407).
[26] Cfr. GREGORIO NICENO, Quince homilías sobre el Cantar de los Cantares (PG 44, 1116).
[27] Cfr. PSEUDO-MACARIO, Decimoctava homilía espiritual, 18, 8 (PG 34, 79)
[28] Apotegmas, Antonio, 9 (PG 65, 77).
[29] Apotegmas, Pambo, 14 (PG 65, 371).
[30] Cfr. ISAAC EL SIRIO, Tratados ascéticos, tratado 34.
[31] Cfr. ISAAC EL SIRIO, Tratados ascéticos, tratado 81.
[32] Cfr. EVAGRIO PÓNTICO, Sobre la oración, 123 122, 121, 124 (Filocalia I, 187).
[33] Cfr. JUAN CLÍMACO, La escala santa, grado 9,12 (14).
[34] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias sobre la caridad, IV, 22, 27, 32, 35, 56 (PG 90, 1052, 1053, 1056, 1060, 1061).
[35] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias sobre la caridad, I, 53 (PG 90, 972).
[36] Cfr. ISAAC EL SIRIO, Tratados ascéticos, tratado 58.
[37] Cfr. JUAN CLÍMACO, La escala santa, grado 26, 43 (52) (p. 131).
[38] Apotegmas. Serie de dichos anónimos, 224 (SO n. 1, p. 399).
[39] Cfr. EVAGRIO PÓNTICO, Tratado práctico, 97 (SC n. 171, p. 704).
[40] Apotegmas. Agatón, 26 (PG 65, 115).
[41] Cfr. ISAAC EL SIRIO, Tratados ascéticos, tratado 85.
[42] Cfr. EVAGRIO PÓNTICO, Sobre la oración, 52 (Filocalia I, 181).
[43] Cfr. JUAN CASIANO, Conferencias X, 7 (SC n. 54, p. 81).
[44] Cfr. ORÍGENES, Sobre la oración, 12 (PG 11, 452).
[45] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Libro ascético, 25 (PG 90, 932).
[46] Cfr. San Macario el grande, Hom. 15, 20.