La paz del corazón
(versión parcial)
Introducción
En 1782 fue publicada por primera vez en Venecia, gracias al mecenazgo de Juan Mavrogordato, príncipe rumano la recopilación de la Filocalia, en la cual colaboraron Nicodemo el Hagiorita, monje del Monte Athos (1749-1809) y el obispo Macario de Corinto (1731-1805). Se trataba de un voluminoso infolio de XVI-1207 páginas, divididas en dos columnas. Su nombre retornaba aquel ya dado por Basilio Magno y Gregorio Nazianzeno a una colección de pasajes de Orígenes por ellos elegidos. La Filocalia es uno de los muchos textos o conjunto de obras patrísticas, de las cuales se ocupó Nicodemo, justamente en su ansia por poner al alcance de todos, los grandes textos de los Padres. De modo particular, él no se cansó de buscar aquello que pudiera servir para transmitir a todos la doctrina de la oración continua y, mediante ella, el estímulo a practicarla. Su genio, pero sobre todo su gran alma cristiana, formada en la escuela de las ideas derivadas de las Escrituras y de la tradición, le había hecho intuir cómo, el respiro profundo de la oración continua debe ser -más allá de las distintas formas que pueda asumir – la expresión viva de una vida cristiana alimentada por los sacramentos y, a la vez, un medio poderosísimo
la unión divina. Una oración, sin embargo, que como vemos nace, avanza y alcanza su plenitud sólo mediante la constante disposición a la sobriedad del corazón y del intelecto. La sobriedad es ese estado de vigilancia continua que mantiene el alma en una especie de ayuno espiritual, no excitado por los pensamientos y por las imaginaciones que producen pasiones, las que perjudican la oración y corrompen la sanidad transmitida por los sacramentos, obstaculizando su potencia deificante justamente por ello, la recopilación de Nicodemo llevará el nombre de Filocalia de los Padres Népticos, es decir, “sobrios.”
El libro EL PEREGRINO RUSO ha dado a conocer al gran público la Filocalia. Las aventuras de este atrayente vagabundo de Jesús, la ha engalanado de un prestigio.
Antonio el Grande
Antonio el Grande, conocido también como “Antonio el Ermitaño” o “San Antonio de Egipto,” vivió entre los años 250 y 356, aproximadamente. De familia cristiana, más bien rico, habiendo quedado huérfano de muy joven y con una hermana pequeña a su cargo, un día fue fuertemente golpeado por la palabra del Señor al joven rico: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo aquello que posees, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los Cielos. Luego, ven y sígueme (Mt 19:21). Sintiéndose aludido, enseguida empezó a vender lo que poseía y a darse a una vida de oración y penitencia en su misma casa. Después de algún tiempo, confió a su hermana a una comunidad de vírgenes, y llevó una vida de oración y penitencia en su misma casa. Después de algún tiempo, confió a su hermana a una comunidad de vírgenes, y llevo una vida solitaria no lejos de su pueblo, poniéndose bajo la guía de un anciano asceta de quien se alejara, luego, para retirarse en el desierto, en una de las tumbas que se encontraban en aquella región.
Su ejemplo fue contagioso, y cuando se retiró al desierto de Pispir, el lugar no tardó en ser invadido por cristianos. Lo mismo sucedió cuando sucesivamente se retiró cerca del litoral del Mar Rojo. La vida consagrada al Señor, en soledad o en grupos, ya era una costumbre, pero con Antonio, el fenómeno asumió dimensiones siempre más amplias, tanto que podemos llamar a Antonio – según una conocida expresión de entonces, – “el padre de la vida monástica.”
También en Occidente su influencia fue grandísima, sobre todo gracias a la rápida difusión de la Vida, escrita por Atanasio poco después de la muerte de Antonio. Atanasio había conocido bien a Antonio en su juventud. La biografía que escribió debe ser considerada como un documento histórico de peso, si bien, obviamente, al escribirla, el autor ha usado procedimientos corrientes en la literatura de su tiempo, como el de poner en boca del protagonista largos discursos nunca pronunciados de esa forma y extensión, pero en los cuales se quiere recopilar, en una síntesis orgánica y vívida, las que fueron, efectivamente, las ideas más trascendentes del protagonista, por él expuestas – o, más simplemente, por él vividas – en las más variadas situaciones.
Se atribuyen a Antonio siete cartas escritas a los monjes, además de otras dirigidas a diversas personas. De la Vita Antonii escrita por Atanasio existe una óptima traducción italiana con un texto latino que la antecede, en las ediciones Mondadori/ Fundación Lorenzo Valla, 1974, a cargo de Christine Mohrmann. Se puede también ver una reciente traducción francesa de las Cartas de San Antonio en la colección Spiritualité Orientale N. 19, Abbaye de Bellefontaine.
Advertencia sobre la índole humana y la Vida Buena
Sucede que a los hombres se los llama, impropiamente, razonables. Sin embargo, no son razonables aquellos que han estudiado los discursos y los libros de los sabios de un tiempo; pero aquellos que tienen un alma razonable, y que están en condiciones de discernir entre lo que está bien y lo que está mal, aquellos que huyen de todo lo que es maldad y que daña el alma, mientras que se adhieren solícitamente a poner en práctica todo lo que es bueno y útil al alma, y hacen todo esto con mucha gratitud respecto de Dios, solamente estos últimos pueden ser llamados, en verdad, hombres razonables.
El hombre verdaderamente razonable tiene un solo deseo: creer en Dios y agradarle en todo. En función de esto -y solamente de esto – formará su alma, de modo que sea del agrado de Dios, dándole gracias por el modo admirable con que su providencia gobierna todas las cosas, incluso los eventos fortuitos de la vida. Está, pues, fuera de lugar, agradecer a los médicos por la salud del cuerpo aun cuando nos suministran fármacos amargos y desagradables, y ser ingratos con respecto de Dios por las cosas que nos parecen penosas, sin reconocer que todo sucede de la forma debida, en nuestra ventaja, según su Providencia.
Puesto que el conocimiento y la fe en Dios son la salvación y la perfección del alma.
Hemos recibido de Dios la continencia, la paciencia, la temperancia, la constancia, la soportación, y otras virtudes similares a éstas, como excelentes y válidas fuerzas. Éstas, con su resistencia y su oposición, acuden en nuestra ayuda frente a dificultades de esta tierra. Si las ejercitamos y las mantenemos siempre prontas, nos ayudarán de tal modo que nada de lo que nos suceda nos parecerá áspero, doloroso o intolerable. Nos alcanzará con pensar que todo pertenece a la realidad humana, y es doblegado por las virtudes que están en nosotros. Por cierto, que esto no lo pensarán los insensatos: éstos no creen que todo evento es para bien, que sucede como debe suceder para ventaja nuestra, a fin de que las virtudes resplandezcan y que recibamos de Dios la corona.
Considera cómo la posesión de bienes y el uso de riquezas son solamente una ilusión efímera y reconoce que la vida virtuosa y grata a Dios es algo mejor que la riqueza. Si haces de este pensamiento una meditación convencida y lo guardas en tu memoria, no gritarás ni gemirás de dolor, no culparás a nadie, sino que por todo darás gracias a Dios, viendo que los que son peores que tú, confían en la elocuencia y en las riquezas. Porque la concupiscencia, la gloria y la ignorancia son las peores pasiones del alma.
El hombre razonable, al meditar sobre cómo debe actuar, evalúa lo que le conviene y lo beneficia, y ve cómo algunas cosas son buenas para su alma y la mejoran, mientras que otras le son extrañas. De este modo, él huye de lo que perjudica a su alma como realidad extraña y que es capaz de alejarlo de la inmortalidad.
Cuanto más modesta es la vida de uno, tanto más éste es feliz. No tiene que preocuparse por tantas cosas, tales como siervos, campesinos, ganado. Si nos precipitamos en estos quehaceres, tropezaremos con las penas que de ellos surgen y nos lamentaremos de Dios: con nuestra voluntaria concupiscencia, la muerte, como una planta, será regada y permaneceremos perdidos en las tinieblas de la vida pecaminosa, impotentes de conocernos a nosotros mismos.
No debemos declarar que es imposible para el hombre conducir una vida virtuosa. Debemos más bien decir que ésta no es fácil ni está al alcance de la mano de cualquiera. Toman parte de una vida virtuosa todos aquellos que, de entre los hombres, son píos y dotados de un intelecto amante de Dios: porque el intelecto ordinario y mundano es también voluble, produce pensamientos ya sea buenos como malos, es mudable por naturaleza y sus cambios tienden a la materia. Mientras, el intelecto ocupado por el amor de Dios está al resguardo de la malicia que el hombre voluntariamente se procura por su descuido.
Los incultos y los rústicos consideran cosa risible los razonamientos y no quieren escuchar, pues su falta de formación sería puesta en evidencia y querrían que todos fueran como ellos. Es así que también en su forma de vivir y en sus modales, tratan de que todos sean peores que ellos pues piensan que podrán pasar por irreprochables, gracias al pulular de los mediocres.
El alma debilitada va a la perdición, arrollada por la malicia que acarrea consigo la disolución, la soberbia, la insaciabilidad, la ira, la desconsideración, la rabia, el homicidio, el gemido, la envidia, la avaricia, la rapiña, los afanes, la mentira, la voluptuosidad, la pereza. la tristeza, el miedo, la enfermedad, el odio, la acusación, la impotencia, la aberración, la ignorancia, el engaño, el olvido de Dios. En éstas y otras cosas similares es castigada el alma infeliz que se separa de Dios.
Aquellos que quieren practicar la vida virtuosa, pía, gloriosa, no deben hacer sus elecciones basándose en costumbres artificiosas o en la práctica de una vida falsa. Por el contrario, deben, tal como lo hacen los escultores y los pintores, demostrar con sus propias obras si vida virtuosa y conforme a Dios, y rechazar como trampas todos los malos placeres.
Comparado con las personas sensatas, el que es rico y noble pero falto de disciplina espiritual y de toda virtud de vida, es un infeliz. Pero el que es pobre y esclavo en cuanto a condiciones de vida, pero adornado de disciplina y de virtud, éste es feliz.
Como los extranjeros que se pierden en las calles, también aquellos que descuidan llevar una vida virtuosa, parecen desviados por sus propias concupiscencias.
Son denominados plasmadores de hombres aquellos que saben cultivar a los incultos y les hacen amar los razonamientos y la instrucción.
Del mismo modo, debemos denominar plasmadores de hombres a aquellos que convierten a los desenfrenados a la vida virtuosa y grata a Dios: éstos replasman a los hombres. Pues humildad y continencia significan felicidad y esperanza buena para las almas de los hombres.
Es bueno, en verdad, para los hombres, conducir de la debida manera las costumbres y la conducta de su vida. Cumplido con esto, se torna fácil conocer lo que concierne a Dios: aquel que rinde culto a Dios con pleno corazón y fe, es apoyado por Él para que pueda dominar su cólera y su concupiscencia que son las causas de todo mal.
Es llamado hombre aquel que es razonable o el que soporta ser corregido. Pero al incorregible se lo debe llamar salvaje, porque su estado es propio de los salvajes. Y de éstos hay que alejarse, porque al que convive con la malicia no le será nunca posible llegar a estar entre los inmortales.
Cuando la racionalidad nos asiste verdaderamente, nos hace dignos de ser llamados hombres. Si abandonados la racionalidad, nos diferenciamos de los brutos sólo en cuanto a la estructura de nuestros miembros y por nuestra voz. Que el hombre bien dispuestos admita que es inmortal y, en consecuencia, odiará toda baja concupiscencia que es para los hombres la causa de su muerte.
Cada arte organiza la materia de la cual dispone y demuestra así su propio valor. Está el que trabaja la madera o el que trabaja el bronce; otros, el oro o la plata. Y así nosotros también, una vez que conocemos cómo conducir una vida honesta y una conducta virtuosa y grata a Dios, debemos demostrar que somos hombres verdaderamente razonables en cuanto a nuestra alma y no solamente por la estructura de nuestro cuerpo. El alma verdaderamente razonable y amante de Dios reconoce enseguida todo lo que hay en la vida.
Hace propicio a Dios con amor y a Él da gracias con verdad, porque es hacia Él que se proyecta todo su esfuerzo y toda su capacidad reflexiva.
Los patrones dirigen las embarcaciones de acuerdo con una ruta, a fin de no estrellarse contra alguna roca sobre o bajo el agua. Del mismo modo, quien ansía conducir una vida virtuosa, debe escudriñar con cuidado lo que se debe hacer y aquello de lo que debe huir. Y debe considerar la ventaja que surge al seguir las veraces y divinas leyes, apartando del alma, con un corte neto, los malos deseos.
Los patrones y los aurigas cumplen con estudio y atención la tarea de la que se ocupan. De la misma manera, es necesario que el que practica la vida recta y virtuosa ponga todo estudio y preocupación en vivir de un modo conveniente y grato a Dios. El que realmente lo desea y entiende que puede hacerlo, procede creyendo hacia la incorruptibilidad.
Considera libres no a aquellos que lo son en cuanto a su condición externa, sino a aquellos cuyo modo de vivir y de actuar es libre. Porque no conviene llamar realmente libres a los príncipes que son malvados o desenfrenados: éstos son esclavos de las pasiones de la materia. La libertad y la felicidad del alma están constituidas por la límpida pureza y el desprecio por las realidades temporales.
Recuerda que debes probarte continuamente: harás esto mediante la buena conducta y las obras mismas. Del mismo modo, los enfermos reconocen o descubren a los médicos como salvadores y bienhechores, no por sus palabras, sino por sus obras.
El alma razonable y virtuosa se da a conocer en su modo de mirar, de caminar, de hablar, de sonreír, de discutir, de conversar… Ésta transforma y corrige todo de la manera más digna. Y ello sucede porque el intelecto, ocupado por el amor de Dios es un custodio sobrio, que obstaculiza el acceso a los malos y turbios pensamientos.
Examina lo que te concierne y considera que los jefes y los patrones tienen poder solamente sobre tu cuerpo, pero no sobre tu alma: ten siempre presente este pensamiento. Por este motivo, si ellos cometen homicidios, acciones equivocadas o injustas y dañinas para el alma, no debes obedecerles, ni siquiera si someten tu cuerpo a los tormentos: Dios ha creado el alma libre y dueña de sí misma para actuar bien o mal.
El alma razonable se aleja prestamente de los caminos por los cuales no le conviene transitar: el de la altanería, el del desenfado, el del engaño, el de la envidia, el de la rapiña y así sucesivamente. Todas éstas son obras de los demonios y de una determinación malvada. Por el contrario, con celo y estudio perseverante, todo es posible para el hombre que no permite que su concupiscencia sea libre de lanzarse sobre los malos placeres.
Los que conducen una vida modesta y alejada del lujo, no caen en los peligros ni necesitan custodios sino que, venciendo la concupiscencia en todo, encuentran fácilmente el camino que conduce a Dios.
A los hombres razonables no les es necesario ocuparse de múltiples discursos, sino sólo de aquellos verdaderamente útiles y guiados por la voluntad de Dios. Es así que los hombres se acercan de nuevo a la vida y a la luz eterna.
El que busca la vida virtuosa y ocupada por el amor de Dios debe abstenerse de estimarse a sí mismo y a toda gloria vacía y mentirosa, para aplicarse con buena disposición a esta vida, y a una conveniente enmienda de su propio juicio: el intelecto estable y amante de Dios es un medio de ascensión hacia Dios y camino hacia Él.
No trae ninguna ventaja el aprendizaje de los tratados si el alma no conduce una vida aceptable y grata a Dios: causa de todos los males son la divagación, el engaño y la ignorancia de Dios.
La meditación sobre la vida perfecta y el cuidado del alma hace a los hombres buenos y amantes de Dios. Puesto que el que busca a Dios lo encuentra, vence en todo a la concupiscencia y no se aparta nunca de la plegaria: tales hombres no temen a los demonios.
Los que se dejan desviar de las esperanzas de esta vida y conocen solamente de palabra las acciones que conducen a una vida perfecta, sufren algo parecido a la desgracia de aquellos que, aun poseyendo los remedios y el instrumental de arte médico, no saben usarlos ni se preocupan por aprender.
En tal caso, no debemos acusar por los pecados en los que caemos ni a nuestra constitución ni a otra cosa, sino sólo a nosotros mismos. Puesto que, si el alma elige voluntariamente el descuido, es inevitablemente vencida.
Al que no sabe discernir entre el bien y el mal, no le es lícito juzgar a los buenos y a los malos. Bueno es el hombre que conoce a Dios, y si el hombre no es bueno, no sabe nada ni nunca será conocido: pues el medio de conocer a Dios es practicar el bien.
Los hombres buenos y amantes de Dios reprochan de frente, a los hombres, si éstos están presentes, por el mal practicado. Pero no los insultan si están ausentes, ni siquiera lo permiten a quien trate de decir algo.
Manténgase alejada de las conversaciones toda grosería: porque el pudor y moderación son adornos propios de los hombres razonables más aun que de las vírgenes. El intelecto ocupado por el amor a Dios es la luz que ilumina el alma, como el sol ilumina el cuerpo.
Frente a cualquier pasión que pueda sorprenderte, recuerda que para aquellos que tienen un recto sentir y quieren disponer de sus propias cosas de la manera debida y segura, no es considerada como deseable la posesión corruptible de las riquezas, sino que es preferible atenerse a las glorias que son rectas y veraces. Éstas los hacen felices, mientras que las riquezas pueden ser sustraídas y sujetas a rapiña por parte de los más fuertes; la virtud del alma es la única posesión segura, inviolable y capaz de salvar después de la muerte a aquellos que la han adquirido. Si tenemos sentimientos como éstos, las ilusiones de la riqueza y de los otros placeres no podrán arrastrarnos.
No conviene que los hombres inestables e incultos pongan a prueba a los hombres que viven razonablemente. Tales son los hombres aceptados por Dios: los que callan mucho, o bien hablan poco y de cosas necesarias y gratas a Dios.
El que persigue la vida virtuosa y amante de Dios, cuida las virtudes del alma y las considera como su propia posesión y su eterno regocijo. Se sirve de las realidades temporales, según le es permitido y como Dios da y quiere: las usa con toda alegría y gratitud, aunque observando absolutamente en todo su justa medida. Los manjares suntuosos dan placer a los cuerpos en cuanto a realidades materiales, mientras que el conocimiento de Dios, la continencia, la bondad, la beneficencia, la piedad y la humildad deifican el alma.
Los poderosos que fuerzan con su mano a ejercer actos equivocados y dañinos para el alma no tienen, sin embargo, ningún dominio sobre el alma misma, que ha sido creada como dueña de sí misma. Ellos atan el cuerpo, pero no la voluntad: el hombre razonable es su dueño, gracias a Dios, su Creador. De este modo, éste es más fuerte que toda autoridad, que todo sometimiento y que toda potencia.
Los que consideran como una desgracia la pérdida de las riquezas, de los hijos, de los siervos o de cualquier otro bien, sepan que, primero, hay que sentirse contentos con lo que Dios nos da, y luego, cuando hay que devolverlo, esto debe ser hecho con prontitud y generosidad. Y no debemos enojarnos por esta privación o, mejor dicho, por esta restitución, puesto que hemos hecho uso de cosas que no son nuestras y que debemos restituir.
Es obra de hombre de bien no malvender nuestro libre juicio para atender la adquisición de riquezas, aun si, por casualidad, nos encontráramos con una gran cantidad de las mismas. Las realidades de esta vida son similares a un sueño y la riqueza no ofrece más que apariencias inciertas y efímeras.
Quienes son verdaderamente hombres, tienen un celo tal de vivir según el amor de Dios y la virtud, que su conducta virtuosa resplandece sobre los otros hombres Así como sucede cuando se coloca un detalle púrpura sobre las partes blancas de los vestidos para adornarlos y se destaca, poniéndose en evidencia, es así como los hombres deben practicar con máxima y evidente solidez las virtudes del alma.
Los hombres deberán examinar la fuerza que poseen y de cuánta virtud interior disponen. Y así se prepararán y resistirán a las pasiones que los asaltan, de acuerdo con la fuerza que tienen y conforme con la naturaleza recibida como don de Dios. Por ejemplo contra la belleza y cualquier concupiscencia perjudicial para el alma, existe la continencia; frente a las fatigas y a la indigencia, está la constancia; frente a los insultos y el furor, está la paciencia; y así en adelante.
Es imposible para el hombre volverse bueno y sabio en un instante: esto se logra con un fatigoso ejercicio, un modo de vida oportuno, experiencia, tiempo, práctica y un gran deseo de obrar el bien. El hombre bueno y amante de Dios, el hombre que verdaderamente conoce a Dios, no cesa de hacer lo que agrada a Dios, sin poner límites. Pero de tales hombres hay pocos.
No deben las personas poco dotadas, desesperando de sí mismas, descuidar la vida virtuosa y dedicada a Dios, despreciándola como inaccesible e inalcanzable para ellas. Por el contrario, ellas deberán ejercitar su fuerza y preocuparse por sí mismas. Puesto que, aunque no pudiesen alcanzar el máximo de la virtud y de la salvación, con el ejercicio y el deseo de lograrlo se volverán mejores, o por lo menos, no peores; y éste es un beneficio no pequeño para el alma.
El hombre, por su parte racional, está unido a la inefable y divina potencia, mientras que su parte corporal está emparentada con los animales. Y son pocos los hombres perfectos y razonables que se preocupan de tener un pensamiento acorde con su parentesco con el Dios Salvador que se manifieste mediante las obras y la vida virtuosa. Los más, sin embargo, dentro de la necedad de su alma abandonan ese divino e inmortal parentesco, para acercarse al de la muerte, infeliz y efímera, propia del cuerpo. Como los brutos, tienen sentimientos carnales y son afectos a la voluptuosidad; de tal modo se alejan de Dios y arrastran el alma desde el Cielo hasta el Infierno, debido a su propio deseo.
El hombre razonable, que reflexiona sobre su comunión y su relación con Dios, no amará nunca nada de lo terrenal o mezquino: tiene su intelecto vuelto hacia las cosas celestes y eternas. Éste conoce cuál es la voluntad de Dios: salvar al hombre. Y tal deseo es para los hombres causa de toda cosa buena y fuente de bondades eternas.
Cuando encuentres a alguien que contienda y contradiga la verdad y la evidencia, cesa toda discusión y retírate, pues sus capacidades racionales se han endurecido como piedra. Incluso los mejores vinos, de hecho, se estropean por el agua de calidad inferior. Del mismo modo, los malos discursos corrompen al que lleva una vida y un pensamiento virtuoso.
Si nos proponemos con solicitud y diligencia, huir de la muerte corporal, tanto más debemos ser solícitos y escapar de la muerte del alma; pues el que quiere ser salvado, no tiene otro impedimento más que la negligencia y el descuido de la propia alma.
El que se fatiga en comprender las cosas útiles y los buenos discurso, es considerado desventurado. Pero en cuanto a los que, comprendiendo la verdad, impudentemente discuten, tienen muerta la razón y su manera de ser es similar a la de las fieras. No conocen a Dios, y su alma no es iluminada.
Dios, con su palabra, ha creado las especies animales para usos variados. Algunas son de uso comestible, otras para prestar servicios. Luego ha creado al hombre, cual espectador de éstas y de sus trabajos, en condición de conductor. Por lo tanto, los hombres deben proponerse no morir como ciegos, sin haber comprendido a Dios y a sus obras, como sucede con las bestias que no razonan. Es necesario que el hombre sepa que Dios todo lo puede. No hay nada que pueda oponerse a quien todo lo puede. Él ha hecho de esto, que no es todo, lo que Él quiere, y obra con su palabra para la salvación de los hombres.
Las cosas que están en el Cielo son inmortales, a raíz del bien que en ellas existe. Pero las de la Tierra se han vuelto corruptibles, debido a la voluntaria malicia que está intrínseca en ellas. Tal malicia proviene de los insensatos, de su descuido, y de su ignorancia de Dios.
La muerte, para los hombres que la comprenden, es sinónimo de inmortalidad. Pero para los rústicos, que no la comprenden, significa muerte. Pero no es esta muerte que debemos temer, sino la perdición del alma, que consiste en la ignorancia de Dios. Esto sí, es verdaderamente terrible para el alma.
La malicia es una pasión proveniente de la materia; por lo tanto, no hay cuerpo privado de malicia. Pero el alma racional, comprende esto, sacude el peso de la materia, que es la malicia, y, librada de ese peso, conoce al Dios de todas las cosas y se mueve con respecto al cuerpo, como si enfrentara a un enemigo y adversario, no concediéndole ninguna ventaja. De esta manera, el alma es coronada por Dios, por haber vencido las pasiones de la malicia y de la materia.
La malicia, una vez conocida por el alma, es odiada como una bestia fétida; pero si es ignorada, es amada por aquel que no la conoce, y ella, de este modo, lo retiene prisionero, reduciendo a la esclavitud a su amante. Y éste, sintiéndose infeliz y miserable, no ve ni entiende lo que le es útil; por el contrario, cree que está bien acompañado por la malicia y se complace de ello.
El alma pura es buena y es, por lo tanto, iluminada y esclarecida por Dios. Es entonces que el intelecto comprende el bien y produce razonamientos llenos de amor a Dios. Pero cuando el alma es enlodada por la malicia, Dios se aleja de ella o, mejor dicho, el alma misma se aparta de Dios, y entonces demonios salvajes penetran en el pensamiento y sugieren al alma actos despreciables, tales como: adulterios, homicidios, rapiñas, sacrilegios y cosas similares, cosas todas que son obra de los demonios.
Los que conocen a Dios están llenos de buenos pensamientos y, en su afán por las cosas celestes, desdeñan las realidades de esta vida. Éstos no son queridos por muchos, ni sus ideas son del agrado de muchos. Tanto es así, que no sólo son odiados, sino también objeto de burla. Sin embargo, aceptan sufrir lo que sea, dentro de la indigencia en que se encuentran, sabiendo que, si bien esto parece un mal para la mayoría, para ellos es un bien. El que comprende las cosas celestes, cree en Dios y reconoce que toda criatura proviene de su voluntad. El que no comprende, ni siquiera cree que el mundo es obra de Dios y que fue hecho para la salvación del hombre.
Los que están llenos de malicia y aturdidos por la ignorancia, no conocen a Dios, pues su alma no está en estado de sobriedad. Dios es inteligible pero no visible, y se manifiesta en las cosas visibles, como el alma en el cuerpo. Como es imposible que el cuerpo subsista sin el alma, así también, todo lo que se ve y existe, no puede subsistir sin Dios.
¿Para qué fue creado el hombre? Para que, considerando a las criaturas de Dios, contemple y glorifique a quien todo esto creó para el hombre. El intelecto que acoge el amor de Dios, es un bien invisible donado por Dios a quien es digno por su vida buena.
Es libre el que no es esclavo de los placeres. Por el contrario, gracias a su prudencia y temperancia, domina su cuerpo y se conforma, con mucha gratitud, con lo que le es dado por Dios, aunque fuera muy poco. Cuando hay sintonía entre el intelecto amante de Dios y el alma, todo el cuerpo está en paz, aun sin quererlo. Porque si lo quiere el alma, todo impulso corporal puede ser controlado.
Los que no están conformes con los bienes que actualmente poseen, sino que aspiran a tener más, se someten voluntariamente a las pasiones que desordenan el alma, agregando pensamientos y fantasías nefastos. Estos bienes acarrean males y son un verdadero impedimento, así como lo son las túnicas demasiado largas que impiden correr. Así también los afanes desmedidos por conseguir una riqueza excesiva, no permiten a las almas ni luchar, ni salvarse.
Si nos sentimos forzados a hacer algo, y lo hacemos contra nuestra voluntad, encontramos en ello una prisión y un castigo. Ama, pues, las condiciones actuales en que vives, porque si tú las conllevas sin gratitud, te castigas a ti mismo sin darte cuenta. Hay un solo camino para lograr esto: el desprecio por las realidades de esta vida.
Así como obtuvimos de Dios la vista para reconocer las cosas que se pueden ver, para entender lo que es blanco y cual es la tinta de los colores oscuros, así también Dios nos ha dado la racionalidad para discernir lo que es bueno para el alma. La concupiscencia, una vez que ha sido separada del pensamiento, genera la voluptuosidad y no permite la salvación del alma o su unión con Dios.
No constituye un pecado lo que se produce según natura; pero lo que implica una elección voluntaria es malo No es pecado comer, pero lo es comer sin agradecer, sin decoro ni continencia, cuando no se ayuda al cuerpo a permanecer vivo sin incurrir en mal pensamiento alguno. Del mismo modo, no es pecado mirar puramente, pero que lo es cuando se mira con envidia, con soberbia y avidez. También es pecado escuchar sin calma, con cólera, y no moderar la lengua -reservada para dar gracias y para orar – usándola, por el contrario, para la calumnia. También es pecado que las manos no trabajen para dar una limosna, sino para matar y robar, Como éstos, hay otros ejemplos: cada miembro peca cuando hace el mal en lugar del bien, contra la voluntad de Dios, actuando según su propia determinación.
Sin dudas de que cada acción es observada por Dios, observa como tú, que eres hombre y barro, puedes al mismo tiempo, observar hacia diversos puntos y comprender. ¡Cuánto más Dios, quien lo ve todo, incluso un grano de mostaza, quien da vida a todo y a todos nutre como quiere!
Cuando cierras la puerta de tu casa y estás solo, debes saber que esta contigo el ángel que Dios ha reservado para cada hombre, y que los griegos llaman “numen tutelar.” Éste, insomne y no sujeto a engaño, está siempre contigo. Todo lo ve, y las tinieblas no son un obstáculo para él. Debes saber que también está con él Dios, que está en todo lugar. No hay, de hecho, lugar o materia donde Dios no se encuentre, porque Él es superior a todos y a todos encierra en su mano.
Si los soldados juran su fe al César, porque él es quien los provee de alimentos, ¿ con cuánto mayor celo no deberíamos nosotros rendir incesantemente gracias a Dios, con voces que nunca se acallen y rendirnos gratos a Aquel que ha creado para el hombre todas las cosas?
Los buenos sentimientos con respecto de Dios y la vida buena, son un fruto del hombre que es grato a Dios. Pero los frutos de la tierra no maduran en una hora; es necesario que haya tiempo, lluvias y cuidados. Del mismo modo, los frutos de los hombres resplandecen con la práctica, el ejercicio, el tiempo, la constancia, la continencia y la soportación. Y si, por causa de alguna de estas cosas, alguien te considera piadoso, no te creas a ti mismo mientras habites tu cuerpo, y ninguna de tus cosas te parezca que es del gusto de Dios: debes saber que no es fácil para el hombre custodiar hasta el final su impecabilidad.
Para los hombres, nada es tan precioso como la palabra: la palabra es tan poderosa que, justamente con la palabra, servirnos a Dios y le agradecernos. Pero si usamos palabras no buenas o injuriosas, condenamos nuestra alma. El hombre obtuso culpa a su propia naturaleza o a otra cosa, atribuyéndole el motivo de su pecado, ¡mientras hace uso voluntario de palabras o acciones indebidas!
Si nos preocupamos por cuidar los males de nuestro cuerpo, a fin de no ser criticados por otros, tanto más necesario es estar alertas y curar las pasiones del alma – que serán juzgadas ante la presencia de Dios – para no ser encontrados faltos de honor o aun ridículos. Teniendo la libertad de elegir – si así lo deseamos – no llevar a cabo malas las acciones a las que nos empuja la concupiscencia, podemos y tenemos la facultad de vivir de modo grato a Dios, y nadie nunca podrá, si no lo querernos, obligarnos a realizar algo malo. Y efectivamente es luchando como seremos dignos de Dios, y tendremos un modo de vida similar al de los ángeles en los Cielos.
Eres esclavo de las pasiones si lo quieres y, si lo deseas eres libre y no te someterás a ellas. Pues Dios te ha creado con esa libertad. Quien vence las pasiones de la carne es coronado con la inmortalidad. Si no existieran las pasiones, tampoco existirían las virtudes, y ni siquiera las coronas con las cuales Dios gratifica a los hombres dignos de ellas.
Los que no ven lo que les sienta y quieren indicar a otros lo que es bueno, tienen el alma ciega y su capacidad de discernimiento se ha atrofiado. Por lo tanto, no hay que prestarles atención, para no tropezar también nosotros, como los ciegos, con los mismos males.
No debemos montar en cólera con los que pecan, aunque su actuar es condenable y digno de castigo. Debemos convertir a quien ha caído, por motivo de justicia, y castigarlo también, si fuera oportuno, ya sea personalmente o por medio de otros. Pero no debemos encolerizarnos ni enfurecernos, porque la cólera actúa sobre la justicia solo de forma pasional, no con discernimiento. Del mismo modo, no debemos tolerar siquiera al que hace misericordia sin motivo alguno. Debemos castigar a los malvados, por el bien y la justicia, y no por nuestra pasión de cólera.
Sólo nuestra posesión del alma es segura e inviolable. Consiste en vivir virtuosamente, agradando a Dios, con el conocimiento y con la práctica de las cosas buenas. La riqueza es ciertamente una guía ciega y una consejera insensata. El que la usa mala y voluptuosamente, envía a la perdición a su alma que se ha vuelto obtusa.
Es necesaria que los hombres no tengan nada superfluo o, si lo poseen, sepan con certeza que todo lo que hay en esta vida es, por naturaleza, corruptible, que nos es quitado con facilidad, y que se puede perder y romper. Por lo tanto, no se deben descuidar las consecuencias que ello acarrea.
Debes saber que los dolores del cuerpo son propios del cuerpo por naturaleza, pues éste es corruptible y material. Es preciso que el alma cultivada produzca respecto de tales pasiones, constancia y tolerancia, con gratitud, y que no se lamente a Dios por el cuerpo que le concedió.
Los que compiten en las Olimpíadas no ganan con la primera, segunda o tercera victoria, sin cuando han ganado a todos aquellos que participan en la carrera. De tal modo, es necesario que quien quiera recibir la corona de Dios ejercite su alma en la moderación, no solamente en lo que respecta a las cosas del cuerpo, sino también con respecto a las ganancias, a las rapiñas, a la envidia, a las voluptuosidades, a las glorias vanas, a las palabras injuriosas, a los homicidios, y así sucesivamente.
No busquemos una vida buena y dedicada al amor a Dios por la alabanza humana. Debemos elegir la vida virtuosa, persiguiendo la salvación de nuestra alma. Es necesario que veamos, cada día, a la muerte frente a nosotros y que consideremos cuán inciertas son las cosas humanas.
Está en nuestro poder vivir con moderación, mientras que no está en nuestro poder enriquecernos. ¿Y entonces qué hacer? ¿Debemos arrastrar la condena sobre nuestra alma, a cambio de la efímera ilusión de las riquezas, que no nos es permitido adquirir? ¿0 aunque fuera por el deseo de poseerlas? ¡Corremos como verdaderos insensatos, ignorando que la primera de las virtudes es la humildad, así como las primeras de todas las pasiones son la gula y la concupiscencia por las cosas de la vida!
El que ha sido dotado de sensatez debe recordar incesantemente que, aceptando en esta vida pequeñas fatigas de breve duración, podrá gozar después de la muerte de eterna felicidad y delicias. Por tanto, el que lucha contra las pasiones y quiere recibir la corona de Dios, si cae, no pierda el ánimo, que no permanezca en su caída, desesperando de sí mismo; debe levantarse y combatir de nuevo y así alcanzará la corona. Hasta el último suspiro deberá levantarse cuando cae: las fatigas del alma son las armas de las virtudes y se tornan medios de salvación para ella.
Las contingencias de la vida hacen que los hombres y los luchadores dignos reciban la corona de Dios. Es, pues, necesario que en su existencia ellos hagan morir sus miembros a las realidades de esta vida: el que está muerto, no se preocupa más por las cosas de esta vida.
No es propio del alma razonable y luchadora, el turbarse e intimidarse al presentarse las pasiones, no queriendo ser objeto de burla por ser pusilánime. Efectivamente, el alma que se deja turbar por las apariencias de esta vida se aparta de lo que la beneficia. Porque las virtudes del alma preceden a los bienes eternos, mientras que las malicias voluntarias de los hombres se convierten en causa de castigos.
El hombre razonable es combatido por los sentidos de la razón, que tiene en sí mismo como pasiones del alma. Hay cinco sentidos en el cuerpo: la vista, el olfato, el oído, el gusto y el tacto. Mediante estos cinco sentidos, el alma infeliz, cayendo en sus cuatro pasiones, es hecha prisionera. Estas cuatro pasiones son: la vanagloria, el gozo, la cólera y el miedo. Cuando el hombre, mediante la prudencia y la reflexión, con una lucha intensa, domina las pasiones, no es más combatido: encuentra la paz del alma y recibe de Dios la corona del vencedor.
Entre aquellos que se cobijan entre los albergues, algunos encuentran una cama; otros, aunque no encuentran un lecho y duermen sobre el piso, ¡roncan como si durmieran en una cama! Luego, al llegar el alba, dejan el albergue y se van, llevando consigo solamente lo propio. Del mismo modo, todos aquellos que están en esta vida, tanto los que viven modestamente, como los que gozan de riquezas y de gloria, se irán como de un albergue. Y no se llevarán ninguna de las delicias de esta vida ni de sus riquezas, llevarán solamente sus obras, buenas o malas, que hayan llevado a cabo a lo largo de su vida.
Si tú gozas de autoridad, no cedas fácilmente a la tentación de amenazar de muerte a alguien, sabedor de que tú, por naturaleza, también estás destinado a morir, y que el alma desviste al cuerpo como de una última túnica. Con clara conciencia de esto, ejercita la humildad y, actuando bien, sé siempre del agrado de Dios. Pues el que no tiene compasión, no posee ninguna virtud.
Es imposible, no hay ninguna salida para rehuir de la muerte. Sabiendo esto, los hombres verdaderamente razonables, ejercitados en las virtudes, con un pensamiento amante de Dios, aceptan la muerte sin gemidos, sin temor ni luto; piensan que ella es inevitable y que nos libera de los males de esta vida.
A los que olvidan el modo de vivir buenamente, agradando a Dios, a los que no tienen en cuenta las doctrinas rectas y plenas del amor de Dios, a éstos no debemos odiarlos, sino que debemos tener piedad de ellos, como de alguien que está privado de la capacidad de discernimiento, como si estuviera ciego en su corazón y en su intelecto. Éstos aceptan el mal como si fuera el bien y se precipitan hacia la perdición por ignorancia. ¡No conocen a Dios estos infelicísimos, estos hombres con el alma insensata!
Evita hablar con muchos de la piedad y de la vida honesta. No lo digo por celos, sino porque considero que parecerías ridículo a los insensatos: porque cada uno se alegra por lo que le es afín, aunque este tipo de discurso tiene poca audiencia y más bien rara. Es mejor no hablar sino de lo que Dios quiere para la salvación del alma.
El alma sufre junto al cuerpo, pero el cuerpo no sufre junto al alma Si, por ejemplo, el cuerpo es sometido a cortes, también el alma sufre; cuando es vigoroso y sano, las pasiones del alma también gozan. Pero si el alma reflexiona, no por ello reflexiona el cuerpo, que queda relegado a sí mismo, porque el reflexionar es una pasión del alma, así como también lo es la ignorancia, el orgullo, la incredulidad, la concupiscencia, el odio, la envidia, la cólera, el descuido, la vanagloria, la negación y la percepción del bien. Este tipo de cosas es tarea del alma.
Sé pío cuando reflexionas en las cosas de Dios. Sin envidia, sé bueno, demuestra buen talante, sé humilde liberal según tus posibilidades, sociable, opuesto a los altercados. He aquí como podemos agradar a Dios mediante tales cosas, no juzgando a nadie, no diciendo de terceros: tal es un malvado y ha pecado. Debemos, más bien, buscar nuestros propios males y observar por nosotros mismos nuestro modo de vida, a fin de comprender si es grato a Dios. Qué nos importa si otro es malo?
El que es verdaderamente un hombre, se esfuerza por ser pío. Pero lo es el que no tiene concupiscencia por lo que le es ajeno, y es ajeno al hombre todo lo que ha sido creado. Así él, en cuanto imagen de Dios, despreciará todo.
Pero el hombre es imagen de Dios cuando vive con rectitud, en modo grato a Dios; no es posible serlo, si no nos separamos de las realidades de esta vida. El que tiene un intelecto amante de Dios, conoce todo el provecho y toda la piedad que Él mismo infunde en el alma. El hombre que ama a Dios no acusa a nadie por lo que él mismo peca, y esto es indicio de un alma que se salva.
¡Cuántos buscan con la violencia los bienes efímeros y son agredidos por el apetito de cometer obras perversas, ignorando la muerte y la ruina de su propia alma, y no atendiendo, los infelices, lo que es mejor para ellos, sin pensar en lo que sufren los hombres después de la muerte, por obra de la malicia!
La malicia es una pasión de la materia. Dios no es responsable de la malicia. Él ha dado a los hombres conocimiento, ciencia, discernimiento entre el bien y el mal, y libertad. Pero lo que genera las pasiones de la malicia son la negligencia y el descuido de los hombres. Dios no es para nada responsable de todo ello. Los demonios se volvieron pérfidos por una elección del pensamiento, y así sucede esto con la mayoría de los hombres.
El hombre que convive con la piedad no permite que la malicia se insinúe en su alma; y cuando no hay malicia, el alma se encuentra al abrigo de todo peligro y de todo daño. Las personas de esta índole no están dominadas ni por un infausto demonio ni por el destino, porque Dios las libera de los males y viven protegidas contra todo daño, tal como le sucede a los dioses. Y si alguien alaba a un hombre como éste, él se ríe de quien lo hace; si se lo critica, no se excusa con quien lo insulta, ya que no se excita por lo que de él se habla.
El mal acecha a la naturaleza como la herrumbre al cobre y la suciedad al cuerpo. Y sin embargo, el herrero no ha inventado la herrumbre, ni nadie ha creado la suciedad; así, tampoco Dios ha hecho la malicia. Él ha dado al hombre el conocimiento y el discernimiento para que huya del mal sabiendo que de él solamente obtiene daño y castigo. Ten cuidado pues de que no suceda que, viendo a alguien con poder y riquezas, tú, iluso por el demonio, lo llames beato. Que acuda enseguida la muerte ante tus ojos, y entonces la concupiscencia no te arrastrará a favor de lo que hay de malo en esta vida.
Nuestro Dios ha concedido la inmortalidad a aquellos que están en los Cielos mientras que para aquellos que están en la Tierra ha creado la transformación. Le ha dado la vida y el movimiento a todo, y, todo ha sido creado para beneficio del hombre. No te dejes arrastrar, pues, por la ilusión que despliega el demonio a propósito de las vanidades de esta vida. Cuando él insinúe en tu alma un ardiente y pérfido deseo, piensa de inmediato en los bienes celestes y convéncete a ti mismo, diciéndote: “Si me lo propongo, tengo la posibilidad de vencer también esta lucha desencadenada por la pasión, pero no ganaré si quiero alcanzar el fin de mi deseo.” No dejes de combatir esta lucha que puede salvar tu alma.
La vida es la unión y la conjunción del intelecto, del alma y del cuerpo. La muerte, por otro lado, no es la destrucción de las fuerzas conjuntas, sino la disolución de su recíproca relación. Para Dios todas las cosas pueden ser salvadas, aun después de esta disolución.
El intelecto no es el alma, sino un don de Dios que salva el alma. El intelecto grato a Dios previene el alma y le da consejo para que desprecie lo que es efímero, material, corruptible, y ame los bienes eternos, incorruptibles, inmateriales, y para que el hombre camine en su cuerpo penetrando y contemplando lo que está en los Cielos, lo que concierne a Dios y a todas las cosas, mediante su intelecto. Y el intelecto amante de Dios es bienhechor del alma humana y de su salvación.
El alma, no bien se encuentra en su cuerpo, es prestamente oscurecida y enviada a la perdición por la tristeza y la voluptuosidad. La tristeza y la voluptuosidad son como humores del cuerpo. Pero el intelecto amante de Dios se les opone, entristece el cuerpo y salva el alma, como el médico que corta y quema las heridas infectas.
Todas las almas que no fueron guiadas por la racionalidad y gobernadas por el intelecto para que éste aparte, detenga y gobierne las pasiones, es decir, la tristeza y la voluptuosidad; todas estas almas, perecen como los animales sin razón, porque su racionalidad es arrastrada por las pasiones, como un auriga cuyos caballos se le han desbocado.
Constituye una gravísima enfermedad del alma, su destrucción y su perdición, el no conocer a Dios, quien ha hecho todas las cosas para el hombre y le ha donado intelecto y razón mediante los cuales el hombre, elevándose, se une a Dios, comprendiendo y glorificándolo.
El alma está en el cuerpo, y en el alma está el intelecto, y en el intelecto, la razón. Comprendido y glorificado mediante estas realidades, Dios convierte al alma en inmortal, concediéndole incorruptibilidad y delicias eternas; porque Dios ha concedido el ser a cuantos nacen, solamente por bondad.
Dios, bueno y sin celos, luego de haber creado al hombre libre, le ha dado el poder, si lo quiere, de agradarle. Y place a Dios que en el hombre no haya malicia. Si entre los hombres se alaban las buenas obras y las virtudes del alma santa y amante de Dios, y se condenan las acciones viles y malvadas, ¿cómo no va a querer esto Dios, que quiere la salvación del hombre?
Lo que es bueno para el hombre, lo recibe de Dios, en cuanto bueno. Justamente por ello él ha sido creado por Dios. Pero el mal es sacado por el hombre de sí mismo, empujado por la fuerza de la malicia, de la concupiscencia y de la obtusidad que están en él.
El alma desconsiderada, aun siendo inmortal y dueña del cuerpo, lo sirve mediante la voluptuosidad, y no piensa que las delicias del cuerpo son dañinas para el alma. Ésta, habiéndose vuelto estúpida y fatua, sólo se ocupa de regocijar el cuerpo.
Dios es bueno, el hombre es pérfido. Nada hay de malo en el Cielo ni nada hay de bueno en la Tierra. Pero el hombre razonable elige lo mejor, conoce al Dios de todas las cosas, le da gracias y le canta alabanzas; se horroriza de su cuerpo antes que de la muerte, y no permite que las sensaciones malvadas consuman su obra, arruinándolo.
El hombre malvado ama la sensualidad y desprecia la justicia; no piensa en la incertidumbre, en la inestabilidad ni en la breve duración de la vida; tampoco reflexiona sobre la inexorabilidad de la muerte, que ninguna donación de dinero podría evitar. Y si un viejo es vil e insensato, se encuentra inepto para cualquier uso, como un leño putrefacto.
Cuando hemos experimentado la tristeza, entonces somos sensibles a los placeres y a la alegría. Por cierto, no bebe con gusto el que antes no ha experimentado sed; ni come de buen agrado quien no ha sentido hambre; ni duerme con ganas quien no ha sentido un gran sueño, ni es sensible al júbilo el que antes no se ha visto entristecido. Del mismo modo, no podremos disfrutar de los bienes eternos, si no despreciamos lo que es efímero.
La razón está al servicio del intelecto: lo que el intelecto desea, la razón lo expresa.
El intelecto ve también todo lo que está en el Cielo, y nada lo nubla si no es el mero pecado. Para el que es puro, nada es incomprensible, así como nada para la razón es inexpresable.
A causa de su cuerpo, el hombre es mortal, pero por su intelecto y por su razón, es inmortal. Callando, comprendes; si has comprendido, hablas. En el silencio, el intelecto genera la palabra. Las palabras de agradecimiento ofrecidas a Dios, se convierten en salvación para el hombre.
El que dice cosas irrazonables, no tiene intelecto. Porque habla entender nada. ¡Atiende más bien a lo que debes hacer por la salvación de tu alma!
La razón unida al intelecto y útil para el alma es un don de Dios. Una razón llena de tonterías busca las medidas del Cielo y de la Tierra y sus distancias, el tamaño de Sol y de las estrellas, siendo todo ello una invención del hombre que persigue vanidades. En vano busca, en su desenfado, cosas inconducentes, como el que quiere recoger agua con un cedazo. No está al alcance de los hombres el conseguir tales cosas.
Nadie, al mirar al Cielo, puede comprender lo que hay allí, no siendo el hombre que se preocupa por conducir una vida virtuosa y comprende y glorifica a Aquel que todo lo ha hecho por la salvación y la vida del hombre. Un hombre así, un hombre noble, sabe con certeza que nada existe sin Dios. Dios, como ser infinito, está por doquier y en todas las cosas.
Así como el hombre sale del vientre materno, así el alma sale del cuerpo, desnuda. Ésta, pura y luminosa; aquélla con las manchas propias de sus fallas; esta otra, negra por sus muchas caídas. Por tanto, el alma razonable y amante de Dios, reflexionando y considerando las penas que le llegarán después de la muerte, regula su vida en la piedad, para que no sea condenada ni caiga en esas penas. Aquellos que no creen, los que viven despreciablemente y pecan, menospreciado las cosas del más allá, ¡son hombres con un alma insensata!
Así como una vez salido del vientre materno, te olvidas de lo que allí habita, así, una vez salido del cuerpo, no recuerdas lo que está en el cuerpo.
Así como una vez salido del vientre materno, tu cuerpo se fortalece y crece, así, una vez que has salido del cuerpo puro y sin mancha, serás más fuerte, incorruptible, y vivirás en el Cielo.
Así como, una vez que el cuerpo ha sido formado en el vientre, es necesario que nazca a la vida, del mismo modo una vez que el alma ha cumplido la norma establecida por Dios, es necesario que salga del cuerpo.
Así como tratas a tu alma mientras se encuentra en tu cuerpo, del mimo modo ella te tratará, una vez que ha salido de tu cuerpo. En efecto, el que aquí se ha servido de su cuerpo para estar bien y entregarse a la lujuria, se ha tratado mal a sí mismo para los momentos que siguen a su muerte. Puesto que, como un insensato, ha condenado su propia alma.
Así como el cuerpo que ha salido del vientre materno incompleto no puede crecer, del mismo modo, el alma que ha salido del cuerpo sin haber llevado a cabo el conocimiento de Dios mediante una vida buena, no puede ser salvada o unirse a Dios.
El cuerpo unido al alma sale de la oscuridad del vientre a la luz. Pero el alma unida al cuerpo permanece atada a las tinieblas del cuerpo. Es conveniente, pues, odiar y castigar al cuerpo en su calidad de enemigo y adversario del alma. El exceso de comida y la gula excitan en los hombres las pasiones de la malicia. Mientras que la continencia del vientre humilla las pasiones y salva el alma.
En el cuerpo, la vista es dada a los ojos; en el alma, es dada por el intelecto. Y así como el cuerpo privado de ojos está ciego y no ve el sol, la tierra toda, el mar centellante, y ni siquiera puede gozar de la luz, del mismo modo el alma que no tiene un intelecto bueno y un honesto modo de vida, está ciega y no contempla a Dios, creador y benefactor de todos, no lo glorifica ni puede acceder al gozo de su incorruptibilidad y de los bienes eternos.
La ignorancia de Dios significa insensibilidad y fatuidad. El mal es generado por la ignorancia, mientras que el bien surge en los hombres por el conocimiento de Dios y salva el alma. En consecuencia, si no estás dispuesto a llevar a cabo tus deseos, si eres sobrio y conoces a Dios, mantén tu intelecto dirigido hacia las virtudes. Pero si estás dispuesto a cumplir con tus intenciones maliciosas, que están dirigidas a la voluptuosidad – ebrio, debido a la ignorancia de Dios – , estás destinado a la perdición de los brutos, sin considerar los males que te aquejarán después de la muerte.
Se denomina providencia a lo que sucede por decreto divino, como por ejemplo, el surgir del sol o el atardecer de cada día y el fructificar de la tierra. Del mismo modo, se denomina ley lo que sucede por decreto humano. Todo ha sido hecho para el hombre.
Todo lo que Dios hace, lo hace para el hombre, porque Él es bueno. Todo lo que el hombre hace, lo hace para sí mismo, ya sea el bien como el mal. Para que tú no te asombres al comprobar la prosperidad de los malvados, debes saber que, así como los gobiernos mantienen a los verdugos, a quienes, aunque no alaban sus pésimas intenciones, ordenan ajusticiar a aquellos que son dignos de castigo, del mismo modo Dios permite que los malvados opriman a los vivos y así castiguen a los despiadados por su intermedio. Pero, al final, éstos también serán enviados a juicio, por haber maltratado a los hombres, no en calidad de ministros de Dios, sino para servir a sus propios instintos.
Los que rinden culto a los ídolos, si conocieran y vieran con el corazón a qué están prestando culto, no errarían, alejados de la verdadera piedad, ¡infelices! Mas bien, viendo el decoro, el orden y la providencia que Dios pone en todas las cosas, conocerían mejor a Aquel que ha hecho estas cosas para el hombre.
El hombre puede matar, puesto que es malo e injusto. Dios, sin embargo, no cesa de donar la vida, incluso a los indignos. Él está, de hecho, limpio de celos y es bueno por naturaleza, por esto ha querido que el mundo fuera hecho, y fue hecho. Y fue hecho para el hombre y para su salvación.
Es hombre el que ha comprendido que el cuerpo es corruptible y efímero. Éste también entiende lo que es el alma, como ésta es divina, inmortal, inspiración de Dios, y como está ligada al cuerpo para probarlo y para su deificación. Quien ha comprendido lo que es el alma, vive de modo recto y grato a Dios, no obedece al cuerpo, sino que, mirando a Dios con el intelecto, contempla y comprende los bienes eternos donados por Dios al alma.
Puesto que Dios es siempre bueno y sin celos, ha dado al hombre la libertad de elegir entre el bien o el mal, donándole el conocimiento a fin de que, contemplando al mundo y lo que éste contiene, conozca a Aquel que todo lo ha hecho para el hombre. Pero puede darse que los impíos quieran no entender. También es posible que no crean, que se equivoquen, o comprendan lo contrario de la verdad. Hasta este punto el hombre es libre de elegir frente al bien y frente al mal.
Es por orden de Dios que, al crecer la carne, el alma se llena de intelecto: esto sucede para que el hombre elija, entre el bien y el mal, lo que le place más. Pero el alma que no elige el bien no tiene intelecto. Porque todos los cuerpos tienen, sí, un alma, pero no se dice que toda alma tenga intelecto. Por cierto, el intelecto amante de Dios, pertenece a los prudentes, a los santos, a los justos, a los puros, a los buenos, a los misericordiosos y a los píos. Y la presencia del intelecto constituye para el hombre una ayuda en su relación con Dios.
Una sola cosa no es posible para el hombre: el ser inmortal. Le es posible unirse a Dios si comprende que puede hacerlo. Es así como, queriendo, comprendiendo, creyendo y amando, por la fuerza de un vivir honesto, el hombre llega a convivir con Dios.
El ojo contempla lo que le presenta. Sin embargo, el intelecto penetra lo invisible. El intelecto amante de Dios es la luz del alma. El que posea un intelecto amante de Dios, tiene el corazón iluminado y con su intelecto, ve a Dios.
Ningún hombre bueno es vil, pero el que no es bueno es del todo malo y amante del cuerpo. La primera virtud del hombre es el desprecio de la carne. La separación de las cosas efímeras y corruptibles – separación voluntaria, no debida a la indigencia – nos convierte en herederos de los bienes eternos e incorruptibles.
El que está dotado de intelecto, se conoce a sí mismo, conoce lo que es, sabe que es un hombre corruptible. El que se conoce a sí mismo, conoce todo, sabe que cada cosa es una criatura de Dios y que ha sido creada para la salvación del hombre. El hombre tiene el poder de comprender y creer rectamente. Un hombre así sabe con certeza que el que desprecia las realidades de esta vida encontrará menos afanes y que, después de la muerte, recibe de Dios delicias y reposo eternos.
Así como el cuerpo sin alma está muerto, así también el alma, sin la actividad del intelecto, se encuentra ociosa y no puede recibir a Dios en herencia.
Dios escucha sólo al hombre. Sólo al hombre, Dios se muestra. Dios es amante de hombre, donde él está, también está Dios. Sólo el hombre es un digno adorador de Dios. Por el hombre, Dios se transfigura.
Dios ha hecho todo el cielo para el hombre y lo ha adornado de estrellas. Para el hombre ha hecho la Tierra. Los hombres la trabajan para sí mismos Los que no se perciben de tal providencia de Dios, tienen un alma insensata.
El bien es invisible como las realidades celestes. El mal es visible como las realidades terrestres. Entre uno y otro, el hombre que tiene intelecto, elige lo que es mejor. Porque sólo para el hombre son inteligibles Dios y sus criaturas.
El intelecto está en el alma, así como la naturaleza en el cuerpo. Y el intelecto es la divinización del alma, mientras que la naturaleza es la difusión del cuerpo, La naturaleza está en todo cuerpo, pero no en toda alma se halla el intelecto. Por tanto, no toda alma está salvada.
El alma está en el mundo por cuanto allí fue generada; el intelecto está en el más allá, pues allí fue ingenerado. El alma que comprende al mundo y quiere ser salvada, observa de continuo una ley inviolable, admitiendo para sí misma que la lucha y las pruebas las va a tener que enfrentar aquí y ahora ¡no siendo posible comprar al juez! ya que ésta puede perecer o salvarse nada más que por un pequeño y vil placer.
Dios ha creado la generación y la muerte sobre la Tierra. En el Cielo, providencia y decreto. Pero todo fue hecho para el hombre y su salvación. Dios, quien no necesita de ningún bien, ha creado para el hombre el Cielo y la Tierra y los elementos, deseando darle por medio de éstos, el goce de todos los bienes.
Las realidades mortales están sujetas a las inmortales. Pero las inmortales sirven a las mortales, es decir, los elementos al hombre, gracias al amor por el hombre y a la bondad innata de Dios creador.
El que se empobreció y no puede causar ningún daño, no puede ser tenido en cuenta por sus actos entre los píos hombres. El que puede perjudicar y no se sirve de su poder para el mal, sino que es considerado con los más míseros por piedad hacia Dios, éste será recompensado con bienes aquí y más allá de su muerte.
Por amor al hombre del Dios que nos ha creado, son numerosas las vías hacia la salvación que convierten a las almas y las conducen al Cielo. Las almas de los hombres reciben, efectivamente, recompensas por las virtudes y castigos por las transgresiones.
El Hijo está en el Padre, y el Espíritu Santo en el Hijo, y el Padre está en ambos. El hombre conoce, por fe, todas las realidades invisibles e inteligibles. La fe es el voluntario consentimiento del alma.
Aquellos que por alguna necesidad o contingencia se ven obligados a nadar en grandes ríos, si están sobrios se salvan: si sucediera que las corrientes son violentas y fueran arrastrados, si se aferran a algún arbusto que crece en la orilla, aún se pueden salvar. Pero todos aquellos que se encuentran en estado de embriaguez, aunque en innumerables ocasiones se hayan ejercitado perfectamente en la natación, al ser vencidos por el vino, son sumergidos por la corriente y salen del mundo de los vivos. Del mismo modo el alma, al incurrir en los remolinos y en las agitadas corrientes de la vida, si no se ha tornado sobria respecto a la malicia de la materia y, por lo tanto, si no se conoce a sí misma, no sabe cómo ella, divina e inmortal, ha sido ligada a la materia del cuerpo, que es efímera, expuesta a múltiples sufrimientos y mortal.
Así, el alma es arrastrada por la perdición de los placeres carnales y, despreciándose, ebria de ignorancia, incapaz de ayudarse, perece y se encuentra fuera del número de aquellos que se salvan. Muchas veces el cuerpo, como un río, nos arrastra hacia placeres inconvenientes.
El alma razonable, manteniéndose inmóvil en su buena determinación, guía sus potencias irascibles y concupiscibles, sus pasiones irracionales, como a caballos: venciéndolas, acorralándolas y superándolas, ella es coronada y hecha digna de la victoria de los Cielos, recibiendo del Dios que la ha creado este premio por su victoria y sus fatigas.
El alma verdaderamente razonable, viendo la suerte de los malos y el bienestar de los impíos, no se turba al imaginar su goces en esta vida, como hacen los insensatos. Porque bien sabe ésta cómo la suerte es inestable, la riqueza, incierta, la vida, efímera, y sabe cómo la justicia no se deja corromper por donativos. Y un alma tal, tiene fe de no ser descuidada por Dios, y de que el alimento necesario le será administrado.
La vida del cuerpo y su goce entre grandes riquezas, teniendo poder mundano, es la muerte del alma mientras que la fatiga, la resignación y la indigencia vivida agradeciendo, así como la muerte del cuerpo, son vida y felicidad eterna para el alma.
El alma razonable que desprecia la creación material y la vida efímera, elige el regocijo celeste y la vida eterna, recibiéndola de Dios, mediante un vivir honesto.
El que tiene el traje enlodado, ensucia la túnica de los que se le acercan. Del mismo modo, los que tienen mala voluntad y una conducta no recta, frecuentando y diciendo cosas inoportunas a otros de mentalidad más simple, ensucian su alma como con fango mediante el oído.
La concupiscencia es el principio del pecado, mediante la cual el alma razonable se pierde. Mientras que el amor es para el alma principio de la salvación y del Reino de los Cielos.
El cobre, si es descuidado y no es tratado con la debida atención, por no haber sido utilizado por largo tiempo, es corrompido por la herrumbre que lo recubre y pierde su belleza. También el alma ociosa, descuidando el vivir honesto y la conversión a Dios, se aleja con sus malas acciones de la protección divina y, como el cobre por la herrumbre, así es consumada por la malicia que sigue al descuido – a causa de la materia del cuerpo – y se encuentra privada de belleza e inútil para la salvación.
Dios es bueno, exento de pasiones o cambios. Si se considera como razonable y verdadero que Dios no está sujeto a cambios, no se entiende cómo Él se puede alegrar con los buenos, despreciando a los malos, encolerizarse con los pecadores, y luego, si se le rinde culto, tornarse propicio. Hay que decir, sin embargo, que Dios ni se alegra ni se enfurece, porque alegría y tristeza son pasiones; ni tampoco se le puede rendir culto con dones, porque esto significaría que Él puede ser conquistado por el placer. No es lícito juzgar bien o mal al Divino en base a las realidades humanas. Dios es solamente bueno, hace solamente el bien, no daña nunca, porque tal es su naturaleza. Si nosotros somos buenos a semejanza suya, nos unimos a Él. Si por no tomarlo como modelo, nos tornamos malos, nos separamos de Dios.
Viviendo virtuosamente, nos unimos a Dios. Si nos adherimos al mal, Él se convierte en nuestro enemigo, pero no se encoleriza vanamente. Más bien, los pecados no permiten que Dios resplandezca en nosotros, sino que nos unen a los demonios por punición. Si con plegarias y obras de bien logramos desprendernos de los pecados, esto no significa que con nuestro culto inducimos a Dios a cambiar. En realidad, al sanar nuestra malicia con nuestras buenas acciones, y al convertirnos al Divino, nuevamente gozamos de la divina bondad; por eso, si decimos que Dios se retrae de los malos es como decir ¡que el sol se esconde a quién le falta la vista!
El alma piadosa conoce al Dios del Universo. “La piedad” no es otra cosa que el hacer la voluntad de Dios y así conocerlo, construyéndonos, sin envidia, moderados, humildes, generosos según nuestras posibilidades, sociables, y extraños a las disputas y todo lo que es grato a la divina voluntad.
El conocimiento de Dios y el temor a Él nos curan de las pasiones de la materia. Así, cuando la ignorancia de Dios se une al alma, las pasiones, que fueron descuidadas, pudren el alma: ella es corrompida por la malicia, como una vieja herida. Pero Dios no es responsable de esto, porque Él ha enviado a los hombres ciencia y conocimiento.
Dios ha colmado al hombre de ciencia y conocimiento, se apresura a purificar las pasiones y la malicia voluntaria y quiere transferir lo que es mortal a la inmortalidad, solamente a causa de su bondad.
El intelecto que está en el alma pura y amante de Dios, en realidad ve al Dios increado, invisible e inexpresable, el único puro para los puros de corazón.
Corona de la incorrupción, virtud y salvación del hombre es el llevar las desventuras de buen ánimo y dando gracias. Además, el dominar la ira, la lengua, el vientre, los placeres, constituye una enorme ayuda para el alma.
La providencia divina es aquella que tiene al mundo en sus manos. No existe ningún lugar abandonado por la providencia. Es providencia la palabra perfecta de Dios, la que da forma a la materia que constituye al mundo, y es creadora. y artífice de todas las cosas que son hechas. No es posible que la materia se organice sin el poder descendiente de la Palabra, que es imagen, intelecto, sabiduría y providencia de Dios.
La concupiscencia derivada del pensamiento, es la raíz de las pasiones congénitas de las tinieblas. Y el alma que se encuentra en el pensamiento de concupiscencia se ignora a sí misma, ignora ser inspiración de Dios y es llevada así al pecado, sin pensar ¡la insensata! en los males que encontrará después de la muerte.
La impiedad y el amor por la gloria son la suma e incurable enfermedad del alma, son la perdición. Efectivamente, la concupiscencia del mal es la privación del bien. Y el bien es hacer, sin avaricia, todo el bien que es grato al Dios del universo.
Sólo el hombre es capaz de recibir a Dios. Solamente a este ser vivo habla Dios. De noche, por medio de los sueños; de día, por medio de la mente. Y por intermedio de todo, predice y preanuncia los bienes futuros a los hombres dignos de Él.
Nada es difícil para quien cree y quiere comprender a Dios. Y si luego quieres también contemplarlo, observa el orden y la providencia que hay en todas las cosas que por su Palabra fueron hechas y creadas. Y todo es para el hombre.
Se llama santo a aquel que es puro de la malicia y de los pecados. Es por lo tanto un grandísimo logro del alma, y que agrada a Dios, que en el hombre no haya malicia.
El “nombre” es el modo de indicar a uno con respecto a muchos. Es por lo tanto insensato considerar que Dios – uno y solo – tenga otro nombre. “Dios,” pues, indica a aquel que existe sin principio, aquel que todo lo ha hecho por el hombre.
Si tienes conciencia de haber actuado malvadamente, elimina las malas acciones de tu alma, aguardando los bienes que vendrán: Dios es ciertamente justo y amigo del hombre.
El hombre conoce a Dios y es por Él conocido si se preocupa de no separarse nunca de Dios. No se separa de Dios el hombre bueno que en todo y por todo domina al placer: no por el hecho de que dispone de poco placer, sino por su propia voluntad y continencia.
Beneficia al que te perjudica, y tendrás a Dios por amigo. No calumnies en nada a tu enemigo. Ejercita el amor, la moderación, la tolerancia, la continencia, etc. Todo esto es conocimiento de Dios: siguiendo a Dios mediante la humildad y las virtudes similares. Sin embargo éstas no son obras para cualquiera, sino para almas dotadas de intelecto.
Por cansa de aquellos que con desprecio se atreven a decir que las plantas y las hierbas tienen alma, he escrito este capítulo, para conocimiento de los más simples. Las plantas tienen la vida natural, pero no tienen alma. El hombre es definido como un animal razonable, porque tiene un intelecto y es capaz de hacer ciencia. Los otros animales, ya sea los que están sobre la tierra como los que están en el aire tienen voz, porque tienen espíritu y alma. Y todo lo que crece y disminuye es un ser viviente, porque vive y crece. Sin embargo, no tiene alma. Hay cuatro especies distintas de seres vivientes. Los unos son inmortales y están dotados de un alma como los ángeles.
Otros tienen intelecto, espíritu y alma, como los hombres.
Otros tienen espíritu y alma, como los animales. Otros tienen solamente vida, como las planta. Y en las plantas la vida subsiste sin alma, espíritu, intelecto, inmortalidad, Pero ni siquiera el resto puede existir sin vida. Cada alma, es decir cada alma humana, es siempre móvil, y va de un lado a otro.
Cuando percibes fantasías respecto a algún placer, cuídate a ti mismo y no permitas que te arrastren, sino que, poniéndote por arriba, recuerda la muerte y piensa cómo es mejor tener la conciencia de haber logrado vencer este engaño del placer.
Así como en el engendramiento hay pasión, porque lo que accede a la vida tiene corrupción, así en la pasión hay malicia. Por tanto no digas: Dios pudo eliminar la malicia.
Los que así hablan son obtusos y tontos. No convenía ciertamente que Dios quitara la materia: y estas pasiones vienen de la materia. Pero Dios ha eliminado la malicia de los hombres ventajosamente al darles intelecto, ciencia, conocimiento y discernimiento del bien a fin de huir de la malicia, sabiendo cómo la misma nos perjudica. El hombre insensato sigue la malicia y se vanagloria. Luego, como atrapado en una red, se debate, capturado allí dentro.
Y ni siquiera puede levantar la cabeza para ver y conocer a Dios, que todo lo ha hecho para la salvación y la divinización del hombre.
Las realidades mortales son enemigas de sí mismas, porque conocen por anticipado este fin de la vida que es la muerte. La inmortalidad, por el hecho de que es un bien, es un legado del alma santa, mientras que la mortalidad, por el hecho de que es un mal, acompaña al alma mísera e insensata.
Cuando, dando gracias, vas a descansar, si piensas en los beneficios y en la gran providencia de Dios por ti, colmado por un pensamiento benéfico, te alegras más que nunca, y el sueno de tu cuerpo se convierte en sobriedad del alma.
Al cerrarse tus ojos, verás la visión de Dios y tu silencio, impregnándose de bondad, continuamente proclama glorias al Dios del universo, con toda el alma y toda tu fuerza. Porque una vez que la malicia ha sido alejada del hombre, el rendimiento de gracias, aunque fuera eso sólo, agrada a Dios más que todo precioso sacrificio.
A Él la gloria en los siglos de los siglos Amén.
Evagrio el Monje
Evagrio, este hombre sabio e insigne que floreció alrededor del año 380, fue promovido por el gran Basilio a la dignidad de lector y, por el hermano de éste, Gregorio de Nisa, fue ordenado diácono. Fue instruido en las Sagradas Palabras por Gregorio el Teólogo: por éste fue incluso nombrado archidiácono, cuando le fuera encargada la iglesia de Constantinopla, según Icéforo Calisto, libro 11, capítulo 42. A continuación, abandonadas las cosas del mundo, abrazó la vida monástica.
Siendo realmente sutil al entender y habilísimo en exponer lo que entendía, Evagrio ha dejado muchos y variados escritos. De entre los mismos, han sido elegidos para este libro, el presente discurso a los hesicastas y sus capítulos sobre el discernimiento de las pasiones y de los pensamientos, en cuanto que son textos muy oportunos y de gran aplicación.
Las noticias a propósito de Evagrio nos fueron proporcionadas especialmente por Paladio en la Historia lausíaca (texto griego e italiano en la edición, a cargo de Ch. Mohrmann y C. J. Bartelink, Fundación L. Valla, A. Mondadori 1974). Su nacimiento se sitúa alrededor del año 345 en Íbora en el Ponto. Tal como nos lo dice Nicodemo, fue promovido a lector y luego a diácono.
Bastante tentado por la vida mundana, en momento de serio peligro para su castidad, mientras se encontraba en Constantinopla, a continuación de un sueño premonitorio, partió para Jerusalén. Allí vivió por un breve período en la casa de Melania la Anciana, ilustre dama romana, quien había convocado a su alrededor, en el Monte de los Olivos una comunidad monástica. Durante su estancia allí, muchas dudas asaltaron a Evagrio, con respecto a su decisión de abandonar el mundo pero, apoyado por Melania y tomando como una nueva señal divina una enfermedad que lo aquejara, partió hacia Egipto poco después.
Se estableció primeramente y por dos años, en el desierto de Nitria y luego en las Celdas, donde vivió hasta su muerte que sobrevino aproximadamente en el año 399.
Profundamente convencido respecto del valor de la austera vida monástica en el desierto, Evagrio la conoció – y la vivió – acudiendo a las fuentes, manteniéndose en frecuente contacto con Macario el Grande, iniciador de la vida monástica en el desierto de Scete, conociendo también al otro Padre Macario. El ambiente en el cual Evagrio vivió hasta su muerte su vida monástica contrastó, por cierto, con la estructura intelectual de la cual estaba dotado y con su gran cultura. No por ello dejó de sentir una profunda admiración por la sabiduría práctica de esos santos ancianos, frecuentemente provenientes de familias campesinas pobres. Y más aún: además de vivir esta vida del desierto, llegó a ser un teórico de la misma.
Seguidor de Orígenes, terminó, lamentablemente por extremizar justamente las teorías más discutibles de su maestro. Esto echó una sombra sobre su figura, a tal punto, que muchos de sus escritos nos fueron transmitidos al amparo de algún gran nombre de ortodoxia más afirmada. El nombre de Evagrio fue envuelto en la condena del origenismo y, por lo tanto, condenado por el Concilio de Constantinopla III (680-681), por el Concilio Niceno II (787) y por el Concilio de Constantinopla IV (869-870).
De Evagrio se puede encontrar traducido al francés el Tratado sobre la plegaría en Y. Hausherr, Les leçons d’un contemplatif : le traité de l’oraíson d’Evagre le Pontique, Paris, Beauchesne, 1960, y el Tratado práctico en la colección Sources Chrétíennes 170-171. Tanto el Tratado sobre la plegaria como el Tratado práctico, se pueden encontrar traducidos también al inglés, reunidos en un único volumen, en las ediciones Cistercians Publications, Massachusetts, Spencer, 1970.
A propósito del discernimiento de las pasiones y de los pensamientos
Entre los demonios que se oponen a la práctica de las virtudes, los primeros que adoptan una actitud de guerra son aquellos que ostentan las pasiones por el buen comer, los que nos insinúan el amor por el dinero, y los que nos estimulan a buscar la gloria que proviene de los hombres. Todos los demás vienen detrás de éstos y reciben a los que han sido heridos por ellos.
Efectivamente, es poco probable que se caiga en manos del espíritu de la fornicación si no se cayó antes por gula. Y no hay quien, habiendo sido turbado por la ira, no se haya previamente encendido por los placeres de la buena mesa, por las riquezas o por la gloria. Y no hay modo de huir del demonio de la tristeza, si no se soporta la privación de todas estas cosas. Así como nadie puede huir del orgullo, primera camada del diablo; si no se ha erradicado antes la raíz de todos los males, que es el amor por el dinero, si es verdad, como dice Salomón, que la indigencia hace al hombre humilde (Pr 10:4).
En breve: no sucede que el hombre tropiece con el Demonio, si antes no ha sido herido por esos tres males principales. Y también delante del Salvador, el Diablo antepuso estos tres pensamientos: primeramente exhortándolo a convertir las piedras en panes, luego prometiéndole el mundo si se postraba a sus pies, adorándolo, y como tercera cosa, lo tienta con la posibilidad de que la gloria lo cubriría si, cayendo de las almenas del templo, los ángeles lo recogen y lo salvan, como Hijo de Dios que es. Pero nuestro Señor, mostrándose superior a todo esto, ordenó al Diablo que se alejara de Él, enseñándonos así que no es posible rechazar al Diablo si no se desprecian estos tres pensamientos.
Todos los pensamientos demoníacos introducen en el alma conceptos relativos a objetos sensibles, y el intelecto, compenetrándose de ellos, imprime en sí mismo las formas de esos objetos. El alma reconoce, entonces, al demonio que se asocia al objeto mismo. Por ejemplo: si en mi mente se presenta la fisonomía de quien me ha agraviado u ofendido, es evidente que surgirán en mí pensamientos de rencor. Si surgiera el recuerdo de las riquezas o de la gloria, recordaré claramente por el objeto, cuál es el motivo de mi angustia. Lo mismo sucede con los otros pensamientos: por el objeto descubrirás quién es el que viene a insinuarlos. Sin embargo, no quiero decir que todo recuerdo de tales objetos provenga de los demonios. Porque es el intelecto mismo, accionado por el hombre, el que produce las imágenes de los acontecimientos. Provienen de los demonios aquellos recuerdos que suscitan la ira o la concupiscencia contra natura.
Con motivo de la turbación que causan estas potencias, el intelecto, mediante el pensamiento, comete adulterios y se embarca en guerras, porque no puede acoger la imagen de Dios, su legislador. En efecto, esa luminosidad se manifiesta al principio fundamental del alma en el tiempo de la plegaria, en la medida en que ésta se despoje de los conceptos relativos a los objetos.
El hombre no puede rechazar los recuerdos pasionales si no presta atención a la concupiscencia y a la cólera, disipando a la primera con ayunos, velando y durmiendo en el suelo, y calmando a la segunda con actos de soportación, de paciencia, de perdón y de misericordia. De las pasiones antedichas surgen casi todos los pensamientos demoníacos que empujan al intelecto a la ruina y a la perdición. Pero es imposible superar estas pasiones si no se desprecian totalmente los manjares, las riquezas y la gloria y aun el propio cuerpo, con motivo de aquellos pensamientos que tan a menudo lo flagelan. Es absolutamente necesario, pues, imitar a aquellos que se encuentran en el mar, en peligro, y que echan por la borda los aparejos a causa de la violencia de los vientos y de las olas. Pero llegados a este punto, debemos guardarnos de desprendernos de los aparejos para ser mirados por los hombres, o habremos ya recibido nuestra merced, ya que otro naufragio más terrible que el primero nos afligirá, y entonces soplará el viento contrario, el del demonio de la vanagloria. Por tanto, también el Señor nuestro de los Evangelios, impulsando a nuestro intelecto que es el capitán del barco, nos dice: Mirad que no hagáis vuestra justicia delante de los hombres, para ser visto por ellos: de otra manera no tendréis merced de vuestro Padre que está en los Cielos (Mt 6:1). Y dice además: Y cuando recéis, no seáis como los hipócritas; porque ellos gustan de orar en las sinagogas y en los cantones de las calles, de pie para ser vistos por los hombres: por cierto os digo, que ya tienen su pago (Mt 6:5-16).
Pero en este punto debemos prestar atención al médico de las almas y observar como él cura la cólera con la limosna, y con la oración purifica el intelecto, y aún mas, diseca con el ayuno la concupiscencia: de este modo surge el nuevo Adán, quien se renueva a imagen de Aquel que lo ha creado, en el cual no existe – con motivo de la impasibilidad – ni macho ni hembra, y – basados en la única fe – ni griego ni judío, ni circunciso ni incircunciso, ni bárbaro ni escita, ni esclavo ni liberto, sino que todo está en Cristo.
Los sueños
Debemos indagar cómo los demonios informan y configuran el principio fundamental de nuestra alma en las fantasías que nos acechan en el sueño. Esto le sucede al intelecto ya sea cuando ve con los ojos o cuando oye con los oídos o con cualquier percepción. A veces nos llegan por medio de la memoria, que informa al principio fundamental del alma, moviendo lo que ha recibido mediante el cuerpo. Me parece pues, que los demonios informan al principio fundamental de nuestra alma, moviéndonos la memoria, pues el órgano es, en ese momento, mantenido inactivo por el sueño. Debemos saber cómo se produce ese movimiento de la memoria. ¿Será, acaso, por medio de las pasiones? Esto es evidente, pues el que es puro y está libre de pasiones, no pasa por cosas similares. Sin embargo, existe un movimiento de la memoria producido simplemente por nosotros mismos, o bien por las santas potencias, en el cual encontramos a los santos y somos sus comensales. Pero deberemos prestar atención: esas imágenes que el alma recibe conjuntamente con el cuerpo, serán luego movidas por la memoria sin el cuerpo. Esto está claro por el hecho de que a menudo pasamos por esto durante el sueño, mientras que el cuerpo está inmóvil. Pues puede suceder que nos acordemos del agua ya sea que tengamos sed o no, y así sucede que nos acordamos del oro ya sea con codicia o sin ella. Y los mismo sucede con el resto. Sin embargo, el hecho de que encontremos dichas diferencias entre las variadas fantasías, es un indicio de su artificiosidad.
Y aún más: debemos saber que los demonios se sirven también de objetos externos para suscitar sus fantasías. Por ejemplo: del sonido de las olas, para alguien que se dedique a la navegación.
Nuestra irascibilidad, cuando se mueve contra natura, coopera en mucho con los objetivos que los demonios se prefijan, tornándose así utilísima para cualquiera de sus engaños. Por tanto, éstos no se hacen rogar para accionarla, de día o de noche. Y cuando la ven contenida por la humildad, en seguida la liberan con buenos pretexto, y así, tornándose violenta, ésta sirve a sus pensamientos bestiales. Es necesario, pues, no excitarla con ningún objeto, ni justo ni injusto, evitando poner en mano de quien nos sugestiona, un arma funesta, como sé que muchos hacen, aferrándose más de lo necesario a fútiles pretextos. Por cierto, dime, ¿por que eres tan combativo? ¿No has despreciado ya manjares, riquezas y gloria?
¿Por qué crías a un perro, si has manifestado no poseer nada? Si éste ladra y se echa sobre la gente, es claro que es porque uno tiene algo y quiere defenderlo. Y estoy bien seguro de que un hombre así está alejado de la oración pura, porque sé que la irascibilidad destruye esta oración. Y me asombra que olvides también a los santos, mientras David grita: Cesa en tu ira y deja la cólera (Sal 36:8). Y el Eclesiastés recomienda: Aleja la cólera de tu corazón, y quita la maldad de tu carne (Qo 11:10), mientras el Apóstol nos ordena elevar, en todo tiempo y lugar, manos puras sin iras ni disputas (1 Tm 2:8). ¿Y por qué no aprendemos de la antigua y misteriosa costumbre de echar fuera de casa a los perros en tiempo de oración? Ella nos demuestra, alegóricamente, cómo no debe existir cólera en el que reza.
Y también se ha dicho: Hay cólera de dragones en su vino (Dt 32:33), ¡y sin embargo, los nacireos se abstenían de tomar vino!
En cuanto al deber de no preocuparse por los trajes o manjares, considero superfluo escribir con respecto a esto, ya que el Salvador mismo lo prohíbe en los Evangelios: no os preocupéis por vuestra vida, por lo que comeréis, por lo que tomaréis o por lo que vestiréis. Esto concierne a los gentiles y a los incrédulos, a los que rechazan la providencia del Soberano, y reniegan del Creador, pero es cosa totalmente ajena a aquellos cristianos que han creído que dos pajarillos que se venden por un cuarto están bajo el gobierno de los santos ángeles.
Pero los demonios tienen también esta otra costumbre: después de acosarnos con pensamientos impuros, nos infunden alguna preocupación a fin de que Jesús se retire, debido al caudal de ideas que acuden a nuestra mente, y su Palabra se torne infructuosa, sofocada por pensamientos de preocupación.
Pero una vez que los hayamos depuesto y habiendo depositado toda nuestra confianza en el Señor, conformándonos con las cosas que tenemos, y pobres en cuanto a nuestro estilo de vida y por la ropa que nos cubre, despojaremos cada día a los padres de la vanagloria. Si alguno se sintiere indecoroso por tener un traje pobre, que dirija su mirada a san Pablo, quien esperó la corona de la justicia en el frío y en la desnudez (2 Co 11:27). Puesto que el Apóstol ha llamado a este mundo “teatro” y “estadio,” vemos cómo es posible que uno, acompañado por pensamientos de preocupación, corra hacia el premio de la suprema llamada de Dios (Flp 3:14) o luche contra los principados las potencias, los dominadores cósmicos de las tinieblas de este siglo (Ef 6:12). Aun entrenado en la observación de las realidades sensibles, no se cómo esto es posible. Está claro que el que viste la túnica, se encontrará impedido de avanzar y arrastrado aquí y allá, como el intelecto lo es por los pensamientos cargados de preocupaciones, si creemos en la palabra que dice que el intelecto debe estar constantemente atento a su tesoro. Se ha dicho, en efecto: Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón (Mt 6:21).
En cuanto a los pensamientos, algunos de ellos separan y otros, son separados. Es decir: los malos separan a los buenos y, a su vez, los malos son separados por los buenos. Por lo tanto, el Espíritu Santo atiende al primer pensamiento que nos acude y en base a éste, nos juzga o nos recibe. Quiero decir esto: tengo un pensamiento de hospitalidad y seguramente lo tengo hacia el Señor, pero como se acerca el Tentador, mi pensamiento es separado, porque éste me sugiere brindar hospitalidad por amor a la gloria. Y más aún: tengo un pensamiento de hospitalidad, pero para ser visto por los hombres. Y sin embargo, este mal pensamiento puede ser rescindido al acudir un pensamiento mejor, el de pensar que es mejor dirigir la virtud hacia el Señor e inducirnos a no hacer estas cosas por los hombres.
Después de mucha observación, hemos conocido cuál es la diferencia entre los pensamientos provenientes de los ángeles, los provenientes de los hombres, y los que provienen de los demonios. Los primeros, los angélicos, observan las varias naturalezas de las cosas y descubren las razones espirituales. Por ejemplo, la razón por la cual el oro fuera creado, esto es, para ser distribuido en las zonas inferiores de la tierra mezclado con la arena, y ser encontrado con mucho trabajo y fatiga. Y luego vemos cómo, una vez encontrado, es lavado con agua, pasado por el fuego, entregado a las manos de los artesanos, los cuales harán el candelabro de la tienda, el altar, los incensarios y las copas, en las cuales ahora no bebe más – por gracia de nuestro Señor – el rey de Babilonia. Por estos misterios arde el corazón de Cleofás. Pero el pensamiento que nos surge por obra de los demonios, no sabe ni comprende todo esto, sino que nos sugiere, descaradamente, el afán por la posesión del oro sensible, indicándonos todo el placer y la gloria que nos colmarán al tenerlo.
En cuanto al pensamiento que proviene del hombre, el mismo no busca la posesión del oro, ni se preocupa por entender su significado simbólico, sino que nos introduce en la mente su forma desnuda, sin pasión ni codicia por poseerlo. Lo que decimos del oro, es válido también para las otras cosas, cuando este pensamiento es místicamente ejercido según esa regla.
Hay un demonio, denominado vagabundo, que se presenta a los hermanos sobre todo durante el transcurrir del día. Éste pasea nuestro intelecto de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo y de casa en casa. El intelecto entabla, al principio, simples diálogos. Luego se entretiene por más tiempo con algún conocido y corrompe el estado interior de los que encuentra, y luego, poco a poco, se va olvidando de su conocimiento de Dios, de las virtudes y de su propia profesión. Es pues necesario que el solitario observe de donde viene este demonio y a dónde éste quiere llegar. No es por casualidad que este demonio da todas estas vueltas. Lo hace para corromper el estado interior del solitario. De este modo el intelecto, enardecido por estas cosas, ebrio por todos los encuentros, inmediatamente se tropieza con el demonio de la fornicación, o de la ira, o de la tristeza. Sentimientos que masivamente destruyen el resplandor del estado interior.
Pero nosotros, si realmente nos proponernos reconocer la astucia de este demonio, no debemos apresurarnos a gritar en contra de él, ni a meditar sobre lo sucedido, contando como éste realiza estos encuentros en nuestros pensamientos y de que manera va empujando el intelecto hacia la muerte. No soportando ser observado en su actuar, el demonio huirá de nosotros y nada podremos saber de lo que queríamos aprender. Más bien deberemos permitir que por uno o dos días, actúe a fondo, así podremos aprender bien sus maquinaciones, y lo haremos fluir enfrentándolo con nuestras palabras. Y sucede que cuando nos sentimos tentados, el intelecto está turbio y le resulta difícil ver lo que está sucediendo. Debemos pues, actuar cuando el demonio se ha ido de la siguiente manera: siéntate y trae a tu memoria lo sucedido, por dónde ha empezado todo, dónde has ido, y en qué lugar te sentiste atraído por el espíritu de la fornicación, de la tristeza o de la ira, y nuevamente recapitula lo sucedido. Examina todo muy bien y confíalo a tu memoria, así podrás enfrentar al demonio cuando se acerque. Observa atentamente el escondrijo donde él pretende llevarte y no lo sigas. Y si incluso quieres enfurecerlo, enfréntalo una y otra vez, hablándole directamente. Se sentirá muy molesto ya que no tolera ser avergonzado. Como demostración de que has sabido hablarle como es debido, verás que ese pensamiento que te acechaba te abandonó por completo. Es imposible que permanezca si es abiertamente enfrentado. Una vez que has vencido al demonio, seguirá una profunda somnolencia, una especie de estado de muerte, con una gran pesadez en los párpados, continuados bostezos, un gran peso en las espaldas. Pero el Espíritu Santo hará que todo esto se desvanezca luego de una intensa plegaria.
El odio contra los demonios nos ayuda mucho a conseguir la salvación y es conveniente para la práctica de la virtud. Pero nosotros no estamos en condiciones de cultivarlo por nosotros mismos como un brote cualquiera, ya que los espíritus amantes del placer lo destruyen y lo conducen a ese amor habitual Este amor -o más bien, esta gangrena difícil de curar – es curada por el médico de las almas abandonándonos a una prueba. Efectivamente, permite que padezcamos de día o de noche, una situación horrorosa para el alma, de tal modo que ella retorna a su odio original, aprendiendo a decir lo que David dijo al Señor: De un odio perfecto los odié; se han convertido en enemigos para mí (Sal 138:22). Pues el que no peca con sus actos ni con sus pensamientos, odia con un odio perfecto, lo cual es índice de una máxima primitiva impasibilidad.
¿Y qué decir de ese demonio que deja al alma insensible? Siento temor de escribir al respecto. ¿No es increíble cómo el alma, cuando se encuentra con este demonio, sale de su estado interior, se despoja del temor de Dios y de toda piedad, no considera más al pecado como un pecado, ni actúa con responsabilidad, recordando al castigo y al juicio eterno como una cosa de nada y verdaderamente se mofa del terremoto del fuego (Jb 41:20). Reconoce a Dios, por cierto, pero no reconoce su mandamiento.
Golpeas tu pecho porque ves al alma moverse hacia el pecado, pero ella no percibe nada. Tratas de convencerla con las Escrituras, mas ella no te escucha porque está obtusa. La enfrentas con la vergüenza de los hombres, pero no te atiende ni te entiende, como si fuera un cerdo que ha cerrado los ojos y se dirige hacia su recinto. A éste demonio nos llevan los persistentes pensamientos de vanagloria. Y se ha dicho de él que si aquellos días no hubieran sido abreviados, ninguna carne se hubiera salvado (Mt 24:22). Esto sucede a aquellos que raramente frecuentan a sus hermanos. El motivo es evidente: este demonio, frente a las desgracias de los demás, es decir las de aquellos que han sido acometidos por las enfermedades o que tienen la desgracia de estar presos o encuentran una muerte imprevista, huye en seguida, porque no bien el alma se ha conmovido y se llena de compasión, se disipa el endurecimiento producido por el demonio. Pero esta posibilidad no la tenemos a causa de la soledad en que vivimos o de la rara presencia, cercana a nosotros, de personas que sufren. Es justamente para que podamos huir de este demonio que el Señor nos recomienda, en los Evangelios, que visitemos a los enfermos y a los que están en la cárcel. Estaba enfermo y me visitasteis (Mt 25:36), nos dice. Pero debemos tener presente esto: si algún solitario, habiéndose tropezado con este demonio, no ha aceptado todavía pensamientos impuros, ni ha abandonado su casa entregándose a la acedía, éste ha recibido la tolerancia y la templanza, que han bajado de los Cielos y lo han bendecido por tal impasibilidad. En cuando a aquellos que han hecho suya la profesión de ejercitar la piedad, y eligen vivir junto a los mundanos, deben cuidarse de este demonio. Yo, en efecto, me avergüenzo delante de todos ustedes y no quiero seguir diciendo o escribiendo a su respecto.
El demonio de la tristeza
Todos los demonios enseñan al alma el amor por el placer: sólo el demonio de la tristeza se abstiene de ello. Por el contrario, destruye todos los pensamientos insinuados por los otros demonios, impidiendo al alma sentir cualquier placer, insensibilizándola con su tristeza. Es cierto lo que se ha dicho: que los huesos del hombre triste se tornan áridos (Pr 17:22). Y sin embargo, si se lucha un poco, este demonio sirve para fortalecer al solitario. Lo convence de no acercarse a ninguna de las cosas de este mundo ni a ningún placer. Si persiste en su lucha, genera en él pensamientos que lo inducen a alejar su alma de este tormento o lo fuerzan a huir de ese lugar. Tal es lo que ha pensado y sufrido el santo Job, atormentado por este demonio: Ojalá pudiera echar mano a mí mismo u otro, a mi pedido, así lo hiciera (Jb 30:24). Símbolo de este demonio es la víbora, animal venenoso. La naturaleza le ha concedido, benevolentemente, el que pueda destruir los venenos de los otros animales, pero si la tomamos en estado puro, destruye la vida misma. Es a este demonio que san Pablo ha entregado el hombre de Corinto, que había pecado. Pero luego se apresura a escribir a los Corintios: Os ruego que confirméis vuestro amor por él, para que no sea consumido por la excesiva tristeza (Cf. 2Co 2:8-7).
Y sin embargo, este espíritu que aflige a los hombres es capaz de ser portador de un arrepentimiento bueno. Y así también san Juan Bautista ha denominado “raza de víboras” a aquellos que han sido heridos por este espíritu, y que se refugiaban en Dios, diciendo: ¿Quién os ha enseñado ha huir de la ira que vendrá? Dad, pues, frutos dignos de arrepentimiento y no penséis decir dentro de vosotros: a Abraham tenemos por padre (Mt 3:7-9). Todo el que ha imitado a Abraham y se ha alejado de su tierra y de su parentela, se ha vuelto más fuerte que este demonio.
Si alguno es dominado por la cólera, está dominado por los demonios. Y si alguien le sirve, éste es extraño a la vida monástica, un extranjero en las vías de nuestro Salvador, dado que el mismo Señor nos dice que Él muestra el camino a los humildes. Por tanto, cuando el intelecto de los solitarios se refugia en la llanura de la mansedumbre, difícilmente puede ser poseído, ya que no hay otra virtud que los demonios teman más que la misma. Ésta es la virtud que había adquirido el gran Moisés, quien fuera conocido como el más manso de los hombres. Y el santo David ha declarado que esta virtud es digna del recuerdo de Dios: Acuérdate de David y de toda su mansedumbre (Sal 131:1).
Y también el Salvador mismo nos ha ordenado ser imitadores de su mansedumbre: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas (Mt 11:29).
Si alguno ha renunciado a manjares y bebidas, pero excita su cólera con malos pensamientos, ¡se asemeja a una nave que navega con un demonio como piloto! Con todas nuestras fuerzas debemos cuidar de nuestro perro y enseñarle a destruir sólo los lobos, sin devorar las ovejas, dando prueba de mansedumbre hacia todos los hombres.
La vanagloria
De todos los pensamientos, el de la vanagloria es el que está compuesto por más elementos. En efecto, abraza a casi toda la tierra y abre las puertas a todos los demonios, tal como lo haría algún malvado traidor en una ciudad. Por tanto, humilla el intelecto del solitario, llenándolo de discursos y objetos y corrompiendo las plegarias con las cuales él trata de curar todas las heridas de su alma.
Todos los demonios una vez vencidos, hacen crecer este pensamiento y por su intermedio, encuentran un nuevo acceso a las almas. Y es así como hacen que la última situación de las almas sea peor que la precedente. De aquí nace también el pensamiento de la soberbia. Esto es lo que ha hecho derrumbar de los cielos sobre la tierra el sello de la semejanza la corona de la belleza (Ez 28:12). Rehúyela pues, no tardes, porque puede suceder que entreguemos a otros nuestra vida, y nuestra riqueza a quien no tiene misericordia. Este demonio es ahuyentado por la oración continua y por el no hacer ni decir nada de lo que se lleva a cabo por la maldita vanagloria.
Ni bien el intelecto de los solitarios alcanza una cierta impasibilidad, he aquí que adquiere el caballo de la vanagloria y en seguida corre por las ciudades, llenándose sin medida de alabanzas a su gloria. Pero, si por una disposición de la providencia, se encuentra con el espíritu de la fornicación, quedando así encerrado en un chiquero, esto le enseñará a no dejar más el lecho antes de haber obtenido una perfecta salud, y a no imitar a los enfermos indisciplinados quienes, arrastrando los rastros de su enfermedad, se entregan abusivamente a los viajes y a los baños, teniendo así recaídas. Por tanto, permanezcamos sentados, cuidemos de nosotros mismos, de tal modo que, avanzando en nuestra virtud, no permitamos que el mal resurja, y que, al retomar el conocimiento, nos aturda una multitud de meditaciones. Y luego nuevamente, al levantarnos, veremos cuánto más clara es la luz de nuestro Señor.
No puedo escribir sobre todas las astucias de los demonios; siento pudor al repasar todas sus maquinaciones, temiendo por los lectores más simples. Escucha, sin embargo, las astucias del demonio de la fornicación.
Cuando alguien logra tornarse impasible respecto a su concupiscencia, y sus malos pensamientos tienden a enfriarse, es entonces que este demonio introduce imágenes de hombres y mujeres que juguetean entre ellos, convirtiéndolo en solitario espectador de cosas y actitudes procaces. Pero no es ésta una tentación que dure por mucho tiempo. La oración continua y un régimen austero, la vigilia y el ejercicio de meditaciones espirituales, disipan la tentación como a una nube sin agua. Por momentos este malvado hace de la carne su presa, forzándola a sentir un ardor irracional, y se aferra a miles de otras cosas, a las cuales no es necesario referirse públicamente ni poner por escrito.
Contra pensamientos de este tipo somos ayudados por el hervir de la cólera que se mueve contra el demonio. Éste teme muchísimo esta cólera, que se agita contra los pensamientos y destruye sus razonamientos. Y éste es el pensamiento de la Palabra: Irritáos y no pequéis (Sal 4:4). Esta cólera es una medicina útil ofrecida al alma durante las tentaciones. A veces sucede que el demonio de la ira imita al otro demonio, y esboza la forma de algún hijo, o amigo, o pariente, en el momento de ser ultrajado por gente indigna, excitando así la cólera del solitario, para que diga o haga algo malo contra las imágenes que se mueven en su pensamiento. Es necesario atender por un instante a estas imágenes, cuidándonos de arrancar pronto nuestra mente de ellas, a fin de no detenerla mucho tiempo, para que no se inflame secretamente en tiempo de la oración. En estas tentaciones caen fundamentalmente los coléricos y los que se dejan arrastrar fácilmente por sus impulsos. Éstos están alejados de la plegaria pura y del conocimiento de nuestro Salvador, Jesucristo.
El Señor ha confiado los conceptos de este siglo al hombre, como las ovejas a un buen pastor. Escrito está: A cada hombre ha puesto un concepto en su corazón, y ha unido a él, a modo de ayuda, la concupiscencia y la ira. Por medio de la ira debe poner en fuga a los pensamientos de los lobos y, mediante la concupiscencia, debe amar a las ovejas, aun cuando se encuentre acorralado por las lluvias y los vientos. A todo esto el Señor ha agregado también la ley, para que alimente a las ovejas; y un lugar verde, agua que reconforta, y el salterio, la cítara, la vara y el bastón. Y así de este rebaño el pastor obtendrá su nutrición, se vestirá y recogerá el heno de los montes. Se ha dicho: ¿Cuál es el pastor que apacienta el ganado y no se nutre de su leche? (1 Co 9:7).
Deberá el solitario custodiar de día y de noche su rebaño para que no sea devorado por las fieras o caiga en manos de los ladrones. Pero si en un lugar selvático algo parecido sucediera, en seguida deberá éste arrancar la presa de la boca del león o del oso. Por ejemplo, el concepto de hermano es devorado por nosotros si lo alimentamos con vil concupiscencia; el del dinero y el del oro, si lo albergamos unido a la avidez; y así en todo lo que se refiere a los pensamientos relativos a los santos carismas, si los alimentamos en nuestra mente junto a la vanagloria. Del mismo modo sucede respecto a todos los otros conceptos, si se tornan presa de las pasiones. Y no alcanza con velar durante el día, debemos estar vigilantes también de noche. Puede suceder que perdamos lo que es nuestro, aun con fantasías turbias o malvadas. Vean lo que dice San Jacob: No te he traído ovejas devoradas por las fieras: he resarcido los hurtos del día y de la noche, Y fui devorado por el calor del día y por el hielo de la noche. El sueño se alejó de mis ojos (Gn 31:39 y ss).
Si posteriormente el gran cansancio generara en nosotros pereza, subiremos un poco más por la piedra del conocimiento y tomaremos el salterio, haciendo vibrar sus cuerdas mediante el conocimiento de las virtudes. Y nuevamente llevaremos nuestros rebaños por el monte Sinaí, para que el Dios de nuestros Padres se dirija a nosotros de entre los arbustos y nos regale con esas palabras que obran señales y prodigios.
La naturaleza racional, condenada a muerte por la malicia, ha sido resucitada por Cristo mediante la contemplación de todos los siglos. Y el Padre resucita el alma que ha muerto de muerte de Cristo, mediante su conocimiento. Y es esto lo que dice Pablo: Si estamos muertos con Cristo, creamos que también viviremos con Él.
Cuando el intelecto se ha despojado del hombre viejo, se reviste de lo que proviene de la gracia, y es entonces que en el tiempo de la oración verá su propia estructura, símil de algún modo, al zafiro o a la superficie celeste. Cosas éstas que las Escrituras indican como el lugar de Dios, visto por los ancianos en el monte Sinaí.
De entre los demonios impuros, algunos tientan al hombre en cuanto hombre, otros lo aturden como a un animal que ha perdido la razón. Los primeros, al acercarse, insinúan en nosotros pensamientos de vanagloria, de soberbia, de envidia o de acusación: cosas éstas que no perturban a ningún ser irracional. Los otros, sin embargo, se acercan excitando la cólera o la concupiscencia contra natura. Y es que estas pasiones las tenemos en común con los seres irracionales aunque estén escondidas por la naturaleza racional.
Es por este motivo que el Espíritu Santo, cuando se refiere a los pensamientos que acuden a los hombres, dice: Yo he dicho: dioses sois, e hijos todos del Altísimo pero como hombres moriréis, y caeréis como cae cualquier príncipe (Sal 81:6). ¿Y qué dice a aquellos que se mueven en modo irracional? Nos dice: No seáis como el caballo y como el mulo que no tienen entendimiento: que han de ser domados con freno y riendas para que obedezcan (Sal 31:9). Y si el alma que peca, morirá (Ez 18:4), es evidente que los hombres mueren como hombres y por los hombres son sepultados. Pero los animales sin razón, si mueren o caen, son devorados por las aves de rapiña o por los cuervos. De esto se ha dicho que las crías de los unos invocan al Señor, y las de los otros, se bañan en sangre. El que tenga oídos para oír, que oiga (Mt 11:15).
Cuando algún enemigo se acerque a ti, te hiera y tu quieras dirigir tu espada a su corazón, tal como está escrito, haz como te decimos. Analiza en ti mismo el pensamiento que te ha sido puesto. Mira qué cosa es, de qué elementos se compone y lo que precisamente aflige más a tu mente. Te quiero decir esto: ¿te ha traído el enemigo el amor por el dinero? Tú haces una distinción entre el intelecto que ha recibido el pensamiento del oro, el pensamiento mismo del oro y el oro en sí mismo y la pasión que nos lleva a amar el dinero. Pregúntate a continuación: De entre todo esto, ¿qué cosa es pecado? ¿Quizás el intelecto? ¿Y cómo, entonces, es la imagen de Dios? Y entonces, ¿cómo se vincula al concepto del oro? Nadie que tenga intelecto podría jamás afirmarlo. ¿Es quizás pecado el oro en sí mismo? ¿Por qué entonces fue creado? Concluiremos pues que la causa del pecado es la cuarta.
No es un objeto que tenga una existencia en sí mismo, ni el concepto de un objeto, sino que es un placer enemigo del hombre, generado por nuestra propia y libre voluntad, y que fuerza al intelecto a servirse malamente de las criaturas de Dios. Y es a la ley de Dios a quien le fuera confiado rescindir este placer.
Mientras indagas de este modo, el pensamiento será destruido, disolviéndose en su propia contemplación. El demonio se alejará de ti, cuando tu mente sea llevada a lo alto por tal conocimiento. Si, por lo contrario, no quieres servirte de tu espada, sino que quieres echar mano de tu honda, saca una piedra de tu bolso de pastor y considera lo siguiente: ¿Cómo es que los ángeles y los demonios se acercan a nuestro mundo y nosotros no nos acercamos a sus mundos? Nosotros no podemos, por cierto, acercar más a los ángeles a Dios, si nos proponemos hacer de los demonios seres aun más impuros. Y más aún: ¿como es que Lucifer, que surge por la mañana, fue tirado a la tierra, y considera al mar como una ampolla y a lo más profundo de los abismos como un prisionero de guerra? Y todo lo hace hervir como en una olía encendida e hirviente (Jb 41:22 y ss) porque a todos quiere turbar con su malicia y a todos dominar. La consideración de todas estas realidades hiere verdaderamente al demonio y pone en fuga a todo su ejército. Pero esto lo pueden hacer todos aquellos que se han purificado y ven las razones de las realidades creadas. Los que están impuros no conocen la contemplación de tales razones y, aunque repitieran una fórmula aprendida por otros, no serán escuchados, con motivo de todo el polvo y el tumulto causado por las pasiones durante la batalla. Es absolutamente necesario, pues, que toda la turba de filisteos permanezca inmóvil, para que sólo Goliat enfrente a nuestro David.
De la misma manera nos serviremos de esta distinción entre las partes en guerra y la imagen que se nos presenta contra todos los pensamientos impuros.
Cuando suceda que algún pensamiento impuro huya con toda rapidez, ¿deberemos buscar la causa a fin de entender cómo ello se ha producido? En general, esto sucede ya sea porque el objeto en cuestión falta, o porque se trata de un elemento difícil de obtener, o porque estamos entrando en la región de la impasibilidad. Por estos motivos el enemigo no puede vencernos. Si por ejemplo, a algún solitario se le ocurre que le sea confiada la guía espiritual de la ciudad, es difícil que se detenga a fantasear a propósito de ello, por los motivos que mencionáramos anteriormente. Pero si sucediera que alguno se convierte en guía espiritual de una ciudad cualquiera, y su pensamiento no sufre alteraciones, esto significa que ha alcanzado la beatitud de la impasibilidad.
No es necesario saber de estas cosas para tener prontitud y fuerza; para que podamos ver si hemos cruzado el Jordán y estamos cerca de las palmeras o bien si estamos todavía en el desierto y bajo los golpes de los extranjeros.
Pues veo, por ejemplo, cómo el demonio del amor al dinero es versátil y extraordinario en su capacidad de engaño. A menudo, angustiado por nuestra total renuncia, finge ser ecónomo y amante de los pobres, recibe libremente huéspedes que aún no se han acercado, da limosnas a los que carecen de alguna cosa, visita las prisiones de la ciudad, rescata a los que han sido vendidos, nos sugiere unirnos a mujeres ricas… Quizás nos aconseje acercarnos a otros, ¡a aquellos que poseen una bolsa bien abastecida! De este modo, se va desviando el alma; poco a poco, la rodea de pensamientos provenientes del amor al dinero y la entrega al demonio de la vanagloria. Y esto introduce una multitud de pensamientos que glorifican al Señor por nuestros negocios, y manipula a algunos que, poco a poco, hablan de sacerdocio en lugar nuestro. Hace pronósticos sobre la muerte del sacerdote a cargo, y predice que no podrá salvarse, debido a todo lo mal que ha actuado.
Y así este mísero intelecto, atrapado por tales pensamientos, entra (mentalmente) en lucha con aquellos que se le oponen, pronto a ofrecer dones a aquellos que lo aceptan y aprueban sus buenos sentimientos. ¡Incluso imagina entregar a aquellos que se le sublevan, en manos de los magistrados y echarlos de la ciudad! Finalmente, puesto que lleva dentro de sí estos pensamientos y les da vueltas, hace que en seguida se presente el demonio de la soberbia, quien, destellando ininterrumpidamente relámpagos y dragones alados en la celda, termina por ocasionar la locura.
Pero nosotros, para conjurar la desgracia que tales pensamientos puedan producir, ¡queremos vivir dando gracias en nuestra pobreza! De hecho, nada hemos traído a este mundo ni nada, por cierto, podremos llevar con nosotros. Siempre que tengamos con qué comer y con qué cubrirnos, conformémonos con ello (1 Tm 6:7 y ss). Y recordemos a Pablo, que declara: El amor por el dinero es la raíz de todos los males (1 Tm 6:10).
Todos los pensamientos impuros, cuando por causa de nuestras pasiones se entretienen en nosotros, conducen el intelecto a la ruina y a la perdición. En efecto, así como la idea del pan ronda constantemente al hambriento a causa de su hambre, y el pensamiento del agua al sediento a causa de su sed, del mismo modo, también los pensamientos a propósito de las riquezas, y las reflexiones sobre los turbios pensamientos producidos en nosotros por los alimentos, se detienen dentro nuestro debido a las pasiones. Esto se manifiesta también con los pensamientos de vanagloria y con todos los otros. Y no le será posible al intelecto, sofocado por tales ideas, presentarse ante Dios, ni ceñir en su cabeza la corona de la justicia. Justamente por haber sido arrastrado por tales pensamientos, aquel intelecto tres veces infeliz del cual nos hablan los Evangelios, rechazó la increíble belleza del conocimiento de Dios. Incluso aquel que, atado de pies y manos, fue echado a las tinieblas exteriores, tenía el traje tejido por estos pensamientos y, debido a ello, el que lo había invitado lo declaró indigno de tales nupcias. El traje de bodas es, pues, la impasibilidad del alma razonable que ha renegado de las concupiscencias mundanas. La causa por la cual los conceptos de los objetos sensibles, cuando se detienen en nosotros, corrompen el conocimiento, fue ya mencionada en los “Capítulos a propósito de la oración.”
Tres son los jefes de los demonios que se oponen a la práctica [de las virtudes]. Éstos son seguidos por todo el campamento de filisteos. Ellos son los primeros que avanzan en las batallas e inducen al alma a ser malvada por medio de pensamientos impuros. Los unos difunden los deseos de la gula, otros nos insinúan el amor por el dinero, y otros nos excitan para que busquemos la gloria que viene de los hombres. Si deseas, pues la oración pura, rehúye la cólera; si amas la templanza, domina tu vientre y no le brindes pan hasta la saciedad, y en cuanto al agua, manténla corta.
Sé vigilante en la oración y aleja de ti el rencor. No menoscabes las palabras del Espíritu Santo y golpea con las manos de la virtud las puertas de las Escrituras. Así surgirá en ti la impasibilidad del corazón y, en la oración, verás a tu intelecto resplandecer como un astro.
Casiano el Romano
Nuestro santo padre Casiano el Romano vivió bajo el reinado de Teodosio el Pequeño, alrededor del año 331. Hemos puesto en el presente volumen, de entre todos los discursos fruto de sus fatigas, aquel relativo a los ocho pensamientos y los que nos hablan del discernimiento, ya que de ellos emana abundante provecho y gracia. A ellos se remite también el sapientísimo Focio, citando literalmente el código 197, páginas 265-66. “También el segundo discurso está dirigido al mismo (es decir a Castor), y lleva como título ‘Discurso a propósito de los ocho pensamientos’, girando alrededor de temas relativos a las pasiones de la gula, de la fornicación, del amor al dinero, de la ira, de la tristeza, de la pereza, de la vanagloria y de la soberbia. Estos tratados son utilísimos a aquellos que están dispuestos a participar en la batalla ascética… Y además de éstos, fue leído un tercer pequeño discurso… en el cual se nos enseña lo que significa el discernimiento, de cómo esta virtud es la más grande de todas, dónde es generada, Y cómo, habitualmente, nos llega desde lo más alto, etc…”
La Iglesia recuerda a este santo el día 29 de febrero, y lo celebra con testimonios de honor y alabanzas.
Nacido en el año 360 en la ciudad de Dobrudja, en la desembocadura del Danubio, según Genadio, De Viris illustribus, PL, 58, LXI, 1094, quien lo define de nacionalidad escita. De familia poderosa, terminó siendo aún muy joven sus estudios clásicos. Junto con su amigo Germán, al cual se sentía muy unido, se embarcó en un viaje hacia Oriente, interesándose sobre todo en el testimonio cristiano que daban los monjes que poblaban esos lugares.
Se detuvo en Palestina por unos dos años, en un monasterio de Belén. No consta, sin embargo, que haya conocido personalmente a Gerólamo. Aparentemente, lo conoció y lo estimó sólo por sus escritos. Después de dos años, Casiano y Germán se dirigieron a los desiertos de Egipto, en particular a Escete y a Nitria. Volvieron ocho años después y nuevamente partieron por tres años más.
En el 399 se dirigieron a Constantinopla, debiendo huir de Egipto a causa de su “origenismo.” Casiano fue admirador y partidario de Orígenes, particularmente en lo que se refiere a su exégesis escriturística. Mantuvo, sin embargo, una posición equilibrada y evitó seguirlo en ciertos aspectos más dudosos y menos ortodoxos. En Constantinopla, Casiano fue ordenado diácono por Juan Crisóstomo, por el cual conservó siempre una profunda devoción.
Luego que Juan Crisóstomo fuera expulsado, también los dos amigos se tuvieron que ir, y se dirigieron a Roma, al papa Inocencio I, para solicitar su ayuda en favor del obispo perseguido. Desde ese momento se pierde el rastro de Germán, a quien suponemos muerto en Roma.
Con toda probabilidad, Casiano fue ordenado presbítero en Roma. De allí se dirigió a Marsella, en el año 415, donde fundó el monasterio de san Víctor y un monasterio femenino, Murió alrededor del año 435.
Por medio de sus dos grandes obras, Instituciones cenobíticas y Colaciones espirituales, Casiano transmitió a Occidente un conocimiento bastante exacto a propósito de la institución monástica en Oriente y Occidente.
Durante el tiempo transcurrido en Marsella, Casiano intervino en las disputas doctrinales relativas a la gracia y, poco dotado para este tipo de cosas, incurrió en formulaciones erróneas o imprecisas, de carácter semipelagiano.
Sin embargo, aun en este delicado tema, su santidad y su tendencia hacia la dulzura y la sumisión, no fueron menos evidentes. Casiano, no bien advirtió su error, se retiró y calló.
De las Instituciones y de las Colaciones de Casiano, existen varias traducciones en distintos idiomas. En cuanto a las Instituciones, se puede ver la edición italiana a cargo de P. M. Ernetti, Padva, 1957; la traducción francesa con el texto latino se encuentra en la colección Sources Chrétiennes 109. Las Conferencias, en la edición italiana a cargo de O. Lari, De. Paulinas, 1965; la traducción francesa con texto latino está en Sources Chrétiennes 42-54-64.
Al Obispo Castor: Los ocho pensamientos viciosos
– El espíritu de la fornicación
– La ira
Luego de haber hecho un primer discurso concerniente a la ordenación de los cenobitas, nuevamente nos llenamos de coraje, debido a vuestras oraciones y nos disponemos a escribir a propósito de los ocho pensamientos viciosos, es decir, los pensamientos de gula, fornicación, amor al dinero, ira, tristeza, pereza, vanagloria y soberbia.
La continencia del estómago
Como primera cosa, hablaremos de la continencia del vientre, que se opone a la gula. Diremos pues, cómo hacer los ayunos y cuál deberá ser la calidad y la cantidad de los alimentos. No hablaremos de nosotros mismos, sino que mencionaremos lo que hemos recibido de nuestros santos Padres Ellos no tenían una única regla para el ayuno ni una única manera de comer los alimentos; ni siquiera nos han transmitido la indicación de una medida, ya que no todos tienen la misma fuerza, ya sea por edad, por enfermedad, o por una constitución física particularmente delicada. Hay, sin embargo, un único objetivo: huir de la saciedad y evitar llenar nuestro estómago.
Un cierto ayuno diario ha sido considerado más ventajoso y más adecuado para conducirnos a la pureza, que un ayuno que se arrastra por tres, cuatro días o aun una semana. Se dice que el ayuno que se prolonga sin medida es seguido por un período de exceso en las comidas. De tal modo, es posible que la abstinencia exagerada de alimentos haga que el organismo pierda su vigor, tornándolo perezoso en su servicio espiritual, o que el cuerpo, sintiéndose pesado por el exceso de comida, produzca en el alma pereza y relajamiento.
Los Padres no consideraron apto para todos el ingerir verduras o legumbres, ni que todos pudieran hacer uso, como alimento cotidiano, del pan duro. Se ha visto cómo uno que come dos libras de pan sigue teniendo hambre, mientras que otro, comiendo solamente una, o aun seis onzas, se siente satisfecho. Tal como se ha dicho anteriormente, lo que nos han transmitido como regla para observar la continencia es solamente esto: que no nos dejemos engañar por la saciedad del estómago, ni nos dejemos arrastrar por el placer de la gula. En efecto, no solamente la variada calidad de los alimentos, sino también las distintas cantidades de los mismos, pueden encender en nosotros las flechas inflamadas de la fornicación. Más aún: no es solamente la ebriedad del vino la que embriaga nuestra mente, sino que incluso la saciedad del agua o el exceso de cualquier comida la tornan aturdida y somnolienta. El motivo que produjo la destrucción de los sodomitas, no fue la ebriedad producida por el vino o por los variados alimentos, sino por la saciedad del pan, tal como dice el profeta.
La debilidad del cuerpo no nos impide alcanzar la pureza del corazón, si no ofrecemos a nuestro cuerpo otra cosa que lo que la debilidad nos pide, y no lo que exige el placer. Debemos utilizar alimentos tanto cuanto es necesario para mantenernos con vida, no lo que nos induce a servir a los impulsos de la concupiscencia. Una toma moderada de alimentos, según nuestro razonamiento, contribuye a la salud del cuerpo y no quita nada a la santidad. La regla de continencia y la norma exacta que nos transmitieron los Padres, es la siguiente: el que tome un alimento cualquiera, deberá detenerse cuando aún tiene apetito, sin esperar la saciedad. Cuando el Apóstol nos dice que no debemos preocuparnos de la carne para satisfacer nuestra concupiscencia (Rm 13:14), no trata de prohibirnos lo necesario para mantenernos con vida, sino que intenta prohibir un tratamiento que nos induzca a la voluptuosidad.
Además, para lograr una pureza perfecta del alma, no es suficiente con abstenerse de alimentos, sino que otras virtudes son necesarias. Mucho beneficia a la humildad la obediencia en el trabajo y la fatiga del cuerpo, así como beneficia el mantenerse lejos del amor por el dinero, lo que no significa sólo no tener dinero, sino también evitar desearlo ansiosamente: esto es lo que guía al alma realmente a la pureza. El abstenerse de la cólera, de la tristeza, de la vanagloria, de la soberbia, son todas cosas que producen la pureza global del alma. En cuanto a esa particular pureza del alma, fruto de la templanza, la misma se obtiene con la continencia y con el ayuno. Porque es imposible luchar en nuestra mente con el espíritu de la fornicación, teniendo el estómago lleno. Por lo tanto, nuestra primera lucha será por lograr la continencia del estómago y el doblegamiento de nuestro cuerpo, no solamente mediante nuestro ayuno, sino también velando con la fatiga, la lectura y con el recogimiento de nuestro corazón, temerosos de la gehena y deseosos de acceder al Reino de los Cielos.
El espíritu de la fornicación
Nuestra segunda lucha es contra el espíritu de la fornicación y de la concupiscencia de la carne, que, desde la más temprana edad del hombre, empiezan a atormentarlo. Ésta es una gran lucha, ardua y doble, porque mientras los otros vicios declaran una guerra. al alma, solamente éste se presenta bajo una doble forma que acecha al alma y al cuerpo: por tanto la batalla es doble. El solo ayuno del cuerpo no es suficiente para adquirir la perfecta templanza y la verdadera castidad, si no hay también contrición del corazón, una perseverante oración a Dios, una asidua meditación de las Escrituras, una dura fatiga y trabajo manual: estas cosas tienen el poder de contrarrestar los impulsos inquietos del alma, apartándola de turbias fantasías. Sin embargo, lo que más beneficia es la humildad del alma, sin la cual no se puede salir ni de la fornicación ni de las otras pasiones.
Por lo tanto, es fundamental ser vigilantes y apartar nuestro corazón de los pensamientos sórdidos. Pues es del corazón, según la Palabra del Señor, de donde provienen los malos razonamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, y cosas de la calle. Y el ayuno nos ha sido prescrito, no solamente para tratar duramente al cuerpo, sino para ayudar a la sobriedad del intelecto, para que éste no se oscurezca por el exceso de alimento y no pierda su fuerza en la vigilancia de sus pensamientos. Debemos ser solícitos, pues, no sólo en el ayuno corporal, sino que debemos prestar atención a nuestros pensamientos y ejercer la meditación espiritual: sin todo esto, es imposible llegar a la cima de la verdadera castidad y pureza. Es pues necesario -como dice el Señor – que purifiquemos antes la parte interior del vaso y del plato, para que se torne puro también su exterior (Mt 23:26). Así es como, si nos preocupamos -como dice el Apóstol – por luchar según las reglas para recibir la corona, no presumamos de haber vencido al espíritu impuro de la fornicación con nuestra capacidad y ascesis: la ayuda de Dios nuestro Señor es invalorable. El hombre no cesa de estar en lucha con este espíritu, hasta que no cree en verdad que no es por su prisa ni por su fatiga, sino por la protección y la ayuda de Dios, que nos alejamos de este vicio y accedemos a la cima de la castidad. Se trata, de hecho de una cosa que supera a la naturaleza, y aquel que pisotea los estímulos de la carne y sus voluptuosidades, se sale de alguna manera de su cuerpo.
Por este motivo es imposible que el hombre vuele, por así decirlo, con alas propias hacia ese excelso y celeste premio de santidad, y se torne en imitador de los ángeles, a menos que la gracia de Dios lo eleve de la tierra y del fango. Los hombres, atados a la carne, con ninguna otra virtud imitan mejor a los ángeles, seres espirituales, que con la virtud de la templanza. Se debe a ella que, mientras aún están y viven sobre la Tierra, los hombres tienen su Ciudadanía en los Cielos, como dice el Apóstol.
La demostración de la perfecta posesión de esta virtud ocurre cuando el alma, durante el sueño, no atiende a alguna imagen de turbia fantasía. En efecto, aunque este tipo de actitud no es considerada como pecado, es síntoma de que el alma se encuentra enferma y no se ha alejado de la pasión. Y por esto debemos creer que las turbias fantasías que nos aquejan durante el sueño, denotan el descuido precedente y la enfermedad que está en nosotros; porque la enfermedad escondida en las zonas recónditas de nuestra alma, se torna manifiesta al sobrevenir el flujo durante el relajamiento del sueño. Y así es como el médico de nuestras almas ha colocado el fármaco en las zonas más recónditas de la misma: porque conocía las causas de la dolencia.
Nos dice: El que mira a una mujer para desearla, ya ha cometido con ella adulterio en su corazón (Mt 5:28). Y con esto no está corrigiendo los ojos curiosos y malvados, sino más bien al alma que está adentro y que usa malamente sus ojos, recibidos de Dios para el bien. También por este motivo el sabio proverbio no nos dice que pongamos toda nuestra vigilancia en custodiar nuestros ojos, sino que dice: pon toda tu vigilancia en custodiar tu corazón (Pr 4:23), aplicando a éste el cuidado de la vigilancia, pues es el corazón el que se servirá luego de los ojos para lo que realmente desea.
Custodiaremos, pues, así nuestro corazón, cuando, por ejemplo, se forma en nuestra mente la imagen de una mujer, producida por la astucia diabólica, aunque se trate de nuestra madre, o de una hermana o de cualquier otra mujer pía, ahuyentémosla de nuestro corazón enseguida, para que no suceda que, si nos entretenemos mucho en tal memoria, el Seductor que nos empuja hacia el mal, a partir de estas imágenes, haga a posteriori resbalar y precipitar nuestra mente en pensamientos turbios y perniciosos. El mandamiento mismo que Dios había dado al primer hombre ordenaba cuidarse de la cabeza de la serpiente, es decir, de la primera aparición de los pensamientos peligrosos, mediante los cuales trata de meterse dentro de nuestras almas. Si acogemos su cabeza, es decir, el primer estímulo del pensamiento, terminaremos por aceptar el resto del cuerpo de la serpiente, esto es, daremos nuestro consentimiento al placer. Y después de esto, el llevará nuestra mente a realizar la acción ilícita.
Nos conviene, sin embargo, como está escrito, matar cada mañana todos los pecadores de la tierra (Sal 100:8), es decir, discernir con la luz del conocimiento y destruir los pensamientos pecadores en la tierra de nuestro corazón, como enseña el Señor, y cuando los hijos de Babilonia, es decir, los malos pensamientos, son aún niños, hay que abatirlos y deshacerlos contra la piedra que es Cristo. Porque si, gracias a nuestra indulgencia, se convierten en adultos, no podrán ser vencidos sin grandes gemidos y fatiga.
Y además de lo dicho por las Sagradas Escrituras, es bueno recordar lo dicho por los santos Padres. Nos dice san Basilio, obispo de Cesarea de Capadocia: “Aunque no conozca mujer, no soy virgen. A tal punto sabía que el don de la virginidad no se consigue mediante la simple abstención corporal de la mujer, sino por la santidad y pureza del alma que suele actuar en el temor de Dios. Y los santos Padres dicen también que no podemos adquirir perfectamente la virtud de la castidad, si antes no poseemos en nuestro corazón la verdadera humildad, ni nos hacemos dignos del verdadero conocimiento hasta tanto la pasión de la fornicación no sea arrinconada en un lugar recóndito de nuestra alma.
Para demostrar la obra de la templanza, recordaremos alguna expresión alusiva dicha por el Apóstol, y con esto terminaremos nuestro discurso: Buscad la paz con todo, sin la cual nadie verá al Señor (Hb 12:14). Y es claro que habla de esto cuando agrega: Ningún fornicador o contaminado como Esaú (Hb 12:16), etc. Justamente porque la obra de la santificación es celestial y angélica, combate a los pesados ataques de los adversarios. Y por esto debemos ejercitarnos no solamente en la continencia del cuerpo, si no también en la contrición de nuestro corazón y en continuas postraciones con gemidos: de este modo apagaremos, con el rocío de la presencia del Espíritu Santo, las brasas de nuestra carne, que el rey de Babilonia enciende cada día, excitando nuestra concupiscencia.
Además de todo esto, el arma más poderosa que nos ha sido dada para la batalla es la vigilia según Dios. Así como la custodia durante el día prepara la santidad de la noche. así la vigilia nocturna según Dios, predispone el alma a la pureza durante el día.
El amor por el dinero
La tercera batalla es contra el espíritu del amor por el dinero, espíritu que es extraño a la naturaleza, y que en el monje tiene su origen en la falta de fe. Es así como los impulsos de las otras pasiones, es decir, de la ira y de la concupiscencia, parecen partir del cuerpo mismo, y de alguna manera, su principio está en la naturaleza misma: por este motivo son vencidos después de mucho tiempo. Sin embargo, el mal del amor por el dinero viene desde lo externo, y puede ser eliminado fácilmente si estamos atentos y solícitos. Pero si se lo descuida, se convierte en una pasión más letal que las otras, y difícil de sacar. Es, como dice el Apóstol, la raíz de todos los males.
Observemos cómo las actitudes naturales del cuerpo se pueden notar no solamente en los niños que aun no tienen conocimiento del bien y del mal, sino también en los niños más pequeños, aun lactantes, en los cuales no hay trazas de voluptuosidad y que, sin embargo, muestran en su carne, sus actitudes naturales. Del mismo modo, podemos ver en los niños la reacción de la ira, cuando los vemos excitados contra el que los ha entristecido. Y todo esto no lo digo por acusar a la naturaleza de ser causa de pecado -nunca se sabe – sino que lo digo para demostrar cómo la ira y la concupiscencia, que el Creador había unido al hombre para bien, parecen de alguna manera -a causa de la negligencia – ir contra la naturaleza, a partir de lo que es simplemente parte de la naturaleza del cuerpo. El movimiento del cuerpo fue dado por el Creador al hombre no para la fornicación, sino para la generación de sus hijos y la supervivencia de la especie. Y la reacción de la ira fue sembrada en nosotros para nuestra salvación, para que la accionáramos contra el mal, no para convertirnos en simples bestias contra el que pertenece a nuestra misma estirpe.
No es la naturaleza la pecadora, aunque hagamos un mal uso de nuestras potencias; tampoco deberemos acusar a quien nos ha plasmado; como tampoco al que nos ha dado el hierro para sus usos necesarios y ventajosos, si el que luego lo toma se sirve de él para matar. Hemos dicho todo esto para demostrar cómo el origen de la pasión por el amor al dinero no deriva de un movimiento natural, sino de una voluntad pésima y corrupta.
Este mal, cuando encuentra el alma tibia e incrédula, encontrándose ésta al principio de su alejamiento del mundo, le sugiere pretextos aparentemente razonables para retener alguna cosa más de lo que posee. Le hace imaginar al monje una larga vejez y enfermedades físicas, haciéndole calcular que lo que el convento podrá ofrecerle no será suficiente como para proporcionarle algún consuelo, no solamente a quien esté enfermo, sino a quien esté sano, e incluso que no le será posible obtener ninguno de esos cuidados que es justo administrar a los enfermos, sino que resultará en un abandono total, por lo que si no se ha puesto de lado algún dinerillo, allí se morirá como un miserable.
Finalmente, sugiere que ni siquiera es posible permanecer por largo tiempo en el monasterio, debido a la pesadez de los trabajos y a la severidad del superior. Cuando el mal haya seducido con estos pensamientos la mente, para hacerle retener por lo menos un dinerillo, convencerá al monje de la necesidad de aprender, a escondidas del abad, un trabajo manual con el cual aumentar el dinero por el que se preocupa. Y finalmente, con oscuras esperanzas, desvía al desventurado, haciéndolo pensar en una ganancia proveniente de su trabajo, y en el alivio y en la seguridad que de ello se desprende. Y así, luego de haberse entregado por entero al pensamiento de la ganancia, no medita en nada de lo equivocado: ni en la locura de la ira, cuando sufre por algún perjuicio, ni en la tiniebla de la tristeza en la que cae si pierde la posibilidad de obtener alguna ganancia. Así como para otros el estómago es dios, así el oro es el dios para éste. Por tanto, el bienaventurado Apóstol, conociendo todo esto, ha denominado a esta pasión no solamente la raíz de todos los males, sino también “idolatría.” Consideremos pues a cuánta malicia este mal induce al hombre, que logra arrastrarlo incluso hasta la idolatría. De hecho, el que ama el dinero, ha apartado su intelecto del amor a Dios, y lo deposita en los ídolos del hombre esculpidos en oro.
Ante todos estos pensamientos, el cristiano se halla obnubilado, empeora cada vez más, y se aparta de la obediencia: además se irrita, se indigna contra todo aquello que cree no merecer, murmura por el trabajo que debe hacer, contradice, y puesto que ya no observa ningún sentido de respeto, se dirige como un caballo salvaje hacia el precipicio. No se conforma siquiera con el alimento cotidiano que recibe; por el contrario, asegura que no puede soportar más. Afirma que Dios no se encuentra solamente allí, que su salvación no está radicada allí, y que si no abandona el monasterio, se pierde. Y así, teniendo como colaborador de estos pensamientos corruptos al dinero que ha apartado, y gracias a éste, sintiéndose liviano como si tuviera alas, empieza a considerar salir del monasterio, para terminar sintiendo soberbia y aspereza hacia todo lo que ha profesado, como un forastero, un extranjero; y si ve en el monasterio algo que necesita ser corregido, lo descuida, lo desprecia, y critica todo lo que se hace. Luego, busca cualquier pretexto para encolerizarse o entristecerse, a fin de no parecer una persona ligera, que se va del monasterio por cualquier motivo. Y si, con insinuaciones y palabras vanas, puede engañar a alguien y hacerlo salir del monasterio, no se detiene ni siquiera frente a esto, pues quiere asociarlo en su caída.
Así, el que ama el dinero, encendido por el fuego de sus propias riquezas, no podrá nunca tener paz en el monasterio, ni vivir aceptando una regla. Y cuando el Demonio, como un lobo, lo secuestra y lo aparta del rebaño, lo deja para que sea devorado. Entonces, lo empuja a hacer en su celda aquellos trabajos que en el convento descuidaba y no hacía en las horas establecidas. Y no le permite observar ni las oraciones habituales, ni la costumbre del ayuno, ni el canon de la vigilia, pues, luego de haberlo unido indisolublemente al amor por el dinero, lo convence para que ponga todo su empeño en el trabajo manual.
Tres son las formas bajo las cuales se presenta esta enfermedad, y todas están igualmente prohibidas por las Sagradas Escrituras y por las doctrinas de los Padres. Una de ellas induce a que estos míseros posean y acumulen lo que ni siquiera tenían cuando vivían en el mundo. La otra hace que aquel que, de una vez por todas, había abandonado las riquezas, se arrepienta, y le sugiere tratar de recuperar lo que había ofrecido a Dios; la tercera, luego ole haber atado al cristiano con la falta de fe y la tibieza, no le permite deshacerse del todo de las cosas del mundo: le insinúa el temor al hambre y la falta de fe en la Providencia, haciéndole transgredir las promesas hechas cuando hubo dejado su vida anterior.
De las tres formas de este mal encontramos ejemplos, como se ha dicho, ya condenados en las Sagradas Escrituras. Guejazí, por ejemplo, queriendo adquirir para sí mismo riquezas que antes no poseía, perdió la gracia profética que el maestro quería dejarle en herencia. Más bien, en lugar de heredar bendiciones, heredo una lepra perpetua, a causa de las maldiciones del profeta.
Y Judas, queriendo obtener el dinero que en un primer momento rechazó para seguir a Cristo, no sólo se alejó del coro de los Apóstoles por haber traicionado al Señor, si no que destruyó su vida física con una muerte violenta. Ananías y Safira, por haber conservado algo de lo que ya poseían, fueron castigados con la muerte, mediante sentencia apostólica . Y el gran Moisés, el del Deuteronomio, místicamente exhorta a aquellos que prometen dejar el mundo y que, debido al temor infundido por la falta de fe, permanecen apegados a las cosas terrenas: Si alguno se encuentra temeroso y tiene miedo en su corazón, que vuelva a su casa, para que no induzca al temor el corazón de sus hermanos (Dt 20:8).
¿Hay algo más seguro y claro que este testimonio? ¿No aprenderemos, pues, de estas cosas, nosotros que hemos dejado el mundo, renunciando perfectamente a todo y saliendo victoriosos de la batalla, antes que atender a un principio ya blando y débil que termina por apartar a los otros de la perfección evangélica e inducirlos al miedo? Hay algunos que interpretan mal lo que las Escrituras dicen bien: Hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20:35), y se esfuerzan por alterar el sentido de lo que se dice, engañándose a sí mismos, y siguiendo su propia pasión por el dinero. Hacen lo mismo con las enseñanzas del Señor: Si quieres ser perfecto, ve y vende lo que posees, dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sígueme (Mt 19:21): en realidad, consideran que mejor que ser pobre es disponer de la propia riqueza y acudir a la propia abundancia para dar a los pobres. Deberán éstos saber que no se han apartado aún del mundo ni han entrado en la perfección monástica, mientras se avergüencen de aceptar en nombre de Cristo la pobreza del Apóstol, sirviendo a sí mismos y a los necesitados con el trabajo de sus propias manos, para llevar a cabo con hechos la profesión monástica y ser glorificados con el Apóstol. Luego de haber dispersado su antigua riqueza, que combatan junto con Pablo la buena batalla, en el hambre y en la sed, en el frío y en la desnudez El Apóstol mismo, si hubiera sabido que conservar su antigua riqueza es más necesario para la perfección, no hubiera despreciado su propia dignidad, dado que afirma que, es por nacimiento de distinta condición y de ciudadanía romana. Y aquella gente de Jerusalén, que vendía sus propias casas y sus propios campos y ponía lo recaudado a los pies de los apóstoles, no lo hubiera hecho si considerase que era más feliz al nutrirse con sus propias riquezas antes que con su propia fatiga o con las ofertas de los gentiles. Y el mismo Apóstol nos habla muy claramente a propósito de aquellos cuando, escribiendo a los romanos, dice: Ahora voy a Jerusalén para el servicio de los santos, por que Macedonia y Acaya tuvieron a bien hacer una colecta en favor de los pobres de entre los santos de Jerusalén (Rm 15:25-26).
Y él mismo, tantas veces sometido a cadenas y prisiones, a la molestia de los viajes y por esto impedido, como es obvio, de proveerse con sus propias manos, nos enseña cómo, ante estas necesidades, fue socorrido por los hermanos venidos desde Macedonia, y nos dice: Y de hecho los hermanos provenientes de Macedonia proveyeron a mis necesidades (2 Co 11:9). Y a los filipenses escribe: Lo sabéis también vosotros, oh filipenses, que… al salir de Macedonia, ninguna iglesia tuvo que ver conmigo en materia de dar y tener, a no ser por vosotros solamente. Porque también en Tesalónica y una o dos veces más, me habéis mandado de lo que tenía necesidad (Flp 4:15 y ss). Por lo tanto, a juicio de quien ama el dinero, ¡aquellos serán más amados por el Apóstol, pues le han provisto en sus necesidades con sus propios haberes! Esperemos que nadie llegará a tal extremo de locura como para osar afirmar esto.
Si queremos, pues, obedecer el mandamiento evangélico y a toda aquella Iglesia que desde el principio ha tenido su fundamento en los Apóstoles, no atendamos a nuestras ideas personales ni entendamos malamente lo que ha sido bien dicho. Más bien rechacemos nuestro sentimiento tibio e incrédulo y recibamos los Evangelios rigurosamente. Porque así podremos seguir los pasos de los santos Padres y no faltar a la disciplina del convento. Sólo así podremos renunciar verdaderamente a este mundo. Es bueno llegados a este punto, recordar las palabras de un santo. Se trata de lo que san Basilio, obispo de Cesarea de Capadocia, dijo a un senador que había renunciado al mundo, pero con tibieza, y que retenía aún algo de sus propias riquezas. “Has destruido al senador y no has sido el cristiano.”
Es necesario que pongamos todo nuestro celo en eliminar de nuestra alma la raíz de todos los males que es el amor por el dinero, porque sabemos con toda certeza que, si permanece la raíz, las ramas brotarán sin dificultad.
No es fácil practicar esta virtud si no permanecemos en el convento; efectivamente, allí nada nos preocupa con relación a las exigencias más absolutas. Si tenemos bien presente las condenas de Ananías y de Safira, temblaremos al pensar que retendremos algo de lo que un tiempo poseíamos. Del mismo modo, temerosos frente al ejemplo de Guejazí, quien contrajo una lepra perpetua por su amor al dinero, guardémonos de acumular riquezas que ni siquiera en el mundo poseíamos. Y si pensamos en Judas, quien termina ahorcado, temblemos ante la idea de retomar lo que con nuestra renuncia habíamos despreciado.
Y continuamente deberemos tener ante nuestros ojos el incierto momento de la muerte, para que el Señor nuestro no se nos acerque cuando no lo esperamos y encuentre nuestra conciencia manchada por el amor al dinero. Él nos dirá, entonces, lo que en el Evangelio dijo al rico: ¡Necio!, esta noche misma te será pedida tu alma; lo que has preparado, ¿para quién será? (Lc 12:20).
La ira
Nuestra cuarta lucha es contra el espíritu de la ira. Es necesario que, junto con Dios, eliminemos desde lo más profundo de nuestra alma este veneno mortífero. Porque mientras se encuentre instalado en nuestro corazón y enceguezca los ojos de éste con tenebrosas tinieblas, no podremos ni adquirir el discernimiento necesario, ni alcanzar el conocimiento espiritual, ni poseer una buena voluntad total, ni convertirnos en partícipes de la verdadera vida. Y nuestro intelecto no será capaz de recibir la contemplación de la luz divina y veraz. Pues está escrito: Mi ojo fue alterado por el furor (Sal 6:7). Ni tampoco participaremos de la divina sabiduría, aunque todos nos consideren como sumamente sabios por nuestras ideas, pues se ha dicho: El enojo reside en el corazón de los necios (Qo 7:9). Y no podremos siquiera adquirir los saludables consejos del discernimiento, aunque fuésemos considerados por todos personas prudentes, ya que se ha escrito: La ira pierde también a los prudentes (Pr 15:1). Y ni siquiera tendremos la fuerza de prestar atención y tratar de dejarnos gobernar por la justicia con corazón sobrio, pues: La ira del hombre no obra la justicia de Dios (St 1:20). Finalmente, no podremos tener aquel comportamiento y aquel decoro que todos alaban, pues está escrito: El hombre colérico está privado de decoro (Pr 11:25).
El que quiera acceder a la perfección y desee combatir según las reglas en la lucha espiritual, no deberá ceder ante la cólera y el furor. Deberá escuchar lo que le ordena el vaso de elección: Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad desaparezca de entre vosotros (Ef 4:31). Y si dice “toda,” significa que no se nos deja ningún pretexto para enfurecemos, como si hubiera alguna necesidad o razón para hacerlo. El que quiera corregir a algún hermano caído en una trasgresión, o quiera castigarlo, que tenga cuidado respecto a sí mismo, liberándose de toda turbación, para que no suceda que, al querer curar a otro, atraiga sobre sí la enfermedad y recaiga sobre él aquel dicho evangélico que dice: Médico, cúrate a ti in mismo (Lc 4:23). Y también: ¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano y no observas la viga que se encuentra en tu ojo? (Mt 7:3) Efectivamente, la reacción de la ira, al hervir dentro del alma, enceguece los ojos de la misma, no permitiéndole ver el sol de la justicia. Si nos ponemos sobre los ojos láminas, ya sean de oro o de plomo, éstas impedirán nuestra visión y, por cierto, el valor de las laminas de oro no disminuye nuestra ceguera. Y así es que, si por una causa cualquiera – razonable o irrazonable – la ira se enciende, nuestra visión es oscurecida.
De la ira nos servimos según natura solamente cuando la dirigimos en contra de los pensamientos pasionales y voluptuosos. Así nos enseña el profeta cuando dice: Temblad y no pequéis (Sal 4:4), es decir: Incurrid en la ira contra vuestras pasiones y contra los malos pensamientos, y no pequéis tratando de llevar a cabo lo que éstos os sugieren. Esto está sustentado por lo que se agrega: De lo que acostumbráis decir en vuestros corazones, arrepentíos en vuestros lechos (Sal 4:4). Esto es, cuando acuden a vuestro corazón los malos pensamientos, deberéis echarlos con ira y, luego de haberlo hecho, al encontraros en el lecho donde vuestra alma reposa, arrepentíos para convertiros. Incluso el bienaventurado Pablo habla así, sirviéndose del testimonio del profeta y agrega: No se ponga el sol mientras estéis airados, ni deis ocasión al Diablo (Ef 4:26 y ss). Esto significa que el sol de justicia, Cristo, no se oculte de vuestros corazones, por haberlo indignado debido al consentimiento dado a los pensamientos malvados; no suceda que, habiéndose alejado de Cristo, el Diablo ocupe su lugar en nosotros. Respecto de este sol, Dios nos habla mediante el profeta, diciéndonos: Para vosotros, los que teméis mi nombre, brillará el sol de justicia con la salud en sus rayos (Ml 4:2). Si tomamos esto al pie de la letra, significa que no podemos permitirnos conservar la ira ni siquiera hasta el momento en que el sol se pone. ¿Que decir entonces? Algunos, por la aspereza y la locura que implica este estado pasional, conservan la ira no sólo hasta el momento en que se pone el sol, sino que la mantienen por varios días, aun callando y no expresándola en palabras, y alimentan en su perjuicio el veneno del rencor con su propio silencio. Ignoran que debemos abstenernos no solamente de manifestar nuestra ira mediante nuestros actos, sino evitar que se manifieste en nuestro pensamiento, evitando que el intelecto, oscurecido por las tinieblas del rencor, se aparte de la luz del conocimiento y del discernimiento, y se vea privado del Espíritu Santo.
Y por este motivo, el Señor recomienda en los Evangelios dejar la ofrenda sobre el altar y reconciliarnos con nuestro hermano, pues no es posible que nuestra ofrenda le sea grata si se encuentran escondidos en nosotros la cólera y el rencor. E incluso el Apóstol, cuando nos pide rezar incesantemente y levantar en todo lugar nuestras manos en alabanza, sin ira ni discusiones, nos enseña justamente esto: o que no recemos nunca, sintiéndonos culpables respecto del mandamiento apostólico, o bien que seamos observantes en obedecer el mandamiento, debiendo hacerlo sin ira y sin rencores, Y sin embargo, puede suceder que, después de haber entristecido o turbado a nuestros hermanos, no demos ninguna importancia a la cosa y digamos que no fue por culpa nuestra si éstos se han entristecido, pero el médico de las almas, queriendo desterrar del corazón cualquier pretexto para el alma, no solamente nos ordena dejar la ofrenda y reconciliarnos con el hermano, si nos sucediera que nos hemos enojado con él -aun en el caso en que nuestro hermano tuviera algún motivo de tristeza respecto a nosotros, justa o injustamente -, aun así es nuestro deber cuidar de él, pidiéndole disculpas. Y sólo entonces brindaremos nuestra ofrenda.
Pero, ¿por qué insistimos tanto con los preceptos evangélicos? También de la Ley antigua nos llegan enseñanzas. Ésta, que parece tener más condescendencia que rigor, nos dice: No odies a tu hermano en tu corazón (Lv 19:17); y aun: Los caminos de quien guarda rencor conducen a la muerte (Pr 12:28).
En este caso, no solamente prohíbe el pecado en los actos, sino que censura también en los pensamientos. Es conveniente, pues, para quien sigue las leyes divinas, luchar con todas sus fuerzas contra el espíritu de la ira y contra el mal escondido en nosotros, y no buscar el desierto y la soledad porque guardamos cólera contra los hombres, como si allí no hubiera nadie que nos empujara hacia la ira, y como si en la soledad fuera más fácil realizar la virtud de la paciencia. Esto significaría que queremos alejarnos de los hermanos por soberbia, rehusando acusarnos a nosotros mismos, y no queriendo atribuir a nuestro propio descuido las causas de nuestra turbación. Lo que es importante para nuestra paz y corrección, no se logra por medio de la paciencia de nuestro prójimo respecto de nosotros, sino por nuestra tolerancia respecto de nuestro prójimo. Cuando, al huir de la lucha de la paciencia, buscamos el desierto y la soledad, todas aquellas pasiones que aún no han sanado y que llevamos con nosotros, las encontraremos luego escondidas antes que eliminadas. El desierto y la soledad son, para aquellos que no se han liberado de las pasiones, una forma no solamente de conservarlas, sino también de esconderlas, no pudiendo descubrir de cuál pasión estarnos aquejados. Y lo que es peor, nos sugieren fantasías respecto de supuestas virtudes y nos convencen de haber alcanzado la perfección de la paciencia y de la humildad, ¡hasta que alguien llega a sacudir nuestra cólera, sometiéndonos a prueba! Y cuando sobreviene una ocasión cualquiera que sacuda y atormente al que se encuentra en esta situación, de inmediato las pasiones escondidas, las que no notamos anteriormente, como caballos desenfrenados, se lanzan, al galope, y nutridas por la hesichía y el ocio, arrastran aún más salvaje y violentamente a su caballero.
Las pasiones, cuando no son sometidas a prueba por parte de los hombres, se tornan aún más salvajes en nosotros. Y así, luego de haber descuidado el ejercicio y a causa de la soledad, perdemos incluso esa sombra de tolerancia y de paciencia que aparentábamos tener cuando estábamos entre nuestros hermanos. Como las bestias venenosas que habitan el desierto o sus propias madrigueras, y manifiestan su furor cuando aferran a quien se acerca, así los hombres pasionales, que se hallan en un estado de hesichía no por actitud virtuosa sino a la fuerza, es decir, debido a su soledad, vomitan su veneno cuando alcanzan a alguien que se les acerca y los provoca. Por este motivo es necesario que aquellos que buscan la perfecta humildad, pongan buen cuidado en no irritarse no sólo contra los hombres, sino tampoco contra las bestias ni los objetos inanimados. Recuerdo que cuando vivía en el desierto, me encolerizaba contra el báculo y me desahogaba contra él, ¡ya porque era grueso o porque era delgado! Otras veces, me enfurecía contra un árbol cuando, queriendo cortarlo, no lo lograba en seguida. O bien contra el pedernal, cuando, al tratar de prender el fuego, la chispa no saltaba de inmediato. La ira se encontraba en mí en un estado tal de excitación, ¡que llegaba a desahogada contra los objetos insensibles!
Si queremos alcanzar la beatitud proclamada por el Señor, debemos prohibirnos la ira no solamente en nuestros actos, como se ha dicho, sino también en nuestro pensamiento. Pues no es suficiente con dominar la lengua en un momento de cólera y controlar la salida de nuestra boca de palabras enfurecidas, sino que deberemos purificar nuestro corazón del rencor, evitando tener en nuestra mente malos pensamientos contra nuestro hermano. La doctrina evangélica nos recomienda eliminar de raíz los pecados, antes que cortar solamente sus frutos. Porque Si se elimina del corazón la raíz de la cólera, el pecado no se convertirá en odio ni envidia. El que odia a su hermano ha sido declarado homicida, tal como está escrito. Lo mata con el estado de odio que lleva en su alma; los hombres no ven la sangre del hermano derramada mediante una puñalada, pero Dios lo ve muerto en la mente y por la íntima disposición al odio del otro; y Él atribuirá a cada uno las coronas o los castigos, no solamente por las acciones, sino también por los pensamientos y determinaciones, tal como lo dice por medio de su profeta: Vengo a recoger sus obras y sus pensamientos. También el Apóstol dice: los pensamientos que mutuamente disculpan o acusan. El día en que Dios juzgue las cosas secretas de los hombres… (Rm 2:15 y ss).
Pero el Señor mismo nos enseña en los Evangelios cómo apartar toda ira: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal (Mt 5:22). Éste es el texto de los manuscritos más rigurosos; la palabra, “en vano” ha sido agregada luego para indicar cuál es la voluntad de las Escrituras. El Señor nos exige que eliminemos la raíz e incluso la chispa de la ira, sin guardar en nosotros ningún pretexto para sentirla, y que no caigamos en la locura del furor irrazonable, aunque en un principio nos hayamos conmovido con razón. La mejor cura para este mal es la siguiente: que crearnos que no nos es permitido indignarnos ni por lo que es justo ni por lo que es injusto. Puesto que el espíritu de la ira obnubila la mente, no podremos encontrar ni la luz de discernimiento, ni la solidez de una voluntad firme, y el gobierno de la justicia; ni siquiera será posible que nuestra alma se convierta en el templo del Espíritu Santo, si nos domina el espíritu de la ira que nubla nuestra mente.
Concluyendo, debemos tener siempre presente la hora incierta de nuestra muerte, cuidándonos de caer en la ira. Y debemos saber que, si estamos dominados por ésta y por el odio, de nada nos servirá la templanza, el desapego de toda realidad material, los ayunos y las vigilias, sino que, por el contrario, nos encontraremos sometidos a juicio.
La tristeza
Nuestra quinta batalla es contra el espíritu de la tristeza que oscurece el alma y no le permite ninguna contemplación espiritual, impidiéndole toda obra buena. Cuando nuestro espíritu malvado aferra el alma y la obnubila, no le permite cumplir sus oraciones con buena disposición de ánimo ni perseverar en el provecho que traen las sagradas lecturas, no permite que el hombre sea humilde y tierno hacia sus hermanos, en pocas palabras, le genera odio por cualquier tipo de actividad y por la promesa misma de la vida. Quiero decir esto: la tristeza, confundiendo todas las saludables decisiones del alma, aflojando su vigor y su constancia, la vuelve estúpida y la paraliza, sostenida por el pensamiento de la desesperación. Por tanto, si estamos dispuestos a combatir la batalla espiritual y, junto a Dios, vencer a los espíritus de la malicia, deberemos custodiar nuestro corazón con toda posible vigilancia contra el espíritu de la tristeza. Así como la polilla roe el traje, y el gusano la madera, así la tristeza carcome el alma del hombre. Ésta induce a retirarse de toda buena conversación y no nos permite aceptar una buena palabra de consejo, ni siquiera de amigos sinceros, ni a su vez darles una respuesta buena o pacífica; por el contrario, envuelve toda el alma colmándola de amargura y de tedio.
También le sugiere rehuir de los hombres, como si éstos fueran culpables de su turbación. No le permite reconocer que su mal lo lleva dentro y que no le viene del exterior; se manifiesta cuando, estimulada por las tentaciones, es llevada a la superficie. Nunca un hombre causará daño a otro si no lleva en sí mismo las causas de las pasiones. Por este motivo, Dios, creador de todas las cosas y médico de las almas, Él, que es el único que conoce con precisión las heridas del alma, no nos manda abandonar nuestras relaciones con los hombres, sino que eliminemos en nosotros mismos las causas de la malicia y reconozcamos que la salud del alma no se practica por la separación nuestra de los hombres, sino cuando vivimos y nos ejercitamos junto a los virtuosos.
Cuando abandonamos a los hermanos con un pretexto cualquiera – ¡razonable, por supuesto! – no hemos eliminado las ocasiones que producen la tristeza, las hemos solamente cambiado por otras, porque el mal que se ha instalado dentro de nosotros las renueva sirviéndose incluso de objetos diversos. Por tanto, toda nuestra guerra deberá ser llevada a cabo contra nuestras pasiones íntimas. Una vez que, con la gracia y la ayuda de Dios, las hayamos echado de nuestro corazón podremos vivir fácilmente, no digo con los hombres, sino también con las bestias salvajes, según lo dicho por el bienaventurado Job: Estarán en paz contigo las bestias salvajes (Jb 5:23).
Antes que nada, deberemos luchar contra el espíritu de la tristeza que empuja el alma a la desesperación, a fin de echarlo de nuestro corazón. Porque es éste el espíritu que no ha permitido a Caín arrepentirse después del asesinato de su hermano, ni a Judas después de la traición al Señor. Practicaremos solamente esa tristeza que es necesaria para la conversión de nuestros pecados, unida a una buena esperanza. Y de ésta el Apóstol nos dice: La tristeza según Dios produce una conversión saludable de la que no nos arrepentiremos (2 Co 7:10). Porque la tristeza según Dios al nutrir al alma con la esperanza de la conversión, se halla mezclada con la alegría. Por tanto, el hombre se torna dispuesto y obediente en cada obra buena; se torna afable, humilde, manso, paciente, capaz de soportar toda buena fatiga y toda aflicción, todo lo que es según Dios. Y por esto se reconocen en el hombre los frutos del Espíritu Santo, es decir, la alegría, el amor, la paz, la paciencia, la bondad, la fe, la continencias. De la tristeza contraria reconoceremos los frutos de un espíritu malo que son: el tedio, la intolerancia, la cólera, el odio, la contradicción, la desesperación, la pereza en la oración.
De una tristeza tal, deberemos huir como de la fornicación, del amor al dinero, de la cólera y otras pasiones. Esa tristeza se cura con la oración, la esperanza en Dios, la meditación de las divinas palabras y viviendo con hombres píos.
La acidia
Nuestra sexta lucha es contra el espíritu de la acidia, que está unido al espíritu de la tristeza y con él colabora, siendo éste un terrible y pesado demonio, siempre pronto a ofrecer una batalla a los monjes. Cae sobre el monje en la hora sexta produciéndole desasosiego y escalofríos, causándole odios hacia el lugar donde se encuentra y contra los hermanos que viven con él, así como respecto de su trabajo y de la lectura misma de las divinas Escrituras. Le insinúa también el pensamiento de cambiar de lugar y la idea de que, si no cambia y no se muda, todo será fatiga y tiempo perdido. Además de esto, le dará hambre alrededor de la hora sexta, un hambre tal como no le sucede después de tres días de ayuno, de un largo viaje o de una gran fatiga. Luego hará que surjan pensamientos varios, tales como que no podrá nunca liberarse de tal mal o de tal peso, si no sale frecuentemente visitando a tal hermano, para obtener una ventaja, se entiende, o visitando a los enfermos.
Cuando el monje no se encuentra atado por estos pensamientos, lo sumerge entonces en un sueño profundo, tornándose el sentimiento aun más violento y fuerte en contra de él, y no podrá ser ahuyentado si no es por medio de la oración, evadiendo el ocio, con la meditación de las divinas palabras y con la resistencia a las tentaciones. Porque si este espíritu no encuentra al monje defendido por estas armas, lo golpea con sus flechas y lo torna inestable, lo agita, lo torna indolente y ocioso, induciéndolo a recorrer varios monasterios, no preocupándose, no buscando otra cosa más que lugares donde se coma y se beba bien. Porque la mente del acidioso no piensa más que en esto o en la excitación que proviene de estas cosas. Y llegado a este punto, el demonio lo envuelve en asuntos mundanos, y poco a poco lo engancha mediante estas peligrosas ocupaciones, hasta que el monje rechaza del todo su profesión monástica.
El divino Apóstol, sabiendo cuán pesado es este mal, y queriendo, cual médico sabio, erradicarlo completamente de nuestras almas, nos muestra sobre todo las causas que lo originaron y nos habla así: Os rogamos hermanos, en el nombre del Señor nuestro Jesucristo, manteneros alejados de todo hermano que no cambie por la disciplina y siguiendo la tradición que habéis recibido de nosotros. Vosotros sabéis cómo imitarnos, puesto que no nos hemos portado desordenadamente entre vosotros: no hemos comido gratuitamente el pan de nadie, sino que hemos trabajado día y noche con fatiga y afán para no ser una carga para vosotros; no porque tuviésemos potestades para no trabajar, sino con el fin de darles un modelo a imitar. Cuando estuvimos entre ustedes les pedimos esto: si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Sentimos que algunos de entre vosotros caminan indisciplinadamente, sin hacer nada, pero inmiscuyéndose en todo. A éstos nos dirigimos y les recomendamos en Cristo Jesús que coman de su pan, trabajando con tranquilidad (2 Ts 3:6-12).
Sabemos con cuanta sabiduría el Apóstol nos muestra las causas del tedio. Llama “sin disciplina” a los que no trabajan; pone en evidencia con esta sola palabra una gran malicia, porque el que lo hace no teme a Dios, no considera a su hermano al hablar y es presto al insulto: es decir, no sabe estar en paz y es esclavo del tedio. El Apóstol nos ordena mantenernos alejados de tales personas, es decir, separarnos como de un mal contagioso. Y no según la tradición que han recibido de nosotros (2 Ts 3,6), y con esta expresión indica cómo aquellos son soberbios, discruptores y malos difusores de las tradiciones apostólicas. Aun dice: No hemos comido gratuitamente pan de nadie, sino que hemos trabajado día y noche con fatiga y afán (2Ts 3:8).
El Doctor de las gentes, el heraldo del Evangelio, aquel que ha sido raptado hasta el tercer cielo, aquel que dice cómo el Señor ha establecido que aquellos que anuncian el Evangelio viven del Evangelio, trabaja de día y de noche para no ser una carga para nadie (2Ts 3:8). ¿Qué haremos nosotros, que frente al trabajo nos mostramos tediosos y buscamos el reposo del cuerpo? Nosotros, a quienes no nos ha sido confiado el anuncio del Evangelio ni la preocupación de las iglesias, sino apenas el cuidado de nuestra alma. Y el Apóstol agrega: mostrando claramente el daño causado por el ocio: …sin hacer nada pero inmiscuyéndose el todo (2Ts 3:11). Del ocio viene la curiosidad, de la curiosidad, la falta de disciplina y de ésta toda malicia. Pero el Apóstol nuevamente prevé una cura para éstos y agrega: A éstos recomendamos que coman de su pan trabajando con tranquilidad (2Ts 3:12). Y de modo aún más impresionante, agrega: El que no quiera trabajar, que tampoco coma (2Ts 3:10).
Los santos Padres que viven en Egipto, adiestrados por estos preceptos apostólicos, no permiten a los cristianos permanecer ociosos en ningún momento, sobre todo si se trata de jóvenes. Porque saben que sometiéndose al trabajo alejan el tedio, obtienen su propia comida y ayudan a los necesitados.
Éstos no trabajan sólo para obtener su propia comida, sino para proveer a los extranjeros, a los pobres y a los presos con su propio trabajo; a causa de su propia fe, las buenas obras que hacen se convierten en un sacrificio santo, grato a Dios.
También dicen esto los Padres: “El que trabaja, no tiene a menudo más que un solo demonio a quien combatir y por el cual está oprimido, mientras que el ocioso está atormentado por miríadas de malos espíritus.
Pero es bueno agregar también una palabra del padre Moisés, hombre de probadísima virtud entre los Padres. Me refiero a una palabra que recibí de él. En un breve período transcurrido por mí en el desierto, fui atormentado por el tedio, por lo que acudí a su consejo contándole lo que me había ocurrido.
Habiéndome el tedio reducido a los extremos, logré superarlo acudiendo a san Pablo. El padre Moisés me contestó así: “Ten coraje. No te has liberado, sino que te le has entregado totalmente como esclavo. Debes saber que, puesto que has desertado, te hará una guerra aún más grave, si de ahora en adelante no te dedicas a combatirlo con celo por medio de la paciencia, de la oración y del trabajo manual.”
La vanagloria
Nuestra séptima lucha es contra el espíritu de la vanagloria. Ésta es una pasión multiforme, muy sutil, y no la reconoce ni siquiera aquel que por ella ha sido tentado. En efecto, los asaltos de las otras pasiones son mucho más manifiestos, por lo que la lucha contra ellos es más fácil pues el alma reconoce al adversario y lo rechaza enseguida mediante la resistencia y la oración. Pero la malicia de la vanagloria, justamente por ser multiforme es difícil de ser distinguida. En cualquier ocupación, usando la voz y la palabra o aun callando, en el trabajo o en la vigilia, en los ayunos o en la oración, en la lectura, en la hesichía, en la paciencia; en todo esto trata de abatir con sus flechas al soldado de Cristo. A quien la vanagloria no logra seducir con el lujo de los vestidos, trata de tentarlo por medio de una prenda vil. Y al que no puede agrandar con honores, lo induce a la tontería, haciéndole soportar cualquier cosa que parezca un deshonor. Al que no puede ser persuadido a vanagloriarse con la sabiduría de los discursos, lo atrapa con el lazo de la hesichía, como si se hubiera dedicado al recogimiento. Al que no puede convencer con la suntuosidad de los alimentos, lo debilita con el ayuno para que obtenga alabanzas.
En una palabra, cualquier trabajo, cualquier ocupación brinda a este pésimo demonio una ocasión para promover batalla. ¡Y además de esto, sugiere también fantasías de ordenaciones clericales! Recuerdo a un cierto anciano, cuando vivía en Escete, quien al dirigirse a visitar a un hermano en su celda, acercándose a su puerta, sintió que éste estaba hablando. El anciano, pensando que estaba meditando las Sagradas Escrituras, se detuvo a escuchar. Y oyó que aquel, tornándose insensato por la vanagloria, ¡se imaginaba haber sido ordenado diácono, y que estaba despidiendo a los catecúmenos! Oyendo esto, el anciano empujó la puerta y entró. El hermano se adelantó y se arrodilló según la usanza, tratando de saber si el anciano había estado un buen tiempo detrás de la puerta. Pero el anciano le contestó sonriendo: Llegué cuanto tú estabas despidiendo a los catecúmenos.” Ante estas palabras, el hermano cayó a los pies del anciano, suplicándole que rogara por él, a fin de ser liberado de este engaño.
He recordado este hecho para demostrar a qué grado de insensatez este demonio conduce al hombre. El que quiera combatirlo con perfección, y llevar firmemente la corona de la justicia, usará de todo su celo para vencer a este demonio polimorfo. Y que tenga siempre bien presente lo dicho por David: El Señor ha dispersado los huesos de aquellos que gustan a los hombres (Sal 52:5). Y que no haga nada mirando a su alrededor, con el fin de obtener las alabanzas de los hombres. Que busque solamente la merced que viene de Dios; que siempre rechace aquellos pensamientos de autoelogio que provienen de su corazón, que se anule frente a Dios, y podrá así, con su ayuda, liberarse del espíritu de la vanagloria.
La soberbia
La octava lucha es contra el espíritu de la soberbia. Es un espíritu terrible el más salvaje de todos los precedentes. Combate sobre todo a los perfectos, y trata de derrocar, sobre todo, a aquello, que han alcanzado el ápice de la virtud. Como un morbo contagioso y pernicioso, no destruye solamente una parte del cuerpo, sino el cuerpo entero; así, la soberbia no destruye solamente una parte del alma sino el alma entera. Cada una de las otras pasiones, aun turbando el alma, combate a la sola virtud que se le opone, y solamente ésta se esfuerza en vencerla. Por tal motivo, oscurece solamente en parte al alma y la turba. Pero la pasión de la soberbia oscurece el alma toda y la arrastra a una caída extrema.
Para entender mejor cuanto se ha dicho, observemos lo siguiente: la gula se esfuerza por corromper la continencia; la fornicación tiende a corromper la templanza; el amor por el dinero está en contra de la pobreza; la cólera, contra la humildad; así, cada uno de los distintos vicios trata de corromper la virtud opuesta. Pero el vicio de la soberbia, cuando domina al alma mísera, como un tirano feroz que ha ocupado una grande y excelsa ciudad, la abate completamente desde sus cimientos.
Testimonio de todo esto es aquel mismo ángel que cayó del cielo por causa de su soberbia: creado por Dios y adornado de toda virtud y sabiduría, no quiso atribuir todos sus dones a la gracia del Soberano, sino a su propia naturaleza. Y hasta llegó a concebir la idea de ser igual a Dios. Y el Profeta, confrontando este pensamiento, le dijo: Has dicho en tu corazón: Me sentaré sobre la excelsa montaña, pondré mi trono entre las nubes y seré parecido al Altísimo. ¡Pero eres hombre y no Dios! E incluso otro profeta dijo: “¿De qué te alabas en tu malicia, oh poderoso? (Sal 51:1), y continúa el salmo. Conociendo esto, temamos y pongamos toda vigilancia en custodiar nuestro corazón del letal espíritu de la soberbia, recordándonos siempre a nosotros mismos, cuando ejercemos alguna virtud, lo dicho por el Apóstol: No yo, sino la gracia de Dios que está conmigo (1 Col 15:10); y lo que dice el Señor: Sin mí no podréis hacer nada (Jn 15:5), y cuanto ha sido dicho por el Profeta: Si el Señor no constituye la casa, vano es el trabajo de los constructores (Sal 126:1); y aun esta palabra: No de quien quiere ni de quien corre, sino de Dios que hace misericordia (Rm 9:16). Puesto que si alguno fuera ardiente en su celo, solícito en su determinación, aun así, revestido de carne y sangre como lo es, no podrá alcanzar la perfección si no es por la misericordia de Cristo y de su gracia. Dice Santiago: Todo regalo bueno… viene de lo alto (St 1:17). Y el apóstol Pablo: ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te alabas como si no lo hubieras recibido? (1Col 4:7), exaltándote como por cosas de tu pertenencia.
De que la salvación nos provenga de la gracia y de la misericordia de Dios, es veraz testimonio aquel ladrón, que adquirió el Reino de los Cielos no ciertamente como recompensa por sus virtudes, sino por la gracia y la misericordia de Dios.
Nuestros Padres, que bien conocen todo esto, nos han trasmitido con unívoca sentencia que no se puede alcanzar de otro modo la perfección de la virtud si no es mediante la humildad, y ésta es habitualmente generada por la fe, por el temor de Dios y la perfecta pobreza: cosas gracias a las cuales se origina el amor perfecto. Por la gracia y por el amor de nuestro Señor Jesucristo a los hombre, a Él la gloria de los siglos. Amén.
Marcos, el Asceta
1. La Ley Espiritual
Puesto que habéis expresado más de una vez el deseo de saber cómo es la ley espiritual según el Apóstol, y cuál es el conocimiento y la actividad de aquellos que la quieren cumplir, os diremos lo que está dentro de nuestras posibilidades.
Primero: sabemos que Dios es el principio, el centro y el fin de todo bien. Y el bien es imposible de ser obrado o creído, fuera de Cristo Jesús o del Espíritu Santo.
Cada bien es un don del Señor, conforme a su voluntad. El que crea en esto, no lo perderá.
La fe firme es una torre fuerte. Y Cristo es todo para aquel que cree.
Que aquel que se halla al principio de todo bien, esté al principio de cada uno de tus propósitos, de tal modo que lo que debas hacer, se haga según Dios.
El que actúa con humildad y tiene una actividad espiritual, cuando lee las Sagradas Escrituras, relaciona todo consigo mismo y no con los demás.
Suplica a Dios para que abra los ojos de tu corazón y puedas ver cuánto se obtiene con la plegaria y con la lectura entendida en base a la experiencia.
El que tiene algún carisma espiritual y siente compasión por los que no lo tienen, guarda este don gracias a esta compasión. El que es vanidoso lo perderá, debido a los golpes que los pensamientos de vanidad imparten.
La boca del que tiene sentimientos humildes, habla con la verdad; el que contradice la verdad se asemeja a aquel siervo que golpeó al Señor en la mejilla.
No seas discípulo de quien se alaba a si mismo, para que no seas aprendiz de la soberbia en lugar de ser humilde.
Que no se ensalce tu corazón a raíz de las reflexiones relativas a las Escrituras, a fin de que tu intelecto no caiga en manos del espíritu de la blasfemia.
No trates de resolver un asunto difícil mediante la controversia, sino mediante lo que te promete la ley espiritual, es decir, por intermedio de la paciencia, la oración y la esperanza, sin vacilaciones.
El que reza con el cuerpo sin tener todavía el conocimiento espiritual, es un ciego que grita: Hijo de David, ten piedad de mi (Lc 18:38).
Aquel que en un tiempo fue ciego, una vez que recuperó la vista y reconoció al Señor, lo adoró confesándolo “hijo de Dios,” en lugar de “hijo de David.”
No te ensalces cuando derrames lágrimas durante la oración: es Cristo el que ha tocado tus ojos y tú has vuelto a adquirir la vista espiritual.
El que, a imitación del ciego, se ha sacado su manto y se ha acercado al Señor, se convierte en su seguidor y en heraldo de los dones más perfectos.
La malicia, ejercitada mediante los pensamientos, torna insolente el corazón; cuando es eliminada, mediante la continencia y la esperanza, lo torna arrepentido.
Hay una justa y benéfica contrición del corazón que lo conduce a la compunción; existe otra, sin embargo, desordenada y nociva, que lo lleva a enojarse consigo mismo.
El velar, el orar y el soportar todo lo que sucede, son una aflicción que no perjudica al corazón, sino que constituyen una ventaja, siempre y cuando, debido a la avidez, no quebremos la cohesión que existe entre estas cosas. El que persevera en ellas, será socorrido incluso en las demás. El que las descuida y las olvida, en el momento de su muerte tendrá sufrimientos intolerables.
Un corazón que ama los placeres se convierte, a la hora de la muerte, en prisión y cadenas para el alma; el que ama la fatiga es una puerta abierta.
Un corazón duro es como una puerta de hierro que conduce a la ciudad; pero se abre automáticamente para quien se encuentra en la pena y en la aflicción, como aquella puerta lo hizo con Pedro.
Muchas son las maneras de la oración, cada una distinta de la otra; pero ninguna podrá causar daño, porque, si es oración, no es operación diabólica.
Un hombre que quería hacer el mal, primero rezó mentalmente como de costumbre e, impedido de obrarlo por voluntad divina, agradeció ampliamente al Señor.
Cuando David quiso matar a Nabal del Carmelo, al recordar la divina retribución, fue impedido de realizar su propósito y agradeció ampliamente. También sabemos lo que hizo cuando se olvidó de Dios, y cómo no deseaba desistir de ello, hasta que fue conducido al recuerdo de Dios nuevamente, por el profeta Natán.
Cuando llegue el momento en que recuerdes a Dios, abunda en oraciones, para que cuando te olvides de Él, sea el Señor el que te recuerde.
Lee las Sagradas Escrituras y trata de comprender lo que en ellas se encuentra escondido. Porque todo lo que en un tiempo fuera escrito, ha sido escrito para enseñarnos (Rm 15:4).
En las Escrituras la fe ha sido denominada garantía de las cosas esperadas (Hb 11:1), y aquellos que no reconocen en ella a Cristo, son llamados réprobos.
Así como las ideas se dan a conocer mediante las obras y las palabras, así también la retribución futura se manifiesta mediante las obras del corazón.
Un corazón piadoso obtendrá ciertamente la piedad; en caso contrario habrá de esperar las correspondientes consecuencias.
La ley de la libertad enseña toda la verdad: muchos la leen como si fuera la ciencia, pero pocos la comprenden, es decir, en la medida en que obran de acuerdo con los mandamientos.
No busques su perfección en las virtudes humanas, porque no se la encuentra en forma perfecta en ellas. Su perfección está escondida en la cruz de Cristo.
La ley de la libertad es leída como una ciencia verdadera y es comprendida poniendo en obra los mandamientos pero encuentra su plenitud en la fuerza de la misericordia de Cristo.
Cuando a conciencia nos esforcemos por actuar de acuerdo con todos los mandamientos de Dios, entonces conoceremos la ley inmaculada del Señor; sabremos cómo ésta es perseguida por nosotros mediante nuestras buenas acciones, aunque no pueda cumplirse plenamente en los hombres sin la misericordia de Dios.
Todos aquellos que no se consideran deudores respecto de cada uno de los mandamientos de Cristo, leen la ley de Dios solamente con el cuerpo sin comprender lo que dicen ni lo que dan por seguro (1 Tm 1:7). Es por esto que creen poder llevarla a cabo mediante las obras.
Sucede, a veces, que hay cosas que parecen buenas al ser llevadas a cabo; y sin embargo, el motivo de quien las ejecuta no tiende al bien. También hay otras que parecen malas, mientras que el motivo de quien las hace tiende al bien. Esto no sucede solamente respecto de las obras, sino también respecto de las palabras, que pueden ser dichas de la misma manera que mencionáramos anteriormente. Otros cambian las cosas por inexperiencia o por ignorancia, algunos por mala intención, otros en cambio con fines piadosos.
El que hace ostentación de alabanzas, escondiendo calumnias y críticas, no es fácilmente descubierto por los más simples. Así también es quien se vanagloria, simulando ser humilde. Todos éstos, después de haber alterado en mucho la verdad con la mentira, finalmente son alejados y confutados mediante las obras.
Existe el que hace una obra que se manifiesta buena, a fin de ser útil al prójimo; también existe aquel que obtiene una ventaja espiritual, no haciéndola.
Existe el reproche hecho por maldad y por venganza. Existe otro hecho por temor a Dios y a la verdad.
No reproches a aquel que ha dejado el pecado y hace penitencia. Y si argumentas que reprochas según Dios, manifiesta primero, entonces, tus males personales.
Dios da principio a toda virtud, así como el sol se encuentra en el origen de la luz del día.
Cuando lleves a cabo alguna acción virtuosa, recuerda a aquel que dijo: Sin mí, nada podéis hacer (Jn 15:5).
Es mediante las tribulaciones que los bienes son preparados para los hombres; mientras que los males acuden mediante la vanagloria y la voluptuosidad.
Huye del pecado el que sufre injusticia a causa de los hombres, y encuentra conveniente socorro en sus tribulaciones.
El que cree en la retribución que recibirá de Cristo, está pronto, en la medida de su fe, a soportar toda injusticia.
El que reza intensamente por los hombres que lo afligen con injusticias, abate a los demonios; el que por otra parte, se opone a los primeros, es herido por los segundos.
Es mejor sufrir una ofensa de los hombres que de los demonios; sin embargo el que es grato al Señor ha vencido a ambos.
Todo bien nos es enviado por el Señor conforme a su distribución, aunque misteriosamente rehuye a los ingratos, a los desconsiderados y a los ociosos.
Toda malicia termina en un placer prohibido, mientras que toda virtud en la consolación espiritual. Y la malicia, cuando te agarra, te empuja hacia lo que le es propio; del mismo modo, la virtud te conduce a lo que le es natural.
El insulto de los hombres procura aflicción al corazón, pero es causa de pureza para quien lo soporta.
La ignorancia nos induce a oponernos a lo que nos es ventajoso, y cuando se torna atrevida, acrecienta el mal que ya existe.
Desde el momento que no estás sufriendo ningún daño, espera estrecheces; rechaza la avidez, ya que sabes que algún día deberás rendir cuenta.
Si has pecado secretamente, no trates de esconderlo. Pues todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta (Hb 4:13).
En tu ánimo, muéstrate al Señor. Porque el hombre mira el rostro, pero Dios mira el corazón.
No pienses ni hagas nada si tu intención no es según Dios. Porque el que viaja sin una meta, malgastará su fatiga.
Para el que peca sin haber hecho acto de contrición, es más difícil alcanzar al arrepentimiento, porque de la justicia de Dios, nada se escapa.
Un acontecimiento doloroso aporta, a quien es sensato, el recuerdo de Dios; análogamente, es motivo de opresión para el que se olvida de Dios.
Que cada pena no buscada sea para ti la maestra de un recuerdo; así no te faltará un incentivo en tu penitencia.
El olvido no tiene en sí mismo ningún poder, pero adquiere fuerza en la medida de nuestras negligencias.
No digas: “¿Cómo lo hago? pues el olvido acude a mí aunque no lo quiera.” Esto se produjo porque, cuando te acordaste, has descuidado lo que no debías.
Lo que recuerdes que debes hacer bien, hazlo; así también lo que te olvides, te será revelado. No entregues tu razón a un olvido irresponsable.
Las Escrituras nos dicen: El Infierno y la perdición están delante del Señor. Esto lo dicen a propósito de la ignorancia y del olvido del corazón.
El Infierno es la ignorancia: ambas realidades son invisibles. La perdición es el olvido, porque ambas realidades consisten en haber perdido algo que ya existía.
Ocúpate de tus males y no de los del prójimo: así no será saqueada tu oficina espiritual.
La negligencia es la disipación de todo bien que tenemos el poder de cumplir; pero la limosna y la oración hacen un llamado a quien ha sido negligente.
Toda aflicción según Dios es una real obra de piedad. Porque el verdadero amor se encuentra en la adversidad.
No digas que adquirido una virtud. sin aflicción; no es una virtud probada la que ha sido adquirida en el solaz.
Considera el resultado de todo sufrimiento no buscado y encontrarás en él la destrucción del pecado.
Muchos consejos dados por el prójimo nos son de ayuda, pero ninguno se adapta mejor que el propio pensamiento.
Si buscas la curación, ten en cuenta tu conciencia, haz lo que te dice y obtendrás una ventaja.
Los secretos de cada uno son conocidos por Dios y por la conciencia. Por su intermedio que cada uno reciba su corrección.
El hombre persigue, según su propia voluntad lo que se encuentra en sus posibilidades; pero es Dios el que produce el resultado final, según su justicia.
Si deseas recibir alabanzas de los hombres, sin ser condenado, ama primero el reproche por los pecados cometidos.
A cambio de toda la vergüenza que uno acepta en nombre de la verdad de Cristo, recibirá cien veces otro tanto de gloria, por parte de la gente. Pero es mejor que cada bien lo hagamos con miras a las cosas futuras.
Cuando un hombre hace el bien a otro con palabras o con obras, que ambos comprendan que esto se produce por gracia de Dios. El que no comprenda esto, será dominado por el que lo comprende.
El que alaba al prójimo por un motivo hipócrita, lo ofenderá en la primera ocasión, y él mismo se sentirá avergonzado.
El que ignora la insidia de los enemigos, es fácilmente muerto por ellos, y el que desconoce las causas de las pasiones, cae fácilmente.
La negligencia proviene del amor por el placer y en la negligencia se origina el ocio. Dios ha donado a todos el conocimiento de lo que les conviene.
El hombre aconseja a su prójimo como sabe hacerlo, Dios obra en quien lo escucha, según su fe.
He visto personas rústicas que fueron humildes en su conducta. Y sin embargo, se volvieron más sabias que los sabios.
Un hombre rústico, habiendo oído que aquellos habían sido alabados, no imitó su humildad, sino que vanagloriándose de su rusticidad, agregó a ésta su soberbia.
El que desprecia la inteligencia y se vanagloria de la falta de doctrina, no es tosco solamente en su palabra, sin también en su conocimiento.
Una cosa es la sapiencia de la palabra y otra cosa es la sabiduría; del mismo modo, una cosa es la rusticidad de la palabra y otra cosa la fatuidad.
La inexperiencia al hablar no causará ningún daño al que es piadoso, así como el humilde no se perjudicará a causa de la sapiencia de sus palabras.
No digas: “No sé lo que tengo que hacer y no soy culpable si no lo hago.” Si tu haces lo que sabes que tienes que hacer, todo el resto te será revelado en consecuencia, como si se tratara de habitaciones, una a continuación de la otra. No necesitas saber lo que viene después, si antes no has puesto en marcha lo que le precede. Porque la ciencia se hincha a causa del ocio, mientras que el amor edifica a causa de la soportación de todo.
Lee a través de las obras las palabras de las Sagradas Escrituras y no elabores discursos aburridos hinchándote solamente con conceptos.
El que ha abandonado la práctica y se apoya solamente en la ciencia, tiene en sus manos un bastón de caña en lugar de una espada con dos filos. Esto durante la guerra le perforará la mano -como dicen las Escrituras – lo penetrará y le inyectará el veneno natural delante de los enemigos.
Todo pensamiento tiene para Dios un peso y una medida. Es ciertamente posible pensar una misma cosa, ya sea de un modo pasional como de una manera simple.
El que ha acatado un mandamiento, que se disponga a recibir la prueba que a causa de ello le vendrá. Pues el amor por Cristo es puesto a prueba mediante las adversidades.
Nos seas nunca despreciativo, descuidando el curso de tus pensamientos. Porque Dios no pasa por encima de ningún pensamiento.
Cuando ves un pensamiento que te habla de la gloria humana, debes saber con certeza que te depara vergüenza.
El enemigo conoce la justicia de la ley espiritual y busca solamente el consenso de la mente. Así, o bien someterá a las fatigas de la penitencia a quien tiene en su poder, o bien, si éste no hace penitencia, le impondrá sufrimientos forzados. A veces, induce a rebelarse contra las calamidades de tal forma, que le multiplica los dolores, y en el momento de la muerte lo muestra como infiel a causa de su capacidad de suportación.
Muchos se han opuesto a los eventos de tantos modos; pero sin la oración y la penitencia, nadie ha podido huir de la desgracia.
Los males se apoyan uno al otro. Del mismo modo, los bienes se incrementan mutuamente y empujan a quienes los poseen hacia cuanto de bueno hay más adelante.
El Diablo nos induce a no llevar la cuenta de los pequeños pecados; en efecto, no tiene otro modo para llevarnos a males mayores.
Las alabanzas de los hombres son la raíz de la turbia concupiscencia, mientras que el reproche del mal es la raíz de la sabiduría; no solamente cuando se lo escucha, sino cuando se lo acepta.
Nada gana el que renuncia al mundo y luego permanece apegado a los placeres, Lo que antes hacía mediante las riquezas, lo hace ahora, sin poseer nada.
Del mismo modo, el que se contiene pero posee riquezas, es espiritualmente hermano del precedente; es hijo de una misma madre con motivo del placer espiritual pero de un padre distinto, debido al cambio de pasiones.
Existe el que cercena una pasión para seguir una voluptuosidad más grande; y es loado por el que ignora su motivo. Y quizás ni siquiera él se da cuenta de que hace cosas de las que no obtiene ningún provecho.
Causas de todo mal son la vanagloria y la voluptuosidad: el que no las odia, no elimina la pasión.
Se dice que la raíz de todos los males es la pasión por el dinero, pero es claro que ésta se forma con las dos causas precedentes.
El intelecto es enceguecido por estas tres pasiones: la avaricia, la vanagloria, el placer.
Estas son, según las Escrituras, tres hijas de la sanguijuela, amadas con un amor muy grande por la madre fatuidad.
Conocimiento y fe, las compañeras de nuestra naturaleza, no han sido ofuscadas por otra cosa que por aquellas.
Furor e ira, guerras y homicidios, y toda la serie de otros males, han prevalecido terriblemente entre los hombres por fuerza de aquellas.
Debemos rechazar el amor por el dinero, odiar la vanagloria y la voluptuosidad; son las madres de los males y madrastras de las virtudes.
Con motivo de éstas nos ha sido ordenado no amar el mundo y lo que está en el mundo. No para que odiemos sin discernimiento, a las criaturas de Dios, sino para que eliminemos las causas de aquellas tres pasiones.
Se ha dicho que ninguno, embarcado en el servicio militar, se inmiscuye en los negocios de la vida civil (2 Tm 2:4). El que, efectivamente, quiere vencer las pasiones sin vencer estos tropiezos, es como aquel que trata de apagar un incendio con paja.
El que se irrita con el prójimo por motivos de dinero, gloria o voluptuosidad, no ha entendido aún que Dios gobierna a las cosas con justicia.
Cuando escuchas al Señor que dice: Si alguno no renuncia a todo lo que posee no es digno de mí, no debes entender esto como referido solamente a las riquezas, sino también a todas las acciones viciosas.
El que no conoce la verdad, no puede tampoco creer en verdad. En efecto, según el orden natural, el conocimiento precede a la fe.
Así como a cada una de las cosas visibles Dios ha asignado lo que le es inherente por naturaleza, así también lo ha hecho con los pensamientos de los hombres, lo queramos o no.
Si alguno, pecando manifiestamente y no haciendo penitencia, no ha padecido nada hasta el día de su muerte, puedes creer que su juicio será sin piedad.
El que reza sabiamente, soporta lo que le sucede; el que guarda rencor, no ha rezado aún con pureza.
Si recibes un daño o un ultraje, o eres perseguido por alguien, no pienses en el presente, sino que debes esperar lo que vendrá. Y te darás cuenta de que todo ha sido para ti motivo de muchos bienes, no sólo en el presente siglo, sino también en el futuro.
Así como a los inapetentes hace bien el amargo ajenjo, así a los que tienen mal carácter conviene padecer males. Estas medicinas mejoran la salud de los unos y convierten a los otros.
Si no quieres padecer males, no debes tampoco querer hacerlo, porque infaliblemente una cosa sigue a la otra. Porque lo que cada uno siembra, también lo cosechará (Ga 6:7).
Cuando sembramos voluntariamente el mal y contra nuestra voluntad lo cosechamos, debemos admirar la justicia de Dios.
Puesto que existe un determinado lapso entre la siembra y la cosecha, debido a esto, dudamos de la retribución.
Si has pecado, no acuses a la acción sino al pensamiento; porque si el intelecto no se hubiera adelantado, el cuerpo no lo hubiera seguido.
Actúa peor el que ocasiona el mal a escondidas que aquellos que lo ejercitan abiertamente. Por esto, el primero será castigado más severamente.
El que urde engaños y ocasiona el mal a escondidas, es, según las Escrituras, una serpiente achatada en el camino, que muerde el talón de los caballos.
El que alaba por algunas cosas al prójimo y al mismo tiempo le reprocha otras, está dominado por la vanagloria y la envidia. Alabándolo, trata de esconder la envidia y reprochándolo se presenta como una persona más honorable que el otro.
Como no es posible que convivan ovejas y lobos, también es imposible obtener la misericordia engañando al prójimo.
El que mezcla con el precepto su propia voluntad, es un adúltero, tal como fuera revelado por la Escritura, y, faltándole sentido común, está expuesto a dolores y deshonor.
Así como el agua y el fuego no pueden estar juntos, así se oponen la humildad y la necesidad de justificarse.
El que busca la remisión de sus pecados, ama la humildad. El que condena al otro, pone un sello sobre sus propios males.
No permitas que permanezca en ti ningún pecado no borrado, aunque fuera muy pequeño, para que a continuación no te arrastre hacia algún mal peor.
|Si quieres salvarte, ama la palabra sincera. No rechaces nunca un reproche sin haberlo considerado.
La palabra de la verdad ha transformado una estirpe de víboras y les ha enseñado a huir de la ira que viene .
El que recibe palabras de la verdad, recibe al Verbo de Dios (la Palabra). En efecto, se dice: El que os recibe, me recibe a mí (Mt 10:40).
El pecador es como aquel paralítico bajado desde el techo, quien, reprochado por unos creyentes en Dios, recibe el perdón por intermedio de su fe.
Es preferible rezar pía e intensamente por el prójimo antes que reprocharle cada pecado cometido.
El que con rectitud hace penitencia, es objeto de mofa por los tontos. Pero esto es para él un signo de la aprobación de Dios.
Los atletas se privan de todo (1 Co 9:25): no cesarán de hacerlo hasta que Dios no haya destruido la descendencia de Babilonia.
Se calcula que son doce las pasiones deshonrosas: si te hubieses apegado a una de ellas con tu voluntad, solo ésa ocupará el lugar vacío que dejaron las otras once.
El pecado es un fuego que arde. Cuanto más lejos dejes el combustible, más rápidamente ese fuego se irá apagando. Análogamente, cuanto más combustibles agregues, tanto más se difundirá.
Si te has agrandado debido a las alabanzas, te llegará el deshonor. Porque se ha dicho: El que se ensalce será humillado (Lc 14:11).
Cuando hayamos rechazado toda malicia voluntaria de nuestra mente, deberemos combatir contra las pasiones preconcebidas.
Tal preconcepción consiste en el recuerdo involuntario de los males pasados: al que lucha le es impedido alcanzar la pasión; en el vencedor esto es rechazado cuando todo se encuentra aún en estado de estímulo.
El estímulo es el movimiento sin imágenes del corazón. Tal como si fuera un lugar fortificado en un pasaje excavado en la montaña, es tomado en acecho antes por aquellos que tienen experiencia que por los enemigos.
Donde el pensamiento está acompañado por las imágenes, allí hubo consentimiento, porque el estímulo no culpable es un movimiento sin imágenes. Existe aquel que logra salir de él como un tizón extraído del fuego aunque no se extraigan otros para no reavivarlo,
No digas: “Me sucede tal cosa aunque no lo quiero.” Porque en todo caso, aunque no desees esta cosa en sí misma, sin embargo, amas sus causas.
El que ama las alabanzas, se encuentra en la pasión. Y el que se entrega a las quejas por una tribulación que lo aqueja, ama la voluptuosidad.
El pensamiento de quien ama la voluptuosidad es inestable como si se encontrara ubicado en una balanza. Ya se lamenta y llora por sus pecados, ya combate y contradice al prójimo, defendiendo su voluptuosidad.
El que a todo atribuye un valor y retiene lo que es positivo, huirá de todo mal.
El hombre que sabe soportar abunda en sagacidad, así como aquel que presta atención a las palabras de sabiduría.
Sin el recuerdo de Dios, no habrá verdadero conocimiento. Ya que sin el primero, el segundo es un bastardo.
Al que es duro, pero no de corazón, le va bien un buen discurso relativo a un conocimiento más fino. Puesto que, sin temor, no acepta las fatigas de la penitencia.
El hombre humilde acepta un discurso de fe. Éste no tienta la longanimidad de Dios y no se hiere con continuas transgresiones.
No avergüences a un hombre poderoso por su vanagloria. Debes mostrarle la ignominia futura que caerá sobre él. De este modo, el que es sensato aceptará de buen grado el reproche.
El que odia el reproche se encuentra voluntariamente en la pasión. El que lo ama, es claro que es desviado por las pasiones precedentemente concebidas.
No hay que querer conocer las malas acciones de los otros. Con una voluntad así, se subrayan los contornos de tales acciones.
Si has recibido como dulces sonidos ciertos malos discursos, enójate contigo mismo y no con quien ha hablado. Porque para el que tiene un mal oído, es malo también el embajador.
Si uno se encuentra con hombres que hacen discursos vanos, que se considere a sí mismo responsable de dichas palabras. Si no fuera por un motivo reciente, habrá ciertamente alguna vieja deuda.
Si vieras que alguno te alaba con hipocresía, espera de él reproches, a su debido tiempo.
Establece desde ahora una relación entre los sufrimientos presentes y los beneficios futuros. Así no descansarás más en tu lucha por descuido.
Cuando llamas “bueno” a algún hombre, por alguna condición física que posee, prescindiendo de Dios, ese hombre te resultará malo en el futuro.
Todo bien viene de Dios, según su voluntad. Aquellos que traen dichos dones son sus ministros.
Acepta con pensamiento equilibrado el confluir del bien y de los males. Es así como Dios transforma la no equidad de las cosas.
La desigualdad de nuestros pensamientos produce los cambios de nuestras condiciones personales. Dios ha asignado las acciones involuntarias a las voluntarias, como una consecuencia natural.
Las realidades sensibles son producidas por las inteligibles y proporcionan lo necesario por decreto de Dios.
De un corazón dominado por la voluptuosidad nacen pensamientos y palabras pestilentes, ya que por el humo conocemos el combustible que lo provoca.
Ten firmeza en tu mente y no te cansarás entre las tentaciones. Si te abandonas, soporta las consecuencias.
Ruega para que no caiga sobre ti la tentación. Pero si te afligiera, acéptala no como algo extraño, sino como algo tuyo.
Aparta tu pensamiento de toda concupiscencia y podrás ver las insidias del Diablo.
El que afirma que conoce todas las insidias del Diablo, cae dentro de ellas sin darse cuenta.
Cuando el intelecto sale de las preocupaciones del cuerpo, ve, en la medida que sale, las astucias de los enemigos.
El que se deja arrastrar por los pensamientos, está enceguecido. Ve la obra del pecado, pero no está en condiciones de ver sus causas.
Está el que visiblemente cumple un precepto, si bien, sirviendo a una pasión, borra la buena acción mediante malos pensamientos.
Si has sido sometido por un principio del mal, no digas: “No me vencerá.” En la medida que has sido hecho su esclavo, en esa medida has sido ya vencido.
Todo lo que sucede empieza con una pequeña medida y, alimentado poco a poco, contribuye a su crecimiento.
Los artificios de la malicia son una red tortuosa. El que se enreda un poco en ella, si es negligente, es encerrado por completo.
No quieras escuchar las desgracias acaecidas a los enemigos, porque el que escucha tales palabras, corta los frutos de su propia inclinación.
No pienses que una tribulación cualquiera cae sobre los hombres a causa del pecado. Hay quien es del agrado del Señor y sin embargo es tentado. Está escrito que los perversos y los malos serán perseguidos. Del mismo modo está escrito: Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirían persecuciones. (2 Tm 3:12).
En tiempos de tribulaciones, cuídate de los asaltos de la voluptuosidad, ya que ésta es aceptada de buen grado porque endulza la tribulación.
Hay quien denomina sensatos a los que tienen discernimiento en las realidades sensibles. Sin embargo, son sensatos aquellos que tienen dominio de su propia voluntad.
Antes que tus males hayan sido destruidos, no obedezcas a tu corazón. Está buscando agregar material de acuerdo a lo que tiene en depósito.
Hay serpientes que se esconden en los valles boscosos y otras que se introducen en las casas. De la misma manera, hay pasiones que toman forma en la mente mientras que otras obran en la práctica; aunque puede suceder que se transformen, pasando de un tipo a otro.
Cuando veas que tu interior está muy agitado e induce al intelecto, que está sometido a la hesikia, hacia la pasión, debes saber que el intelecto ha sido la guía, el detonador de la acción, y ha colocado este torbellino en el corazón.
La nube no se forma si no es por el soplo del viento. Del mismo modo, la pasión no nace si no es por la fuerza del pensamiento.
Si no obedecemos la voluntad de la carne, como dice la Escritura, evitaremos fácilmente las malas tendencias anteriormente descritas.
Las imágenes ya fijadas en el intelecto son particularmente graves y vigorosas; pero su causa y fundamento son las operaciones de nuestra razón.
Hay una malicia que domina el corazón por haber sido concebida mucho tiempo antes; y hay una malicia que combate a la mente con motivo de las acciones cotidianas.
Dios nos evalúa de acuerdo con nuestras acciones y nuestras intenciones. Se ha dicho: Te dé el Señor según tu corazón (Sal 19:4).
El que no persevera en escrutar su conciencia, tampoco acepta las fatigas de su cuerpo por amor a la vida pía.
La conciencia es un libro natural. El que en ella lee activamente, recibe la experiencia de la ayuda divina.
El que no asume las penas voluntarias que provienen del amor por la verdad, es duramente amaestrado por lo que sucede contra su voluntad.
El que ha conocido la voluntad de Dios, según el poder que le haya sido concedido, la cumple; gracias a las pequeñas penas, huirá de las grandes.
El que pretenda vencer las tentaciones sin la oración y la lucha, no las rechazará sino que quedará más atrapado por ellas.
El Señor está escondido en sus mandamientos y es encontrado por aquellos que lo buscan en la medida que los cumplen.
No digas: “He cumplido los mandamientos pero no he encontrado al Señor.” Puesto que, como dice la Escritura frecuentemente has encontrado conocimiento junto con la justicia. Y aquellos que lo buscan con rectitud, encontrarán la paz (Pr 16:5c).
La paz es la remoción de las pasiones. No podrá ser encontrada sin la obra del Espíritu Santo.
Una cosa es cumplir un mandamiento y otra cosa es la virtud, aunque es factible que se intercambien las ocasiones de hacer el bien.
Denominamos cumplir un mandamiento el cumplir lo que ha sido mandado; es virtud lo que ha sido hecho acorde con la verdad.
Una sola es la riqueza sensible, aunque es múltiple si se consideran las distintas posesiones. Del mismo modo, una sola es la virtud, aunque consta de distintas actividades.
El que se hace el sabio y habla sin poder demostrar sus obras, se enriquece con la iniquidad, y sus fatigas, como dicen las Escrituras, entran en las casas de los otros.
Todo obedece al oro, se dice; pero las realidades espirituales son determinadas por la gracia de Dios.
Se encuentra la buena conciencia mediante la oración; y la oración pura, mediante la conciencia. Según natura una cosa necesita de la otra.
Jacob confeccionó para José una túnica de múltiples colores. También el Señor concede al humilde el conocimiento de la verdad, por medio de la gracia, tal como está escrito: El Señor enseñará sus caminos a los humildes (CfSal 24:9).
Obra el bien según tus posibilidades, y cuando te surja la ocasión de dar más, no des menos. Porque se ha dicho que el que retrocede no es apto para el Reino de los Cielos.
Marcos, el Asceta
2. A propósito de aquéllos que se creen justificados por sus obras
La mala fe de los de afuera es inmediatamente demostrada por parte de aquellos que tienen una fe firme y conocen la verdad.
El Señor, queriendo demostrar que cada mandamiento es justo y que la adopción a los hijos ha sido donada a los hombres por medio de su sangre, dice que cuando hayan hecho todo lo que les han mandado, entonces dirán: Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer (Lc 17:10). Por esto el Reino de los Cielos no es merced por las obras, sino gracia del Soberano preparada para los siervos fieles.
El siervo no pide la libertad como merced, pero se alegra sabiéndose deudor y la recibe como gracia.
Cristo ha muerto por nuestros pecados, según las Escrituras (1 Co 15:3) y a quien lo sirve bien, le concede como gracia la libertad. Se ha dicho: Bien, siervo bueno y. fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré en lo mucho. Entra en el gozo de tu Señor (Mt 25:21).
No es siervo fiel el que se apoya sobre el simple conocimiento, sino aquel que cree mediante la obediencia en lo que Cristo ha mandado.
El que honra a su patrón, hace lo que está mandado. El que se equivoca o desobedece, soportará las consecuencias como es debido.
Si quieres aprender, ama la fatiga. Pues la ciencia pura hace que el hombre se sienta henchido.
Las tentaciones que nos acosan y que son inesperadas, nos enseñan providencialmente a amar la fatiga y nos conducen a la penitencia, aunque no lo queramos.
Las tribulaciones que caen sobre los hombres son el producto de nuestro mal. Pero si las combatimos mediante la oración, encontraremos un agregado de cosas buenas.
Algunos, recibiendo alabanzas por su virtud, han encontrado placer en ello, considerando como un consuelo esta voluptuosidad de la vanagloria. Otros, reprochados por su pecado, se han sentido angustiados y han considerado como algo malo esta pena benéfica.
Los que, con el pretexto de su lucha, se levantan contra el que es más negligente, consideran estar justificados por las obras de su cuerpo. Pero aquellos que, apoyándose solamente en el conocimiento, desprecian a los ignorantes, son incluso menos sensatos que los precedentes.
Sin las obras que le corresponden, el conocimiento no está aún asegurado, admitiendo que sea verdadero. Porque, respecto a cualquier realidad, la confirmación es dada por las obras.
A menudo el conocimiento es oscurecido por la negligencia en la práctica. Puesto que de aquellas cosas que han sido realizadas de modo completamente desacertado, perecerán poco a poco también los recuerdos.
Por ello, las Escrituras nos sugieren conocer a Dios según la ciencia, para poder servirlo rectamente mediante nuestras obras.
Cuando exteriormente cumplimos los mandamientos, el Señor nos envía capacidad de tanto en tanto, y obtenemos de ello ventajas según el objetivo de nuestras intenciones.
El que quiere hacer algo y no puede hacerlo, es como aquel que lo ha hecho por Dios, quien conoce los corazones. Y esto es válido, ya sea para el bien, ya para el mal.
El intelecto, sin el cuerpo, cumple muy bien y muy mal. Pero el cuerpo sin el intelecto, no puede cumplir con nada de esto. La explicación se debe a que la ley de la libertad se reconoce antes de la acción.
Algunos que no cumplen los mandamientos creen de tener una fe que procede con rectitud. Otros, que los cumplen, esperan al Reino como una merced debida. Todos ellos se han desviado de la verdad.
El patrón no debe ninguna merced a sus esclavos; éstos, a su vez, de no servir bien, no obtendrán su libertad.
Si Cristo ha muerto por nosotros (Rm 5:8), como dicen las Escrituras, y nosotros no vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que ha muerto por nosotros y ha resucitado, es evidente que estamos comprometidos a servirle hasta la muerte. ¿Cómo considerar cosa debida la adopción de hijos?
Cristo es el Soberano por esencia y Soberano según la economía. Porque nos hizo cuando no existíamos y, muertos por el pecado, nos ha rescatado mediante su propia sangre y ha donado su gracia a aquellos que lo creen así.
Cuando escuches de las Escrituras que Cristo recompensará a cada uno según sus obras, no entiendas que se refiere a obras dignas de la gehenna o del Reino. Debes entender que Cristo dará a cada uno una retribución por las obras relativas a la incredulidad o a la fe en Él; no como un mediador de negocios, sino como el Dios que nos ha creado y redimido.
Todos aquellos que hemos sido hechos dignos de un lavado de regeneración, no presentamos nuestras buenas obras para lograr una retribución, sino para custodiar la pureza que nos ha sido donada.
Toda buena obra, que realizamos mediante nuestra naturaleza, nos mantiene alejados de lo contrario, pero sin la gracia no se puede alcanzar ninguna santificación.
El continente se mantiene alejado de la gula. El que es pobre voluntario, de la avaricia. El silencioso, del modo de hablar. El casto, del amor al placer. El puro, de la fornicación. El que se basta a sí mismo, del amor por el dinero. El manso, del tumulto. El humilde, de la vanagloria. El que se somete, de la contienda. El que reprocha, de la hipocresía. Del mismo modo, el que ora se mantiene alejado de la desesperación. El pobre, del deseo de tener muchas posesiones. El confesor de la fe, de abjurar; y el mártir, de la idolatría. ¿Ves cómo toda virtud que se practica hasta la muerte no es otra cosa que la abstención del pecado? Pero abstenerse del pecado es obra de la naturaleza, no un precio a pagar para recibir, en compensación, el Reino.
El hombre con dificultad custodia lo que es propio de su naturaleza, pero Cristo, mediante la cruz, nos ha regalado el adoptarnos como hijos.
Hay un precepto particular y vino general. Con uno se manda dar a quien nada posee en forma particular; con el otro, se ordena que todos renuncien a sus propios bienes.
Hay una acción de la gracia de la cual el simple no se percata. Hay una operación de la malicia que es similar a la verdad. Está bien no detenerse demasiado en estas cosas, para no errar; sin embargo no debemos condenarlas, por la verdad que pueden contener. Deberemos presentar todo a Dios por medio de la esperanza, ya que Él sabe de la utilidad de ambas cosas.
El que quiere cruzar el mar espiritual es paciente, humilde, vigilante y continente, Sin estas cosas, aunque se esfuerce por entrar, no podrá atravesar ese mar.
La hesichía es la rescisión de los males. Si luego agregamos las cuatro virtudes, conjuntamente con la oración, no hay ayuda más rápida que ésta para alcanzar la impasibilidad.
No es posible asociar el intelecto a la hesikia sin el cuerpo; tampoco se puede eliminar la pared divisoria que se halla entre ellos sin hesikia y oración.
El deseo de la carne está contra el Espíritu y el del Espíritu está contra la carne (Ga 5:17). Pero aquellos que caminan según el Espíritu no llevarán a cabo la concupiscencia de la carne.
No hay oración perfecta si no se invoca con el intelecto. Dios atiende el pensamiento que grita sin distracción.
El intelecto que ora sin distracción refrena su corazón. Un corazón contrito y humillado, Dios no lo desprecia (Sal 50:17).
A la oración también se la denomina virtud, aunque sea la madre de todas las virtudes. Las genera, en efecto, uniéndose a Cristo.
Si algo hacemos sin oración y sin buena esperanza, resultará de ello algo nocivo e imperfecto.
Cuando oyes que los últimos serán los primeros y los primeros, últimos (Mt 20:16), entiende esto como referido a aquellos que son partícipes de las virtudes y a los que son partícipes del amor. El amor está en el último lugar entre las virtudes, pero se convierte en el primero por su valor y deja como últimas aquellas virtudes que lo han precedido.
Si en la oración eres perezoso o atormentado por los variados modos del mal, recuerda el final que te tocará vivir y los duros castigos. Mas bien deberemos apegarnos a Dios con la oración y la esperanza, antes que tener recuerdos exteriores, aunque éstos puedan ser útiles.
Ninguna de las virtudes, por sí sola, puede abrirnos las puertas de nuestra naturaleza. Todas ellas deberán vincularse entre sí.
Ninguna persona continente se nutre de razonamientos, ya que, aunque son útiles, no son más útiles que la esperanza.
Es un pecado de muerte todo pecado del cual no nos arrepentimos. Y aunque un santo rogara por otro que cometió un pecado de este tipo, no sería escuchado.
El que hace penitencia con rectitud no calcula compensar con su fatiga los pecados anteriormente cometidos; pero con lo que hace, se torna propicio a Dios.
Todo aquello que nuestra naturaleza puede tener como bueno, deberemos cumplirlo cada día como una deuda. De otro modo, ¿qué podremos dar a Dios a cambio por los males pasados?
Aunque podamos ejercitar al máximo nuestra virtud, si actuamos con negligencia, obtendremos reproches antes que recompensas.
El que está espiritualmente atribulado y se apoya en la carne, es parecido a aquel que está atribulado en su cuerpo pero disipado espiritualmente.
La tribulación voluntaria de una de estas partes es buena para la otra: la de la mente para la carnal; y la de la carne para la mental. Su combinación origina una gran fatiga.
Es de gran virtud soportar lo que nos sucede y amar al prójimo que nos odia, según la palabra del Señor.
La prueba de un amor no hipócrita es el perdón de nuestras faltas. Es así como el Señor ha amado al mundo.
No es posible perdonar, desde nuestro corazón, algún error sin verdadero conocimiento. Éste demuestra a cada uno como cosa propia lo que le ha sucedido.
No perderás nunca lo que dejas para el Señor. A su debido tiempo se te devolverá multiplicado.
Cuando el intelecto olvida los objetivos de una vida pía, la obra exterior de la virtud se torna inútil.
En cualquier hombre es cosa deplorable la desconsideración; tanto más en quien ha elegido un régimen de vida más riguroso.
Ponte a filosofar en torno a los hechos que giran alrededor del querer del hombre y la retribución de Dios. El discurso no es más sabio ni más útil que el obrar.
Las fatigas resultantes de llevar una vida pía son aliviadas por el socorro. A éste se lo puede reconocer por medio de la ley divina y de la conciencia.
Uno ha asumido un modo de sentir y lo ha mantenido sin someterlo a ningún examen. Otro lo ha asumido y lo ha sometido al discernimiento con verdad. ¿Es necesario indagar quién de los dos ha actuado con mayor piedad?
Luchar contra las propias penas constituye el verdadero conocimiento, así como no acusar a los hombres por las propias desventuras.
El que hace el bien buscando una retribución, no sirve a Dios, sino a la propia voluntad.
No es posible al que hubo pecado huir del castigo, a menos que cumpla una penitencia que tenga relación con la culpa cometida.
Algunos dicen: “No podemos hacer el bien si no recibimos eficazmente la gracia del Espíritu.”
Se da siempre que los que con la intención se mantienen apegados a los placeres rechazan, como si hubieran sido privados de ayuda, lo que hubieran podido hacer por sí solos.
A los que fueron bautizados en Cristo les fue misteriosamente donada la gracia, la cual actúa en la medida en que cumplimos con los mandamientos. La gracia nos ayuda sin cesar aunque en forma escondida, pero nos corresponde a nosotros hacer el bien según nuestra posibilidad
Como primera cosa, ella despierta la conciencia de un modo digno de Dios. Es por esto que muchos malhechores, una vez hecha penitencia, son gratos a Dios.
A la gracia se la encuentra escondida en una enseñanza del prójimo. A veces acompaña nuestra mente durante la lectura y, mediante un proceso natural, adiestra al intelecto en la propia verdad. Si no escondemos, el talento de este proceso parcial, entraremos eficazmente en el gozo del Señor.
Quien busca los resultados del Espíritu antes de haber cumplido los mandamientos, es similar a un esclavo comprado a un precio determinado, quien, en el momento de ser comprado, trata de hacer registrar junto a su precio también su libertad.
El que ha descubierto que los eventos exteriores se producen por la justicia de Dios, éste, en la búsqueda del Señor, ha encontrado el conocimiento junto con la justicia .
Si tú entiendes, según lo que dicen las Escrituras, que en toda la Tierra están los juicios de Dios, cada acontecimiento será para ti maestro del conocimiento de Dios.
Lo que sucede es cuanto debe suceder según lo que está en el corazón Pero solamente Dios sabe cuánto estos acontecimientos nos benefician.
Cuando sufres algo deshonroso por parte de los hombres, piensa en seguida en la gloria con la que Dios te colmará. Así te librarás de la tristeza y de la turbación, aun estando en el deshonor. Y en la gloria, cuando venga, serás fiel y libre de condena.
Cuando seas alabado por la gente, según la complacencia de Dios, no mezcles nada ostentoso con la distribución del Señor. Esto es para que tú no tropieces nuevamente, en la situación contraria, al cambiar las cosas.
La semilla no puede crecer sin tierra ni agua. Así el hombre no obtendrá nada sin fatigas voluntarias ni ayuda divina.
Sin la nube es imposible que caiga la lluvia. Así, sin una buena conciencia, no es posible ser gratos a Dios.
No te niegues a aprender aunque fueras sumamente inteligente. Porque la divina distribución nos brinda más ventajas que nuestra inteligencia.
Cuando a causa de algún placer, el corazón es removido de su lugar natural, se torna difícil detenerlo, casi como si fuera un piedra pesada que rueda cuesta abajo.
Como un cordero inexperto que corre por los prados y termina en un lugar rodeado por precipicios, así es el alma que poco a poco se deja arrastrar por los pensamientos.
Una vez que el intelecto se ha hecho fuerte en el Señor, arranca el alma de las pasiones concebidas hace bastante tiempo. Nuestro corazón es así atormentado como por torturadores, encontrándose tironeado por partes opuestas ya sea por el intelecto como por la pasión.
Así como aquellos que navegan en el mar, con la esperanza de una ganancia, soportan voluntariamente el ardor del sol, aquellos que odian el mal aman los reproches. Puesto que, así como el primero – el ardor del sol – se opone a los vientos, el segundo – el reproche – se opone a las pasiones.
La huida en tiempo de invierno o en el día sábado causa dolor a la carne y contaminación al alma. Tal es el surgir de las pasiones en un cuerpo senil y en un alma consagrada.
Ninguno es tan bueno ni tan piadoso como el Señor. Pero el que no hace penitencia, no es perdonado por Él tampoco.
Muchos de entre nosotros se afligen por los pecados, pero reciben bien aquello que los causa.
La marmota que se arrastra bajo tierra, siendo ciega, no puede ver las estrellas. Del mismo modo, el que no tiene fe respecto a las cosas temporales, no puede creer lo que concierne a las eternas.
El verdadero conocimiento es donado por Dios a los hombres como una gracia anterior a todas las gracias. A los que tienen una parte en ella les enseña a creer en Aquel que les ha otorgado el don.
Cuando el alma en pecado no acepta los sufrimientos que la afligen, los ángeles dicen de ella: Hemos curado a Babilonia, pero no se ha sanado (Jn 28:9).
El intelecto que se ha olvidado del verdadero conocimiento, ¡lucha a favor de los enemigos casi como si fueran éstos la ayuda de los hombres!
Así como el fuego no puede durar en el agua, tampoco un mal pensamiento sobrevive en un corazón que ama a Dios. Porque quien quiera que ame a Dios, ama también el penar. Y la pena voluntaria es por naturaleza enemiga del placer.
La pasión que ha encontrado alimento por medio de la voluntad, se sublevará luego violentamente contra el hombre que es partícipe, aunque éste no lo quiera.
Amamos las causas de los pensamientos involuntarios, y es por esto que éstos sobrevienen. En cuanto a los voluntarios, es evidente que amamos sus acciones
La presunción y la arrogancia son causas de maledicencia. El amor por el dinero y la vanagloria, de dureza de corazón y de hipocresía.
Cuando el Diablo ve que el intelecto reza desde el corazón, hace que nos acosen grandes y malignas tentaciones. No trata de destruir pequeñas virtudes con grandes ataques.
Un pensamiento que se detiene en nosotros, manifiesta la disposición pasional del hombre. Cuando es destruido en seguida, es índice de lucha de oposición.
Tres son los lugares espirituales en los cuales el intelecto entra y se transforma: según natura, más allá de la natura y contra natura. Cuando se halla según natura, se encuentra a sí mismo culpable de malos pensamientos. Entonces confiesa a Dios sus pecados admitiendo las causas de las pasiones. Pero cuando se encuentra en lugar contra natura, se olvida de la justicia de Dios y combate a los hombres como si éstos le causaran daño. Cuando es conducido al lugar más allá de la natura, encuentra los frutos del Espíritu Santo, de los cuales nos hablara el Apóstol: amor, alegría, paz. Y ve que si da preferencia a los deseos del cuerpo, no puede permanecer ese lugar. Y el que abandona ese lugar cae en el pecado y en las terribles calamidades que le siguen, aun que no inmediatamente, sino a su debido tiempo, como se da en la justicia divina.
Para cada uno el conocimiento puede ser verdadero en la medida que su humildad, su mansedumbre y su amor lo confirman como tal.
Todo aquel que fue bautizado según su fe, ha recibido místicamente toda la gracia. Pero es mediante el cumplimiento de los mandamientos que logra una certeza plena.
El mandamiento de Cristo cumplido con conciencia da consolación en función de la multitud de dolores del corazón. Pero cada una de estas cosas se realiza a su debido tiempo.
Sé perseverante en la súplica por cada cosa, pues nada puede ser cumplido sin la ayuda de Dios.
Nada es más poderoso que la oración para obrar. Ni nada es más útil para lograr la satisfacción de Dios.
La oración encierra en sí misma toda la actuación de los mandamientos. Nada es más alto que el amor de Dios.
La oración libre de divagaciones es una señal del amor de Dios para el que persevera en ella. Pero ser negligentes y descuidados en la oración es índice de amor al placer.
El que vela, tiene paciencia y reza sin sentirse oprimido, participa visiblemente del Espíritu Santo. Pero incluso el que es oprimido por estas cosas y las soporta con voluntad recibe una pronta ayuda.
Existe un mandamiento que se manifiesta mejor que otro. Por lo tanto, hay una fe que es más firme que otra.
Hay una fe que proviene del escuchar, como dice el Apóstol ; y existe una fe que es la esencia de las cosas esperadas.
Es cosa buena hacer el bien con las palabras al que busca el saber. Es mejor sin embargo, ayudar con la oración y la virtud. El que se ofrece a Dios mediante estas cosas, ayuda también al prójimo con el remedio adecuado.
Si con pocas palabras quieres hacer el bien a quien ama aprender, indícale la oración, la recta fe y soportar cuanto le sucediere. Puesto que todos los otros bienes se encuentran por intermedio de éstos.
A causa de aquello por lo cual se pone nuestra confianza en Dios, se cesa de enfrentar al prójimo.
Si todo lo involuntario se origina en lo voluntario, como dicen las Escrituras, nadie es tan enemigo del hombre como lo es él de sí mismo.
La ignorancia es el principio de todos los males, y después de ésta sobreviene la incredulidad.
Huye de la tentación mediante la resistencia y la súplica. Si tratas de oponerte sin estos medios, la tentación te aquejará aún más.
El que es manso según Dios, es más sabio que los sabios; y el humilde de corazón más poderoso que los poderosos. Porque éstos llevan el yugo de Cristo según su conocimiento.
Cualquier cosa que digamos o hagamos sin oración, será luego peligrosa o dañina, y nos acusará sin que nos percatemos mediante los hechos.
Uno solo es justo en sus obras, las palabras y el pensamiento, mientras que muchos son los justos mediante la fe, la gracia y la penitencia.
Así como es inusitado para el que hace penitencia tener otro sentir de sí mismo, así es imposible tener sentimientos humildes para el que peca voluntariamente.
La humildad no es una condena por parte de la conciencia, sino un reconocimiento de la gracia de Dios y de su compasión.
Lo que constituye la casa material con respecto del área común a todos, así es el intelecto razonable respecto a la gracia divina: cuanto más material se echa hacia afuera, más entra en su lugar, mientras que cuanto más material se coloca dentro, tanto más se retira.
El material de una casa está constituido por objetos y alimentos. El material del intelecto, por la vanagloria y la voluptuosidad.
El espacio en el corazón es la esperanza de Dios. La falta de espacio es representada por la preocupación por el cuerpo.
La gracia del Espíritu Santo es única e inmutable, pero actúa en cada uno como quiere.
Tal como la lluvia caída sobre la tierra ofrece a cada planta la calidad de nutrición que le conviene, dulce para las dulces, acre para las más ásperas, así la gracia en el corazón de los fieles es colocada en forma inmutable, pero gratifica con energías convenientes a las virtudes.
Para el que tiene hambre de Cristo, la gracia se convierte en alimento; para el que tiene sed, en una dulcísima bebida; para el que tiene frío, en un vestido; para el que se cansa, en reposo; para el que ora, en certeza plena; para el que está de luto, en consolación.
Cuando lees en las Escrituras que el Espíritu Santo se posó en cada uno de los Apóstoles, o que cayó sobre el profeta, o bien que actúa, que se entristece, que se apaga, que es inducido a indignarse; o aun: que algunos tienen una primicia mientras que otros están llenos del Espíritu Santo, no pienses que en el Espíritu hay una escisión, un cambio o una mutación; debes creer, como hemos dicho más arriba, que es inmutable, invariable y omnipotente. Por lo tanto en sus operaciones sigue siendo lo que es y a cada uno le reserva lo que le conviene en modo digno de Dios. Tal como un sol, se difunde sobre los bautizados, pero cada uno de nosotros es iluminado en la medida en que ha odiado las pasiones que lo obnubilaban y las ha apartado. Cuando aparece alguien que las alma, de la misma manera es oscurecido.
El que odia las pasiones destruye sus causas. Pero el que insiste en permanecer en las causas, es combatido por las pasiones.
Cuando somos acometidos por los malos pensamientos, la culpa es de nosotros mismos y no de un pecado de nuestros progenitores.
Las raíces de los pensamientos son las malicias evidentes. ¡Pensar que nosotros las justificamos en toda circunstancia con manos, pies y boca!
No es posible que tengamos un comercio mental con una pasión si no alimentamos las causas.
¿Quién de nosotros desprecia la vergüenza y luego mantiene un comercio con la vanagloria? O, ¿quién, si arna el desprecio, se turba por el deshonor? ¿Y quién, teniendo el corazón arrepentido y humillado, recibe bien dispuesto la voluptuosidad de la carne? O, ¿quién, si cree en Cristo, se preocupa o pelea por las cosas temporales?
El que es tratado con desprecio y no reacciona ni con la palabra ni con el pensamiento, adquiere un conocimiento verdadero y manifiesta una fe firme en el Señor.
Los hijos del hombre son falsos en sus balanzas para hacer una injusticia (Sal 61:10), mientras que Dios reserva para cada uno lo que te es de justicia.
Ni el que hace una injusticia tiene más ni el que la recibe tiene de menos: ¡Se va el hombre como una imagen y se turba inútilmente! (Sal 38:6 y ss).
Cuando ves que alguno sufre mucho deshonor, debes saber que se ha llenado de pensamientos de vanagloria y corta con disgusto la mies nacida de las semillas de su corazón.
El que aprovecha más de lo debido de los placeres del cuerpo, pagará cien veces más con sus penas por sus excesos.
El que da órdenes debe decir a su subordinado lo que debe hacer. Si éste no lo escuchara, debe preanunciarle los males que lo afligirán.
El que sufre un desprecio por parte de alguien, y no trata de devolvérselo, da fe por esto a Cristo, recibiendo cien veces más en este siglo y en herencia la vida eterna.
El recuerdo de Dios es una fatiga del corazón ejercida por la piedad. El que se olvida de Dios conduce una vida de placeres y se torna insensible.
No digas: “El que es impasible no puede ser afligido.” Pues, aunque no sufre por sí mismo, sufre por el prójimo.
Una vez que el enemigo se adueña de muchos pecados olvidados, obliga al deudor a traerlos a la memoria. Se aprovecha así de la ley del pecado.
Si quieres recordar continuamente a Dios, no rechaces como algo injusto lo que te sucede; deberás soportarlo como algo que te aqueja justamente. La paciencia por intermedio de todo evento suscita el recuerdo. Pero el rechazo degrada el sentir espiritual del corazón y, mediante el relajamiento, produce el olvido.
Si quieres que tus pecados sean perdonados por el Señor, no proclames a los hombres ninguna virtud que tú posees; porque lo que nosotros hacemos por las virtudes es lo que Dios hace por los pecados.
Cuando hayas escondido una virtud, no te exaltes como si tú hubieses hecho justicia. Porque la justicia no es solamente esconder el bien, sino también no pensar en nada de lo que es prohibido.
No te alegres cuando haces bien a alguien, sino cuando soportas sin rencor la contradicción que a ello le sigue. Porque así como la noche viene después del día, así los males siguen a las buenas acciones.
La vanagloria, la concupiscencia y la voluptuosidad no permiten que una buena acción permanezca inmaculada, a menos que éstas no caigan antes, gracias al temor a Dios.
En los dolores que no hemos buscado se esconde la misericordia de Dios, que atrae al que la soporta hacia la penitencia y lo libera del castigo eterno.
Algunos, obrando según los mandamientos, esperan poder ponerlos sobre uno de los platillos de la balanza para que hagan de contrapeso con los pecados; otros, con su obrar, hacen propicio a Aquel que ha muerto por nuestros pecados. ¿Cabe preguntarse quién de ellos tenga un recto sentir?
El temor a la gehenna y el ansia del Reino nos procuran soportar las cosas penosas; esto se produce no por nosotros mismos, sino por parte de aquel que conoce nuestros pensamientos.
El que tiene fe en las realidades futuras se mantiene alejado de los placeres sin que nadie le dé órdenes. El que es incrédulo, se torna voluptuoso e insensible.
No digas: “¿Cómo puede llevar una vida voluptuosa el necesitado, si no le surgen ocasiones?” Porque es posible vivir una vida tal, aun más míseramente, por medio de los pensamientos.
Una cosa es el conocimiento de las cosas y otra es el conocimiento de la verdad. Así como el Sol es distinto de la Luna, así el segundo conocimiento es más ventajoso que el primero.
El conocimiento de las cosas se produce en proporción al cumplimiento de los mandamientos, mientras que el conocimiento de la verdad, en la medida de la esperanza en Cristo.
Si quieres salvarte y llegar al conocimiento de la verdad, trata siempre de alcanzar el más allá de las realidades sensibles y de unirte a Dios mediante la esperanza solamente. De este modo, si te hallaras involuntariamente desviado, encontrando en tu camino principados y potestades que te hacen la guerra con sus estímulos, los vencerás con la oración, permaneciendo lleno de esperanza, y tendrás contigo la gracia de Dios que te arranca a la ira futura.
El que comprende lo que dice místicamente san Pablo refiriéndose a que nuestra lucha es contra los espíritus de la maldad, podrá comprender también la parábola que el Señor contaba para mostrar cómo debemos siempre orar sin cansarnos.
La ley ordena trabajar durante seis días y mantenernos libres durante el séptimo. Es por lo tanto una obra del alma la beneficencia mediante las riquezas o las acciones. Su ocio y su reposo consisten en vender todo y darlo a los pobres, según la Palabra del Señor, y una vez encontrado el reposo mediante la pobreza voluntaria, en el darse al ocio de la esperanza espiritual. San Pablo, solícitamente, también nos exhorta a entrar a este reposo, diciendo: Esforcémonos por entrar en ese descanso (Hb 4:11).
Esto lo hemos dicho sin excluir lo que sucederá en el futuro y sin querer establecer que se convertirá en la recompensa completa. Queremos solamente decir que antes deberemos tener en el corazón la gracia operante del Espíritu Santo y así, en proporción a ésta, entrar en el Reino de los Cielos. Incluso el Señor, manifestando esto, nos decía que el Reino de los Cielos está dentro de ti. Y también el Apóstol decía: La fe es la garantía de las cosas esperadas (Hb 11:1), y también: Corred de tal modo de poder alcanzar (1 Co 9:24) y más aún: Examinaos para ver si estáis en la fe. ¿O no reconocéis que Jesucristo vive en vosotros? ¿Sois quizás rebeldes?
El que ha conocido la verdad no se opone a los eventos dolorosos. Sabe que éstos guían al hombre al temor de Dios.
Los pecados cometidos hace tiempo, recordados en detalle, perjudican al hombre lleno de buenas esperanzas. Si emergen con tristeza, lo distraen de la esperanza, si son representados sin tristeza, acumulan en el alma su antigua fealdad.
Cuando el intelecto, mediante el rechazo de sí mismo, posee una esperanza imposible de desmoronarse, es acometido por el Enemigo quien, con el pretexto de la confesión, representa en su imaginación los males pasados, devolviendo la vida a las pasiones que por la gracia de Dios, habían sido olvidadas, y dañando secretamente al hombre. Esto se produce a tal punto que, aunque iluminado y con odio a las pasiones, se sentirá confundido por lo hecho y en tinieblas; y si aún se encontrara en la niebla y en el amor por el placer, con seguridad se detendrá a meditar sobre estas cosas y mantendrá una relación pasional respecto de los estímulos que lo motivan. De este modo pensará que este recuerdo es una pasión precedentemente concebida y no una confesión.
Si quieres presentar a Dios una confesión irreprensible, no recuerdes detalladamente tus errores y soporta con generosidad las consecuencias.
Las penas sobrevienen de los pecados pasados y traen consigo lo que está inherente a toda culpa.
El que tiene ciencia y conoce la verdad, hará una confesión a Dios no tanto con el recuerdo de las acciones sino anteponiendo la lucha contra las consecuencias.
Si rechazas la fatiga y el deshonor, no prometas hacer una penitencia mediante las otras virtudes. Porque la vanagloria y la insensibilidad siempre sirven al pecado, también con las cosas buenas.
Así como las fatigas y los deshonores suelen generar las virtudes, así la voluptuosidad y la vanagloria generan los vicios.
Cada voluptuosidad del cuerpo deriva de un relajamiento precedente. Y es la falta de fe la que genera el relajamiento
El que está bajo el pecado no puede por sí solo vencer el sentir carnal, ya que en él el estímulo es incesante y se ha instalado en sus miembros.
Cuando uno se halla rodeado por las pasiones, es necesario rezar y someterse. A duras penas es posible mediante una ayuda luchar contra las pasiones precedentemente concebidas.
El que con sumisión y oración lucha contra la voluntad, es un atleta que tiene un buen método y da una prueba evidente de conducir la lucha espiritual mediante la abstención de las realidades sensibles.
El que no une a Dios su propia voluntad, tropieza en sus obras y cae en poder de los adversarios.
Cuando ves a dos malvados que sienten amor el uno por el otro, debes saber que cada uno coopera con el otro para cumplir su propia voluntad.
El orgulloso y el vanaglorioso se entienden de buena gana. Mientras uno alaba al vanaglorioso que aparenta someterse servilmente, el otro magnifica al orgulloso que se alaba de continuo.
El discípulo que ama a Dios trata de obtener una ventaja de estas dos cosas: si recibe un testimonio por sus buenas obras, se torna aún más animoso; si es amonestado por las cosas malas, es inducido a hacer penitencia. Pero para progresar es necesario también tener la vida; y para tener la vida debemos levantar nuestra oración a Dios.
Es bueno atenerse al mandamiento capital y no preocuparse de los detalles, ni rezar por los detalles, sino que debemos solamente buscar el Reino y la Palabra de Dios. Si nos preocuparnos de las necesidades en particular, deberemos rezar por cada una de ellas. El que hace algo o se preocupa de algo sin oración, no lleva las cosas a buen fin. Esto es lo que ha dicho el Señor: Sin mí nada podéis hacer (Jn 15:5).
Si uno desprecia el precepto de la oración, se sucederán para él desobediencias peores, que se lo pasarán la una a la otra como un prisionero.
El que recibe bien los sufrimientos presentes a la espera de los bienes futuros, ha encontrado el conocimiento de la verdad, y le será fácil hacer frente a la ira y a la tristeza.
Quien por amor a la verdad elige ser maltratado y deshonrado, camina por la vía apostólica, ya que toma la cruz y es atado por una cadena. El que sin estas cosas trata de prestar atención a su corazón, se desvía mentalmente y cae en las tentaciones y en los lazos del Diablo.
No es posible que venza el que lucha contra los malos pensamientos pero no contra sus causas, ni el que lucha contra las causas, pero no contra los pensamientos que éstas producen. Cuando rechazamos solamente una de estas cosas, después de un corto tiempo nos encontramos sometidos a ambas.
El que contiende con los hombres por temor de recibir dolores y ofensas, sufrirá aún más estando aquí por las desgracias que lo aquejarán, o será castigado sin piedad en el siglo futuro.
El que quiere mantener alejada cualquier desgracia deberá orar respecto de todas las cosas que mantienen relación con Dios, debiendo también tener fija en Él la esperanza y, en cuanto le sea posible, no prestar atención a las realidades sensibles.
Cuando el Diablo ve que un hombre se preocupa sin necesidad de lo que concierne a su cuerpo, antes que nada lo priva del conocimiento (espiritual). Y luego corta la cabeza de su esperanza en Dios.
Si logras alcanzar el fortín de la oración pura, no aceptes en ese momento el conocimiento de las cosas que el Enemigo te presenta, para que no te suceda que puedas perder lo mejor. Es preferible enviarle flechazos desde lo alto con los dardos de la oración, mientras se encuentra acorralado, que parlamentar con él, que nos presenta el mal y trama para apartarnos de la súplica que está en su contra.
El conocimiento de las cosas, en el tiempo de la tentación y de la pereza, es útil al hombre; pero en el tiempo de la oración es generalmente perjudicial.
Si te sucedido que, habiendo enseñado en el Señor, te desobedecieren, aflígete espiritualmente, pero no te turbes exteriormente. De afligirte, no serás condenado como quien desobedece, pero si te turbas serás tentado en la misma materia.
Cuando expones un discurso, no escondas lo que conviene a los presentes; habla con claridad de las cosas bellas y en forma enigmática de las cosas duras.
No subrayes las culpas de quien es un subalterno tuyo. Esto es tarea más bien de autoridad que de consejo.
Lo que se dice en plural es apropiado para todos, ya que para cada uno se tornara relevante en su conciencia la parte que le toca.
El que habla con rectitud debe, también él, recibir como de Dios las palabras que dice. La verdad no es de quien habla sino de Dios, que es quien actúa.
A aquellos de los cuales no has tenido una manifestación de obediencia, no los enfrentes cuando se oponen a la verdad, para no suscitar odio, como dicen las Escrituras.
El que cede ante quien es subalterno cuando éste contradice inoportunamente, lo induce a error en la cosa que están tratando y lo hace transgredir los votos de obediencia.
El que amonesta o corrige con temor de Dios al pecador, le procura la virtud que se opone a su error. El que lo hace recordándole las ofensas y dirigiéndose a él en modo malévolo, cae -según la ley spiritual – en la misma pasión.
El que ha aprendido bien la ley, teme al legislador. Y quien le teme se aparta de cualquier mal.
No tengas un doble discurso, hablando respecto dé algunas disposiciones y otras manteniéndolas en la conciencia solamente. Este actuar es puesto por las Escrituras bajo una maldición.
Existe, como dice el Apóstol, el que dice la verdad y es odiado por los tontos. Y está el que es un hipócrita, y por esto es amado. Sin embargo, ni la merced de uno ni la del otro tardará: porque a su debido tiempo el Señor dará a cada uno lo que le es debido.
El que quiera eliminar las angustias futuras debe soportar de buen grado las del tiempo presente. De esta manera, con el intercambio de una cosa por la otra como en un comercio, por medio de pequeños dolores, logrará escapar a los grandes castigos.
Sé garante de que tu hablar se mantenga alejado de la auto alabanza y tu pensamiento de la presunción, para no ser abandonado por Dios y hacer el mal. No depende solamente del hombre hacer el bien, sino también de Dios, que vela sobre todas las cosas.
El Dios que vigila sobre todo, así como atribuye a nuestras obras los resultados justos, hace otro tanto por los pensamientos y las reflexiones voluntarias.
Los pensamientos involuntarios surgen de un pecado precedente. mientras que los voluntarios derivan de nuestra libre voluntad. Por lo tanto, estos últimos se vuelven responsables de los precedentes.
A los malos pensamientos que no son deliberados, sigue la tristeza, por lo tanto son destruidos rápidamente; a los que son deliberados, la alegría, y por esto es difícil desligarse de ellos.
El que ama el placer se entristece por los reproches y los sufrimientos. El que ama a Dios, se entristece por las alabanzas y las ganancias.
El que no conoce los juicios de Dios cruza espiritualmente por una calle que corre entre precipicios y es fácilmente derribado por cualquier viento. Si es alabado, se enorgullece; si se le hace un reproche, se amarga. Si come abundantemente, se torna insensible; si sufre, se lamenta. Si comprende, hace ostentación; si no comprende, finge. Si es rico, es arrogante; si es pobre, es hipócrita. Si se ha saciado, es desvergonzado; si ayuna, es vanaglorioso. Enfrenta a los que le reprochan y mira como insensatos a los que lo perdonan.
Si, conforme a la gracia de Cristo, no se adquiere un debido conocimiento de la verdad y temor a Dios, se arriesga a ser gravemente herido no solamente por las pasiones, sino también por los sucesos.
Cuando quieres encontrar la solución de un asunto intrincado, busca lo que, respecto de ello, es grato a Dios y encontrarás así la solución útil.
Toda la Creación se pone al servicio de lo que es grato a Dios. Por otro lado, todo lo que le rehuye, recibe también la resistencia de la Creación.
El que enfrenta las cosas tristes que le suceden, lucha, sin saber contra los mandamientos de Dios. El que las recibe con verdadera ciencia, éste según las Escrituras espera con paciencia al Señor.
Cuando sobreviene una tentación, no busques el porqué o de quién viene. Trata de rechazarla con rendición de gracias, sin tristeza y sin rencores.
El mal de otros no nos agrega ningún pecado, siempre que no lo recibamos con reflexiones equivocadas.
Ya que no es fácil encontrar a alguien que sea grato a Dios sin tentaciones, debemos darle gracias por todo lo que sucede.
Si Pedro no hubiere faltado a la pesca nocturna, no hubiera conseguido la del día siguiente. Si Pablo no hubiese quedado ciego en su cuerpo, no hubiera vuelto a adquirir la vista espiritual. Y si Esteban no hubiera sido calumniado como blasfemo, no hubiera visto a Dios mientras los cielos se abrían.
Así como el actuar según Dios es denominado “virtud,” así la tribulación que nos acomete imprevistamente es denominada “tentación.”
Dios tentó a Abraham, afligiéndolo para bien, y no para saber cómo era, pues ya lo conocía, ya que Él conoce toda cosa antes de ser generada. Pero quería, de este modo, ofrecerle la ocasión de la perfecta fe.
Toda tribulación revela cuál es la inclinación de la voluntad, si ésta se vuelve hacia la izquierda o la derecha. Por ello la tribulación accidental se llama tentación. Ésta hace que el que la experimenta siga las indicaciones de sus voluntades escondidas.
El temor de Dios nos obliga a combatir el vicio. Pero mientras nosotros luchamos es la gracia de Dios la que lo combate.
Sabiduría no es solamente el conocimiento de la verdad mediante el natural sucederse de las cosas. También lo es soportar como propia la maldad de quien nos ha hecho daño. Los que se han estacionado en la primera forma de sabiduría, se tornan soberbios, mientras que los que han alcanzado la segunda, han adquirido la humildad.
Si no quieres sufrir la operación de los malos pensamientos, acepta el desprecio del alma y la tribulación de la carne. No parcialmente, sino en todo tiempo, lugar y hecho.
El que se deja voluntariamente instruir por las tribulaciones, no será dominado por pensamientos involuntarios. Pero el que no acepta las primeras, es tomado prisionero, aunque no lo quiera, por los segundos.
Cuando se te hace daño, y tus entrañas y tu corazón se endurecen, no te entristezcas, ya que la cosa fue provocada por voluntad divina. Más bien, destruye con alegría todos los pensamientos que te alientan en contra, sabiendo que cuando éstos son destruidos estando aún en el estadio de estímulo, también el mal, luego que ha sido puesto en acción, es habitualmente destruido. Sin embargo, si los pensamientos Continúan, también éste aumenta.
Sin la contrición del corazón, es del todo imposible alejarse del mal. Y lo que hace que el corazón se arrepienta es la triple continencia: en el sueño, en la comida y en el relajamiento del cuerpo. La superabundancia de estas cosas introduce el amor al placer y esto acarrea los malos pensamientos, por eso se opone, ya a la oración ya al servicio conveniente.
Si te sucediera que debes dar órdenes a hermanos, mantente en la posición en la que has sido puesto y no calles lo que conviene. Si obedecen, recibirás la merced por sus virtudes. Si no obedecen, los perdonarás en todo caso; así recibirás la recompensa correspondiente de Aquel que ha dicho: Perdonad y seréis perdonados.
Todo acontecimiento se parece a una reunión festiva: el que sabe traficar gana mucho en ello, pero el que no sabe hacerlo, es perjudicado.
Si alguien no te obedece después de que le has hablado por lo menos una vez, no lo fuerces enfrentándolo. Toma para ti la ganancia de su falta. Más que la corrección de éste, te beneficiará la paciencia.
Cuando el mal hecho a uno repercute sobre muchos, no deberemos ser magnánimos ni buscar nuestra propia ventaja, sino la de muchos, para que éstos se salven (1 Co 10:33). Más beneficia la virtud de muchos que la de uno solo.
Si alguno cae en un pecado cualquiera, y no se entristece en la medida debida a la entidad de su caída, tropieza nuevamente en la misma red.
Así como una leona no se acerca amistosamente a una vaquillona, de igual modo la impudicia no es una disposición favorable para recibir la tristeza según Dios.
Como la oveja no se acerca al lobo para engendrar hijos, así la fatiga del corazón no se acerca a la saciedad para la concepción de la virtud.
Nadie puede sentir fatiga y tristeza según Dios, si antes no ama lo que las produce.
El temor de Dios y el reproche reciben la tristeza. La continencia y el desvelo tienen relación con la fatiga.
El que no se deja amansar por los mandamientos y amonestaciones de las Escrituras, será puesto en evidencia con la fusta del caballo y la vara del asno. Si rechazara también éstos, con la mordida y las riendas le cerrarán las mandíbulas.
El que se deja vencer fácilmente por las pequeñas cosas, será siervo también de las grandes. El que las desprecia, resistirá en el Señor a las grandes.
No trates de hacer el bien con reproches a quien se vanagloria por sus virtudes. Ya que éste no puede ser al mismo tiempo amante de la ostentación y amante de la verdad.
Toda palabra de Cristo manifiesta la misericordia, la justicia y la sabiduría de Dios, e instituye la potencia, mediante el oído, en aquellos que escuchan de buen grado. Por tanto los que -siendo injustos y sin misericordia – escucharon con fastidio, no pudieron comprender la sabiduría de Dios, crucificando al que la enseñaba. Nosotros nos escrutarnos a nosotros mismos para ver si lo escuchamos de buena gana. Él ha dicho: El que ama observará mis mandamientos y será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré. ¿Ves cómo Él ha escondido la manifestación de sí mismo en los mandamientos? De todos los mandamientos, el más comprensivo es el amor hacia Dios y al prójimo, y consiste en la abstención de las cosas materiales y en la observación de la hesichía de los pensamientos.
Sabiendo esto, el Señor nos manda: No os preocupéis por el mañana (Mt 6:34). Justamente, el que no se haya liberado de las cosas materiales y de la preocupación que la pérdida de las mismas conlleva, ¿cómo se liberará de los malos pensamientos? Y el que se encuentre cercado por los pensamientos, ¿cómo verá al pecado realmente existente que se encuentra en ellos? Esto es tiniebla y niebla para el alma y tiene principio en las reflexiones y las malas acciones. El Diablo tienta mediante un estímulo al cual el hombre todavía puede resistir, dando así inicio a todo el proceso; el hombre, por amor al placer y por vanagloria, entra de buena gana en tratativas. Su discernimiento le haría rechazar el estímulo, pero en la práctica le toma gusto y acepta.
Pero el que no haya, por lo menos, visto este proceso general del pecado, rezando a este propósito, ¿será purificado? ¿Y si no fuera purificado, como accederá al lugar de la pureza natural? Y si no accede, ¿como verá la morada más interior de Cristo? ¡Ya que somos morada de Dios, según la palabra profético, evangélica y apostólica!
Deberemos pues, conformándonos con lo que nos fuera dicho, buscar la morada y golpear a la puerta, con perseverancia, mediante la oración. De tal modo que, ya sea aquí o en el final de nuestras vidas, el Amo nos abra y no suceda que si hemos sido negligentes Él nos diga: No sé donde estáis. No sólo debemos pedir y recibir, sino custodiar lo que nos ha sido dado, pues hay algunos que han recibido pero luego han perdido. Por tanto, un simple conocimiento, o aun una experiencia accidental de las realidades que se han dicho, pueden tenerlos también aquellos que han empezado tarde a aprender, y los jóvenes. Pero en cuanto a la práctica constante y paciente, eso es sólo de aquellos que son píos y experimentados entre los ancianos, a los cuales ha sucedido a menudo perderla por falta de atención, luego de buscarla mediante fatigas voluntarias y de encontrarla. También nosotros no cesarnos de hacerlo así, hasta tanto no la poseamos sin que nos pueda ser quitada.
Entre los muchos preceptos de la ley espiritual, hemos conocido estos pocos. Son preceptos que incluso el gran Salmista continuamente sugiere a quien asiduamente trata de hacer y de aprender en el Señor Jesús. A Él la gloria, el poder y la adoración, ahora y por los siglos. Amén.
Nilo, el Asceta
La patria del bienaventurado Nilo fue Constantinopla, y su maestro el bienaventurado Crisóstomo. Floreció alrededor del año 442. Poseedor de nobleza y de riquezas, tuvo el título de gobernador de la ciudad donde vivió. Sin embargo, en cierto momento, se despidió de todos y escogió la vida ascética, pasando a vivir en el monte Sinaí. Rico poseedor de nuestra sabiduría y de la pagana, nos dejó distintos escritos llenos de sabiduría espiritual y de gracia indecible. De los mismos hemos escogido como la abeja a la flor, el “Discurso sobre la oración ,” dividido en 153 capítulos, y el escrito titulado “Asceticón,” con los que saludamos a los lectores ofreciéndoles estas celdillas de abeja, las que destilan realmente miel, ambrosía y néctar y prometen un copioso fruto, de utilidad. El sapientísimo Focio se refiere al monje Nilo, en el código 301, p. 266, con estas palabras: “Y he leído también un escrito del monje Nilo, dividido en 153 capítulos, en los cuales este hombre divino nos describe el tipo de la oración; e incluso muchos de sus escritos de gran valor, que atestiguan ya sea su perfección como su fuerza en los discursos. ”
De este autor sobre quien Nicodemo el Hagiorita nos refiere una tradición legendaria, recogida por los Sinasarios bizantinos – no se poseen datos fidedignos. Sólo se sabe que el monje Nilo vivió seguramente en Ancira (Ankara), que posiblemente fue discípulo de Juan Crisóstomo, autor de un corpus de escritos exegéticos y ascéticos y de muchas cartas. A este corpus se agregaron escritos de otros autores, en particular de Evagrio. El corpus de las obras de Nilo, a pesar de la oscuridad que rodea al personaje después de su muerte, ha tenido mucha importancia entre los monjes y la espiritualidad oriental.
Discurso sobre la oración
Al tocarme con tu carta llena de amor a Dios, como es tu costumbre, me has restablecido cuando estaba con fiebre producida por la llama de las pasiones impuras. Has consolado mi intelecto fatigado por las cosas más turbias y has imitado felizmente al gran Guía y Maestro. Y no hay por qué maravillarse ya que siempre están contigo, como con el bendito Jacob, las ovejas (señaladas). Pues, habiendo servido por Raquel y habiendo recibido a Lía, también buscas a la deseada, como el que ciertamente cumplió siete años de servicio también para ésta. Sin embargo, no podría decir que, luego de cansarme toda la noche, no he pescado nada, ya que habiendo bajado las redes, siguiendo tu palabra, he pescado una cantidad de peces, que no diría son muy gruesos, pero que llegan al número de ciento cincuenta y tres. Te los envío dentro del canasto de la caridad, mediante un número similar de capítulos, cumpliendo así la orden.
Te admiro en tu amor por los capítulos sobre la oración y mucho envidio tu muy noble propósito; ya que no amas simplemente estos escritos hechos con tinta sobre el papel, sino aquellos que la caridad y la ausencia de resentimiento hacen permanecer en la mente. Pero puesto que todas las cosas vienen en pareja, una frente a la otra (Si 42:24), según el sapientísimo Jesús, acoge (el don) además de la carta, y mantenlo en tu espíritu, ya que la mente precede siempre a la carta, y de no existir esto, tampoco existirá la tal carta. Por tanto, también el modo de la oración tiene que ser doble: uno es activo y el otro es contemplativo. Y así sucede también respecto del número: lo inmediato es la cantidad, pero el significado es la calidad.
Hemos dividido el discurso sobre la oración en ciento cincuenta y tres capítulos y te hemos enviado el pez evangélico, para que tú encuentres en éste la dulzura del número simbólico y la figura triangular y hexagonal que indica el adorable conocimiento de la Trinidad junto a la descripción del presente orden mundano.
El número 100 por sí mismo es cuadrangular y el 53 triangular y esférico, ya que el 28 es por sí mismo triangular y el 25 es esférico, pues 5 da 25. Por lo tanto, no sólo tienes una figura cuadrangular, es decir, el cuaternario de las virtudes, sino que también tienes el sabio conocimiento de este siglo en el número 25, a causa del decurso circular del tiempo. Pues el tiempo decurre de semana en semana, de mes a mes, y se desarrolla de un año al otro, estación sobre estación, como lo vemos, por medio del movimiento de Sol y de la Luna, de la primavera y del verano, etc. El triángulo puede significar el conocimiento de la Santísima Trinidad. En otras palabras, si tomas al número 153 como si fuera triangular, a causa de la cantidad de los números (como resulta), verás en él la práctica, la física y la teología. Y aún más, la fe, la esperanza, la caridad: el oro, el incienso y las piedras preciosas. Esto en cuanto al número.
Pero frente a la pobreza de los capítulos, como el que sabe saciarse y permanecer en la necesidad, no te llenes de soberbia. Recuerda a Aquel que no despreció las dos monedas dé la viuda, sino que las aceptó más que la riqueza de muchos otros.
Por tanto, sabiendo custodiar el fruto de la benevolencia y de la caridad por tus sinceros hermanos, reza por el enfermo para que se mejore y para que en futuro camine llevando su cama, por gracia de Cristo. Amén
Si uno quiere preparar un perfume con un buen aroma, pondrá por partes iguales, según la ley, incienso puro, canela, ónix y mirra. Éstos corresponden a las cuatro virtudes. En efecto, si éstas están puestas en cantidades iguales y por partes iguales, el intelecto no será entregado al enemigo.
El alma purificada por el cumplimiento de los mandamientos hace que la condición del intelecto se mantenga firme y capaz de recibir el estado deseado.
La oración es la unión del intelecto con Dios; ¿en qué estado necesita pues el intelecto encontrarse para poder tenderse hacia el Señor, sin darse vuelta. y conversar con Él sin ningún intermediario?
Si Moisés, tratando de acercarse a los arbustos que ardían, no pudo hacerlo hasta tanto no se hubo quitado el calzado de los pies, tú que quieres ver a Aquel que supera todo sentido y todo pensamiento, y conversar con Él, ¿como no te desprenderás de todo pensamiento pasional?
Ruega. antes que nada, para que puedas obtener lágrimas, para que puedas ablandar con tu luto la dureza que se halla en tu alma; y luego de haber confesado contra ti mismo tus iniquidades al Señor, ruega por la obtención de su perdón.
Usa las lágrimas para que todos tus pedidos sean escuchados. Porque el Soberano se alegra si ruegas con lágrimas.
Si derramas fuentes de lágrimas cuando rezas, no te exaltes en ti mismo, como si fueras superior a los otros. Tu oración obtuvo ayuda para que tú puedas confesar voluntariamente tus pecados y hacer que el Soberano se tornara benévolo con tus lágrimas. No dirijas a tu pasión el antídoto de las pasiones, de modo que Aquel que te diera la gracia, no se enoje aún más.
Muchos, llorando sus pecados, han olvidado el motivo de sus lágrimas y, habiendo enloquecido, se desbandaron.
Resiste pacientemente y reza intensamente. Rechaza los ataques de los cuidados y los pensamientos que te turban y te agitan para quitarte la fuerza.
Cuando los demonios te ven lleno de ardor por la verdadera oración, insinúan pensamientos de ciertos objetos, como si fueran necesarios, y en breve exaltan su recuerdo, moviendo al intelecto en su búsqueda. Al no encontrarlos, se desanima y se entristece mucho. Cuando el intelecto se halla en oración, lo llaman los objetos de su búsqueda y de sus recuerdos, para que, inducido a conocerlos, pierda la oración fructuosa.
Lucha por mantener sordo y mudo tu intelecto en el tiempo de la oración, y así podrás rezar.
Cuando tienes una prueba o una contradicción provoca tu ánimo en contra de quien tienes frente a ti, o a irrumpir en un grito desconsiderado, recuerda la oración y el juicio sobre la misma, y pronto se tranquilizará dentro de ti el movimiento desordenado.
Cuanto hayas hecho por vengarte de un hermano que te ha ofendido, toco te servirá como un tropiezo en tiempo de oración.
La oración es un brote de humildad y de ausencia de cólera.
La oración es un fruto de alegría y de gratitud.
La oración es una defensa contra la tristeza y el desánimo.
Vé, mira lo que posees y dáselo a los pobres (Mt 19:21), toma la cruz y reniega de ti mismo, para poder rezar sin distracciones.
Si quieres rezar dignamente, reniega de ti mismo en todo momento, y si tuvieras que sufrir todo tipo de males, acéptalos con sabiduría por amor a la oración.
De toda dificultad, que sabrás soportar sabiamente, encontrarás el fruto en tiempo de la oración.
Si deseas rezar como se debe, no entristezcas a nadie. De otro modo, correrás en vano.
Deposita tu ofrenda, nos dice, delante del altar, y antes ve a reconciliarte con tu hermano, y entonces verás y rezarás sin turbarte. Pues el resentimiento enceguece la suprema potencia del alma de quien ora, y oscurece sus oraciones.
Aquellos que acumulan tristezas y resentimientos cuando rezan se asemejan a las personas que acarrean agua en un balde perforado.
Si estás acostumbrado a “soportar,” rezarás siempre con alegría.
Cuando rezas como conviene, sucederán cosas tales por las que creerás que es injusto enojarse. Pero no es absolutamente justa la ira contra el prójimo, ya que si lo buscas, encontrarás que es posible que el problema se arregle sin ira. Busca todo medio a tu alcance a fin de que la ira no irrumpa.
Trata de que, mientras crees que curas a otro, no seas tú mismo un incurable poniendo un obstáculo a tu oración.
Si evitas la cólera, te mostrarás cauto y sabio, y te encontrarás entre el número de los que rezan.
El que está armado en contra de la ira, no soportará la concupiscencia. Ésta da materia a la ira, la que turba el ojo espiritual, corrompiendo el estado de la oración.
No reces sólo en las formas exteriores. Deberás dirigir tu intelecto al conocimiento de tu oración espiritual, con gran temor
A veces, no bien te pongas a rezar, lo harás bien. Otras, aun empeñándote mucho, no alcanzarás tu objetivo. Esto es a fin de que te empeñes aun más y, luego de haber obtenido el resultado, lo mantengas seguro.
Cuando se acerca un ángel, de inmediato se alejan aquellos que nos molestan, encontrando el intelecto gran alivio en el que reza correctamente. Pero a veces, cuando enfrentamos el habitual combate, el intelecto lucha a puñetazos, sin lograr levantar la cabeza. En este caso, se han impreso en el mismo distintas pasiones. Pero de todos modos, si insistes en tu búsqueda, encontrarás; y al que golpea se le abrirá.
No reces para que tu voluntad sea cumplida, ya que posiblemente no concuerde del todo con la voluntad de Dios. Debes rezar tal como te fuera enseñado, diciendo: Hágase tu voluntad (Mt 9:10) en mí. Y en toda situación pide siempre la misma cosa, que se haga su voluntad. Porque Él quiere el bien y lo que beneficia a tu alma. Tú, sin embargo, no deseas esto para nada.
A menudo, rezando, pedí que me sucediera lo que me pareció bien, insistiendo en mi pedido tontamente, ejerciendo violencia sobre la voluntad de Dios, y no permitiendo que Él me administrara lo que sabía era bueno para mí. Y a veces, después de haber obtenido lo que yo deseaba, tuve que sobrellevar lo recibido con mucha pena, pues no pedí que se hiciera la voluntad de Dios. En efecto, lo que me sucedió, no fue como yo lo hube pensado.
¿Qué otro bien si no Dios? Dejémosle a Él todo lo que nos concierne y eso estará bien para nosotros. Pues aquel que es absolutamente bueno es el que nos provee de buenos regalos.
No te sientas dolorido si no recibes enseguida de Dios lo que le pides. Él te quiere hacer un bien aun más grande, mientras perseveras en permanecer junto a Él en la oración. Pues, ¿que hay de más alto que conversar con Dios y estar distraído (de todo) al estar en su compañía?
La oración sin distracción es la más alta inteligencia del intelecto.
La oración es la ascensión del intelecto hacia Dios.
Si deseas orar, renuncia a todo para obtener todo.
Reza antes que nada para ser purificado de las pasiones; en segundo lugar, para ser liberado de la ignorancia y del olvido; en tercer lugar, de toda tentación y abandono (por parte de Dios).
En tu oración busca solamente la justicia y el Reino, es decir la virtud y el conocimiento. Todas las otras cosas te serán dadas por añadidura.
Es justo rezar no sólo por tu propia purificación, sino por aquella de todos tus símiles, a fin de imitar a los ángeles.
Observa si en tu oración estás verdaderamente frente a Dios o te dejas vencer por las humanas alabanzas y te sientes inducido a perseguirlas, cubriéndote como con un velo que es la prolongación de tu oración.
Ya sea en la oración con los hermanos como en la que hacemos en soledad, lucha por orar, no con la costumbre, sino con el sentido.
El sentido que tiene una oración es el de la meditación con temor, acompañado de compunción y dolor del alma en la confesión de los pecados, con secretos gemidos.
Si tu mente se deja sorprender todavía justamente en el tiempo de la oración, no sabe aún que el cristiano reza, pero se mantiene mundano y que su intención es la de embellecer la parte exterior de su tienda.
Rezando, vela con fuerza sobre tu memoria, a fin de que no te sugiera sus recuerdos; por el contrario muévete a ti mismo hacia el conocimiento del servicio divino. Pues el intelecto está demasiado dispuesto a dejarse depredar por la memoria en tiempo de oración.
Mientras rezas, la memoria suscita en ti fantasías de cosas pasadas o preocupaciones nuevas o las facciones de quien te ha entristecido.
El Demonio es muy envidioso del hombre que reza y usa todo medio a su alcance para destruir si su objetivo. Por lo tanto no cesa de mover pensamientos de cosas mediante la memoria, y, de levantar, mediante la carne, todas las pasiones, para poder impedir su nobilísima carrera y exilio en Dios.
Cuando, a pesar de sus esfuerzos, el Demonio no puede impedir la oración del justo, disminuye un poco su marcha, y luego se venga de él, una vez que aquel hubo rezado. En efecto, o lo enciende con ira, borrándole el estado excelente en que la oración lo dejara o lo excita mediante un placer irracional, y le ultraja el intelecto.
Luego de que hayas rezado como es debido, espera lo que no te es debido, y resiste valerosamente custodiando tu fruto. Pues desde un principio has sido destinado a esto: trabajar y custodiar. Que no suceda pues que después de haber trabajado dejes sin custodia tu trabajo, pues de nada te habrá servido orar.
Todo combate mantenido entre nosotros y los demonios impuros no se debe a otra cosa que a la oración espiritual. Para éstos la oración les es sumamente enemiga y odiosa; para nosotros, saludable y dulcísima.
Qué quieren los Demonios que obre en nosotros? Gula, fornicación, avaricia ira, rencor y todas las otras pasiones, de modo que la mente obnubilada por éstas, no pueda rezar como se debe. Ya que, cuando dominan las pasiones de la parte irracional, no le permiten moverse racionalmente.
Persigamos las virtudes teniendo presente las razones de las cosas creadas, y, éstas, teniendo presente el Logos que las ha creado. Porque Él suele manifestarse en el estado de oración.
El estado de oración es un hábito impasible que secuestra al intelecto enamorado de la sabiduría hacia las alturas intelectuales, con amor excelso.
El que quiere rezar verdaderamente, no sólo debe dominar la ira y la concupiscencia sino que debe salirse de todo pensamiento pasional.
El que ama a Dios conversa siempre con Él como con un padre, rechazando todo pensamiento pasional.
No es cierto que reza aquel que ha alcanzado la impasibilidad. Pues puede detenerse en simples pensamientos y distraerse en sus investigaciones, y estar lejos de Dios.
No es cierto que la mente ha ocupado ya el lugar de la oración, cuando no se embarca en simples pensamientos a propósito de objetos. Puede siempre detenerse en la contemplación de dichos objetos y meditar en sus razones, las cuales, aunque son simples expresiones, ya que son consideraciones a propósito de los objetos, dejan una impronta y una forma en la mente y la conducen lejos de Dios.
Si el intelecto no llega más allá de la contemplación de la naturaleza corpórea, no ha visto perfectamente aún el lugar de Dios. Puede, de hecho, detenerse frente al conocimiento de lo ininteligible, y participar en su multiplicidad.
Si quieres orar, necesitas a Dios, quien dona la plegaria a quien ora (1 S 2:9). Entonces invócalo, diciendo: Santificado sea tu nombre, venga tu Reino (Mt 6:9), esto es, el Espíritu Santo y tu Unigénito Hijo. Así fue enseñado, diciendo que debemos adorar al Padre en Espíritu y Verdad (Jn 4:24).
Aquel que ruega en Espíritu y Verdad no celebra más al Creador con motivo de sus criaturas, sino que lo alaba por Él mismo.
Si eres teólogo, orarás verdaderamente. Y si oras verdaderamente, eres un teólogo.
Cuando tu intelecto, teniendo un gran deseo de Dios, poco a poco sale -por así decirlo – de la carne y echa todos los pensamientos de la sensibilidad, del recuerdo y del temperamento, y al mismo tiempo, se ha llenado de temor y de alegría, entonces puedes pensar que te has acercado a los confines de la oración.
El Espíritu Santo, que se compadece de nuestra debilidad, viene a visitarnos incluso cuando no hemos sido purificados, y si encuentra un intelecto que le ruega, aunque fuera con el deseo de la verdad, baja sobre él y hace desaparecer la falange de razonamientos y de pensamientos que lo asedian, empujándolo hacia el amor de la oración espiritual.
Mientras los otros obran en el intelecto razonamientos o pensamientos o reflexiones, mediante la alteración del cuerpo, el Señor hace todo lo Contrario: viniendo directamente del intelecto pone allí el conocimiento de lo que quiere y, por medio del intelecto, calma la falta de templanza del cuerpo.
Nadie que habiendo amado la verdadera oración se enoja o siente rencor está exento de reproche. Pues es parecido a aquel que quiere tener la vista aguda y confunde los propios ojos.
Si sientes el deseo de rezar, no hagas ninguna cosa contraria a la oración; así Dios se acercará y caminará junto a ti.
No des forma a la divinidad en ti mismo cuando oras, ni permitas que tu mente reciba la impresión de una forma cualesquiera. Acércate inmaterialmente a lo inmaterial, y comprenderás.
Guárdate de los lazos de los adversarios, ya que sucede que cuando tú rezas con pureza y sin turbación se presenta ante ti una forma desconocida y extraña, para inducirte a la presunción de localizar en ella a la divinidad, y te convence de que la divinidad es eso que te ha sido revelado imprevistamente. Sin embargo, la divinidad no tiene forma.
Cuando el Demonio envidioso no puede mover la memoria durante la oración, ejerce violencia sobre el equilibrio del Cuerpo para producir una fantasía extraña al intelecto y, por medio de ella, le da forma. Quien tenga la costumbre de detenerse en sus pensamientos, se doblara con facilidad; y el que aspire al conocimiento inmaterial e invisible, se dejará engañar, tomando humo por luz.
Permanece firme en tu lugar de custodia, custodiando tu intelecto de los pensamientos en el tiempo de la oración, para que se atenga a lo que le fue pedido y se mantenga fijo en la tranquilidad que le es propia. Así, Aquel que se compadece de los ignorantes, te visitará también, y recibirás el don gloriosísimo de la oración.
No podrás orar con pureza si te encuentras inmiscuido en asuntos de cosas materiales, y agitado por continuas preocupaciones. Pues la oración es la remoción de los pensamientos.
El que se encuentra atado no puede correr. El intelecto esclavo de la pasión ni siquiera puede ver el lugar de la oración espiritual. En efecto. es arrastrado y llevado lejos por el pensamiento pasional y no tendrá estabilidad sin sacudidas.
Si luego el intelecto ora con pureza y sin pasión, los demonios no o lo cercarán desde la izquierda, sino desde la derecha. Así, se le insinuarán con un apariencia la ilusoria de Dios en cualquier figura grata a los sentidos, de modo que éste cree haber alcanzarlo perfectamente el objetivo de su oración. Y todo ello, tal como lo dijera un hombre de ciencia espiritual, es obra de la pasión de la vanagloria, así como del Demonio, que toca el punto interesado del cerebro.
Yo creo que el Demonio, tocando el punto que mencionamos, maneja la luz que rodea al intelecto, y así la pasión de la vanagloria es puesta en movimiento hacia un pensamiento que induce al intelecto a localizar con ligereza el divino y esencial conocimiento. Un intelecto tal, que no es más molestado por las pasiones carnales e. Impuras, sino que realmente se encuentra en un estado de pureza, cree que no se ejerce en él ninguna otra energía contraria, por lo que supone que esta manifestación -producida en él por el Demonio – es divina. El demonio usa su enorme habilidad por medio del cerebro, distorsionando la luz que esta unida al intelecto y dirigiéndola tal como hemos dicho.
El ángel de Dios, acercándose, hace que cese en nosotros con una sola palabra, toda obra del Adversario, y reconduce la luz del intelecto a obrar sin desviaciones.
Lo que se dice en el Apocalipsis, respecto del ángel que trae el incienso para ponerlo en las oraciones de los santos, creo que se refiere a esta gracia obrada por medio del ángel. En efecto, produce el conocimiento de la verdadera oración, de modo que el intelecto se mantiene firme, lejos de toda sacudida, pereza o descuido.
Se dice que las copas portadoras de incienso son las oraciones de los santos, que eran llevadas por los veinticuatro ancianos. Pero deberemos entender que la copa significa nuestra amistad con Dios, es decir, la caridad espiritual y, perfecta en la que la oración es accionada en lo íntimo, en Espíritu y Verdad.
Cuando te parezca que no necesitas de lágrimas por tus pecados, en tu oración, considera cuán lejos estás de Dios, cuando deberías haber estado siempre con Él, y llorarás más abundantemente.
Realmente, reconociendo tus límites, lo harás todo más fácilmente llamándote infeliz, como Isaías, porque siendo impuro y encontrándote en medio de un pueblo parecido a ti en su impureza – es decir de adversarios – te atreverás a presentarte ante el Señor de los Ejércitos.
Si rezas verdaderamente, encontrarás plena certeza y los ángeles te acompañaran como a Daniel, y te iluminarán a propósito de la razón de ser.
Debes saber que los ángeles nos guían en nuestra oración y nos asisten, alegrándose con nosotros y rezando por nosotros. Pero si somos negligentes y acogemos pensamientos extraños, los irritamos mucho; justamente porque ellos luchan tanto por nosotros y nosotros no queremos ni siquiera implorar a Dios por nosotros mismos, sino que despreciarnos su servicio y, abandonando a su Soberano y Dios, nos entretenemos con los demonios impuros.
Ora convenientemente y sin turbación, salmodiando con inteligencia y con ritmo y serás como un nacido de águila y llevado hacia lo alto.
La salmodia calma las pasiones y aplaca la intemperancia del cuerpo; la oración ejercita el intelecto en la operación que le es propia.
La oración es una operación conveniente a la dignidad del intelecto, es en otras palabras el uso mejor y más auténtico del mismo.
La salmodia pertenece a la sabiduría múltiple; la plegaria es el preludio del conocimiento inmaterial y simple.
El conocimiento espiritual es excelente. Es cooperador de la plegaria que despierta la potencia espiritual del intelecto, y que lo lleva a la contemplación del conocimiento divino.
Si aún no has recibido el don de la oración o de la salmodia, persiste en tal espera y lo recibirás.
Y les contaba también la parábola que dice que es necesario orar siempre y no cansarse nunca. Por tanto, no te canses ni pierdas el ánimo -si no lo has recibido – porque lo recibirás luego. Y concluía la parábola diciendo: Aunque no temo a Dios ni tengo miramientos por el hombre, puesto que esta viuda persiste en fastidiarme, le haré justicia. De este modo también Dios vengará a aquellos que le imploran noche y día (Lc 18:1-8). Ten un buen ánimo pues, y persevera en la fatiga de la santa oración.
No quieras que tus cosas vayan como te parece bien a ti, sino como gustan a Dios. En tu oración te encontrarás sin turbación y lleno de gratitud.
Aunque te parezca que estás unido a Dios, cuídate del demonio de la fornicación, pues es sumamente engañador y muy envidioso, y pretende estar más presto en el movimiento y en la vigilancia que tu intelecto, de modo de arrancar a Dios aquel que se encuentre ante él con piedad y temor.
Si cultivas la oración, prepárate para los asaltos de los demonios y soporta con fortaleza sus golpes. Ellos se echarán sobre ti como fieras salvajes y maltratarán todo tu cuerpo.
Prepárate como un luchador experto, y si ves de repente una imagen no vaciles: aunque fuera una espada desenvainada contra ti, o una lámpara que golpea tu cara, no te turbes. Y si fuera una cosa repugnante y sangrante, no pierdas tu coraje de ninguna manera. Permanece de pie y haz tu confesión de fe como corresponde, así soportarás más fácilmente a tus enemigos.
Aquel que soporta las aflicciones, obtendrá también consolación. Y el que persevera en las cosas desagradables, no será excluido de las agradables.
Cuida que los demonios salvajes no te engañen mediante una visión cualquiera; permanece atento y recurre a la oración. Invoca a Dios: si tu pensamiento está con Él, Él mismo te iluminará. Y si no, rápidamente aleja de ti al seductor. Y anímate porque los perros no permanecerán de pie si has hecho con ardor tu súplica a Dios. Ya que, de inmediato, vencidos invisiblemente y a escondidas por la potencia de Dios, serán echados muy lejos.
Es justo que no ignores ni siquiera este engaño, esto es, en determinado momento, los demonios se dividen. Si pareciera que estás buscando ayuda contra una parte de ellos, los otros tornan aspectos angélicos, rechazando a los primeros para que tu conocimiento sea engañado por ellos, pensando que verdaderamente son ángeles.
Cultiva gran humildad y coraje y la ofensa de los demonios no atacará tu alma y el flagelo no se acercará a tu tienda, porque por ti ordenará a sus ángeles que te custodien (Sal 90:10). Y éstos invisiblemente alejarán de ti toda la operación del Adversario.
El que cultiva una oración pura, oirá estrépito, ruidos, voces e insultos de los demonios. Pero no caerá ni entregará su razonamiento, diciendo a Dios: No temeré ningún mal porque tu estás conmigo (Sal 22:4). Y cosas similares.
En el tiempo de estas tentaciones, usa una oración breve e intensa.
Si los demonios amenazan aparecer de improviso desde el aire, y abatir y depredar tu mente, no te dejes aterrorizar por ellos ni te preocupes por sus amenazas, ya que te asustan para ver si les prestas atención o los has despreciado del todo.
Si en la oración estas delante de Dios omnipotente que todo lo ha creado y todo provee, ¿por qué permaneces en actitud tan irracional, descuidando el temor hacia Él, que no debería ser nunca suprimido, asustándote de mosquitos y cucarachas? ¿o no has oído a Aquel que dice: ¿Temerás al Señor tu Dios? (Dt 6:13) ¿Y también: Aquel ante cuya potencia se aterrorizan y tiemblan las cosas?
Así como el pan es la nutrición para el cuerpo y la virtud para el alma, así la oración espiritual es la nutrición para el intelecto.
En el lugar sagrado de la oración, ora no como lo haría el fariseo, sino como lo hizo el publicano, para que tú también puedas ser justificado por el Señor.
Lucha por no rezar en contra de alguien, de modo que tú no destruyas lo que construyes, tornando tu oración abominable.
Que el deudor de diez mil talentos te sirva de lección, porque si no perdonas a tu deudor, tampoco tú obtendrás el perdón. En efecto, nos dice que lo entregó a los torturadores.
No tengas en cuenta las exigencias del cuerpo en el momento de la oración, de tal modo que la mordedura de una pulga o de un piojo, la picadura de un mosquito o de una mosca, no te hagan perder la más grande ganancia de tu oración.
Hemos oído decir que el Maligno combatió tanto a un santo que se encontraba en oración que, mientras éste tendía sus brazos, aquel adoptó la forma de un león y, levantando sus patas anteriores para mantenerse erecto, simulaba clavar sus garras en ambos lados del luchador, no alejándose mientras éste no bajara sus brazos. Pero el santo no los bajó hasta que no hubo terminado con sus oraciones de costumbre.
Otro santo fue, como sabemos Juan el Pequeño – o para decirlo mejor, un grandísimo cristiano – que llevó una vida solitaria en un foso. Debido a su gran unión con Dios, permanecería inmóvil, mientras el Demonio, bajo la forma de una serpiente, lo enroscaba, comiéndole las carnes, vomitándole en la cara.
Ciertamente has leído también a propósito de la vida de los monjes de Tabenisis, donde se narra que, mientras el abad Teodoro decía unas palabras a los hermanos, se acercaron dos víboras a sus pies y él sin turbarse, habiendo hecho con los pies una especie de hueco, allí las mantuvo hasta que no cesó de hablar; luego las mostró a los hermanos, y contó el hecho.
De otro hermano espiritual hemos leído que, mientras oraba, una víbora entró y lo atacó en un pie. Pero él no bajó las manos hasta que no hubo terminado su oración habitual, no recibiendo ningún daño, ya que él amaba a Dios más que a sí mismo.
No tengas tu mirada distraída durante la oración y, renegando de tu carne y de tu alma vive según tu intelecto.
Otro santo que oraba intensamente y llevaba una vida solitaria en el desierto fue asaltado por los demonios, quienes por dos semanas se lo tiraban, uno a otro, como si fuera una pelota, lanzándola al aire y dejándolo caer sobre una estera. Sin embargo, no lograron que el intelecto del santo abandonara su ardiente oración.
Y también, otro amigo de Dios, mientras se encontraba sumergido con su pensamiento en la oración, caminaba en el desierto, se acercaron dos ángeles quienes lo acompañaron en su caminar, dejándolo en el medio. Pero él no les prestó atención, a fin de no perderse lo mejor. Ya que recordó la palabra del Apóstol que dice: “Ni los ángeles ni los principados ni las potestades podrán separarnos del amor de Cristo.”
El cristiano, mediante la oración, es igual a los ángeles al desear ver el rostro del Padre que está en los Cielos.
No trates de recibir en absoluto una forma o una figura en tiempo de oración.
No desees ver ni los ángeles, ni las potencias, ni a Cristo en forma sensible, para no perder completamente tu juicio, recibiendo al lobo en lugar del pastor o postrándote ante los demonios enemigos.
La vanagloria es el principio de la ilusión del intelecto, porque es ella la que empuja al intelecto a tratar de circunscribir a la divinidad en formas o figuras.
Te diré lo que pienso, cosa que ya he transmitido a los más jóvenes: bendito el intelecto que en el tiempo de oración ha adquirido una perfecta ausencia de formas.
Bendito sea el intelecto que, orando sin distracciones, adquiere un creciente deseo de Dios.
Bendito sea el intelecto que, en tiempo de oración, se torna inmaterial y se desnuda de todo.
Bendito sea el intelecto que, estando en tiempo de oración, ha adquirido una perfecta insensibilidad.
Bendito el cristiano que, después de Dios, considera a todos los hombres como a Dios.
Bendito el cristiano que considera como cosa propia y con alegría plena, la salvación y el progreso de todos.
Cumple perfectamente con la oración aquel que convierte en fruto para Dios, siempre, todas las primicias de su pensamiento.
Evita toda mentira y todo juramento si deseas orar como un cristiano. De otro modo finges en vano lo que te es extraño.
Si deseas orar en espíritu, no busques nada en la carne, así no tendrás nubes que te nublen en tiempo de oración.
Confía a Dios las necesidades de tu cuerpo y será claro que a Él también confiarás las de tu espíritu.
Si obtienes las promesas, reinarás. Por lo tanto, teniéndolas como objetivo, podrás sobrellevar fácilmente la presente pobreza.
No rechaces la pobreza ni las tribulaciones, la materia de la oración es liviana.
Que las virtudes del cuerpo te sirvan de base para las del alma, y las virtudes del alma para aquellas que son espirituales, y éstas para el inmaterial y esencial conocimiento.
Cuando oras luchando contra el pensamiento, si éste desistiera fácilmente, examina de dónde surge esto, ya que puede que seas acechado y, al ser engañado, te entregues a ti mismo.
A veces, sucede que los demonios te sugieren pensamientos y te inducen a que reces, como es natural, en contra de ellos, o para que los contradigas, y espontáneamente se retiran a fin de que tú te engañes, creyendo que has empezado a vencer a tus pensamientos y a causarles miedo.
Si oras en contra de la pasión o contra el demonio inoportuno, recuerda a Aquel que dice: Perseguiré a mis enemigos y los agarraré, y no retornaré hasta que se dobleguen; los aplastaré y no podrán permanecer derechos, cayendo bajo mis pies, etc (Sal 17:38-39).
Oportunamente dirás estas cosas, armándote en contra de los adversarios.
No pienses que tienes la virtud si antes no has combatido por ella hasta llegar a la sangre. Deberemos resistir hasta la muerte en contra del pecado, ardorosa e irreprensiblemente, según el divino Apóstol.
Si has sido de utilidad para alguno, recibirás daño de otro, para que, sintiéndote ofendido, digas o hagas algo malo y se pierda malamente lo que habías bien recogido. Éste es de hecho, el objetivo de los demonios malignos. Por tanto, deberemos cuidarnos con buen criterio.
Presta atención a los ímpetus embravecidos de los demonios, preocupándote de cómo huir a su esclavitud.
De noche los demonios malignos se presentan ante el maestro espiritual para turbarlo personalmente; de día se sirven de los hombres para rodearlo de dificultades, de calumnias de peligros.
No evites a las lavanderas. Si al batir y tironear, golpean y friegan, tus vestiduras se tornarán resplandecientes.
Mientras no hayas renunciado a las pasiones y tu intelecto resista a las virtudes y a la verdad, no encontrarás perfume de incienso en tu seno.
¿Deseas rezar? Transfiérete de las cosas que están aquí y conserva continuamente la ciudadanía de los Cielos. Haz esto no solamente con la palabra, sino también con la práctica angélica y con la ciencia divina.
Si recuerdas cuán terrible e imparcial es el juez solamente en tus aflicciones, no has todavía aprendido a servir al Señor en el temor y a exultar delante de Él en el temblor. Debes saber que aun en los alivios y en el relajamiento espiritual debemos servirle aún con más respeto.
Es un hombre criterioso aquel que antes de una perfecta conversión no cesa de recordar con tristeza sus pecados y la justa pena que ellos le depararán en el fuego eterno.
Que aquel que se detiene en los pecados y en los accesos de cólera, y osa imprudentemente acercarse a la ciencia de las cosas divinas o hasta entrar en la oración inmaterial, reciba el reproche del Apóstol, según el cual no está excepto de peligro el orar con la cabeza descubierta. En efecto, nos dice: Un alma tal debe tener la señal de un poder sobre su cabeza a causa de los ángeles (1 Co 11:10) presente, rodeándose de pudor y de humildad convenientes.
Así como no es bueno para uno que está enfermo de los ojos mirar el sol en pleno mediodía, pues tendrá una imagen fortísima y abrasante, develada e intensa, así ni siquiera al intelecto pasional e impuro y arrebatado por la pasión, le beneficiará la imitación de la oración plena en espíritu y verdad, terrible y maravillosa; por el contrario, suscitará el desdén de la divinidad en contra de ella.
Si el que es perfecto e incorruptible no recibió al que se acercó al altar con su ofrenda, hasta tanto no se hubo reconciliado con el prójimo entristecido con él, considera cuánta custodia y discreción se necesita para ofrecer a Dios, sobre el altar espiritual, incienso que le sea grato.
No seas uno que goza del hablar y de su gloria, pues no sobre tus espaldas sino sobre tu cara, fabricarán los pecadores, y serás para ellos objeto de alegría maligna en tiempo de oración, arrastrado y adulado por ellos con pensamientos extraños.
La atención que busca la oración, encontrará la oración. En efecto, ninguna otra cosa sigue a la oración más que la atención, por lo que deberemos estar siempre celantes.
Así como la vista es el mejor de todos los sentidos, así la oración es la más divina de todas las virtudes.
La excelencia de la oración no consiste en la simple cantidad, sino en su calidad. Lo demuestran aquellos que suban al templo, y además: Vosotros que rezando no desperdiciáis palabras (Mt 6:7).
Mientras tú atiendas a la conveniencia de tu cuerpo, y tu inteligencia se interese en las cosas agradables de tu tienda, no habrás ubicado aún el lugar para la plegaria, y la vía bendita de ésta se encontrará aún lejana de ti.
Cuando, mientras oras, te hallas más arriba de toda otra alegría, entonces has encontrado verdaderamente la oración
Pseudo Macario el Grande
Homilías espirituales
El alma se desprende de las divagaciones malvadas guardando el corazón y evitando que sus miembros, los pensamientos, vaguen por el mundo.
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La verdadera base de la oración reside en controlar los pensamientos en medio de una gran paz y tranquilidad a fin de evitar los obstáculos exteriores. El hombre deberá, entonces, combatir, talar en el bosque los pensamientos malvados que lo rodean, impulsarse hacia Dios sin ceder ante la voluntad de sus pensamientos, sino, por el contrario, en medio de su dispersión, reunir los pensamientos malvados con los naturales. El alma, bajo el peso del pecado, avanza como a través de un río invadido por cañaverales, como a través de una espesura de arbustos y de zarzas. Aquel que quiere atravesarlo debe extender las manos y, penosamente, separar por la fuerza el obstáculo que lo aprisiona. Así, los pensamientos del poder enemigo envuelven al alma. Es necesario, pues, un gran celo y una extensa atención de espíritu para reconocer los pensamientos intrusos del poder.
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¿El espíritu es una cosa y el alma otra? El cuerpo tiene diferentes miembros y sin embargo se dice: un hombre. Igualmente, el alma tiene varios miembros: el espíritu, la conciencia, la voluntad y los pensamientos, que tanto acusan como.
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Todo esto está unido en un mismo pensamiento, y los miembros del alma constituyen el hombre interior. Como los ojos del cuerpo perciben desde lejos las espinas, así el espíritu prevé las trampas del poder enemigo y previene al alma, de la que es el ojo.
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Aquellos que se acercan al Señor deben hacer su oración en un estado de tranquilidad y de paz extrema y aplicar su atención sobre el Señor con pena en el corazón y sobriedad de pensamientos, sin confusión ni palabras inconvenientes.
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El fuego celeste de la deidad, que los cristianos reciben en el interior de su corazón en esta vida -ese fuego que cumple su oficio en su corazón-, sirve para la disolución del cuerpo y reajustará los miembros descompuestos en el día de la resurrección… Los tres niños arrojados en la hoguera a causa de su justicia llevaban el fuego divino de Dios en el interior de sus pensamientos, sirviendo y operando en medio de esos pensamientos. Y ese fuego se manifestó por fuera de ellos y contuvo al fuego sensible. Igualmente, las almas fieles reciben secretamente, en esta vida, el fuego divino y celeste y es ese fuego el que forma la imagen celestial en la humanidad…
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Cuando el príncipe del mal y sus ángeles anidan en él, vuestro corazón es un sepulcro. Cuando los poderes de Satanás se enseñorean de vuestro espíritu y vuestros pensamientos, ¿no estáis muertos por Dios? El Señor libera al espíritu para que pueda avanzar sin penas, con alegría, en el aire divino.
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El pecado y la impudicia tienen el poder de penetrar en el corazón, pero los pensamientos no vienen de afuera, sino del interior del corazón. El apóstol dijo: «Quiero que los hombres oren en todas partes elevando sus manos puras, ajenos a la ira y a los pensamientos malvados» (1 Tim 2, 8) y, también: «Del corazón, provienen los malos pensamientos» (Mt 15, 19). Acércate a la oración, inspecciona tu corazón y tu espíritu y toma la resolución de hacer llegar a Dios una oración pura. Vela, sobre todo, para que no haya obstáculos a la pureza de tu oración. Que tu espíritu se ocupe del Señor del mismo modo que el trabajador de sus tareas y el esposo de su mujer… si doblas las rodillas para orar que otros no vengan a robar tus pensamientos.
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La gracia graba en el corazón de los hijos de la luz las leyes del Espíritu. Ellos no deben poner su seguridad solamente en las Escrituras de tinta, pues la gracia de Dios inscribe las leyes del Espíritu y los misterios celestes también sobre las tablas del corazón, y el corazón es quien manda y rige todo el cuerpo. La gracia, una vez que se ha apoderado de los prados del corazón, reina sobre todos los miembros y todos los pensamientos, pues allí residen todos los pensamientos del alma, su espíritu y su esperanza y, a través de él, la gracia pasa a todos los miembros del cuerpo. Paralelamente, para los que son hijos de las tinieblas: el pecado reina en su corazón y pasa a todos sus miembros… Como el agua a través de un canal, así pasa el pecado a través del corazón y sus pensamientos. Aquellos que lo niegan sufrirán en el futuro el juicio y la burla del triunfo de su pecado, pues el mal se oculta en el espíritu del hombre para escapársele.
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Todo el tiro está en poder de aquel que sostiene las riendas. El corazón tiene numerosos pensamientos naturales unidos a él, pero el espíritu y la conciencia son quienes corrigen y dirigen al corazón despertando los pensamientos naturales que bullen dentro de él. El alma tiene, pues, numerosos miembros aunque sea una sola.
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El mal realiza su obra en el corazón sugiriéndole pensamientos malvados e impidiendo al espíritu orar puramente y encadenándolo al siglo. El reviste a las almas y las penetra hasta el meollo de los huesos. Como Satanás está en el aire sin que Dios deba sufrir por ello en forma alguna, así el pecado está en el alma y, sin embargo, la gracia de Dios está allí al mismo tiempo sin sufrir daño por ese hecho.
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La perfección no reside en abstenerse del mal sino en alcanzar un espíritu humillado, en dominar a la serpiente que anida detrás del espíritu, más en o profundo que el pensamiento, que los tesoros y los depósitos del alma. Pues el corazón es un abismo… .
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Tal como los mercaderes recogen sus ganancias materiales en todas las fuentes de la tierra, así los cristianos, por el conjunto de las virtudes y el poder del Espíritu santo, reúnen los pensamientos de su corazón dispersos por toda la tierra. Este es el más bello y verdadero de los negocios.., pues la potencia del Espíritu divino tiene el poder de concentrar el corazón, disperso por toda la tierra, en el amor del Señor y así transportar el pensamiento al mundo de la eternidad.
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Nuestra oración no puede limitarse a un hábito o a una convención: actitudes corporales, silencio, genuflexión… Debemos velar con sobria atención en nuestro espíritu, aguardando el momento en que Dios se hará presente en nuestra alma, visitando todos sus senderos, todas sus puertas, todos sus sentidos. Cuando el espíritu está firmemente unido a Dios no es necesario callar, ni gritar, ni clamar.
El alma debe despojarse enteramente para la súplica y para el amor de Cristo, evitando distracciones y divagaciones en sus pensamientos.
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El mejor de nuestros actos, la más alta de nuestras obras, es la perseverancia en la oración. Por ella podemos adquirir cada día todas las virtudes pidiéndolas a Dios. Ella proporciona a aquellos que son considerados dignos la comunión con la bondad divina, con la operación del Espíritu, la amorosa e inexpresable unión espiritual con el Señor. Aquel que cada día se esfuerza perseverando en la oración, es consumido por el deseo divino del amor espiritual: inflamado de la ardiente languidez por Dios, recibe la gracia espiritual de la perfección santificante.
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Cada uno de nosotros debe examinar su vaso de arcilla para ver si ha encontrado el tesoro, si se ha revestido de la púrpura del espíritu, si ha contemplado al rey, si reposa cerca de él, o si está en las estancias exteriores.
Pues el alma tiene multitud de miembros y gran profundidad. El pecado penetrando en ella, se apodera de todos sus miembros y de las praderas de su corazón. Cuando el hombre se pone a la búsqueda de la gracia, ésta llega hasta él y se adueña tal vez de dos miembros del alma. El sujeto poco experimentado, obtiene ese consuelo de la gracia; piensa que ella se ha apoderado de todos los miembros del alma y que el pecado ha sido extirpado. Sin embargo, la mayor parte permanece bajo el imperio del pecado y sólo una parte pequeña bajo el de la gracia; pero, en su ignorancia, el hombre se deja sorprender.
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El se expresaba así: «Cuando el espíritu se aparta del recuerdo de Dios, caen o bien en la cólera o bien en la ambición». El llamaba, a la una, bestial, y a la otra, diabólica. Como yo le expresara mi asombro ante el hecho de que el espíritu del hombre pudiera estar permanente con Dios, me dijo: «El alma está con Dios en todo pensamiento, en toda acción con la cual le rinde culto».
El monje debe su nombre, en primer lugar, al hecho de estar solo (monos) puesto que se abstiene de mujer y se aparta, interior y exteriormente, del mundo. Exteriormente, renunciando a la materia y a las cosas del mundo. Interiormente, renunciando incluso a sus representaciones, sin admitir los pensamientos ni las preocupaciones mundanas. En segundo lugar, es llamado monje porque ora a Dios con una oración ininterrumpida para purificar su espíritu de los pensamientos numerosos y opuestos y para que su espíritu se haga en sí mismo, sólo monje ante el verdadero Dios, sin admitir los pensamientos del mal, permaneciendo puro e íntegro.
Es necesario librar al espíritu de toda divagación para impedir’ que éste sea perturbado por los pensamientos. Si falta esta libertad, será en vano la oración, y el espíritu divagará alrededor de los objetos; aparentará orar, mas su oración no se elevará hasta Dios. Si la oración no fuera pura y acompañada de la plena certidumbre de la fe, Dios no la recibirá.
La ley escrita relata muchos misterios de una manera oculta. El monje que se dedica a la oración y a una conversación ininterrumpida con Dios, los encuentra; entonces la gracia le revela aquellos misterios más terribles que los de la Escritura. No se puede lograr, por la lectura de la ley escrita, nada comparable a lo que permite alcanzar el culto de Dios, pues allí todo está cumplido. Aquel que lo ha elegido no tiene necesidad de leer las Escrituras, sabe que todo se consuma en la oración.
El ciclo copto de Macario el Grande
El Abad Macario dijo: «No dejemos que la fuente derrame bullendo lo que brota de esta mezcla única, es decir, del receptáculo del corazón; hagamos, en cambio, que ella lance hacia lo alto sin cesar lo que es dulce en todo tiempo, es decir, nuestro Señor Jesucristo».
El hermano preguntó: «¿Cuál es la obra más agradable a Dios en el asceta y en el abstinente?». El respondió diciendo: «Bienaventurado aquel que persevera, sin cesar y con contrición del corazón, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Pues, ciertamente, no existe en la vida práctica nada más agradable que este alimento bendito. Tu debes rumiarlo todo el tiempo, como la ternera que gusta la dulzura de rumiar hasta que la cosa rumiada penetra en el interior de su corazón y derrama allí una dulzura y una grasa (unción) buenas para su estómago y para todo su interior; ¿no ves acaso, la belleza de sus mejillas inflamadas por el dulzor que ella ha rumiado con su boca?».
Pidamos que nuestro Señor Jesucristo nos conceda la gracia a través de su dulce y graso (untoso) nombre.
Un hermano interrogó a El Abad Macario, diciendo: «Enséñame el significado de estas palabras: La meditación de mi corazón es estar en tu presencia». El anciano le dijo: «No existe otra meditación, a no ser el nombre saludable y bendito de nuestro Señor Jesucristo habitando sin cesar en ti, tal como está escrito: Como golondrina clamaré y como tórtola meditaré. Eso es lo que hace el hombre piadoso que permanece constantemente en el nombre de nuestro Señor Jesucristo».
Macario el Grande dijo: «Debes poner atención en el nombre de nuestro Señor Jesucristo cuando tus labios estén en ebullición para atraerlo, y no trates de conducirlo en tu espíritu buscando parecidos. Piensa tan sólo en tu invocación: Señor Jesucristo ten piedad de mí y, en el descanso, verás su divinidad reposar en ti, apartar las tinieblas de las pasiones y purificar al hombre interior retomándolo a la pureza de Adán cuando estaba en el paraíso. Este es el nombre bendito que invocó Juan el Evangelista llamándolo ‘luz del mundo’, ‘dulzura que no empalaga’ y ‘verdadero pan de vida’».
El Abad Evagrio fue a buscar al El Abad Macario atormentado por los pensamientos y las pasiones del cuerpo y le dijo: «Padre mío, dime una palabra y viviré». Macario respondió: «Amarra la cuerda del anda a la piedra y, por la gracia de Dios, la barca atravesará las olas diabólicas de este mar de decepciones y el torbellino de tinieblas de este mundo vano». Evagrio pregunto: «¿Cuál es la barca, cuál es la cuerda, cuál es la piedra?». El Abad Macario dijo entonces: «La barca es tu corazón, guárdale. La cuerda es tu espíritu, átalo a nuestro Señor Jesucristo que es la piedra que tiene poder sobre todas las olas diabólicas que combaten los santos ya que no es fácil decir a cada respiración: ‘Señor Jesucristo ten piedad de mí; yo te bendigo mi Señor Jesús, socórreme’. El pez que lucha contra las olas será apresado sin saberlo, mientras que, permaneciendo firmes en el nombre salvador de nuestro Señor Jesucristo, él tomará al diablo por la nariz a causa de lo que nos ha hecho. Mas nosotros, los débiles, sabremos que el auxilio provino de nuestro Señor».
El Abad Macario dijo: «Visité a un enfermo, en cama durante su enfermedad. Se trataba de un anciano que recitaba el nombre saludable y bendito de nuestro Señor Jesucristo. Como lo interrogara sobre su salud, me dijo con alegría: Como soy constante en (tomar) este dulce alimento de vida, el nombre de nuestro Señor Jesucristo, he sido colmado en la dulzura del sueño por una visión del Rey, el Cristo con la forma de un Nazareno, quien me ha dicho tres veces: ‘Tú, tú estás en mi, y no en otro más que en mi’. Y enseguida me desperté experimentando una gran alegría, tan grande que olvidé el dolor».
Macario el Grande dijo: «El monje que permanece sentado en su celda necesita recoger su inteligencia en sí, lejos de toda preocupación mundana, sin permitir que ella vacile ante la vanidad del siglo, haciendo que se mantenga firme en su fin único. O sea que debe poner su pensamiento sólo en Dios en cada instante, constantemente en él a toda hora, sin otra solicitud, sin dejar penetrar en su corazón el tumulto de ninguna cosa terrestre, con su espíritu y todos sus sentidos como en presencia de Dios.., y permanecer así.. .».
El Abad Macario el Grande dijo: «Si te acercas a la oración, debes fijar tu atención en ti, con firmeza, para no abandonar tus vasos en manos de los enemigos, pues ellos desean quitarte esos vasos que son los pensamientos del alma. Son esos vasos gloriosos con los cuales servirás a Dios; pues lo que Dios busca no es que le rindas homenaje con tus labios mientras tus pensamientos vacilantes están diseminados por el mundo, sino que tu alma y todos sus pensamientos se mantengan en la contemplación del Señor sin otra solicitud».
Diácodo de Fótice
El mal no está en la naturaleza, y nadie es malo por naturaleza, pues Dios no hizo nada malvado. Cuando alguien, por su ambición, lleva al estado de forma aquello que carece de sustancia, esto comienza a ser lo que su voluntad le hace ser. Es Importante entonces, en una preocupación constante por el recuerdo de Dios, despreciar el hábito del mal, ya que la naturaleza del bien es mucho más fuerte que el hábito del mal, puesto que una es, mientras que la otra sólo tiene existencia en el acto.
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El libre arbitrio consiste en la disposición de la voluntad razonable a moverse hacia su objetivo. Persuadámosla, entonces, a no tener disposición más que hacia el bien, a fin de destruir en todo momento, mediante los buenos pensamientos, el recuerdo del mal.
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La ciencia es fruto de la oración y de una gran paz, unidas a una completa ausencia de inquietud; la sabiduría es fruto de la humilde meditación sobre la palabra de Dios y, sobre todo, de la gracia del dispensador, Cristo.
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Reconoceremos entonces, sin riesgo de equivocación, la calidad de la palabra divina, cuando nos consagramos, durante las horas en que no debemos hablar, a un silencio libre de preocupaciones, acompañados por un ardiente recuerdo de Dios.
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Escuchad el abismo de la fe y él alzará sus olas, consideradlo en una disposición de simplicidad, eso es la alabanza. El abismo de la fe, el leteo donde se olvidan los pecados, no tolera ser considerado por pensamientos indiscretos. Naveguemos en sus aguas con simplicidad de espíritu y así arribaremos al puerto de la voluntad divina.
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Purificándonos por una oración ardiente entraremos en posesión del objeto deseado; gracias a Dios, con una experiencia más plena.
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El combatiente debe en todo tiempo conservar quieta su inteligencia a fin de que el espíritu pueda discernir los pensamientos que la sostienen, encerrar aquellos que son buenos y enviados por Dios en los tesoros de la memoria y rechazar fuera de los depósitos de la naturaleza los pensamientos funestos y demoníacos…
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Muy raros son aquellos que conocen exactamente sus propias caídas y cuyo intelecto jamás deja de embelesarse con el recuerdo de Dios…
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Si su divinidad (la del Espíritu santo) no ilumina poderosamente los tesoros de nuestro corazón, es imposible que podamos gozarlos con un sentimiento indecible, es decir, con una total disposición.
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El sentimiento es la captación segura, por el intelecto, del objeto discernido…
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Cuando nuestro intelecto comienza a percibir el consuelo del Espíritu santo, entonces, durante el reposo nocturno, en el momento en que tendemos hacia una especie de sueño muy ligero, Satanás consuela al alma con un sentimiento de falsa dulzura. Si el intelecto se encuentra vigorosamente fortalecido por un recuerdo ardiente del santo nombre del Señor Jesús, y si hace de ese santo y glorioso nombre una arma contra la ilusión, el artesano de la mentira se retira para emprender una guerra abierta contra el alma. El intelecto reconoce entonces el fraude del maligno, sin tomar en cuenta que progresa, también, en la experiencia del discernimiento.
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El buen consuelo se produce, sea que el cuerpo vele, sea que se disponga a entrar en una especie de sueño, cuando alguien adhiere, por así decir, al amor de Dios con un ardiente recuerdo. El consuelo engañoso se produce siempre, ya lo he dicho, cuando el combatiente es tomado por un ligero sueño sin tener más que un semirecuerdo de Dios. El primero, siendo de Dios, viene, evidentemente, para un alivio profundo, para invitar al amor al alma del combatiente de la devoción. El segundo, cuya naturaleza consiste en soplar sobre el alma una brisa engañosa, intenta despojarla, a favor del sueño del cuerpo, de la experiencia que vive aquel que conserva intacto el recuerdo de Dios.
Si el intelecto se encuentra, como he dicho, en un recuerdo atento del Señor Jesús, armado de la gracia y de la fiereza que le da su experiencia, disipa esta brisa de falsa dulzura del enemigo y, alegre, emprende el combate contra él.
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Si el alma, con un movimiento seguro y sin imágenes, se inflama de amor por Dios llevando, por así decirlo, al cuerpo mismo hasta las profundidades de ese amor indecible – ya sea que el cuerpo del que está movido por la santa gracia, vele o entre en el sueño – sin otro pensamiento que el término del movimiento que lo lleva, sabed que esto es obra del Espíritu santo. Pues, colmado totalmente por esta inexpresable suavidad, le es imposible concebir nada, en tanto que es raptado por una alegría inexpresable.
Si el intelecto concibe, en esta moción, la menor duda o algún pensamiento impuro, incluso si recurre al santo nombre para rechazar el mal y no únicamente por amor de Dios, es necesario concluir que este consuelo, bajo su apariencia de alegría, viene del mentiroso. Esta alegría indecisa y desordenada es la del que viene para llevar el alma al adulterio. Cuando él ve el intelecto fuerte hundirse en esa experiencia sensible, por ciertos consuelos engañosos conduce al alma, para que, relajada por esta yana y cómoda dulzura, no reconozca la mezcla de mentira. Nosotros debemos discernir el espíritu de verdad del espíritu de mentira. Pues es imposible gustar íntimamente la bondad divina y experimentar conscientemente la amargura del demonio si no se tiene la certidumbre absoluta de que la gracia estableció su morada en lo profundo del intelecto, mientras que los espíritus malvados circulan alrededor de los miembros del corazón. Esto es lo que los demonios ocultan a los hombres a cualquier precio, a fin de que el intelecto, debidamente informado, no pueda precaverse contra ellos con el recuerdo de Dios.
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Que nadie espere, a través del sentimiento o del intelecto, una visión de la gloria de Dios. Decimos que el alma, una vez purificada, siente, con una sensación inexpresable, el consuelo divino; no decimos que se le aparecen objetos invisibles, pues «caminamos en la fe y no en la clara visión» (2 Cor 5, 7). Si alguno de los combatientes ve una forma ígnea o una luz, que no acepte esa visión ya que es un engaño del enemigo, del que muchos, por ignorancia, han sido víctimas y que los ha apartado del camino recto.
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Es imposible dudar que el intelecto, cuando comienza a ser frecuentemente tocado por la luz divina, deviene transparente por entero, hasta el punto de ver su propia luz en alto grado. Esto se produce cuando la potencia del alma se adueña de las pasiones. Pero todo lo que se muestra al intelecto bajo una forma cualquiera, luz o fuego, proviene de las maquinaciones del adversario. El divino Pablo nos lo enseña claramente cuando dice que «él se disfraza de ángel de luz» (2 Cor 11, 14). Que nadie abrace la vida ascética impulsado por una esperanza de tal naturaleza… que su fin único sea llegar a amar a Dios en la intimidad y con toda la plenitud del corazón…
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La vista, el gusto y los otros sentidos debilitan la memoria del corazón cuando nos servimos de ellos sin discreción. Nuestra madre Eva nos lo enseña. En tanto ella no mira con complacencia al árbol prohibido, guarda cuidadosamente el recuerdo del mandato divino. Es que, todavía al abrigo de las alas del amor divino, ella ignoraba su desnudez. En cambio, cuando ella miró al árbol con complacencia, lo tocó con ambición y, finalmente, gustó su fruto con vivo placer; al instante fue presa del deseo de la unión carnal, entregándose con pasión al hecho de su desnudez. Ella se abandonó al deseo de gozar de las cosas presentes, mezclando a Adán en su propia caída por la dulce apariencia del fruto.
He aquí por qué el intelecto humano debe recordar a Dios y a sus mandamientos. En cuanto a nosotros, no dejemos de fijar nuestros ojos sobre el abismo del corazón en un recuerdo incesante de Dios, recorriendo esta vida amiga del engaño como si fuéramos ciegos. Es propio de la sabiduría verdaderamente espiritual cortar sin cesar las alas de nuestro deseo de ver. Job, el hombre que sufrió mil pruebas, nos lo enseña: «Mi corazón corrió tras de mis ojos» (Job 31, 7). Esta disposición es un indicio de perfecta temperancia.
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Aquel que, en todo tiempo, habita en su corazón, se aparta por entero de los encantos de esta vida. Marchando según el espíritu, no puede conocer la codicia de la carne. Hace sus idas y venidas en la fortaleza de las virtudes, y las virtudes son las guardianas de la fortaleza de su pureza. Por eso las maquinaciones de los demonios son impotentes contra él…
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Escaparemos a las tibiezas y a la molicie si imponemos a nuestro pensamiento límites muy estrechos, fijándolo únicamente en Dios. Sólo apoyándose en su fervor el intelecto podrá liberarse de toda agitación irrazonable.
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El intelecto, cuando hemos cerrado todas sus salidas por el recuerdo de Dios, exige, absolutamente, una actividad que ocupe su diligencia. Se le dará entonces el «Señor Jesús» por única ocupación y para que responda por entero a su fin. Está escrito: «Nadie puede decir Jesús es el Señor si no es en el Espíritu» (1 Cor 12, 3). Que ella no deje de considerar con todo rigor estas palabras en su morada interior para no desviarse en imaginaciones. Pues cualquiera que repita sin descanso ese nombre santo y glorioso en las profundidades de su corazón, llegará a ver, algún día, la luz de su intelecto. Reteniéndolo con cuidadosa severidad en su interior él consumirá todas las manchas en la superficie de su alma con un sentimiento poderoso. «Tu Dios, dice la Escritura, es fuego abrasador» (Dt 4, 24). Por eso es que el Señor invita a un poderoso amor a su gloria. Ese nombre glorioso, totalmente deseable, fijado en el corazón, ardiente por la memoria del intelecto, hace nacer una disposición para amar en todo tiempo su bondad, sin encontrar impedimentos. He aquí la perla preciosa que se puede comprar vendiendo todos los bienes y cuyo descubrimiento procura una alegría inenarrable.
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La alegría del principiante es distinta de la de aquel que llegó a la perfección. La primera no está exenta de imaginación, la segunda tiene el poder de la humildad. A mitad de camino se encuentra el apesadumbrado, amado de Dios, y las lágrimas sin dolores… Es porque el alma debe ser, en primer lugar, llamada al combate por la alegría inicial, después retomada y probada por la verdad del Espíritu santo, por los pecados que ha cometido y por las disipaciones de las que todavía se siente culpable. Probada, por así decirlo, en el crisol de la divina reprimenda, el alma adquirirá, en un ferviente recuerdo de Dios, la operación de la alegría sin fantasmas.
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Cuando el alma es turbada por la cólera, oscurecida por los vapores de la ebriedad o atormentada por una tristeza malsana, el intelecto es incapaz aunque se lo violente, de dominar el recuerdo del Señor Jesús. Cegado totalmente por la violencia de las pasiones, se convierte en un extraño a sus propios ojos. Su deseo de Dios no encuentra dónde aplicar su sello para que el intelecto conserve así, presente, la imagen de su meditación, pues el alma se ha endurecido por la presión de las pasiones.
Sin embargo, aun cuando el objeto de su deseo le ha sido arrebatado al alma por el olvido, muy pronto el intelecto, con su diligencia acostumbrada, retorna a la búsqueda de ese objeto soberanamente deseado y salvador; entonces llega al alma la gracia que la impele a clamar: «Señor Jesús»; tal como ocurre con el niño a quien su madre enseña a repetir, mientras toma su alimento, la palabra «papá» hasta que la criatura adquiere el hábito de llamar a su padre aun cuando duerme y de preferencia a cualquier otro balbuceo. Como dice el apóstol: «Igualmente, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza cuando nosotros no sabemos qué pedir para orar según conviene; porque es el mismo Espíritu quien intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8, 26). Nosotros también estamos en la infancia respecto a lo que es la virtud de la oración y necesitamos siempre su ayuda para que todos nuestros pensamientos sean contenidos y conducidos por su suavidad inexpresable, para que volquemos enteramente nuestro corazón hacia el recuerdo y el amor de Dios, nuestro Padre. En él clamamos sin tregua: «¡Abba! ¡Padre!» (Rom 8, 15).
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Muy a menudo nuestro intelecto soporta difícilmente la oración, a causa de la extrema limitación de la virtud de la oración; en cambio se entrega con alegría a la teología, dada la inmensidad de los espacios librados a la contemplación divina. Para impedirle que caiga en el deseo de hablar en exceso y no permitirle, en su alegría, volar más allá de sus posibilidades, apliquémonos más a menudo a la oración, a la salmodia, a la lectura de las santas Escrituras, sin desdeñar las investigaciones de los sabios cuyas palabras dan garantía de su fe. Haciendo esto no mezclaremos nuestras propias palabras en el lenguaje de la gracia y no dejaremos por vanagloria, que nuestro espíritu se comprometa en la agitación de una verbosidad excesiva. Por el contrario, en el momento de la contemplación, le mantendremos al abrigo de toda imaginación y acompañaremos con lágrimas casi todos nuestros pensamientos. El intelecto entonces, a la hora del retiro, descansado y penetrado sobre todo por la dulzura de la oración, no solamente escapará a todas las desviaciones, sino que se renovará cada vez más para entregarse a los pensamientos divinos prontamente y sin pena, al mismo tiempo que progresará en la contemplación en una disposición de muy humilde discernimiento. Es necesario saber, sin embargo, que existe una oración más allá de toda libertad: es la de aquellos que han sido colmados por la santa gracia en un sentimiento de certidumbre absoluta.
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Cuando el alma se encuentra en la abundancia de sus frutos naturales prefiere la oración vocal e inflama su salmodia. Cuando está movida por el Espíritu santo, salmodia, con dulzura y total entrega, únicamente en su corazón. La primera disposición está acompañada por una alegría mezclada con imaginación; la segunda, por lágrimas espirituales y una alegría profunda, ávida de silencio. Pues el recuerdo (de Dios), conservando su fervor gracias a la discreción de la voz, prepara el corazón para producir pensamientos mezclados con lágrimas y dulzura. Es entonces cuando se siembran con lágrimas, en la tierra del corazón, las semillas de la oración en la esperanza de cosechas futuras. De todos modos, cuando estamos agobiados por una gran tristeza, es necesario elevar un poco el tono de nuestra salmodia haciendo vibrar el alma bajo el arco feliz de la esperanza, hasta que esa pesada nube se disipe gracias a los acentos de la melodía.
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La palabra de ciencia nos enseña que existen dos razas de espíritus malvados. Unos son sutiles, los otros, más materiales.
Los más sutiles atacan al alma, los otros cautivan la carne por medio de abundantes consuelos. Sin embargo, existe una hostilidad recíproca y constante entre los demonios que atacan al cuerpo y aquellos que atacan al alma aun cuando comparten el mismo designio de perjudicar a la humanidad. Cuando la gracia no habita en el hombre, ellos anidan en las profundidades del corazón, como serpientes, y no permiten que el alma dirija la mirada hacia su deseo del bien; cuando la gracia se esconde en el intelecto, ellos atraviesan las partes del corazón semejantes a nubes con el aspecto de pasiones pecaminosas y multiformes, a fin de arrancar al intelecto de su familiaridad con la gracia distrayendo la memoria. Cuando los demonios para turbarnos enciendan las pasiones del alma, en especial el orgullo, padre de todos los pecados, debemos humillar la exaltación de la vanagloria considerando la futura disolución de nuestro cuerpo. Del mismo modo debemos actuar cuando los demonios enemigos del cuerpo se dediquen a despertar en nuestro corazón la fermentación de los deseos malvados. Ese solo pensamiento, unido al recuerdo de Dios, basta para anular todos los tipos de malos espíritus…
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En lo profundo del corazón se generan los buenos pensamientos y aquellos que no lo son. No es que él lleve en su naturaleza los pensamientos que no son buenos, pero ocurre que ha contraído, como continuación del primer extravío, el hábito del recuerdo del mal, recibiendo la mayor parte de los malos pensamientos de la malicia de los demonios… Pues en aquel que se complace en las ideas que le sugiere la malicia de Satanás y que graba, por así decir, su recuerdo en el corazón, se producirán luego, es evidente, esos malos pensamientos.
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La gracia, al comienzo, esconde su presencia al bautizado aguardando la resolución del alma. Una vez que el hombre está enteramente convertido al Señor, entonces, por un sentimiento inefable, manifiesta al corazón su presencia. Después, nuevamente, espera el movimiento del alma; ella permite a los intentos del demonio penetrar hasta lo íntimo de sus sentidos para hacerle buscar a Dios con una resolución más ardiente y en una disposición más humilde.
Cuando el hombre comienza a progresar en la práctica de sus mandatos y a invocar incansablemente al Señor Jesús, entonces el fuego de la santa gracia gana los sentidos más externos del corazón consumiendo la cizaña de la tierra de los hombres con un sentimiento de certidumbre. En adelante, los ataques de los demonios no llegarán sino a distancia de estos parajes, casi sin herir, arañando apenas la parte apasionada del alma.
Una vez que el combatiente ha revestido todas las virtudes, sobre todo la perfecta pobreza, la gracia ilumina por doquier toda su naturaleza con un sentimiento aún más profundo, inflamándola de un gran amor de Dios. Los ataques del demonio se extinguen entonces antes de haber alcanzado los sentidos corporales y la brisa del Espíritu santo conduce al corazón hacia los vientos pacíficos deteniendo los dardos del demonio mientras todavía están en el aire.
* * *
Si vosotros os mantenéis, una mañana de invierno, en un lugar expuesto y miráis hacia el oriente, la parte delantera de vuestro cuerpo será calentada por el sol, mientras vuestra espalda no recibirá ningún calor, ya que el sol no cae a plomo. Igualmente, aquellos que están todavía al comienzo de la operación del Espíritu sólo tienen el corazón parcialmente calentado por la santa gracia.
Asimismo, mientras el intelecto comienza a producir el fruto de los pensamientos espirituales, las partes visibles del corazón continúan pensando según la carne, ya que los miembros del corazón no están todavía totalmente iluminados por la luz de la santa gracia, en lo intimo y sensiblemente. He aquí por qué el alma concibe, al mismo tiempo, pensamientos buenos y pensamientos malos tal como el individuo de mi comparación experimenta, al mismo tiempo, el golpe del frío y la caricia del calor.
Pues, desde el día en que nuestro intelecto se orienta hacia una doble ciencia se encuentra, necesariamente, produciendo, al mismo tiempo, pensamientos buenos y malos, sobre todo si ha llegado a la sutileza del discernimiento: como se esfuerza siempre en pensar bien, el malvado le lleva a su memoria el hecho de que, a partir de la desobediencia de Adán, la memoria se escindió en un doble pensamiento.
Por consiguiente, si nos dedicamos a ejercitar con fervor los mandamientos de Dios, la gracia iluminará nuestros sentidos con un sentimiento muy profundo, consumirá nuestros pensamientos y aliviará nuestro corazón por la paz de una inexpresable amistad, disponiéndonos a pensar cosas espirituales y no ya camales. Es lo que no cesa del producirse en aquellos que se acercan a la perfección y guardan ininterrumpidamente en el corazón el recuerdo de Jesús.
* * *
El intelecto debe en todo tiempo dedicarse a la práctica de los divinos mandatos y al recuerdo profundo del Señor de la gloria.
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Cuando el corazón recibe con una especie de dolor acuciante los dardos de los demonios, hasta el punto de sentirlos clavados en si, el alma debe aborrecer las pasiones pues está en el comienzo de su purificación, y si ella no sufre vivamente la impudicia del pecado no podrá conocer la alegría desbordante inspirada por la belleza de la justicia.
Por consiguiente, aquel que quiere purificar su corazón no cese de abrasarlo con el recuerdo de Jesús. Que sea ese su único ejercicio y su trabajo ininterrumpido. Cuando se quiere rechazar la propia miseria no puede haber un momento de oración y un momento de no oración; es necesario dedicarse a ella en todo instante, guardando el intelecto incluso cuando se encuentra fuera de la casa de oración. Si aquel que purifica el mineral de oro tan sólo apartara un tiempo su hoguera, el mineral que quiere purificar retomaría su dureza. Igualmente, aquel que a veces se acuerda de Dios y a veces no, pierde por la interrupción aquello que creyó obtener por la oración. El hombre que ama la virtud es aquel que no cesa de purificar, mediante el recuerdo de Dios, el elemento terrestre de su corazón, a fin de que, poco a poco, lo malo se consuma en el recuerdo del bien y el alma vuelva perfectamente a su esplendor natural y glorioso.
Marco el Ermitaño
La ley espiritual
Al tiempo que recuerdas a Dios, multiplica tu oración (demanda) para que, en el día que olvides al Señor, él te haga recordarlo.
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La Escritura dice: «El seol y el averno están delante de Yahvé» (Prov 15, 11) Se refiere a la ignorancia y al olvido del corazón.
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El seol es la ignorancia; el averno, el olvido. Están escondidos uno y otro porque han desaparecido del ser.
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El «prejuicio» es el recuerdo involuntario de las faltas pasadas. Aquel que aún lo combate impide que se convierta en pasión; aquel que lo ha vencido impide hasta su simple sugestión.
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La sugestión es un estremecimiento del corazón despojado de toda representación al que los sujetos experimentados atrapan como en una ratonera.
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Desde que las formas nacen a la luz en los pensamientos, existe consentimiento. El estremecimiento sin formas es sugestión inocente…
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El Señor está oculto en sus mandamientos. Aquellos que lo buscan lo descubren en la medida en que lo buscan.
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La buena conciencia se encuentra por la oración; y la oración pura, por la conciencia. Tienen una natural necesidad la una de la otra.
Sobre aquellos que pretenden santificarse por las obras
Las tribulaciones que llegan al hombre son la progenie de sus propias faltas. Soportémoslas en la oración y recuperaremos el gozo del bien.
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Imposible pacificar el intelecto sin el cuerpo, ni hacer caer el tabique que los separa sin la paz (hesychia) y la oración.
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No hay oración perfecta sin invocación interior. El Señor satisface al alma que ora sin distracción.
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El intelecto que ora sin distracción aflige el corazón: «A un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias» (Sal 51, 19).
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La oración lleva el nombre de virtud aun cuando es la madre de las virtudes a quienes engendra por su unión con Cristo.
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Aquellos que fueron bautizados en Cristo recibieron la gracia mística. Sin embargo, ésta opera en ellos en la medida en que cumplen los mandamientos…
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El corazón que se deja descentrar por un placer se vuelve difícil de detener a pesar de los esfuerzos, tal como sucede con un bloque pesado rodando por una pendiente.
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El ternero sin experiencia, corriendo sobre la hierba, llega finalmente al borde de un principio; lo mismo sucede al alma cuando los pensamientos la han desplazado, poco a poco, de su lugar.
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Cuando el intelecto que se ha hecho adulto en el Señor aparta al alma de su antiguo «prejuicio», el corazón queda expuesto a la tortura del verdugo: intelecto y pasión lo arrastran cada uno por su lado.
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Cualquiera que haya sido bautizado en la fe ortodoxa, ha recibido místicamente toda la gracia. Pero sólo obtiene la certidumbre cumpliendo los mandamientos.
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El cumplimiento de los mandamientos está contenido íntegramente en la oración, pues no hay nada que sobrepase el amor de Dios.
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La oración sin distracción hace evidente el amor de Dios en aquel que persevera en ella. La negligencia de la oración y la distracción son la prueba del amor a los placeres.
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Todo lo que decimos o hacemos fuera de la oración se revela, inmediatamente, como peligroso o funesto, y condena a nuestra ignorancia por los hechos.
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El recuerdo de Dios es un trabajo del corazón sobrellevado por la fe. Quien olvida a Dios se hace, insensiblemente, amigo de la pasión.
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Si queréis recordar a Dios sin cesar, no rechacéis las pruebas considerándolas inmerecidas, soportadlas en cambio como justas. El soportarlas despierta y reanima el recuerdo a cada momento. Por el contrario, su rechazo, disminuye el trabajo del corazón y, al mismo tiempo, produce el olvido.
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Las faltas pasadas, rememoradas en detalle, perjudican al hombre decidido: si se le presentan acompañadas de tristeza, lo alejan de la esperanza; si aparecen sin tristeza, graban nuevamente en él la mancha pasada.
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Lo correcto es practicar el mandamiento más general sin inquietarnos por nada en particular, de esa forma pediremos únicamente el reino de Dios. Pues, preocupándonos por cada una de nuestras necesidades estaremos obligados a orar por cada una; en efecto, aquel que se detiene sobre alguna cosa o se preocupa por algo sin añadir a ello la oración, no está en el buen camino que conduce al fin de la obra.
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Si tienes la fortaleza de la oración pura, no admitas, al mismo tiempo, la ciencia de las cosas que el enemigo te presenta, a fin de no perder lo más precioso. Es mejor acribillarlo con flechas manteniéndonos encerrados en nuestra ciudadela que sostener una conversación con quien nos procura regalos con la intención de arrancarnos de la oración dirigida contra él.
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La ciencia de las cosas es útil en periodo de tentación y asedio, pero durante la oración es perjudicial.
Barsanufio y Juan de Gaza
Pregunta: Padre mío, ¿querrías decirme cómo se adquiere la humildad para la oración perfecta, cómo efectuaría sin distracciones y si es útil la lectura?
Respuesta: La oración perfecta consiste en hablar a Dios sin distracción, recogiendo a la vez todos los pensamientos y todos los sentidos. Se llega a ello muriendo para todos los hombres, para el mundo y lo que él encierra. En la oración sólo has de decir a Dios: «¡Sálvame del malvado! ¡que tu voluntad se cumpla en mí!», y mantener tu espíritu en la presencia de Dios, hablándole. La oración se reconoce porque el hombre está libre de toda distracción con su espíritu colmado de alegría bajo la iluminación del Señor. La señal de que el espíritu ha llegado a ese estado es la imperturbabilidad, incluso si el mundo entero viniera a atacarnos. Ora perfectamente aquel que está muerto para el mundo y sus placeres. Hacer cuidadosamente su obra para Dios, no constituye una distracción, sino celo según Dios. Es ventajoso leer las Vidas de los Padres, pues ello es un medio de iluminar el espíritu en el Señor.
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Pregunta: ¿Es necesario emplear contra los pensamientos la contradicción, las palabras imprecatorias, la cólera?
Respuesta: Las pasiones son sufrimientos. Dios no ha querido alejarlas, pero ha dicho «invócame en el día de la tribulación». No hay otro medio de vencer toda pasión más que invocar el nombre de Dios. La contradicción sólo es buena para los perfectos, los poderosos según Dios; nosotros, los imperfectos, tenemos sólo un recurso, refugiamos en la oración en el nombre de Jesús. Pues las pasiones son demonios que huyen ante su nombre.
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Pregunta: ¿Es mejor dedicarme al «Señor Jesucristo, tened piedad de mí» o recitar pasajes de las santas Escrituras y salmodiar?
Respuesta: Ambas cosas son necesarias, un poco de una, un poco de otra, pues está escrito: «Es necesario hacer una cosa, sin descuidar la otra» (Mt 23, 24).
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Pregunta: Cuando entorpecido por los pensamientos, tanto en la salmodia como fuera de ella, pido ayuda al nombre de Dios, el adversario me sugiere que existe orgullo en pensar que se hace bien mencionando a Dios sin interrupción. ¿Qué debo pensar yo?
Respuesta: Es un hecho conocido que los enfermos necesitan absolutamente al médico… Aprendamos que es necesario, en la prueba, invocar sin interrupción al Dios de misericordia. Pero, invocando el nombre de Dios, no nos dejemos llevar por los pensamientos orgullosos. De no tenerlo en su cabeza, el culpable no concebirá el orgullo. Tenemos necesidad de Dios: invocamos su nombre en nuestra ayuda contra nuestros enemigos. Estamos en necesidad: pedimos ayuda; estamos en una prueba: corremos a ponernos al abrigo. Aprendamos entonces que nombrar a Dios sin interrupción es un remedio que no solamente destruye toda pasión sino incluso el acto en si mismo. Mirad al médico: él coloca su remedio o su cataplasma sobre la herida del paciente y esto produce su efecto sin que el enfermo tenga conciencia de cómo sucedió: del mismo modo el nombre de Dios, cuando es pronunciado, destruye todas nuestras pasiones sin que nos demos cuenta por el momento.
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Pregunta: Cuando mi razón parece estar en reposo y libre de toda inquietud, ¿es bueno, incluso en ese momento, dedicarme a la invocación del nombre de Cristo, nuestro Señor? Mi razón me sugiere que, desde el momento en que estoy en paz, eso no es necesario.
Respuesta: No podemos conocer una paz semejante, pues nos reconocemos pecadores. El Señor dijo: «No hay paz para los pecadores». Si no hay paz para los pecadores, ¿qué es, entonces, esa paz que creemos experimentar? Temamos, porque está escrito: «Andarán diciendo: ‘Paz y seguridad’, y entonces, de improviso, les sorprenderá la perdición, como los dolores del parto a la mujer encinta, y no podrán escapar» (1 Tes 5, 3). Sucede que nuestros enemigos, mediante engaños, aportan a nuestro corazón una efímera tranquilidad para impedirle invocar el nombre de Dios. Saben bien que esta invocación los paraliza. Estamos advertidos: llamemos sin tregua al nombre de Dios en nuestra ayuda. He aquí la oración. Está escrito: «Orad sin cesar» (1 Tes 5, 17).
Isaac de Nínive
Las fases de la purificación
La disciplina del cuerpo unida a la quietud purifica al cuerpo de los elementos materiales que encierra. La disciplina del alma la hace humilde y la purifica de los movimientos materiales que la llevan hacia las cosas perecederas, cambiando su naturaleza apasionada en movimientos de contemplación. Esta contemplación lleva al alma a la desnudez del intelecto, llamada contemplación inmaterial: se trata de la disciplina espiritual. Ella eleva al intelecto por encima de las cosas terrestres y lo acerca a la contemplación espiritual primordial; lo inclina hacia Dios por la visión de su gloria inefable haciéndole disfrutar espiritualmente de la esperanza de las cosas futuras con el pensamiento detallado de lo que ellas serán.
Los trabajos físicos llevan el nombre de «disciplina corporal en Dios», pues sirven para purificar el alma para un servicio perfecto, que se expresa en obras personales destinadas a purificar al hombre de la sanies de la carne.
La disciplina del alma es el trabajo (o el esfuerzo) del corazón. Es el pensamiento incesante acerca del juicio, acompañado de una constante oración del corazón, acerca de la providencia de Dios y del cuidado que él toma por este mundo, en detalle y en conjunto. Se trata de una atención sobre las pasiones del alma para impedirles introducirse en el lugar secreto y espiritual. Tal es el trabajo del corazón o disciplina del alma…
La pureza del corazón consiste en estar limpio de toda mancha; la pureza del alma, en estar libre de toda pasión escondida en el espíritu; la pureza del intelecto en ser purificado por la liberación de toda emoción frente a los objetos que caen bajo el dominio de los sentidos.
Entre la pureza del intelecto y la pureza del corazón existe la misma diferencia que entre un miembro particular del cuerpo y el cuerpo en su conjunto. El corazón es el órgano central de los sentidos interiores, el sentido de los sentidos, porque él constituye la raíz. «Si la raíz es santa, también las ramas» (Rom 11, 16). Pero la raíz no será santa si sólo es una rama del ser.
Ahora bien, con un uso modesto de la Escritura unido a una cierta práctica del ayuno y de la soledad (hesychia), el intelecto olvida su antigua ocupación y resulta purificado resistiendo a sus costumbres extrañas. Pero también se necesita poco para mancharlo. El corazón se purifica gracias a grandes esfuerzos, mediante la privación de todo contacto con el mundo y por una mortificación universal. Pero, una vez puro, su pureza no es ya manchada por el contacto de las cosas insignificantes; entended que tampoco teme los compromisos severos.
Recuerdo de Dios
Recordad a Dios para que, sin cesar, él os recuerde, pues recordándoos os salvará y recibiréis todos sus bienes. No lo olvidéis en vanas distracciones si no queréis que él os olvide en el momento de vuestras tentaciones.
En la prosperidad, permaneced cerca de él en obediencia; tendréis así seguridad de palabra ante él cuando os encontréis apenados, por el hecho de que vuestra oración os impulsa sin cesar hacia él en vuestro corazón. Manteneos sin cesar ante su faz, pensando en él, conservando su recuerdo en vuestro corazón; de lo contrario os arriesgáis, viéndolo sólo de tanto en tanto, a carecer de seguridad con él, por culpa de vuestra timidez. La frecuentación continua, entre los hombres, se ejerce por la presencia corporal; la frecuentación continua de Dios es una meditación del alma y una ofrenda en la oración.
Cuando la virtud del vino penetra en las venas, el intelecto olvida el detalle y la diferenciación de las cosas; cuando el recuerdo de Dios se apodera del alma, el recuerdo de las cosas visibles se desvanece del corazón.
Cuando alguien inspecciona su alma a cada instante, su corazón disfruta revelaciones. Aquel que conduce su contemplación hacia su interior contempla el resplandor del Espíritu; aquel que despreció la disipación contempla a su Señor en el interior de su corazón. Aquel que quiere ver al Señor se aplica a purificar su corazón por un recuerdo ininterrumpido de Dios, de ese modo verá al Señor en todo momento en el resplandor de su intelecto. Como el pez fuera del agua, él se aparta del intelecto que abandona el recuerdo de Dios dejándose dominar por el recuerdo del mundo.
La mejor parte
Felices los que comprenden esto y perseveran en la paz sin imponerse toda clase de trabajos, cambiando su servicio corporal por la obra de la oración cuando son capaces de ello. Aquel que es incapaz de soportar la soledad sin recurrir al servicio, deberá, con justicia, recurrir a él. Pero que ese servicio lo realice como si fuera una ayuda, como si no se tratara de un mandato esencial, sin excesiva preocupación. Esto para los débiles. Evagrio ha dicho que el trabajo manual es un obstáculo para el recuerdo de Dios…
Cuando Dios abra tu intelecto desde adentro y tú te dediques a genuflexiones repetidas, no dejes que ningún pensamiento se apodere de ti, por temor a que los demonios te convenzan secretamente de ponerlo en práctica; luego considera y admira lo que nace de ti de tales cosas.
Guárdate de hacer comparaciones entre las prácticas morales de la vida activa y tus postraciones de día y de noche con la cara contra la tierra delante de la cruz y las manos en la espalda. Si deseas que tu fervor no se debilite jamás, que tus lágrimas no se agoten, practica esto… y serás semejante a un paraíso florecido y a una fuente inagotable.
Considera ahora las numerosas pruebas de la gracia que la Providencia nos otorga. A veces un hombre está arrodillado en oración, las manos extendidas, alzadas hacia el cielo, el rostro vuelto hacia la cruz, el sentimiento y el intelecto enteramente volcados hacia Dios y la súplica. Mientras está absorto en esas súplicas y esos esfuerzos, bruscamente, una fuente de delicias se abre en su corazón, sus miembros se relajan, sus ojos se enturbian, su rostro se inclina hacia la tierra, sus mismas rodillas no son capaces de asentarse sobre el suelo a causa de la alegría y la exaltación que la gracia extiende en su cuerpo.
La oración
¿Qué es la oración? Un intelecto libre de todo lo que es terrestre y un corazón cuya mirada está totalmente volcada sobre el objeto de su esperanza. Apartarse de esto es imitar al hombre que reparte en el surco semillas mezcladas o que trabaja con un tiro formado por un buey y un asno.
La oración sin distracción es aquella que produce en el alma el pensamiento constante de Dios; su nueva encarnación: Dios habita en nosotros por nuestro recogimiento constante en él, acompañado por una aplicación laboriosa del corazón a la búsqueda de su voluntad. Los malos pensamientos involuntarios tienen su origen en un relajamiento previo.
¿En qué consiste la oración espiritual? Existe oración espiritual cuando los movimientos del alma sufren la acción del Espíritu santo a continuación de su verdadera purificación. Sólo uno entre diez mil puede ser favorecido de ese modo. Ella constituye el símbolo de nuestra futura condición, pues la naturaleza es llevada más allá de todos los movimientos impuros inspirados por el recuerdo de las cosas de este mundo… Es la visión interior que tiene su punto de partida en la oración.
¿En qué consiste el apogeo de los trabajos del asceta? ¿cómo reconocer que se alcanzó el término de la carrera? Se ha alcanzado cuando ha sido considerado digno de la oración constante. Aquel que ha llegado a eso ha alcanzado el fin de todas las virtudes y, al mismo tiempo, ha logrado una morada espiritual. Aquel que no recibió en verdad el don del Paráclito es incapaz de cumplir la oración ininterrumpida en el reposo. Cuando el Espíritu establece su morada en un hombre, éste no puede ya dejar de orar, pues el Espíritu no cesa de orar en él. Ya sea que duerma o que vele, la oración no se separa de su alma. Mientras come, bebe, está acostado, se dedica al trabajo, se sumerge en el sueño, el perfume del la oración es exhalado espontáneamente desde su alma. En adelante, no predominará la oración durante períodos de tiempo de! terminados, sino en todo momento. Aunque tome su descanso visible, la oración está asegurada secretamente en él, pues silencio del impasible es una oración», ha dicho un hombre revestido de Cristo. Los pensamientos son mociones divinas, los movimientos del intelecto purificado son voces mudas que cantan en secreto esta salmodia al Invisible.
Si llegáis a unir la meditación de vuestras noches con el servicio de vuestros días, sin desdoblar el fervor de las operaciones de vuestro corazón, no tardaréis en estrechar el pecho de Jesús… He aquí mi consejo, si podéis, manteneos en paz y despiertos, sin recitar salmos ni hacer postraciones y, si sois capaces, orad únicamente en vuestro corazón. ¡ Pero no durmáis!
Grados de la oración
La gracia actúa de diferentes formas con los hombres según su medida. Uno multiplica el número de sus oraciones bajo el efecto de un ardiente fervor; aquel otro obtiene tal reposo de su alma que reduce a la unidad la multiplicidad de sus oraciones anteriores.
Es necesario no confundir satisfacción en la oración y visión en la oración. La segunda es superior a la primera tanto como un hombre lo es en relación a un muchachito. Sucede que las palabras toman una suavidad singular en la boca y que se repite interminablemente la misma palabra de la oración sin que un sentimiento de saciedad os haga ir más lejos y pasar a la siguiente.
A veces la oración engendra una cierta contemplación que hace desvanecer la oración sobre los labios. El que es favorecido con tal contemplación entra en éxtasis y se hace semejante a un cuerpo cuya alma le ha sido quitada. Lo que llamamos visión en la oración no es ni una imagen ni una forma fabricada por la imaginación, como afirman los tontos.
Esta contemplación en la oración tiene en sí misma grados y dones diferentes. Pero, hasta ese punto, sigue siendo una oración, pues el pensamiento no ha pasado todavía al estado en que ya no existe la oración, sino a un estado superior de la oración. Los movimientos de la lengua y del corazón en el curso de la oración son las llaves. Luego se penetra en la cámara. Allí, la boca, los labios, se callan; el corazón, el chambelán de los pensamientos, la razón que reina sobre los sentidos, el espíritu, ese pájaro rápido, con todos sus medios y facultades y sus súplicas, sólo pueden mantenerse mudos, pues el Amo de la casa ha entrado.
La autoridad de las leyes y los mandamientos dictados por Dios a la humanidad tienen como fin la pureza del corazón, según la palabra de los santos Padres. Igualmente, todas las formas y actitudes de oración con las cuales el hombre se dirige a Dios tienen su término en la oración pura. Desde que el espíritu ha franqueado la frontera de la oración pura y se ha comprometido más allá, no existen ya oración, ni emociones, ni lágrimas, ni autoridad, ni libertad, ni súplicas, ni deseo, ni impaciente esperanza por este mundo o por el otro. No hay entonces oración más allá de la oración pura… Franqueando este límite se entra en el éxtasis; no se está ya en las oraciones. Esta es la visión; el espíritu no ora más…
Sobre diez mil hombres se encontrará difícilmente uno que haya cumplido los mandamientos y las leyes en una medida apreciable y que haya sido juzgado digno de la tranquilidad del alma. No menos raro es encontrar en una multitud a un hombre al que su vigilancia perseverante le haya hecho merecedor de la oración pura… Pero, en cuanto al misterio que está más allá, difícilmente se hallará en toda una generación a un hombre que se haya acercado a ese conocimiento de la gloria de Dios… Allí el objeto de la oración es olvidado, los movimientos son sumergidos en una profunda embriaguez que no pertenece a este mundo. Se trata de la bien conocida ignorancia, de la que Evagrio ha dicho: «Bienaventurado aquel que llegó, en la oración, al desconocimiento que es imposible de sobrepasar».
Ha llegado el momento de explicar lo que hemos dicho más arriba refiriéndonos al gozo espiritual. Al comienzo, se trata de una energía vaga que el amor despierta en el corazón sin causas aparentes, pues pone en movimiento el temperamento sin visión personal, sin pensamiento práctico, se lo encuentra desprovisto de causa, el intelecto aún es vago.
Esta es la impresión que se produce en el sujeto poco ejercitado. Cuando sea perfecto, la causa se revelará al examen. Entonces la impresión será más poderosa, pues el gozo se producirá en el corazón. El sujeto guardará una parte en su cuerpo y enviará otra hacia las facultades del alma. Pues el corazón ocupa el centro entre los sentidos del alma y los del cuerpo. Está en una relación de órgano con el alma, en una relación de naturaleza con el cuerpo. El sujeto dirige su acción desde dos lados. El mundo está obligado a separarse de él al mismo tiempo que él se separa de las cosas de este mundo. Debemos necesariamente examinar la causa de este fenómeno. El amor es algo naturalmente cálido. Cuando se abate violentamente sobre alguien parece enloquecer al alma. El corazón que lo siente, no puede contenerlo ni soportarlo sin que alteraciones insólitas y excesivas aparezcan en él. Estos son los signos que lo anuncian sensiblemente: repentinamente el rostro se empurpura e irradia, el cuerpo se calienta, el temor y la timidez son rechazados, el poder de concentración huye, es el reinado del entusiasmo y de la conmoción.
El periplo de la oración
El navegante, en tanto que navega con los ojos en las estrellas, regula por ellas la marcha de su barco y espera que ellas le muestren el camino hacia el puerto. El monje tiene los ojos en la oración, ella dirige su marcha hacia el puerto impuesto a su carrera. El monje no cesa de dirigir sus miradas sobre la oración para que ella le muestre la isla donde podrá arrojar el anda sin riesgos, para cargar provisiones, antes de poner la proa hacia otra isla. Así es la carrera en tanto está en este mundo. Abandona una isla por otra, y los diversos conocimientos que encuentra son tantos como islas, hasta que finalmente dirige sus pasos hacia la Ciudad de la verdad, donde sus habitantes no trafican, donde cada uno se encuentra colmado con lo que tiene. Bienaventurados aquellos cuyo viaje se desarrolla sin turbación a través del vasto océano.
Juan Clímaco
La oración de Jesús y el pensamiento de la muerte
Al tendemos en nuestro lecho es cuando ha llegado el momento de velar, de estar sobrios, porque el espíritu, entonces, combate a solas y sin el cuerpo contra los demonios, ya que el cuerpo se encuentra en una disposición propicia a la sensualidad y estará propenso a traicionar. Que siempre se acueste con vosotros el pensamiento de la muerte y que con vosotros se despierte junto a la oración monológica de Jesús. No podríais encontrar en vuestro sueño auxiliares comparables a éstos.
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Orad a menudo en las tumbas y registrad su imagen, indeleble, en vuestro corazón.
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Si bien todo temeroso es un vanidoso, esto no significa que todos los intrépidos sean humildes, pues los bandoleros, los destructores de sepulturas no son, por lo general, temerosos. Ciertos lugares os inspiran temor: no dudéis en acudir a ellos en plena noche. Si transigís, aunque sea un poco, con ese sentimiento él envejecerá con vosotros. Mientras avanzáis, armaos con la oración; al entrar en ellos, extended los brazos y flagelad a los enemigos con el nombre de Jesús pues no existe en el cielo ni en la tierra un arma más eficaz.
La oración del hesicasta
El verdadero monje es una mirada inmóvil del alma y un sentido corporal inquebrantable… El monje es una luz que no se extingue a los ojos del corazón.
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La soledad del cuerpo es la ciencia y la paz, de la conducta y de los sentidos; la soledad del alma, la ciencia de los pensamientos y un espíritu inviolable. El amigo de la soledad es un espíritu animoso e inflexible, centinela sin sueño ante la puerta del corazón para derribar y matar a los que se aproximan. Aquel que practica esta soledad en lo profundo de su corazón comprende lo que yo digo: aquel que está todavía en la primera infancia no la ha gustado y no la comprende. El que sabe no tiene necesidad de palabras; está iluminado por la ciencia de las obras.
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El hesicasta es aquel que aspira a circunscribir lo incorporal en una morada de carne. Como el gato espía al ratón así el espíritu del hesicasta acecha al ratón invisible. No desdeñéis mi comparación pues así mostraréis que no conocéis todavía la soledad. El caso del cenobita no es el del monje solitario. El monje necesita una gran vigilancia y un espíritu libre de agitación. El cenobita tiene a menudo el apoyo de un hermano, el monje el de un ángel. Las potencias espirituales permanecen con los verdaderos solitarios y se asocian al culto que ellos rinden a Dios…
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El hesicasta es aquel que dice: «A punto está mi corazón» (Sal 57, 8). El hesicasta es aquel que dice: «Yo duermo pero mi corazón vela» (Cant 5, 2). Cerrad la puerta de vuestra celda a vuestro cuerpo, la puerta de vuestros labios a vuestras palabras, vuestra puerta interior a los espíritus.
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Aquellos en quienes el espíritu aprendió a orar en verdad, hablan al Señor frente a frente, son como los que hablan al oído del emperador. Aquellos que oran con su boca nos recuerdan a los que se prosternan ante el emperador en presencia de toda la corte. Aquellos que viven en el mundo son como los que dirigen su súplica al emperador desde la confusión de la multitud. Si habéis aprendido debidamente el arte de la oración, no habrá en esto nada de nuevo para vosotros.
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Sentados en una altura, observad, y veréis entonces a los merodeadores que se adelantan para robar vuestros racimos; sus tácticas, su hora, su origen, su nombre y su naturaleza. El centinela, al sentirse fatigado, se levantará para orar, luego se sentará para retomar animosamente a su anterior ocupación.
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La obra de la soledad (hesychia) es un desapego total de todas las cosas razonables o no. Pues aquel que se abre a las primeras encontrará seguramente las siguientes. Su segunda obra es la oración asidua; la tercera, la actividad inviolable del corazón. Es imposible, sin conocer las letras, leer los libros: imposible es, también, sin haber antes adquirido las dos primeras obras, abordar la tercera como es debido…
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Un cabello basta para empañar la mirada; una simple preocupación es suficiente para destruir la soledad (hesychia), pues la soledad es despojamiento de todos los pensamientos y renuncia a todas las preocupaciones sean o no razonables. Aquel que posee verdaderamente la paz no se preocupa ya de su propio cuerpo… Aquel que quiere ofrendar a Dios un espíritu purificado y se deja turbar por las preocupaciones se parece al que, teniendo las piernas estrechamente ligadas, pretende correr…
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Más vale un pobre obediente que un hesicasta distraído. Aquel que cree dedicarse a la soledad sin considerar sus ventajas a todas horas, o no es un verdadero hesicasta o se dejará sorprender por la presunción. La soledad es un culto y un servicio inintermmpido de Dios. Cuando el recuerdo de Jesús sea uno solo con vuestra respiración entonces comprenderéis la utilidad de la soledad.
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La obediencia se pierde por propia voluntad; la soledad por el espaciamiento de la oración… Por la noche, dedicad la mejor parte de vuestro tiempo a la oración y la más corta a la salmodia. Cuando llegue el día preparaos para volver valientemente a vuestro oficio…
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La lectura es poco útil para iluminar y recoger el espíritu… Sois un obrero, tened, pues, lecturas activas. Vuestra ocupación vuelve inútil cualquier otra lectura. Hallaréis vuestras luces sobre la ciencia de la santidad en los trabajos antes que en los libros.
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Aquel que se sienta ante Dios en lo profundo de su corazón durante la oración, es como una columna inconmovible… El que es en verdad obediente, a menudo, durante la oración, se vuelve repentinamente luminoso y es transportado de alegría. El combatiente está, de ahora en adelante, preparado e inflamado para un servicio irreprochable, pero, aun cuando pueda orar con la multitud, para la mayoría es mejor hacerlo con un compañero del mismo espíritu, pues la oración perfectamente solitaria es un rarísimo privilegio. Es imposible además, cuando se salmodia con la multitud, orar inmaterialmente…
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El monje que vela en su vigilia nocturna, es un pescador de pensamientos que sabe distinguir sin esfuerzo los pensamientos en la quietud de la noche, y atraparlos… Demasiado sueño conduce al olvido pero la vigilia purifica la memoria. La riqueza de los agricultores se recoge en la era y el lagar; la riqueza y la ciencia (gnosis) de los monjes se reúne en los estados y ocupaciones vespertinas y nocturnas del espíritu…
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En la vigilia de la tarde algunos extienden sus manos para la oración, inmateriales y despojados de toda preocupación; otros se entregan a la salmodia; otros se aplican a la lectura; algunos otros, en su debilidad, luchan bravamente contra el sueño trabajando con las manos; otros más se dedican al pensamiento de la muerte con el designio de obtener la compunción. Entre ese número, los primeros y los últimos perseveran en una vigilia agradable a Dios; los segundos, en una vigilia monástica; los terceros siguen el camino inferior. Pero Dios agradece y juzga la ofrenda según la intención y los medios.
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Que vuestra oración ignore toda multiplicidad: una sola palabra bastó, tanto al publicano como al hijo pródigo, para obtener el perdón de Dios…
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No busquéis las palabras de vuestra oración: ¡cuántas veces los balbuceos simples y monótonos de los niños conmueven a su padre! No os lancéis a largos discursos para no disipar vuestro espíritu en la búsqueda de palabras. Una sola palabra del publicano conmovió la misericordia de Dios; una sola palabra llena de fe salvó al ladrón. La prolijidad en la oración a menudo llena el espíritu de imágenes y lo disipa, mientras que una sola palabra (monología) tiene por efecto su recogimiento. Sentíos consolados y enternecidos por una palabra de la oración y allí deteneos, pues vuestro ángel guardián ora entonces con vosotros.
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No os consideréis demasiado seguros, incluso si habéis obtenido la pureza, sino más bien sentid una gran humildad; entonces alcanzaréis una confianza más grande. Habiendo ascendido la es caía de las virtudes, orad para pedir el perdón de vuestros pecados, dóciles al grito de san Pablo: «El primero de los pecadores soy yo» (1 Tim 1, 15). El aceite y la sal proporcionan sabor a los alimentos; la castidad y las lágrimas dan alas a la oración. Cuando hayáis revestido la dulzura y la ausencia de cólera, no os costará mucho más liberar vuestro espíritu de su cautiverio.
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En tanto no hayamos obtenido la verdadera oración, nos pareceremos a los niños que dan sus primeros pasos. Trabajad, pues, para elevar vuestro pensamiento, o mejor, para recluirlo en las palabras de vuestra oración; si la debilidad de la infancia la hace caer, levantadía nuevamente. Pues el espíritu es inestable por naturaleza, pero aquel que puede sostenerlo todo, puede, también, fijar el espíritu. Si no cesáis de combatir, aquel que fija los límites a la mar del espíritu vendrá a vosotros y dirá: «No pasarás de aquí» (Job 38, 11). Es imposible encadenar al espíritu, pero allí donde se encuentra el Creador del espíritu, todo le está sometido. Quien algún día ha visto el sol podrá hablar de él, mientras que aquel que no lo ha visto, ¿cómo podría hacerlo sin mentir?
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El primer grado de la oración consiste en arrojar, mediante un pensamiento o una palabra, simple y fija (monológicamente), las sugestiones en el momento mismo en que aparecen. El segundo, es vigilar nuestro pensamiento únicamente en aquello que decimos y pensamos. El tercero, el rapto del alma en el Señor. Una es la exultación que encuentran en la oración aquellos que viven en comunidad; otra, diferente, la que experimentan los solitarios: la primera puede estar todavía ligeramente manchada de imaginación, la segunda está totalmente colmada de humildad…
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El gran héroe de la sublime y perfecta oración dijo: «Prefiero decir… cinco palabras con sentido» (1 Cor 14, 19). Los niños pequeños no tienen idea de esto: imperfectos como somos, necesitamos unir a la calidad la cantidad. La segunda nos procura la primera.
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Si no estamos solos a la hora de la oración, impongámonos interiormente la actitud de la súplica; no habiendo testigos susceptibles de alabarnos, impongámonos, además, la actitud exterior de la reverencia, pues, en los imperfectos, a menudo el espíritu se conforma según el cuerpo.
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Resucitados del amor del mundo y de los placeres, rechazad las preocupaciones, despojaos de vuestros pensamientos, renegad de vuestro cuerpo, ya que la oración no es otra cosa que un exilio del mundo visible e invisible.
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Existe una diferencia entre examinar asiduamente el corazón y visitarlo mediante el espíritu, rey y pontífice que ofrece a Cristo víctimas razonables. Sobre los unos -nos dice un autor que mereció el título de teólogo – el fuego santo y supraceleste desciende para consumir aquello que resta todavía para su purificación; él ilumina a los segundos en la medida de su perfección. Pues el mismo fuego que consume es también la luz que ilumina. Por eso ocurre que algunos salen de la oración como de una hoguera, experimentando una especie de disminución de manchas y materia, mientras que otros salen iluminados y revestidos del doble manto de la humildad y la exultación. Aquellos que salen de la oración sin uno de estos dos efectos, han hecho una oración corporal, por no decir judía, y no una oración espiritual. Si el cuerpo que toca a otro sufre un efecto de alteración, ¿cómo no sufrirá también una alteración aquel que toca el cuerpo del Señor con manos inocentes?
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No se aprende a ver, es un efecto de la naturaleza. La belleza de la oración no se aprende por la enseñanza de otro. Ella tiene su maestro en sí misma, Dios, «el que el saber al hombre enseña» (Sal 94, 10) da la oración a aquel que ora y bendice los años de los justos.
Hesiquio de Batos
La sobriedad es un método espiritual que nos libera enteramente, con la ayuda de Dios y mediante una práctica sostenida y decidida, de los pensamientos y palabras apasionadas así como de las malas acciones. Ella procura un conocimiento seguro del Dios incomprensible y resuelve de manera secreta los divinos y ocultos misterios. Cumple todos los mandamientos del antiguo y del nuevo testamento y procura todos los bienes de la vida futura. Ella es, ante todo, esa pureza de corazón que por su excelencia y su belleza, o más exactamente, por nuestra negligencia y desatención, se ha hecho tan rara entre los monjes de este tiempo y que Cristo ha bendecido: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). A este respecto, ella posee un gran valor. La sobriedad guía al hombre que la practica con perseverancia en una vida justa y agradable a Dios. Ella es, además, una escala que conduce a la contemplación, nos enseña a dirigir convenientemente los movimientos de tres partes del alma (razón, irascible y concupiscible), a guardar con seguridad nuestros sentidos, aumentando, día a día, las cuatro grandes virtudes.
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Ten cuidado de que no se eleve en tu corazón un pensamiento secreto» (cf. Dt 1, 9). Moisés (o mejor dicho el Espíritu santo), entiende por ello la simple aparición de un objeto malo por odio a Dios, lo que los Padres llaman la sugestión. Ofrecida al corazón por el diablo, ella es seguida, tan pronto como se presenta a la inteligencia, por nuestros pensamientos que entablan con ella una conversación apasionada.
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La sobriedad es el camino de todas las virtudes y de todos los mandos de Dios. Consiste en la tranquilidad del corazón y en un espíritu perfectamente preservado de toda imaginación.
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La atención es un corazón en reposo (hesychia) permanente de todo pensamiento, que sólo respira e invoca sin interrupción a Cristo Jesús Hijo de Dios, que combate valientemente a sus flancos y se confiesa a aquel que tiene el poder de perdonar los pecados. Que el alma, por una invocación sostenida, abrace a Cristo que escruta secretamente los corazones.., entonces el Maligno no encontrará resquicio por dónde introducir su malicia en el corazón y destruir, entre todas las obras, la perfecta.
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La sobriedad es un centinela del espíritu, inmóvil y perseverante ante el portal del corazón, distinguiendo sutilmente los que se presentan, descubriendo sus propósitos, vigilando las maniobras de esos enemigos mortales, reconociendo la intención demoníaca que intenta, mediante la imaginación, confundir a nuestro espíritu. Esta obra, valientemente conducida, nos dará, silo queremos, una experiencia muy lúcida del combate interior.
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El doble temor, los abandonos y las pruebas pedagógicas que Dios utiliza con nosotros, tienen por efecto natural crear una continuidad de atención en el espíritu de quien se esfuerza por cegar la fuente de los malos pensamientos y acciones. Esa es la razón de los abandonos y de las tentaciones enviadas por Dios para enderezar nuestra conducta, sobre todo si, después de haber gustado la dulce paz de la atención, hemos caído en la negligencia. El esfuerzo sostenido engendra el hábito; éste, a su vez, genera una cierta continuidad de la sobriedad, la cual nos proporciona, poco a poco, una visión directa del combate; seguidamente, la perseverante oración de Jesús, nos trae el suave reposo del espíritu, libre de imaginaciones y en el estado establecido por Jesús.
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«No todo el que me dice: ‘¡ Señor! ¡ Señor!’ entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre» (Mt 7, 21). Ahora bien, la voluntad de Dios es «detestar el mal» (Sal 97, 10). ¡Detestemos, pues, los malos pensamientos por la oración de Jesús y habremos cumplido la voluntad de Dios!
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De cuántas maneras, en mi opinión, la sobriedad purifica al espíritu de los pensamientos apasionados, os lo voy a indicar inmediatamente…
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Una primera forma de sobriedad consiste en vigilar estrechamente la imaginación y la sugestión ya que Satanás es incapaz, sin la imaginación, de formar los pensamientos para presentarlos al espíritu y abusar de él a través del engaño…
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Una segunda forma consiste en orar, conservando siempre el corazón en un silencio profundo, en una carencia total de objetivos.
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Una tercera consiste en llamar sin cesar y con humildad a Jesús en nuestra ayuda.
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Otro medio es conservar sin interrupción en el alma el recuerdo de la muerte.
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Todas estas prácticas detienen los malos pensamientos a la manera de jenízaros. Sobre el importante método que consiste en mirar sólo al cielo considerando a la tierra como nada, me extenderé en otro lugar, si ello place a Dios.
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El combatiente espiritual debe, a cada instante, poseer cuatro cosas: humildad, una atención extrema, la contradicción y la oración. La humildad nos opone a los demonios, enemigos de la humildad; de esa manera tendremos en el corazón, como aliado, al Señor, que odia a los orgullosos. La atención impide al corazón encerrar cualquier pensamiento, independientemente de su buena apariencia. La contradicción hace que, viendo perfectamente al recién llegado, le podamos responder con cólera. La oración, muy cerca de la contradicción, es un grito que se eleva desde el fondo del corazón hacia Cristo, con un inexpresable gemido. Entonces el combatiente verá dispersarse al enemigo ante el nombre santo y adorable de Jesús, como polvo al viento, y desaparecer como el humo sus imágenes.
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Aquel que no alcanzó la oración pura, libre de pensamientos, está desarmado para el combate; me refiero a la oración ejercitada incansablemente en el santuario profundo del alma, para castigar al enemigo invisible con el látigo y consumirlo por la invocación de Jesucristo.
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Tened siempre el ojo del espíritu vivo y atento para reconocer a los recién llegados. Cuando los hayáis reconocido, aplastad la cabeza de la serpiente con la contradicción al tiempo que llamáis a Cristo gimiendo. Así tomaréis conciencia de la ayuda invisible y percibiréis claramente la rectitud de vuestro corazón.
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Aquel que tiene un espejo en las manos, si se encuentra entre otras personas mientras mira en el espejo, ve su propio rostro y el de los que allí se reflejan. Igualmente, aquel que mira a su corazón con gran atención, ve allí su propio estado y también los rostros negros de los etíopes invisibles.
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El espíritu es incapaz, librado a sus medios, de vencer la imaginación demoníaca. ¡Que no se arriesgue! Tenemos enemigos tan astutos que aprovechan la derrota para hacernos tropezar en la vanidad, pero, ante la invocación de Jesús, no se sostendrán ni podrán utilizar ardides un minuto más.
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He aquí un modelo y una regla para el silencio (hesychia) del corazón. Si queréis luchar, tomad ejemplo de la bestiecilla, la araña. Si no os conducís como ella no poseéis todavía el silencio de espíritu necesario. Este insecto atrapa a las pequeñas moscas. Si no imitáis su quietud (hesychia) recogiéndose en vuestra alma, no terminaréis de exterminar a los hijos de Babilonia…
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Si pasáis todo vuestro tiempo en vuestro corazón en humildad de pensamiento, en el recuerdo de la muerte, en la contradicción, en la invocación de Jesucristo; si cada día perseveráis en la sobriedad, esta ruta interior, estrecha pero generadora de alegría, os conducirá a las santas contemplaciones de las santas realidades y «el Cristo, en el que se encuentran ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 3) aclarará para vosotros los misterios profundos… Entonces percibiréis en Jesús que el Espíritu santo se ha fundido sobre vuestro corazón, pues aquel que ilumina el espíritu del hombre le hace ver, «con la cara descubierta, reflejada como en un espejo, la gloria del Señor» (2 Cor 3, 18).
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Aquellos que desean instruirse deben saber que a menudo los demonios nos acosan por envidia disminuyendo el ardor de nuestro combate interior, porque ven con despecho la preciosa ayuda que se otorga a nuestro ascenso hacia Dios y el conocimiento que ella nos procura. De tal modo, al amparo de nuestra negligencia, se apoderan de nuestro espíritu de manera imprevista y hacen que algunos permanezcan desatentos respecto a su corazón. Toda su ambición y todos sus esfuerzos conducen a impedir que nuestro corazón esté atento: ellos conocen el enriquecimiento que trae a nuestra alma la práctica cotidiana de la atención. Apliquémonos, pues, a las contemplaciones espirituales con el recuerdo de nuestro Señor Jesucristo y el ardor del combate se encenderá nuevamente en nuestro espíritu…
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«Vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente, da vueltas y busca a quién devorar» (1 Pe 5, 8). Que jamás suspendáis la atención del corazón, la sobriedad, la contradicción y la oración a Jesús, nuestro Dios. En toda nuestra vida no podríamos encontrar ayuda más excelente que Jesús.
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Cuanto más abundante cae la lluvia, más ablanda la tierra. Cuanto más asiduamente invocamos el nombre de Cristo fuera de todo pensamiento, en mayor medida enternecerá la tierra de nuestro corazón y la penetrará de gozo y alegría.
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Es útil, además, que los poco experimentados sepan que cuando estamos agobiados, empujados hacia la tierra por nuestro cuerpo y nuestra razón, es porque tenemos enemigos invisibles e inmateriales, astutos y hábiles para arruinarnos. Sólo tenemos un medio para vencerlos: la constante sobriedad del espíritu y la invocación de Cristo, nuestro Dios y Creador. Que los inexperimentados encuentren en la oración de Jesús un excitante para probar y conocer el bien. En cuanto a aquellos que han adquirido la experiencia, la mejor enseñanza y la mejor práctica del bien consiste en ejercitarlo y descansar en él.
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El niño sin malicia se deja seducir por el charlatán y, en su simplicidad, le sigue. Así nuestra alma, simple y buena -como la creó su buen Maestro – encuentra placer en las sugestiones del demonio, se deja seducir y corre hacia el malvado como si fuera bueno, igual que la paloma que corre hacia el cazador de pájaros que pone trampas a sus pequeños. El alma confunde así sus propios pensamientos con la imaginación propuesta por el demonio, y si se trata del rostro de una hermosa mujer o alguna otra cosa absolutamente prohibida por los mandamientos de Cristo, ella busca el medio de traducir en acto el objeto que ha visto… Se identifica entonces con su pensamiento y ejecuta en su cuerpo, para su condenación, lo prohibido que ha visto mentalmente.
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Así procede el maligno, con sus flechas que envenenan todas sus víctimas. Por ello es más prudente, en tanto el espíritu no sea poseedor de una vasta experiencia en la guerra, no dejar entrar los pensamientos en el corazón, en particular en los comienzos, cuando nuestra alma aún tiene inclinación hacia las sugestiones de los demonios y encuentra placer en seguirlas ávidamente. Es indispensable, tan pronto como uno toma conciencia de los pensamientos, expulsarlos del campo en el mismo instante en que ellos nos alcanzan o nosotros los identificamos. Cuando el espíritu haya adquirido una gran experiencia en ese ejercicio admirable y sepa todo lo que es necesario saber, se hará tan diestro en esta guerra como para discernir exactamente entre los pensamientos hasta el punto de ser capaz, según las palabras del profeta, de «apoderarse de los pequeños zorros»; entonces él tendrá la astucia de dejarlos avanzar, emprendiendo inmediatamente el combate para, con el auxilio de Cristo, desenmascararlos y arrojarlos fuera.
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Esto comienza con la sugestión, luego viene la ligazón, donde nuestros pensamientos se mezclan con los del espíritu malvado; después la unión; seguidamente, los dos tipos de pensamientos mantienen un consejo y ponen a punto el plan del pecado a cometer; finalmente llega el acto visible, el pecado. Si el espíritu se encuentra en un estado de atención y de sobriedad y, mediante la contradicción y la invocación de Jesucristo impide que se desarrolle la sugestión imaginativa, ella no tendrá consecuencias. Pues el maligno, siendo un espíritu puro, sólo puede perder a las almas mediante la imaginación y los pensamientos…
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Velad sin cesar para que no haya en vuestro corazón ningún pensamiento irrazonable (prohibido) ni razonable (permitido); pronto podréis reconocer a los extraños, es decir, los primogénitos de los egipcios.
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La sobriedad recuerda a la escala de Jacob sobre la cual se sostiene Dios y por la cual trepan los ángeles. Ella destruye todo el mal en nosotros, suprime la charlatanería, las injurias, las distracciones y toda su secuela de pasiones sensibles. Pues ella no soporta privarse en beneficio de ellas, ni siquiera un instante, de su propia suavidad.
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Además de los otros bienes que encontrará en el ejercicio asiduo de la vigilancia del corazón, el espíritu que no desdeñe su ejercitación secreta, vaciará a los cinco sentidos del cuerpo de los pecados exteriores. Enteramente aplicado a la propia virtud, deseoso de reunirse sin cesar con los buenos pensamientos, no se dejará conmover por sus sentidos, que son el camino de acceso de los pensamientos vanos y materiales, y los dominará desde el interior por medio de un vigoroso esfuerzo de voluntad.
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Permaneced en vuestra inteligencia y no deberéis temer a las tentaciones. Mas, si os alejáis, soportad las consecuencias.
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Aquel que quiere purificar su corazón encontrará un beneficio excelente en invocar constantemente el santo nombre de Jesús contra los enemigos invisibles. Nosotros hemos hecho la experiencia y las lecciones de la experiencia están de acuerdo con el testimonio de la Escritura: «Disponte a comparecer ante tu Dios, oh Israel» (Am 4, 12); y del apóstol: «Orad sin cesar» (1 Tes 5, 17). La oración es un bien excelente que contiene a todos los demás: ella purifica el corazón, que es donde Dios se manifiesta al creyente.
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Aquel que consagra toda su ocupación a su interior es casto. Pero, además, contempla, ve a Dios, anuncia a Dios, ora…
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Aquel que renuncia a las cosas del mundo, tal como mujeres y riquezas, convierte en monje al hombre exterior, pero no al hombre interior. En cambio, aquel que renuncia al pensamiento apasionado de esas cosas, hace también monje al hombre interior, es decir, al espíritu. Este es un verdadero monje. Es fácil hacer monje al hombre exterior: sólo hay que desearlo. Pero hacer monje al hombre interior, esto demanda un arduo combate.
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No sé si existe un solo hombre en toda nuestra generación que esté totalmente liberado de los pensamientos apasionados, que haya sido gratificado con la oración inmaterial y pura, índice y señal del monje interior.
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No reservéis toda vuestra atención a vuestro cuerpo, fijadle un trabajo proporcionado a sus fuerzas y dirigid vuestro espíritu enteramente hacia el mundo interior, pues está dicho: «La gimnasia corporal es de poca utilidad, pero la piedad es útil para todo» (1 Tim 4, 8).
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Las sugestiones producen toda clase de pensamientos, el acto sensible malo en sí mismo. Aquel que con Jesús sofoca a las primeras escapa al mismo tiempo de su secuela. Se enriquece con el divino conocimiento por el cual verá a Dios presente en todas partes. Habiendo orientado hacia Dios el espejo de su alma, éste será iluminado por él como un cristal puro que refleja la luz del sol cuando haya alcanzado el más alto deseo y la liberación de toda otra contemplación.
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Todos los pensamientos penetran en el corazón por la imaginación de objetos sensibles. La bendita luz de la deidad ilumina el espíritu cuanto éste se ha despojado totalmente de todas las cosas y de sus formas. Este esplendor se manifiesta al espíritu purificado por la privación de todo pensamiento.
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Cuanto más profundicéis la atención sobre vuestro pensamiento, más fervientemente rogaréis a Jesús. Cuanto más negligentes seáis en examinar vuestro pensamiento, tanto mas os alejaréis de Jesús. En tanto que la primera conducta ilumina la atmósfera del pensamiento, la renuncia a la sobriedad y a la suave invocación de Jesús tiene por efecto entenebrecer el espíritu. Este es el orden de la naturaleza. Os daréis cuenta por la experiencia y lo comprobaréis en la acción. Pues la virtud -la deliciosa actividad generadora de luz- sólo se aprende por la experiencia.
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La invocación constante de Jesús, acompañada por un ardiente deseo pleno de suave alegría, tiene por efecto inundar de paz y dulzura la atmósfera del corazón al amparo de la rigurosa atención. Pero la purificación del corazón no tiene otro autor que Jesucristo, Hijo de Dios y Dios, él mismo…
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El alma colmada y dulcemente consolada por Jesús reconoce a su benefactor con alegría y amor; agradece e invoca gozosamente a aquel que la purifica, y lo ve en el interior de sí misma cuando disipa las imágenes de los espíritus del mal.
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Cuando no queda ninguna imaginación en el corazón, el espíritu se encuentra en un estado natural, todo dispuesto a la contemplación espiritual agradable a Dios.
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De este modo, sobriedad y oración de Jesús se complementan y se sostienen la una a la otra. La atención perfecta refuerza la oración continua, y a su vez la oración refuerza la sobriedad y la atención perfectas.
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El recuerdo y la invocación ininterrumpidos de nuestro Señor producen en nuestro espíritu un estado divino, a condición de no desdeñar la invocación interior a Cristo, la sobriedad perseverante y la obra de vigilancia. En todo tiempo dediquémonos inseparablemente a ejercitar la invocación del Señor Jesús, llamándolo con un corazón ardiente para entrar en comunión con su santo nombre. Pues, en materia de virtud como de vicio, la continuidad engendra el hábito, y el hábito constituye una segunda naturaleza.
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Cada vez que los malos pensamientos comiencen a bullir en nosotros, arrojemos en medio de ellos la invocación de nuestro Señor Jesucristo y los veremos disiparse como humo en el aire. El espíritu ha de permanecer solo, retomemos pues la atención y la invocación constantes, y siempre que nos suceda lo mismo actuemos de igual forma.
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Es imposible vivir sin respirar… es igualmente imposible, sin humildad y una incesante súplica a Jesús, aprender la ciencia del combate espiritual secreto por el cual expulsaremos, metódicamente, a nuestros enemigos.
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El olvido extingue la vigilancia del espíritu como el agua extingue el fuego. La oración continua de Jesús, unida a una activa sobriedad, aleja al olvido del corazón. Pues la oración necesita de la sobriedad del mismo modo que la lámpara de una mecha.
Cada persona pone toda su atención en preservar lo que posee de precioso. Ahora bien, nosotros tenemos un bien verdaderamente precioso y es aquel que nos guarda, en la medida de lo posible, de todo mal espiritual. Se trata de la obra de la vigilancia del espíritu, unida a la invocación de Jesús; dicho de otro modo, de una mirada fija siempre en las profundidades del corazón y de una paz (hesychia) perpetua del espíritu. Debemos esforzarnos, entonces, por vaciamos de los pensamientos, incluso de los que parecen venir de la derecha y, de una manera general, de todos los pensamientos, pues los ladrones podrían ocultarse en ellos. El ejercicio que consiste en no abandonar al corazón es sin duda arduo, pero el descanso está cercano.
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Un corazón constantemente vigilado, al que no pueden acceder las formas, imágenes y representaciones de los espíritus tenebrosos y malvados, produce naturalmente pensamientos luminosos. El carbón nos da la llama; con mayor razón, Dios -que habita en nuestro corazón desde el santo bautismo- cuando encuentra el aire de nuestro pensamiento purificado de los soplos del mal y guardado por el espíritu, alumbra nuestro poder de intelección para la contemplación, como la llama que enciende el cirio.
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No cesemos de hacer que el nombre de nuestro Señor Jesucristo recorra los espacios de nuestro corazón, como el relámpago que transita el firmamento cuando anuncia la lluvia. Esto lo saben quienes tienen la experiencia del intelecto y de su combate interior. Llevemos el combate con orden, como se organiza una batalla: en primer lugar la atención, luego, cuando el enemigo proyecte contra nosotros un mal pensamiento, expulsémoslo con cólera por las palabras de maldición de nuestro corazón; en tercer lugar, maldigámoslo recogiendo nuestro corazón en la invocación de Jesucristo para que la mentira del demonio se desvanezca y el espíritu no corra tras la imaginación como el niño enganchado por el charlatán.
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Empeñémonos en clamar: «Señor Jesucristo», y que nuestros ojos no cesen de dirigirse hacia el cielo en la espera de nuestro Señor (cf. Sal 69, 4)…
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Aquel que mira fijamente el sol, tendrá necesariamente los ojos encandilados; del mismo modo, aquel que no cese de hundir la mirada en la atmósfera del corazón, no dejará de ser iluminado.
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Practicada, como conviene, la pureza del corazón -entended por esto la vigilancia y la guardia del espíritu de la que el nuevo testamento es el símbolo- arroja de allí toda pasión y todo mal. Extirpa el mal para reemplazarlo por la alegría, la buena esperanza, la contradicción, la compunción, las lágrimas, el conocimiento de nosotros mismos y de nuestras faltas, el recuerdo de la muerte, la verdadera humildad, el amor sin medida hacia Dios y los hombres, y la ternura divina del corazón.
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La práctica eficaz de la tranquilidad del corazón descubrirá la visión de un abismo vertiginoso; el corazón en reposo (hesychia) escuchará de Dios cosas extraordinarias.
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La oración de Jesús, unida a la sobriedad de los pensamientos profundos del corazón, borra aquellos pensamientos que han sido fijados en el corazón contra nuestra voluntad.
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Suspender todo pensamiento parece rudo y penoso, en realidad es un efecto laborioso. Cerrar y circunscribir lo incorporal en lo corporal no es penoso para aquellos que han adquirido la experiencia de la lucha íntima e inmaterial. Aquel que está penetrado de Cristo Jesús por la oración constante no penará por seguirlo… A causa de la bondad y la dulzura de Jesús, él confundirá a sus enemigos, los demonios impíos que rondan a su alrededor, y cuando les hable a las puertas del corazón, por Jesús les hará abandonar el campo (cf. Sal 127, 5).
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Comencemos por la atención del espíritu, unamos a ella humildad y sobriedad, oración y contradicción, y nos encaminaremos felizmente en la senda del espíritu; iluminados por la lámpara del nombre adorado de Jesucristo nos purificaremos y adornaremos la casa de nuestro corazón. Si contamos exclusivamente con la sobriedad y la atención, no seremos trastornados ni perderemos la confianza a causa de nuestros enemigos. Si esos pérfidos nos dominaran y nos atraparan en la red de los malos pensamientos, muy pronto nos colocarán ante la muerte. Esto, porque nos habrá faltado el arma poderosa, el nombre de Jesús. Solamente esta santa arma, blandida sin cesar en un corazón simplificado, puede derrotarlos.
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La obra incesante de la sobriedad, y a la vez el gran beneficio del alma, es ver las imaginaciones de los pensamientos en el momento mismo en que se forman en el espíritu. La de la contradicción, es desvelar y refutar el pensamiento que quiere introducirse en la atmósfera de nuestro espíritu por la imaginación de un objeto sensible. Pero lo que extingue y disipa sobre el campo todo pensamiento del adversario, todo razonamiento, toda imaginación, apariencia o imagen… es la invocación del Señor.
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Si es posible, recordemos sin cesar la muerte. Ese recuerdo determina la exclusión de toda preocupación yana, la vigilancia del espíritu y la oración constante, el desprendimiento del cuerpo, el odio al pecado; a decir verdad, toda virtud activa nace de él. Practiquémoslo, si es posible, del mismo modo que respiramos.
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El corazón desprendido de las imaginaciones termina por producir en sí mismo pensamientos santos y misteriosos, como sobre un mar tranquilo se ve bullir los peces y saltar los delfines.
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Una larga experiencia y observación nos ha enseñado que los pensamientos simples y exentos de pasión son seguidos por pensamientos apasionados. Los primeros abren la puerta a los segundos.
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Cuando fortificados en Cristo Jesús comenzamos a marchar con seguridad en la sobriedad, una luz se muestra ante nosotros. En primer lugar es como una lámpara que tenemos en nuestro espíritu y que nos guía en los senderos del alma; luego, es como una luna resplandeciente que desarrolla su revolución en el firmamento del corazón; finalmente, Jesús se nos aparece como un sol que irradia justicia, es decir, que se revela como otro sol a la luz enteramente pura de su contemplación.
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No es menos imposible para el sol brillar sin luz que para el corazón purificarse de la mancha de los pensamientos de perdición sin la oración del nombre de Jesús. Si es así, como mi experiencia lo garantiza, pronunciemos ese nombre tan a menudo como respiramos. Pues él es la luz y ellos son las tinieblas.
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La vigilancia del espíritu sobrepasa las virtudes corporales más elevadas, por más magnificas… El poder de Cristo transforma a sus amantes, de pecadores, de hombres malos, ignorantes, impuros, injustos, en hombres justos y buenos, santos y sabios. Más aún, ellos son admitidos a contemplar los misterios, se sumergen en la luz totalmente pura e infinita experimentando su indecible caricia y habitan y viven en ella…
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La oración monológica mata y pulveriza las tentaciones. Jesús, Dios e Hijo de Dios, invocado por nosotros con asiduidad ininterrumpida, no tolera siquiera que el esbozo de una sugestión se muestre al espíritu en el espejo interior y dirija la palabra al corazón.
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La oración continua purifica la atmósfera del alma de las nubes sombrías. A la atmósfera del corazón, una vez purificada de los soplos de los espíritus malvados, le es imposible no brillar con la divina luz de Jesús, siempre que no se infle con el orgullo, la vanidad y la presunción.
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¿Queréis sinceramente cubrir de vergüenza vuestros pensamientos, vivir en una quietud sin esfuerzo, ejercitar fácilmente la sobriedad del corazón? Que la oración de Jesús se adhiera a vuestra respiración y lograréis lo que deseáis antes de que pase mucho tiempo.
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Unid al soplo de vuestras narices la sobriedad, el nombre de Jesús, la meditación sobre la muerte y la humildad; una y otra son de gran utilidad.
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Será seguramente bienaventurada la inteligencia a la que la oración de Jesús se adhiera de tal forma que el corazón no cese de repetir el nombre de Jesús del mismo modo que el aire se adhiere al cuerpo y la llama al cirio. El sol recorre la tierra y hace el día; el santo nombre de Jesús, brillando permanentemente en la inteligencia, produce innumerables y resplandecientes pensamientos.
Filoteo el Sinaíta
Se desarrolla en nosotros un combate más arduo que la guerra visible. El obrero de la santidad debe, animosamente, correr en espíritu hacia la meta (cf. Flp 3, 14) para conservar perfectamente en su corazón el recuerdo de Dios, tal como se hace con una perla fina o una piedra preciosa. Debemos abandonarlo todo; despreciar nuestro cuerpo y la vida presente para tener en nuestro corazón solamente a Dios…
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Aquellos que entablan el combate interior del espíritu deben elegir en las santas Escrituras las ocupaciones espirituales que aplicarán con todo celo a su espíritu, como compresas de santidad. Desde muy temprano se ha dicho que es necesario mantenerse como centinela, con una inflexible resolución ante la puerta del corazón, con el recuerdo atento de Dios y la oración constante a Jesucristo en el alma; por la vigilancia del espíritu perseguir a muerte a todos los pecados de la tierra; por la intensidad del recuerdo de Dios decapitar para el Señor los poderes, es decir, cortar las primeras manifestaciones de los pensamientos enemigos tan pronto como aparezcan…
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Muy pocos hombres conocen el reposo del espíritu. Es el privilegio de aquellos que ponen todo su esfuerzo en atraer hacia ellos la gracia divina y su consuelo espiritual. Si queremos ejercitar la obra del espíritu -la filosofía en Cristo- por la vigilancia del espíritu y la sobriedad, comencemos por privarnos del exceso en los alimentos, disminuyendo tanto como sea posible la bebida y la comida. La sobriedad merece su nombre de «camino», pues conduce al reino, al reino interno, al mundo por venir; merece también el nombre de oficio del espíritu, pues ella trabaja y pule los rasgos de nuestro espíritu y lo hace pasar de la condición apasionada a la impasibilidad (apatheia). La sobriedad es la pequeña ventana por la cual Dios penetra para mostrarse al espíritu.
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Allí donde están reunidos la humildad, el recuerdo de Dios hecho de sobriedad y de atención, la oración inflexible contra los enemigos, allí está el «lugar de Dios», el cielo del corazón, el sitio al que las tropas del demonio temen acercarse, pues es la morada de Dios.
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La primera puerta que se abre sobre la Jerusalén interior -la atención del espíritu- es el silencio cuidadoso de los labios hasta tanto el espíritu no haya alcanzado su silencio. La segunda es una abstinencia, exactamente calculada, de comida y bebida. La tercera, un recuerdo y una meditación incesante acerca de la muerte, que purifican a la vez el alma y el cuerpo… El recuerdo de la muerte, esta hija de Adán: ¡cuánto he deseado conservarla siempre como compañera, descansar cerca de ella, conversar con ella, interrogarla acerca de la suerte que me espera cuando haya abandonado este cuerpo! Pero el olvido maldito, ese vástago tenebroso del demonio, a menudo me ha impedido hacerlo.
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Se trata de una guerra secreta en la cual los espíritus malos combaten contra el alma a golpes de pensamiento. Como el alma es incorporal, las potencias del mal la atacan inmaterialmente conforme a su naturaleza. Se preparan armas y frentes de batalla, se desarrollan emboscadas y conflictos terribles, existen combates cuerpo a cuerpo… victorias y derrotas se comparten. Un solo punto de semejanza falta en la guerra espiritual, es la declaración de hostilidades… Ella estalla repentinamente y sin previo aviso con una incursión en las profundidades del corazón sorprendiendo al alma en una emboscada mortal. ¿Por qué tales asaltos? Para impedirnos cumplir la voluntad de Dios conforme a la oración: «¡Hágase tu voluntad!» (Mt 6, 10), es decir, los mandamientos. Aquel que atentamente cuida su espíritu del error por la sobriedad y observa con perspicacia los asaltos y las refriegas en torno a las imaginaciones ha recogido el fruto de una larga experiencia.
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Cuando hayamos adquirido un cierto hábito de temperancia y de renunciamiento a los pecados visibles producidos por los cinco sentidos, estaremos en condiciones de cuidar nuestro corazón en Jesús, de recibir su iluminación, de saborear en nuestro espíritu con ferviente ternura las delicias de su bondad. La ley que nos prescribe purificar nuestro corazón no tiene más razón de ser que arrojar las imágenes de los malos pensamientos de la atmósfera de nuestro corazón; disiparlos por una atención constante para que podamos ver claramente, como en un día sereno, a Jesús, el sol de verdad, iluminando en nuestro espíritu los aspectos (las razones) de su majestad.
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El alma es asediada, sitiada por los malos espíritus y encadenada a las tinieblas. Ese círculo de tinieblas le impide orar como ella querría; está invisiblemente encadenada y sus ojos interiores ya no ven. Pero cuando ella se dedica a la oración y orando se esfuerza en la sobriedad, entonces comenzará, gracias a esta oración, a desprenderse poco a poco de esas tinieblas. Aprenderá que existe en el corazón otra guerra invisible, un combate de pensamientos impuros inspirados por los espíritus de malicia. Las Escrituras nos dan el testimonio: «Si la ira del rey se levanta contra ti, no dejes tu puesto» (Ecl 10, 4). El espíritu ocupa su lugar manteniéndose firme en la virtud y la sobriedad.
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Retengamos con todas nuestras fuerzas a Cristo – a quien el enemigo se esfuerza sin cesar por arrojar de nuestra alma- por temor a que Jesús, ante la multitud de pensamientos que llenan ese lugar, se retire de ella. No se obtiene esto sin un gran trabajo… El hombre que durante todo el día repasa el recuerdo de la muerte tiene más agudeza para descubrir el descenso de los demonios y puede expulsarlos inmediatamente.
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El recuerdo suave de Dios, es decir, de Jesús, acompañado por una cólera sentida y una benéfica amargura, puede en todo momento llegar a destruir la fascinación de los pensamientos, la diversidad de las sugestiones, palabras, sueños e imaginaciones tenebrosas, en suma, todas las armas y todas las tácticas que el artesano de muerte pone en práctica impunemente para devorar nuestra alma. La invocación de Jesús consuma todo esto cómodamente, pues sólo hay salvación en Jesús…
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A toda hora y a cada instante guardemos celosamente nuestro corazón de los pensamientos que oscurecen el espejo del alma, que por su naturaleza está destinado a recibir los rasgos y la impresión luminosa de Jesucristo… Busquemos el reino de los cielos en el interior del corazón y encontraremos seguramente la perla… puesto que hemos purificado el ojo de nuestro espíritu.
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La sobriedad purifica la conciencia y la hace brillar. Así purificada, la conciencia expulsa todas las tinieblas de su seno; la luz resplandece repentinamente cuando se retira el velo opaco que la ocultaba. Cuando se persevera en esta sobriedad atenta y constante, la conciencia muestra nuevamente lo que había olvidado, lo que se le escapaba, y al mismo tiempo, al amparo de la sobriedad, enseña el arte de la guerra del espíritu contra el enemigo y los combates de pensamientos. Nos revela cómo arrojar los venablos en ese combate singular, cómo atajar de pleno a los pensamientos con certera mirada, cómo hurtar el espíritu a los atentados refugiándose de las tinieblas funestas en la luz deseada de Cristo. Aquel que ha gustado esta luz me entiende. Esta luz, una vez saboreada, tortura en adelante cada vez más al alma con una verdadera hambre, pues el alma come sin jamás saciarse; cuanto más come, más hambre tiene. Esta luz atrae al espíritu como el sol atrae al ojo, esta luz, inexplicable en sí misma y que, sin embargo, se hace explicable: no en palabras sino en la experiencia de aquel que la goza, o más exactamente, de aquel que es herido por ella; esta luz me impone el silencio, aunque mi espíritu hallaría placer en extenderse mucho mas…
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Escucha cómo debe combatirse en esta guerra que se desarrolla en nosotros día tras día y sigue mi consejo: a la sobriedad une la oración, y la sobriedad purificará la oración y la oración a la sobriedad. Pues la sobriedad es un ojo perpetuamente abierto que reconoce a los intrusos, les intercepta la entrada y se apresura a llamar en su ayuda a nuestro Señor Jesucristo para arrojar a esos adversarios peligrosos. La atención intercepta la ruta con su resistencia, y Jesús, prontamente invocado, expulsa a los demonios y a su cortejo de imaginaciones.
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Cuidad vuestro espíritu con la atención más intensa. Desde que percibáis un pensamiento resistidle sin demora y, al mismo tiempo, apresuraos a invocar a Cristo nuestro Señor para que ejercite su venganza. No habréis terminado de invocarlo y ya el dulce Jesús os dirá: «Heme aquí, cerca de ti para socorrerte». Cuando vuestra oración haya subyugado a vuestros enemigos, prestad atención nuevamente a vuestro espíritu. Las olas llegarán entonces y se cernirán sobre vosotros, unas más poderosas que las otras y vuestra alma, vacilante, estará amenazada por el naufragio. Pero Jesús es Dios, y ante la llamada de sus discípulos dominará a los vientos del mal. En cuanto a vosotros, cuando los toques del enemigo os dejen un momento en reposo, glorificad a aquel que os ha salvado y vivid con el pensamiento de la muerte.
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Caminemos con una completa atención del corazón ejercida desde el fondo del alma. La atención, cotidianamente aliada a la oración, produce un nuevo carro de fuego que conduce al hombre hacia el cielo. ¿Qué digo? El corazón bendito del hombre, sólidamente fijado en la sobriedad, se convierte en un cielo interior, con su sol, su luna, sus astros, y aborda al Dios inaccesible por una ascensión y una visión misteriosas. Que aquel que ama la divina virtud se esfuerce a cada instante por pronunciar el nombre del Señor y convertir en acción sus palabras con todo el impulso de que sea capaz. El hombre que utiliza una cierta violencia contra sus cinco sentidos para anularlos e impedirles arruinar su alma, hace mucho más fácil para el espíritu el combate interior del corazón; rechaza el mundo exterior mediante ciertos recursos; lucha contra los pensamientos por medio de astucias espirituales; abruma a los placeres carnales por la fatiga de las vigilias; se priva de comer y de beber y reduce el cuerpo lo suficiente para facilitar de antemano la guerra del corazón. Todo el beneficio será para vosotros. Torturad vuestra alma por el pensamiento de la muerte, reunid vuestro espíritu disperso por medio del recuerdo de Jesucristo, fundamentalmente por la noche, pues el espíritu es por lo general más puro en ese momento, más lleno de luz, más dispuesto a contemplar a Dios y las cosas divinas con lucidez.
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No eludamos con malas razones las sugestiones incesantes y salvadoras de la conciencia en lo que se relaciona a nuestra conducta y a nuestros deberes, pues si una sobriedad eficaz, ejercitada en la acción minuciosa del espíritu, la ha purificado, esta pureza tiene como efecto natural producir juicios objetivos y exentos de duda…
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El fuego de la madera desprende un humo que irrita los ojos, pero, desde que aparece la luz, el placer toma el lugar de la irritación. Igualmente, la atención, por la compulsión que impone, produce agotamiento. Pero Jesús, invocado, llega y trae la luz al corazón. El recuerdo de Jesús unido a la iluminación nos conduce al bien supremo.
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El hombre que se abandona a los malos pensamientos no podrá purificar de pecado al hombre exterior. Aquellos que no arrancan de su corazón los malos pensamientos, no dejarán de traducirlos en sus correspondientes malas acciones…
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Esto comienza por la sugestión y continúa por la relación, luego por el asentimiento, después la cautividad y, finalmente, la pasión, caracterizada por la continuidad del hábito. He aquí como es lograda la victoria del mentiroso. Este es el modo como definen los Padres a esa sucesión.
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La sugestión, nos dicen, es el pensamiento puro o imagen de un objeto nacido en el corazón y presente al espíritu. La relación consiste en conversar apasionadamente con el objeto manifestado. El asentimiento es la tendencia de un alma complaciente hacia el objeto visto. La cautividad es la abducción involuntaria del corazón, el comercio durable – funesto para nuestro estado excelente -con el objeto en cuestión. Los Padres nos dicen que la pasión es una disposición inveterada en el alma.
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Aquel que desde un principio resiste a la sugestión, o contiene todo movimiento apasionado a su respecto, arroja del cuerpo el mal…
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La mayoría de los monjes no miden el daño que sufre el espíritu a causa de los demonios. Luchan por la rectitud de sus acciones, no se preocupan por cuidar su espíritu y pasan su vida en una simplicidad sin desconfianza. En mi opinión, son totalmente inconscientes de las tinieblas de las pasiones interiores porque no tienen la «pureza del corazón». Roguemos por los hermanos a quienes su simplicidad coloca en tal estado y enseñémosles, en la medida de lo posible, a abstenerse, no sólo de las acciones malas que pueden verse, sino también de aquellas que el diablo opera en el corazón. A los que están colmados del divino deseo de purificar el ojo de su alma los espera otra operación en Cristo, otro misterio.
Máximo el Confesor
Acerca de la oración ininterrumpida
El hermano dijo: Padre mío, enséñame, os lo ruego, de qué manera la oración extirpa los conceptos en el espíritu.
El anciano respondió: Los conceptos son conceptos de objetos. Entre tales objetos algunos se dirigen a los sentidos, otros al espíritu. El espíritu que se demora entre ellos queda enredado en esos conceptos, pero la gracia de la oración une al espíritu a Dios y, mediante esa unión, lo separa de todos los conceptos. El espíritu, así desnudo, se hace familiar y semejante a Dios. Como tal, le pide lo que necesita y tal demanda jamás es frustrada. Por ello el apóstol prescribe «orar sin interrupción» para que uniendo asiduamente nuestro espíritu a Dios, lo liberemos poco a poco de las ataduras con los objetos materiales.
El hermano le dijo: ¿Cómo puede el espíritu «orar sin interrupción» puesto que, salmodiando, leyendo, conversando, consagrándonos a nuestros oficios, lo desviamos hacia numerosos pensamientos y consideraciones?
El anciano respondió: La divina Escritura no ordena nada imposible. El apóstol también salmodiaba, leía, servía y, sin embargo, oraba sin interrupción. La oración ininterrumpida consiste en mantener el espíritu sometido a Dios con una gran reverencia y un gran amor, sostenerlo en la esperanza de Dios; realizar en Dios todas nuestras acciones y vivir en él todo lo que nos sucede. El apóstol, puesto que se encontraba en tal disposición, oraba sin tregua.
Acerca de la purificación del corazón
Cuando hayáis triunfado animosamente sobre las pasiones del cuerpo, cuando hayáis guerreado lo suficiente contra los espíritus impuros y arrojado sus pensamientos fuera del dominio del alma, rogad entonces para que os sea dado un corazón puro y para que el espíritu de rectitud sea restaurado en vuestras entrañas (cf. Sal 51, 12), es decir, que, vaciados de los pensamientos corruptos, la gracia os llene de pensamientos divinos. Y que sea el mundo espiritual de Dios, inmenso y resplandeciente, compuesto de contemplaciones morales (vida activa), naturales (primeras contemplaciones) y teológicas (contemplación de Dios).
Aquel que haya vuelto puro su corazón conocerá no solamente las razones de los seres inferiores a Dios, sino que atraerá también, en una cierta medida, al mismo Dios y, cuando haya franqueado la sucesión de todos los seres, alcanzará la cumbre suprema de la felicidad. Dios, manifestándose en ese corazón se dignará grabar allí sus propias leyes por medio del Espíritu, como sobre nuevas tablas mosaicas. Esto en la medida en que el corazón haya progresado en la acción y la contemplación, según la intención mística del precepto: «Creced» (Gén 35, 11).
Se puede llamar corazón puro a aquel que no tiene ningún movimiento natural hacia ninguna cosa, de cualquier tipo que sea. Sobre esta tabla perfectamente alisada por una absoluta simplicidad, Dios se manifiesta e inscribe sus propias leyes.
Es un corazón puro el que presenta a Dios una memoria sin especies ni formas, dispuesta únicamente a recibir los caracteres por los que Dios acostumbra a manifestarse.
El espíritu de Cristo que reciben los santos según las palabras: «nosotros poseemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2, 16), no viene a nosotros mediante la privación de nuestro poder intelectual, ni como un complemento de nuestro intelecto, ni bajo la forma de un agregado sustancial a nuestro intelecto. No. El hace brillar el poder de nuestro intelecto en su propia cualidad y lo conduce a su propio acto. Yo llamo «tener el espíritu de Cristo» a pensar según Cristo y pensar a Cristo en todas las cosas.
Elías el Ecdicos
La obra del cuerpo es el ayuno y la vigilia; la obra de la boca, la salmodia. Por encima de la salmodia está la oración. La obra del alma es la temperancia y la simplicidad. La del intelecto, la oración de contemplación y la contemplación de Dios en la oración.
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El cuerpo no se purifica sin el ayuno y la vigilia, ni el alma sin la misericordia y la verdad, ni el intelecto sin la contemplación y la conversación con Dios.
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Cuantas más dificultades soportéis, mejor debéis escuchar al que os muestre las pruebas, pues contribuye a vuestra perfecta purificación, sin la cual el intelecto no puede alcanzar la región pura de la oración.
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El elemento malo del cuerpo es la pasión; el del alma, la complacencia apasionada; el del intelecto, la inclinación apasionada. La primera es atributo del acto, la segunda de los otros sentidos, la tercera de la disposición contraria.
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La disposición apasionada del alma se destruye por el ayuno y la oración; la complacencia apasionada, por la vigilia y el silencio; la inclinación apasionada, por la tranquilidad y la atención. La apatheia consiste en el «recuerdo de Dios».
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La facultad racional se sitúa en el límite de la luz sensible y la luz intelectual. Tiene como función ver y efectuar las operaciones del cuerpo por la primera y, por la segunda, las del espíritu (pneuma). Pero, puesto que éste se encuentra debilitado en ella, y aquél ha sido herido como consecuencia de la herencia original, ella no puede fijar totalmente su consideración sobre las cosas divinas más que uniéndose enteramente con el intelecto en la oración.
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Que la oración no se aparte del intelecto más que el sol de su rayo. Sin ella, las preocupaciones sensibles envuelven al intelecto como nubes sin agua y le arrebatan su propio esplendor.
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La oración arroja del alma todos los pensamientos hostiles gracias al refuerzo de las lágrimas, pero toda distracción del intelecto les hace entrar nuevamente.
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La obra espiritual (pneumática) no necesita de la obra del cuerpo para subsistir. Bienaventurados aquellos que han dado preferencia a la obra inmaterial sobre la material. Han llenado de ese modo la ausencia de la segunda, viviendo la vida secreta de la primera, secreta, pero conocida por Dios.
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La separación original del intelecto de su morada propia le ha hecho olvidar su esplendor. Le es necesario, entonces, olvidar los objetos de aquí abajo y elevarse hacia su esplendor mediante la oración.
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El amor de la oración monológica sea el testimonio del intelecto agradable a Dios; la palabra oportuna el de la razón sensata; el gusto uniforme el del sentido liberado. Se dice que estas tres cosas componen la santidad del alma.
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No todos persiguen el mismo objeto en la oración. Uno ora para que su corazón, si es posible, esté en todo tiempo con la oración y lo trascendente. Otro para no ser interceptado por sus pensamientos durante la oración. Todos oran para permanecer en el bien y no ser desviados hacia el mal.
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Aquél se mantiene de este lado del primer velo apartado durante su oración. Aquél penetra en el interior, es el que realiza la oración monológica. Sólo penetra en el Santo de los santos aquel que, en la paz de todos los pensamientos naturales, escruta los atributos de la sustancia que sobrepasa toda inteligencia, siendo gratificado aquí abajo con una cierta «fotofanía».
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La ley de la oración acucia a los principiantes a la manera de un maestro. Para los que han progresado, es el heraldo que llama a los pobres y hambrientos al lugar del banquete.
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A los que se dedican como conviene a la vida activa, la oración los cubre como una nube con su sombra y los protege del ardor de los pensamientos, o bien destila sobre ellos gotas de lágrimas y los abre a la contemplación espiritual.
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El intelecto que pretende abrirse distintos caminos se revela insaciable. Aquel que se recoge en el camino único de la oración, sufre en la medida en que no ha llegado a la perfección y suplica que se le libere para poder volver al lugar de donde procede.
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El intelecto, exiliado de lo alto, no volverá a subir antes de haber demostrado un absoluto menosprecio por las cosas de aquí abajo mediante su aplicación a las cosas divinas.
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Si no consigues ocupar tu alma únicamente con los pensamientos que le conciernen, al menos obliga a tu cuerpo a vivir como un monje, teniendo sin cesar en el espíritu su miseria. De tal modo, con el tiempo y la misericordia de Dios, podrás volver a la dignidad de tu nobleza primera.
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Cuando hayas liberado tu intelecto de la ligazón con la carne, el alimento y las riquezas, todo lo que hagas será aceptado por Dios como un don puro. El te lo restituirá abriendo los ojos de tu corazón, haciéndote meditar a libro abierto en sus leyes allí escondidas. Esas leyes, por la suavidad que expanden, parecerán más dulces a tu paladar espiritual que un panal de miel.
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Los pensamientos no pertenecen a la parte irracional del alma: los seres sin razón no tienen pensamientos. Menos aún a la parte intelectual: los ángeles no tienen pensamientos. Ellos son los vástagos (brotes) de nuestra parte racional. Toman la escala de la imaginación para llevar al intelecto los mensajes de los sentidos y vuelven a descender hacia los sentidos para comunicarles las intenciones del intelecto.
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La calidad del grano aparece en la espiga; la pureza de nuestra contemplación, en la oración. La espiga recibió, para alejar a los pájaros ladrones, una defensa de lancetas, sus barbas. La oración recibió de la inteligencia las pruebas para destruir a los pensamientos.
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Fue prescrito a los antiguos ofrecer en el templo las primicias de la era y el lagar. Nosotros debemos presentar a Dios las primicias de la vida activa, que son temperancia y verdad; y las de la vida contemplativa, que son el amor y la oración. Mediante estas últimas rechazamos los impulsos irracionales de lo concupiscible y lo irascible; por las primeras, los pensamientos vanos y sus asechanzas.
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El fin de la vida activa es la mortificación de las pasiones, el de la vida gnóstica, la contemplación de las virtudes.
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El activo sorbe la bebida de la compunción en la oración. El contemplativo se embriaga con el cáliz excelente. Uno, reflexionando sobre el orden de la naturaleza; el otro, ignorándose a si mismo en la oración.
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El activo, en la oración, lleva sobre su corazón un velo, la ciencia de las cosas sensibles que sus ataduras le impiden levantar. Sólo el contemplativo, que no tiene ataduras, puede, en cierta medida, ver a rostro descubierto la gloria de Dios.
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La oración que acompaña a la contemplación «pneumática» es la «tierra de promisión donde manan la leche y la miel»:la ciencia de las razones divinas sobre la providencia y el juicio.
La oración que está acompañada por una cierta contemplación natural es el Egipto, donde el que ora encuentra el recuerdo de los deseos groseros. La oración simple es el maná del desierto, cuya uniformidad sustrae a los impacientes los bienes de la promesa, pero procura a aquellos que soportan pacientemente este alimento monótono (restringido) el gusto excelente y perdurable.
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El pórtico del alma razonable es el sentido; su templo, la razón; su pontífice, el intelecto. Se mantiene, en el pórtico, el intelecto asolado por los pensamientos intempestivos; en el templo, el intelecto sacudido por los pensamientos oportunos; aquel que escapa a los unos y a los otros es considerado digno de entrar en el divino santuario.
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Esta oración simple es seguramente la oración monológica: el plato único por oposición al menú variado de las contemplaciones inferiores a la «teología».
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El activo desea la disolución del cuerpo y la unión con Cristo a causa de las penas de esta vida. El contemplativo estima mejor permanecer en la carne a causa de la alegría que recibe de la oración y para beneficio de su prójimo.
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La contemplación de los inteligibles es un paraíso. Por la oración el gnóstico entra allí como en una casa interior. El activo es semejante a un transeúnte al que, a pesar de su deseo, le resulta imposible entrar por causa de su edad espiritual.
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Llegada la primavera, el potrillo no soporta el establo ni el pesebre. Igualmente, el intelecto novicio no puede mantenerse largo tiempo en la estrechez de la oración: encuentra más agradable ganar los espacios de la contemplación natural, aquella que se encuentra en la salmodia y la lectura.
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La vida activa tiene los riñones -las potencias vitales- ceñidos por el ayuno y la pureza. La vida contemplativa lleva las antorchas ardientes de las virtudes gnósticas: el silencio y la oración. La primera tiene como pedagogo a la razón; la segunda, al verbo interior como paraninfo.
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El intelecto imperfecto no tiene autorización para penetrar en la viña cargada de frutos de la oración, sólo tiene acceso, como el pobre admitido a la rebusca de granos, a los ecos simples de los salmos.
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Entre aquellos que son introducidos ante el emperador, no todos cenan con él. No todos los que vienen a la cita con la oración participan en la contemplación que la acompaña.
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El irascible tiene por freno adecuado el silencio; el deseo irrazonable, el alimento mesurado; la razón reacia, la oración monológica.
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El intelecto que en la oración entra en el alma conversará en la cámara nupcial como el esposo y la esposa. Aquel que no tiene permiso para entrar se mantiene afuera, gritando y lamentándose: «¿Quién me conducirá hasta una ciudad fuerte?» (Sal 60, 11). ¿Quién me guiará para que no vea, en mi oración, sus furores engañosos?
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Los demonios tienen una extrema aversión a la oración pura. Lo que los aterroriza no es la multitud de los bienes, como los efectivos del enemigo pueden aterrorizar a un ejército. No, es el recuerdo y la armonía de los tres: intelecto y razón, razón y sentidos.
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La oración simple es el pan que fortifica a los principiantes. La oración acompañada por una cierta contemplación, el aceite que suaviza. La oración sin forma ni imagen, el vino perfumado que pone fuera de si mismos a los que con él se embriagan.
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Los que oran, teniendo el alma todavía ligada a las pasiones, por el hecho de ser aún materiales, están rodeados de renacuajos: los pensamientos que los arrastran. Aquellos que han introducido mesura en sus pasiones son distraídos por contemplaciones que se asemejan a ruiseñores saltando de rama en rama, ellos pasan de una contemplación a otra. Los impasibles (apatheia) conocen en la oración un gran silencio y una extrema libertad de representación y de conceptos.
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Cuando el sol se eleva, las estrellas se ponen; los pensamientos se retiran cuando el intelecto recupera su reino natural.
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Dios ve a todos los hombres. Ven a Dios aquellos que no miran nada en su oración. Aquellos que ven a Dios son satisfechos, aquellos que no han sido satisfechos no han visto a Dios.
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Aquel en quien trabaja una pasión, de ambición o de grandeza, no puede orar puramente. Pues las ataduras y los pensamientos vanos que ello comporta son como lazos que retienen al que quiere alzar vuelo en el momento de la oración. Se asemeja a un pájaro prisionero.
Simeón el Nuevo Teólogo
Acerca de la oración constante y sus efectos
De la misma manera que los mandamientos generales comprenden a los mandamientos particulares, las virtudes generales envuelven a las virtudes particulares. Aquel que vende sus bienes, distribuye el producto entre los pobres y se convierte en pobre súbitamente, cumple todos los mandamientos particulares al mismo tiempo. No tienen nada para dar a quien le pida, ni para rehusar a quien quiera tomarle prestado. Del mismo modo, aquel que ora sin cesar, todo lo involucra en su oración. No está ya en la obligación de alabar al Señor siete veces al día, y a la tarde, a la mañana y al mediodía, puesto que ya cumplió con las oraciones y la salmodia que los cánones nos imponen en tiempo y horas fijas. Igualmente, aquel que posee en si, conscientemente, «el saber que al hombre enseña» (Sal 94, 10), ya recogió todo el fruto que procura la lectura y no necesita hacer lectura de libros. Así también, el hombre que entró en la familiaridad de aquel que inspiró los libros santos, es iniciado por él en los secretos inefables de los misterios ocultos convirtiéndose, para los demás, en un libro inspirado que lleva en si inscritos, por el dedo mismo de Dios, los misterios antiguos y nuevos, pues ha cumplido con todo y reposa en Dios -la perfección primera- de todos sus trabajos y sus obras.
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Aplicaos con todas vuestras fuerzas a vuestro oficio permaneciendo en vuestra celda. Perseverad en la oración con compunción, atención, lágrimas continuas, sin pensar que habéis sobrepasado la medida del cansancio y que podéis cercenar un poco la oración a causa de vuestra fatiga física. Os lo digo: es posible extenuarse tanto como se quiera en el oficio; pero el que se priva de la oración sufre un grave detrimento.
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Si durante vuestra oración se produce un pavor, un estruendo, un relámpago de luz, o cualquier otro fenómeno, no os turbéis y perseverad en ella con tanta mayor tenacidad. Esa turbación, ese espanto, ese estupor, vienen de los demonios que quieren debilitaros y haceros renunciar a la oración para apoderarse de vosotros cuando ese debilitamiento se convierta en hábito. En cambio, si mientras vosotros cumplís vuestra oración, brilla una luz imposible de expresar, el alma se llena de alegría, del deseo de lo mejor, se libera un raudal de lágrimas de compunción, entonces sabréis que se trata de una visita y de un consuelo (un auxilio) de Dios…
Acerca de la oración de Jesús y los éxtasis de Simeón
Si buscas curación, cultiva tu conciencia; haz todo lo que ella te diga y obtendrás provecho.
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Aquel que busca las operaciones del Espíritu antes de haber practicado los mandamientos, recuerda al esclavo que, en el momento mismo de ser comprado, reclama el precio de la compra y sus cartas de emancipación.
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Aquel que ora de cuerpo y no posee todavía la ciencia espiritual, es como el ciego que grita: «¡Hijo de David, ten compasión de mi!» (Lc 18, 38). El ciego, cuando recuperó sus ojos y vio al Señor, lo adoró llamándolo, no ya, hijo de David, sino Hijo de Dios.
Nuestro joven admiró esos tres capítulos y creyó que encontraría extrema ventaja cultivando su conciencia; que conocería las operaciones del santo Espíritu; que aprendería a guardar los mandamientos de Dios; que por la gracia de este, sus ojos interiores se abrirían y que vería a Dios espiritualmente.
Herido de amor y de deseo por el Señor, persiguió, en su esperanza, la primera e invisible belleza. El se limitó a esto -habría de confesármelo más tarde bajo juramento-: cada tarde, él se aplicaba a la pequeña consigna que el santo anciano le había dado y luego se acostaba. Cuando su conciencia le decía: «Haz esto, agrega otras letanías y otros salmos y di también el Señor Jesucristo, tened piedad de mi’, tú lo puedes», obedecía con gran entusiasmo y sin hesitación como si Dios en persona se lo hubiera mandado.
Aplicó todo esto y, desde ese día, no sucedió que se acostara y que su conciencia debiera decirle o recordarle: «¿Por qué no haces esto?». Como la seguía sin concesión y ella se enriquecía cada día, en poco tiempo su oración de la tarde tomó proporciones considerables. Durante el día dirigía la casa de un patricio importante, se encaminaba cotidianamente al palacio y se ocupaba de los asuntos materiales de modo que nadie se daba cuenta de lo que sucedía. Sus ojos derramaban lágrimas; se entregaba a genuflexiones y prosternaciones repetidas con el rostro contra la tierra; durante su ejercicio se mantenía con los pies juntos e inmóviles y elevaba, además, con lágrimas y suspiros, oraciones a la Madre de Dios. Se prosternaba ante los pies inmaculados del Señor, como si se encontrara ante él, en su carne, para enternecerlo, a ejemplo del ciego del evangelio, y obtener la luz para los ojos de su alma.
Día a día su oración de la tarde iba creciendo: la prolongaba hasta medianoche sin descansar ni debilitarse, sin mover un miembro, incluso sin mover o levantar la mirada. Se mantenía inmóvil como una columna o como un ser incorporal.
Una tarde que oraba y decía en su espíritu: «Dios mío, ten piedad de mi, que soy un pecador», de un solo golpe una poderosa luz divina brilló en lo alto sobre él. Toda la habitación fue inundada por esa luminosidad; el joven no sabia si estaba en la casa o sobre un techo; sólo veía luz por todos los lados, ignoraba incluso si estaba sobre la tierra. Ningún temor de caer, ninguna preocupación por este mundo. Sólo formaba una unidad con esa luz divina, parecía haberse convertido él mismo en luz y, enteramente ausente del mundo, desbordaba de lágrimas y de una inexpresable alegría. Luego su espíritu se elevó hasta los cielos y allí vio otra luz más resplandeciente todavía y, cerca de esa luz, percibió de pie al santo anciano que le había dado el libro de Marco y la consigna…
Más tarde, habiendo pasado la contemplación, el joven hombre volvió en si lleno de alegría y admiración, vertió, con todo su corazón, lágrimas acompañadas de suavidad. Terminó por caer sobre su lecho. El gallo cantó entonces, advirtiéndole que era medianoche. Escuchó muy pronto a las iglesias anunciar maitines. El joven se levantó para dirigirse allí, según su costumbre.
Esa noche, el pensamiento del sueño no lo había siquiera rozado.
«La vida de Simeón el Nuevo Teólogo»
Cuando una noche estaba en oración, con su espíritu purificado unido al primer Espíritu, vio una luz de lo alto que arrojaba repentinamente desde los cielos su claridad sobre él, era luz auténtica e inmensa, aclarándolo todo y volviéndolo todo puro como el día. Iluminado él también por ella, creyó que la casa entera, con la celda donde se encontraba, se había desvanecido y había pasado a la nada en un pestañeo, que él mismo se encontraba arrebatado en el aire olvidado enteramente de su cuerpo. En ese estado, tal como lo comentó y escribió a sus confidentes, fue colmado de una gran alegría e inundado de cálidas lágrimas y, lo más extraño de ese maravilloso acontecimiento es que, no habiendo sido iniciado todavía en semejantes revelaciones, en su sorpresa gritaba en alta voz incesantemente: «Señor, ten piedad de mi», cosa que advirtió una vez vuelto en sí, pues, en el momento mismo ignoraba totalmente que su voz hablaba y que su palabra era escuchada afuera… Más tarde, finalmente, habiéndose retirado poco a poco esa luz, volvió a su cuerpo y al interior de su celda y encontró su corazón colmado de una alegría inefable y su boca gritando en alta voz, como se le había enseñado: «Señor, ten piedad…».
Nicetas Stethatos
La continencia, el ayuno y los combates espirituales detienen las solicitaciones y los impulsos de la carne; la lectura de las santas Escrituras refresca el enardecimiento del alma y los tumores del corazón; la oración inextinguible los humilla, y la compunción, como un aceite, los alegra.
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Nada vuelve al hombre tan familiar a Dios como la plegaria pura e inmaterial que une con él al que ora sin distracción en el Espíritu y cuya alma ha sido lavada por las lágrimas, endulzada por la alegría de la compunción e iluminada por la luz del Espíritu.
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La cantidad es excelente en la salmodia, cuando es acompañada por la perseverancia y la atención. Pero es la calidad la que vivifica el alma y conduce al fruto. La calidad de la salmodia y de la oración consisten en orar con el Espíritu en el intelecto. Ora en su intelecto aquel que, orando y salmodiando, considera el sentido encerrado en la santa Escritura. Tales pensamientos divinos constituyen en su corazón otros tantos escalones espirituales: el alma es transportada en el aire luminoso, totalmente iluminada, purificada incluso, y se eleva hasta el cielo y ve la belleza de los bienes preparados a los santos. Consumida por el deseo, derrama por los ojos el fruto de la luz, desparramando un raudal de lágrimas bajo la moción (energía) iluminadora del Espíritu. La gustación de esos bienes es tan dulce que se llega, en esos momentos, a olvidar el alimento del cuerpo. Tal es el fruto de la oración, aquel que procede de la calidad de la salmodia en el alma que ora.
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Allí donde vosotros veis el fruto del Espíritu se encuentra también la calidad de la oración. Y allí donde hay calidad, la cantidad de la salmodia también es excelente. Si no veis el fruto, es porque la calidad es árida y, si es ánda, la cantidad no sirve para nada. Resulta absolutamente sin provecho para la gran mayoría.
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Tened cuidado del engaño cuando oráis o cantáis salmos al Señor. Los demonios sorprenden los sentidos del alma y nos hacen, traicioneramente, decir una cosa por otra, cambiando por blasfemias los versículos de los salmos y haciéndonos proferir impiedades. O bien, cuando entonamos el salmo, nos hacen llegar rápidamente al final, borrando de nuestro espíritu la parte del medio, o nos hacen dar vueltas en redondo sobre el mismo versículo, sin dejamos encontrar la continuación del salmo. O, cuando hemos llegado al justo medio, bruscamente nos retiran el recuerdo de todos los versículos que siguen, de modo que olvidamos el versículo que teníamos sobre los labios y no podemos reencontrarlo ni volverlo a atrapar. Actúan de ese modo para debilitamos y disgustamos y también para arruinar los frutos de la oración, volviéndonos sensibles a su extensión. Pero resistid valientemente y ligaos cada vez más a vuestro salmo para, en la contemplación, recoger en los versículos los frutos de la oración y enriqueceros con la iluminación del Espíritu santo, reservada a las almas que oran.
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¿Os sucede alguna cosa semejante mientras salmodiáis con inteligencia? No permitáis que la negligencia os debilite. No prefiráis la comida del cuerpo a los esfuerzos del alma, dejándoos pensar en la longitud de la hora (canónica). Pero deteneos en el lugar mismo en que vuestro espíritu se ha dejado cautivar y, si estáis al final del salmo, retomad valientemente el comienzo. Retomad la ruta del salmo a partir del comienzo, vuestro espíritu deberá apoyarse en la distracción muchas veces en el curso de la misma hora. Si os comportáis así, los demonios no soportarán la paciencia de vuestra perseverancia, ni el vigor de vuestra resolución; y se retirarán cubiertos de vergüenza.
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La oración inextinguible es -tenedlo seguro- aquella que no cesa en el alma, ni de noche ni de día. Ni los brazos extendidos, ni la actitud del cuerpo, ni los sonidos de la lengua, la muestran a las miradas. Sin embargo, aquellos que comprenden saben que la obra del intelecto reside en el ejercicio mental del «recuerdo de Dios» en una disposición de perseverante compunción.
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Debemos dedicamos sin cesar a la oración, manteniendo nuestros pensamientos reunidos bajo la conducción del intelecto, en una gran paz y modestia, ocupados en investigar las profundidades de Dios y en buscar la gustación de la onda, suave entre todas, de la contemplación. Aquel en el que todas las facultades del alma están consagradas por la ciencia, ése ha realizado la oración constante.
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No hay lugar ni tiempo determinado para celebrar el misterio de la oración. Si fijáis horas, momentos, lugares para la oración, el tiempo que reste estará perdido en las ocupaciones de la vanidad. La verdadera oración es la inquebrantable fijación del espíritu en Dios. Su obra es volcar el alma (la inteligencia discursiva) hacia las cosas divinas; su fin es hacer que la inteligencia se adhiera a Dios y no haga con él más que un solo espíritu, según la definición del apóstol.
Nicéforo el Solitario
Tratado de la sobriedad y del cuidado del corazón
Vosotros deseáis ardientemente obtener la grandiosa y divina «fotofanía» de nuestro Salvador Jesucristo; vosotros que queréis aprehender sensiblemente en vuestro corazón el fuego más que celestial; vosotros que os esforzáis por obtener la experiencia sentida del perdón de Dios; vosotros que habéis abandonado todos los bienes de este mundo para descubrir y poseer el tesoro oculto en el terreno de vuestro corazón; vosotros que queréis desde esta tierra abrazaros alegremente a las antorchas del alma y, para ello, habéis renunciado a todas las cosas presentes; vosotros que queréis conocer y tomar con un conocimiento experimental el reino de Dios presente ante vosotros, venid para que yo os exponga la ciencia, el método de la vida eterna, o mejor, celestial, que introduce sin fatiga ni sudor a aquel que la practica en el puerto de la apatheia. El no debe temer la seducción ni el terror que proceden de los demonios. Esa caída no amenaza más que a aquel cuya desobediencia entraña permanecer lejos de la vida que os expongo, tal como le sucedió a Adán quien, despreciando el precepto divino, se relacionó con la serpiente, confió en ella, se dejó embriagar con el fruto engañoso y se precipitó lastimosamente, y su posteridad con él, en el abismo de la muerte, de las tinieblas y de la corrupción.
Volved, pues, volvamos, -para hablar más exactamente- pues, a nosotros mismos, mis hermanos, rechazando con el mayor desprecio el consejo de la serpiente y toda intimidad con aquel que repta. Pues sólo hay un medio de acceder al perdón y a la familiaridad con Dios: volver, en lo posible, a nosotros mismos, o mejor -por una paradoja- reentrar en nosotros mismos, alejándonos del comercio con el mundo y de las preocupaciones vanas, para ligarnos indefectiblemente al «reino de los cielos que está dentro de nosotros». Si la vida monástica ha recibido el nombre de «ciencia de la ciencia y arte de las artes», es porque sus efectos no tienen nada en común con las ventajas corruptibles de aquí abajo, que desvían a nuestro espíritu de lo que es mejor, para enterramos bajo sus aluviones. Ella nos promete bienes maravillosos e inefables «que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se le antojó al corazón del hombre» (1 Cor 2, 9). También «porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos que andan por los aires» (Ef 6, 12). Puesto que el siglo presente sólo es de tinieblas, huyámosle, huyámosle incluso en pensamiento. Que no haya nada en común entre nosotros y el enemigo de Dios, pues «aquel que quiere hacer amistad con él se sitúa como enemigo de Dios». Y, ¿quién podrá acudir en ayuda de aquel que se hace enemigo de Dios?
Imitemos entonces a los Padres y, según su ejemplo, busquemos el tesoro oculto en nuestros corazones, y, habiéndolo descubierto, retengámosle con todas nuestras fuerzas para, a la vez, guardarlo y hacerlo valer. A ello fuimos destinados desde nuestro origen. Si algún nuevo Nicodemo intenta perturbamos preguntando: «¿Cómo es posible volver a entrar en el corazón para vivir y trabajar allí?» tendremos derecho a dar la misma respuesta que dio el Salvador a la objeción del primer Nicodemo («¿cómo se puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y renacer cuando se es viejo?»): «El Espíritu sopla por donde quiere», con una imagen tomada del viento material. Si compartimos una duda semejante en relación a las obras de la vida activa, ¿cómo llegaremos a aquellas de la contemplación siendo que «la vida activa es el camino de acceso a la contemplación»?. Puesto que es imposible convencer a un espíritu tan incrédulo sin pruebas escritas, presentaré sucesivamente en este tratado, para provecho de todos, las vidas de los santos y sus escritos. Una vez convencidos será necesario arrojar toda duda. Comenzaremos por nuestro padre san Antonio el Grande, para continuar con su posteridad eligiendo, en las palabras y la conducta de esos santos, nuestras piezas de convicción.
Extracto de la vida de nuestro padre san Antonio
Cierto día, dos hermanos se pusieron en camino para ir a buscar al santo padre Antonio. Haciendo camino, el agua llegó a faltarles; uno murió y el otro no tenía vida para mucho tiempo; no teniendo fuerzas para caminar yacía sobre el suelo, esperando la muerte. Antonio, que estaba sentado sobre la montaña, llamó a dos monjes que se encontraban por allí y les apremió: «Tomad un cántaro y agua y corred por la ruta que lleva a Egipto: dos hermanos venían hacia aquí, uno acaba de morir y el otro no tardará en hacerlo si vosotros no os apuráis. Esto me ha sido manifestado mientras estaba en oración».
Los monjes, habiéndose puesto en camino, encontraron al muerto y lo enterraron, reanimaron al otro con el agua y lo condujeron ante el anciano. Alguien podría preguntarse por qué Antonio no había dicho nada antes de la muerte del primero, pero seria una pregunta inútil. No correspondía a Antonio decidir la muerte, sino que fue más bien Dios quien decidió dejar morir al pnmero y revelar el caso del segundo. Lo que hay de maravilloso por parte de Antonio es que, sentado sobre la montaña, tenía el corazón sobrio y el Señor le reveló acontecimientos alejados. Veréis por esto que Antonio, gracias a la sobriedad de su corazón, fue gratificado con la visión divina y la visión a distancia. Pues «Dios -nos dice Juan de la Escala- se manifiesta al espíritu en el corazón, primero para purificar a quien lo ama, luego como una luz que hace resplandecer el espíritu y lo vuelve deiforme».
Sobre la vida de san Teodosio (siglos V-VI)
San Teodosio fue alcanzado por la flecha suave de la caridad y aprisionado en sus lazos hasta el punto de consumar en sus obras el sublime y divino mandato: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón» (Mt 22, 37). Esto sólo le fue posible porque todos los poderes naturales de su alma estaban únicamente tendidos hacia el amor de su Creador, con exclusión de todos los objetos de aquí abajo; hablo de las actividades intelectuales del alma. Inspiraba reverencia cuando consolaba y era la dulzura y la afabilidad mismas cuando reprimía. ¿Quién otro fue alguna vez de relación más útil para todos y, al mismo tiempo, capaz de recoger sus sentidos y dirigirlos al interior de sí mismo al punto de hacer frente con mayor tranquilidad a las preocupaciones del mundo que a las del desierto? ¿quién fue más capaz de permanecer en si mismo, tanto en medio de la multitud como en la soledad? Es así que, recogiendo sus sentidos para introducirlos en sí mismo, nuestro gran Teodosio fue herido por el amor del Creador.
Sobre la vida de san Arsenio (padre del desierto)
El admirable Arsenio se había propuesto como regla no tratar jamás nada por escrito, y no escribir, además, una sola letra. No es que fuera incapaz de hacerlo. Por el contrario, le resultaba tan fácil ser elocuente como a otros simplemente hablar.
No, se trata únicamente del hábito del silencio y la repugnancia por la ostentación. Por la misma razón tenía gran cuidado de no mirar a nadie ni ser visto él mismo: se mantenía detrás de un pilar o algún obstáculo semejante para ocultarse de los otros asistentes. Quería de ese modo velar sobre sí mismo, recoger su espíritu en sí mismo y elevarse hacia Dios. Nuevo ejemplo de un santo hombre, verdadero ángel sobre la tierra…
Sobre la vida de san Pablo de Latros (+ en 955)
San Pablo prácticamente no abandonaba las montañas y los lugares desiertos. Los animales salvajes eran sus compañeros y sus comensales. En ocasiones deseaba descender para visitar a los hermanos. Los exhortaba entonces y les enseñaba a mostrarse animosos, a no descuidar perezosamente los trabajos penosos de la virtud sino a dedicarse, con extrema atención y discreción, a la vida evangélica y a combatir valientemente a los espíritus del mal. Les exponía, además, un método para reconocer las sugestiones de la pasión y desviar las semillas clandestinas de las pasiones. ¿Veis a nuestro santo padre enseñar a sus discípulos ignorantes un método para alejar las sugestiones de las pasiones? Sólo puede tratarse del cuidado del espíritu, pues esa es su obra y la de ningún otro.
Sobre la vida de san Sabas (siglo VI)
Cuando san Sabas advertía que un neófito había aprendido bien la regla monástica y que ya era capaz de cuidar de su espíritu, de combatir contra los pensamientos del enemigo – un sujeto que había desterrado enteramente de su corazón el recuerdo del mundo-, entonces le adjudicaba una celda en el seno de la laura, en caso de tener salud delicada. Si, en cambio, era sano y fuerte, le permitía construirse una celda. ¿Veis que san Sabas exigía a sus discípulos el cuidado del espíritu como condición para la vida en celda? ¿qué haremos nosotros que vivimos ociosamente en la celda, sin ni siquiera saber que existe un cuidado del espíritu?
Sobre la vida de san Agathón (Padre del desierto)
Un hermano preguntó al Abad Agathón: «Padre, decidme cuál de los dos es mejor: ¿el trabajo corporal o el cuidado de lo interior?» Agathón respondió: «El hombre es semejante a un árbol: la labor corporal son sus hojas, el cuidado de su interior es su fruto. Está escrito: Todo árbol que no produce buen fruto deberá ser cortado y arrojado al fuego. De esto se deduce claramente que todo nuestro esfuerzo debe dedicarse a los frutos, es decir, al cuidado del espíritu. Pero es necesario también la sombra y el atractivo de las hojas, es decir, el trabajo corporal». Admirad el modo en que nuestro santo se expresa acerca de aquellos que no tienen cuidado del espíritu. En cuanto a los que sólo pueden invocar la vida activa les dice: «Todo árbol que no lleve fruto -es decir, el cuidado del intelecto- sino solamente hojas -o sea vida activa- será cortado y arrojado al fuego». ¡Terrible sentencia, padre mío!
De Marco a Nicolás
«¿Quieres, hijo mío, poseer en tu interior una antorcha de ciencia espiritual, para marchar sin tropiezos en la noche profunda del siglo y que el Señor dirija tus pasos’ con una fe ardiente por el camino del evangelio, para comulgar, por el rezo y la oración, con los preceptos evangélicos de perfección? Te mostraré un maravilloso método e invención espiritual. Este método, que no reclama fatiga ni combates corporales sino una fatiga y una atención del espíritu sostenidos por el temor y el amor de Dios, te permitirá derrotar sin esfuerzo, a la falange de los enemigos… Si quieres alcanzar la victoria contra las pasiones, con la oración y el auxilio de Dios, entra en ti mismo, húndete en las profundidades de tu corazón, persigue a esos tres gigantes poderosos: el olvido, la pereza y la ignorancia, que son el punto de apoyo de los invasores espirituales. Por ellos las otras pasiones malvadas se insinúan en el alma, trabajan, viven y prevalecen en un alma ligada a los placeres… Una gran atención y vigilancia del espíritu, unida a la ayuda de lo alto, te hará descubrir lo que permanece desconocido para la gran mayoría. Podrás así, por esa oración y esa atención, liberarte de los gigantes del mal. Con la colaboración poderosa de la gracia, esfuérzate por establecer en tu corazón, y guardarlo con cuidado, el equilibrio entre la verdadera ciencia, el recuerdo de la palabra de Dios y una buena resolución; de este modo todo rastro de olvido, de ignorancia y de pereza desaparecerá de tu corazón».
¿Habéis oído la unanimidad de las palabras espirituales que nos expone claramente la ciencia de la atención? Escuchemos las siguientes.
San Juan Clímado (o de la Escala)
«El hesicasta es aquel que – paradójicamente – se esfuerza para circunscribir lo incorporal en una morada camal». «El hesicasta es aquel que dice: duermo, pero mi corazón vela. Cierra la puerta de tu celda a tu cuerpo; la puerta de tu boca a la palabra; tu puerta interior a los espíritus». «Sentado sobre una altura observa, si lo sabes, y verás el modo, el momento, el origen, el nombre y la naturaleza de los ladrones que quieren introducirse en tu viña para robar las uvas. El centinela, cuando está fatigado, se levanta para orar, luego vuelve a sentarse y retoma animosamente su ocupación». «Una cosa es el cuidado de los pensamientos, otra diferente el cuidado del espíritu; entre ellas existe toda la distancia del oriente al occidente. Y la segunda es mucho más difícil». «Los ladrones que perciben en algún sitio las armas del rey no se aventuran; del mismo modo, aquel que ha clavado la oración en su corazón no corre el riesgo de ser despojado por los ladrones espirituales».
Puedes ver la ocupación admirable de nuestro santo padre… Y sin embargo marchamos en las tinieblas, como en un combate nocturno; no tomamos en consideración las preciosas palabras del Espíritu y, como sordos voluntarios, pasamos de lado. A continuación veremos lo que los Padres escriben para invitamos a la sobriedad.
Del Abad Isaías
«Aquel que se separa de lo que está a la izquierda (el alma) conoce entonces exactamente todos los pecados que ha cometido contra Dios, pues los pecados no se ven hasta que no nos hemos separado de ellos dolorosamente. Aquel que llega hasta ese grado encuentra el gemido, la oración y la vergüenza ante Dios, al recordar su malvada ligazón con las pasiones. Esforcémonos, hermanos, en la medida de lo posible, y Dios trabajará con nosotros conforme a la abundancia de su misericordia como la tuvo con sus santos».
Macario el Grande
«La obra maestra del atleta es entrar en su corazón, despreciar a Satanás, entablar combate con él y luchar atacando sus pensamientos. Aquel que cuida su cuerpo visible de la corrupción y del adulterio, pero comete interiormente el adulterio respecto a Dios, prostituyéndose tras sus pensamientos, no recibe ningún beneficio por conservar su cuerpo virginal. Pues está escrito: ‘Todo el que mira a una mujer con mal deseo ya ha cometido con ella adulterio en su corazón’ (Mt 5, 28). Existe un adulterio que se consuma en el cuerpo y existe un adulterio del alma que se entrega a Satanás».
Nuestro padre parecería contradecir las palabras de Isaías, sin embargo no es así, pues Isaías nos prescribe «cuidar nuestro cuerpo como Dios ordena»; ahora bien, Dios no ordena solamente la pureza del cuerpo, sino también la del espíritu…
Diadoco de Fótice
«Aquel que habita sin cesar en su corazón emigra definitivamente de los encantos de la vida. Marchando según el espíritu no puede conocer las apetencias de la carne. Como va y viene en el castillo de las virtudes que son, por así decir, los guardianes de las puertas, los planes de los demonios no pueden tener efecto sobre él».
El santo dice bien que los planes de los demonios carecen de efecto sobre nosotros cuando vivimos en las profundidades de nuestro corazón y, tanto más, cuanto más permanecemos allí…
Isaac el Sirio o de Nínive
«Aplícate a entrar en tu cámara interior y verás la cámara celestial. Pues sólo una y la misma puerta se abre sobre la contemplación de ambas. La escala de ese reino está escondida dentro de ti, en tu alma. Lávate del pecado y descubrirás los escalones para subir».
Juan de Cárpatos
«Nuestras oraciones reclaman muchas luchas penosas antes de descubrirnos el estado impasible del espíritu, ese segundo cielo del corazón en el cual habita Cristo. Escuchad al apóstol: ‘¿No reconocéis que Jesucristo está en vosotros? A menos que estéis reprobados’ (2 Cor 13, 5)».
Simeón el Nuevo Teólogo
«El diablo y sus demonios, desde el día en que la desobediencia arrojó al hombre del paraíso y de la relación con Dios, tiene la posibilidad de agitar espiritualmente al alma del hombre, de día y de noche, a veces un poco, a veces mucho, a veces extremadamente. El único medio de protegerse es el recuerdo constante de Dios: el recuerdo de Dios grabado en el corazón por la virtud de la cruz afirmada inquebrantablemente en el espíritu. Tal es el objeto del combate espiritual que el cristiano debe librar en el estadio de la fe cristiana y para el cual ha revestido la armadura. De otro modo, él combate en vano. Ese combate es la única razón de la ascesis por la cual se maltrata el cuerpo a causa de Dios. Se trata de conmover las entrañas del Dios de bondad, de recuperar la dignidad primera y de imprimir a Cristo, como un sello, en la razón, según las palabras del apóstol: ‘Hijitos míos, por los cuales de nuevo sufro dolores de parto hasta que se forme Cristo en vosotros’ (Gál 5, 19)».
¿Comprendéis ahora, hermanos míos, que existe un arte, o mejor dicho, un método espiritual para conducir rápidamente, a aquel que lo emplea, a la apatheia y a la teología? Debéis convenceros de que toda la vida cuenta ante Dios como las hojas del árbol y que a toda alma que no posea el cuidado del espíritu, el fruto, de nada le servirá lo primero. Hagamos todo para no morir estériles y no conocer lamentaciones inútiles.
Sobre el método respiratorio
Pregunta: Vuestro tratado nos enseñó la conducta de aquellos que agradaban al Señor; nos demostró que existe una ocupación que libera rápidamente al alma de sus pasiones, la cual es necesaria a todo cristiano que se enrola en el ejército de Cristo: no dudamos, estamos convencidos. Pero, ¿qué es la atención, y cómo obtenerla? Esto es lo que deseamos saber, pues no poseemos la mínima luz.
Respuesta: En el nombre de nuestro Señor Jesucristo que ha dicho: «Sin mi nada podéis hacer» (Jn 15, 5), y después de haber invocado su apoyo y su concurso, intentaré mostraros lo mejor que pueda qué es la atención y cómo, con la gracia de Dios, es posible alcanzarla.
Algunos santos han llamado a la atención «cuidado del espíritu»; otros, «cuidado del corazón»; otros, «sobriedad»; otros, «descanso del espíritu», o incluso de otro modo. Muchas expresiones se refieren a lo mismo, como cuando decimos pan, hogaza o rebanada.
¿Qué es la atención, cuáles son sus propiedades? Escuchadme bien. La atención es la señal de la penitencia cumplida; la atención es la llamada del alma, el odio hacia el mundo y el retorno a Dios. La atención es el despojamiento de las pasiones para revestir la virtud. La atención es la certidumbre indudable del perdón de los pecados. La atención es el principio de la contemplación, su base permanente. Gracias a ella, Dios se inclina sobre el espíritu para manifestarse a él. La atención es la ataraxia del espíritu, su fijación mediante la misericordia que Dios otorga al alma. La atención es la purificación de los pensamientos, el templo del recuerdo de Dios, el tesoro que permite soportar las pruebas. La atención es la auxiliar de la fe, la esperanza y la caridad. Sin la fe, no se soportarán las pruebas que vienen de afuera; aquel que no acepta las pruebas con alegría no puede decir al Señor: «Tú eres mi refugio y mi asilo» (Sal 3, 4). Y si no coloca su refugio en el muy Alto, no poseerá el amor en el fondo de su corazón”.
Ese efecto sublime llega a la mayoría, para no decir a todos, mediante el canal de la enseñanza. Es muy raro que se lo reciba directamente de Dios y sin contar con un maestro, por el solo vigor de la acción y el fervor de la fe; la excepción no constituye ley. Es necesario, entonces, buscar un maestro infalible. Sus lecciones nos mostrarán nuestros desvíos, tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, y también nuestros excesos en materia de atención; su experiencia personal acerca de tales pruebas nos iluminará sobre ellas y nos mostrará, con exclusión de toda duda, el camino espiritual que podremos recorrer sin dificultad. Si no tienes maestro, busca uno a toda costa. Si no lo encuentras, invoca a Dios con contrición de espíritu y con lágrimas y suplícale en la renunciación; haz lo que te digo.
Pero, en primer lugar, que tu vida sea apacible, limpia de toda preocupación y en paz con todos. Entonces entra en tu cámara, enciérrate y, estando sentado en un rincón, haz lo siguiente.
Tú sabes que nuestro soplo, el aire de nuestra inspiración, nosotros no lo espiramos a causa de nuestro corazón. Pues el corazón es el principio de la vida y del calor del cuerpo. El corazón atrae el soplo para rechazar su propio calor hacia afuera mediante la espiración y asegurarse así una temperatura ideal. El principio de esta organización, o mejor su instrumento, es el pulmón. Fabricado por el Creador de un tejido tenue, introduce y expulsa el aire sin detenerse, a la manera de un fuelle. De ese modo el corazón, atrayendo por una parte el frío mediante el soplo y rechazando el calor, conserva inalterablemente la función que le ha sido asignada en el equilibrio del ser vivo.
Por tu parte, como te digo, siéntate, recoge tu espíritu e introdúcele -me refiero a tu espíritu- en tus narices; es el camino que toma el soplo para ir al corazón. Empújalo, fuérzalo a descender en tu corazón al mismo tiempo que el aire inspirado. Cuando esté allí, verás la alegría que seguirá: no tendrás que lamentar nada. Del mismo modo que el hombre que vuelve a su casa después de una ausencia no puede contener la alegría de reencontrar a su mujer y sus hijos, así el espíritu, cuando se ha unido al alma, desborda con una alegría y una delicia inefables.
Hermano mío, acostumbra entonces a tu espíritu a no apresurarse a salir. En los comienzos le faltará celo, es lo menos que se puede decir, para esta reclusión y este encierro interiores. Pero, una vez que haya contraído el hábito, no experimentará ya ningún placer en los circuitos exteriores. Pues «el reino de Dios está en el interior de nosotros», y para aquel que vuelve hacia él su mirada y lo busca con la oración pura, todo el mundo exterior se convierte en despreciable. Agradece a Dios si desde el principio puedes penetrar con el espíritu en el lugar del corazón que te he mostrado. Glorifícale, exúltale y lígate únicamente a este ejercicio. Te enseñará lo que ignoras. Comprende que, mientras tu espíritu se encuentre allí no debes callarte ni permanecer ocioso. Pero, no debes tener otra ocupación ni meditación que el grito de: «¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, tened piedad de mí!». Ninguna tregua, a ningún precio. Esta práctica, manteniendo tu espíritu al abrigo de las divagaciones, lo vuelve inexpugnable e inaccesible a las sugestiones del enemigo y cada día lo eleva más en el amor y el deseo de Dios.
Pero si, hermano mío, a pesar de todos tus esfuerzos, no llegas a penetrar en las partes del corazón conforme a mis indicaciones, haz como te digo y, con la ayuda de Dios, alcanzarás tu objetivo. Sabes que la razón del hombre tiene su asiento en el pecho. En efecto, es en nuestro pecho donde hablamos, decidimos, componemos nuestros salmos y nuestras oraciones mientras nuestros labios permanecen mudos. Después de haber arrojado de esta razón todo pensamiento (tú puedes hacerlo, sólo necesitas desearlo), entrégale el «Señor Jesucristo, tened piedad de mi» y dedícate a gritar interiormente, con exclusión de cualquier otro pensamiento, esas palabras. Cuando con el tiempo hayas dominado esa práctica, ella te abrirá la entrada del corazón tal como te lo ha dicho y sin ninguna duda. Yo lo he experimentado en mi mismo. Con la alegría y toda la deseable atención tu verás venir a ti todo el coro de las virtudes, el amor, la alegría, la paz y todo lo demás. Gracias a ellas, todas tus demandas serán acogidas en nuestro Señor Jesucristo…
El pseudo Simeón el Nuevo Teólogo
Método para la santa oración y atención
Existen tres formas de oración y de atención; ellas elevan el alma o la hacen descender según el uso que de ellas se haga: en el tiempo requerido, a destiempo y a contrasentido.
La sobriedad y la oración están unidas como el alma y el cuerpo: uno no subsiste sin el otro. Ellas se combinan de una doble manera. En primer lugar la sobriedad resiste al pecado a la manera de un explorador o una vanguardia: luego viene la oración, que extermina y destruye implacablemente los malos pensamientos atrapados por la vigilancia, pues la atención no sería capaz de todo por sí sola. Ellas son la puerta de la vida y de la muerte: purifiquemos, pues, la oración y, por la sobriedad, nos mejoraremos; disminuyéndonos y manchándonos con nuestra negligencia no valdremos nada.
La atención y la oración, lo hemos dicho, son de tres clases. Es necesario, entonces, exponer las propiedades de cada una. Así, aquel que quiere obtener la vida y se lanza a la acción podrá elegir con toda seguridad el mejor entre esos tres estados bien definidos sin riesgo de ser privado de la mejor parte, por haber elegido la menos buena.
He aquí las características de la primera oración. Es la de aquel que se entrega a la oración y eleva al cielo sus manos y sus ojos, al mismo tiempo que su espíritu se forma conceptos acerca de lo divino imaginando las bellezas celestiales, la jerarquía de los ángeles y la morada de los justos. Es la de aquel que, en el momento de la oración, acumula en su espíritu todo lo que ha aprendido de las sagradas Escrituras, excitando su alma en el amor de Dios, deteniendo su mirada en el cielo y derramando lágrimas. Es la de aquel que, mientras su corazón se inflama y se eleva, toma este fenómeno como un consuelo divino no deseando otra ocupación. Tales son los signos de su ilusión, pues el bien que no está bien hecho no es un bien.
Si además este hombre lleva una vida solitaria y enteramente cerrada necesariamente perderá la cabeza. Suponiendo que evite esa suerte, sin embargo le será imposible llegar a la posesión de las virtudes y a la apatheia. Es esta clase de atención la que ha desviado a aquellos que, sensiblemente, perciben luces, aspiran perfumes, escuchan voces y captan otros tantos fenómenos del mismo orden. Algunos se han convertido en verdaderos posesos del demonio y vagabundean de lugar en lugar, de condado en condado; otros, por no haber reconocido a «aquel que se disfraza de ángel de luz», se han dejado sorprender, se han extraviado y han llegado a ser incorregibles, cerrados a toda reconvención. Algunos otros se han dado muerte, impulsados hasta ese extremo por el seductor: algunos arrojándose desde las alturas, otros recurriendo a la cuerda. ¿Quién podría agotar todos los recursos de la imaginación diabólica?
De lo que acabo de decir, el hombre lúcido advertirá el beneficio de la primera atención. Considero que algunos han escapado a tales accidentes gracias a la vida en comunidad &emdash;pues es a los anacoretas a quienes sucede lo antedicho&emdash;; lo que es seguro es que no harán el más mínimo progreso en toda su vida.
He aquí, ahora, la segunda oración. El espíritu se retira de los objetos sensibles; se cuida de las sensaciones exteriores; impide a sus pensamientos caminar vanamente entre las cosas de este mundo a medida que escruta sus pensamientos y aplica su atención a las ocasiones que su boca dirige a Dios. Cuanto más tiran de él los pensamientos prisioneros, cuanto más es sometido por la pasión, tanta mayor violencia se hace para retornar a si mismo. Aquel que combate de este modo no conocerá jamás la paz ni ceñirá la corona de los vencedores. Se diría que es un hombre que combate durante la noche, que distingue las voces de sus enemigos y recibe sus golpes, pero al que le es imposible distinguir la identidad de esos enemigos, de dónde salen, y la naturaleza y los motivos del combate, pues toda su desdicha proviene de las tinieblas de su espíritu. El que se bate de tal modo será, poco a poco, aplastado por los invasores espirituales; habrá soportado la pena y no tendrá la ventaja de la recompensa. Se dejará atrapar en los pliegues de la vanagloria; al amparo de una pretendida atención se convertirá en esclavo y en juguete, y acaso suceda que se ponga a reprochar a los demás, con superioridad, no parecerse a él, instaurándose como pastor de rebaño tal como un ciego que pretende guiar a otros ciegos.
Esos son los caracteres de la segunda oración. Dan al espíritu celoso una idea de sus inconvenientes. Esto no impide que la segunda oración sea mejor que la primera, de la misma forma que una noche de luna llena es mejor que una oscura y sin estrellas.
Abordaremos la tercera oración, extraña, dificultosa de ser explicada y más que difícil de aprehender por aquellos que la ignoran; son muy raros los que la hallaron. En mi opinión, ese gran bien se ha ubicado detrás de la obediencia ya que la obediencia, arrancando a su amante de este siglo perverso, desprendiéndolo de las preocupaciones y las ataduras sensibles, lo dispone y decide para alcanzar su fin, a condición de que encuentre un guía seguro pues, ¿qué objeto efímero podría arrastrar el espíritu al que la obediencia hace morir a toda complacencia mundana y corporal? ¿qué tipo de preocupación podría arrebatar a aquel que ha entregado a su padre espiritual todo el cuidado de su alma y de su cuerpo, que no vive ya para él y sólo desea el «día (juicio) del hombre»? Gracias a ello se quiebran los lazos invisibles de los poderes de revuelta que arrastran al espíritu en mil círculos de pensamientos. El espíritu liberado puede guerrear con eficacia, dispersar los pensamientos del enemigo y expulsarlos hábilmente mientras hace subir la oración desde su corazón purificado. Aquelíos que no comienzan de este modo se hacen aplastar sin beneficio.
El principio de la tercera oración no es mirar hacia lo alto, extendiendo las manos, reuniendo los pensamientos y demandando la ayuda del cielo. Estos son, lo he dicho, los caracteres de la primera ilusión. La tercera oración no comienza, como la segunda, fijando la atención del espíritu sobre los sentidos exteriores, sin distinguir a los enemigos del interior, ya que ésta es, lo hemos visto, la mejor manera de recibir los golpes sin poder devolverlos, de estar herido sin darse cuenta, de ser llevado en cautiverio sin resistencia…
En cuanto a ti, si quieres emprender esta obra generadora de luz y delicias, coloca sus bases con resolución. Después de la rigurosa obediencia descrita más arriba, te será necesario, además, hacerlo todo con conciencia, pues, fuera de la obediencia, no existe conciencia pura. Tú conservarás tu conciencia, en primer lugar, en relación a Dios, luego en relación a tu padre (espiritual) y, por último, en relación a los hombres y las cosas. En relación a Dios, no haciendo nada que sea contrario a su servicio; hacia tu padre, haciendo todo lo que te dice según su misma intención, sin quitar ni agregar nada; hacia los hombres, no haciendo a otro lo que no quieres para ti mismo. En las cosas materiales te cuidarás del abuso en todo, alimento, bebida, vestido, y lo harás todo bajo la mirada de Dios, al abrigo de todo reproche de tu conciencia.
Ahora hemos delimitado y franqueado el camino de la verdadera atención, digamos algunas palabras, claras y breves, sobre sus propiedades. La atención y la oración infalibles consisten en esto: el espíritu, durante la oración, cuida el corazón permanentemente y, desde el fondo de ese abismo, lanza sus demandas al Señor. Entonces el espíritu, habiendo «gustado que el Señor es bueno», no es expulsado ya de la morada del corazón y repite las palabras del apóstol: «Bueno es estamos aquí» (Mt 17, 4). Inspeccionando siempre esos lugares, persigue con grandes golpes los conceptos que allí siembra el enemigo. Sin duda los ignorantes encuentran esta conducta austera y árida; en verdad, el ejercicio es trabajoso y sofocante, no sólo para los no iniciados, sino también para aquellos que, teniendo ya una experiencia seria, no han sentido aún el placer desde lo profundo de su corazón. Pero aquellos que han saboreado ese placer y han hecho descender su dulzura por la garganta del corazón pueden exclamar con san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rom 8, 35).
Nuestros santos Padres, habiendo escuchado la palabra del Señor, diciendo que «del corazón provienen los malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, blasfemias» y que «esto es lo que mancha al hombre» (Mt 15, 19-20), así como su exhortación a limpiar el interior de la copa a fin de que el exterior también quede limpio (cf. Mt 23, 26), dejaron de lado cualquier otra forma de práctica de las virtudes para librar el combate, únicamente, en relación a este cuidado del corazón, absolutamente convencidos de que así dominarían sin esfuerzo cualquier otro ejercicio. Algunos Padres le han dado el nombre de «reposo del corazón»; otros, el de «sobriedad y contradicción»; otros lo han llamado «examen de los pensamientos» y «cuidado del espíritu», pero todos han estado acordes en trabajar el campo de su corazón y así consiguieron comer el maná de Dios. A este respecto dice el Eclesiástico: «Joven hombre, alégrate durante tu juventud.., marcha en el camino de tu corazón… sin reproche, y arroja la irritación de tu corazón» (Eclo 11, 9). «Si el espíritu del que manda se levanta contra ti, no abandones tu lugar» (Eclo 10, 4). Por lugar, se refiere al corazón, según las palabras del Señor: «Del corazón provienen los malos pensamientos» (Mt 15, 19); y aún: «No os elevéis demasiado» (cf. Lc 12, 19); y en otro lugar: «Es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida» (Mt 7, 14); y «bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5, 3), o sea aquellos que no tienen ninguna preocupación por el presente siglo. El apóstol Pedro dijo, por su parte: «¡Sed sobrios y estad en guardia! Vuestro enemigo, el diablo, como un león rugiente, da vueltas y busca a quién devorar» (1 Pe 5, 3). Pablo considera expresamente nuestro cuidado del corazón cuando escribe a los Efesios: «Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre…» (Ef 6, 12).
Lo que dijeron los santos Padres en sus escritos sobre el cuidado del corazón, lo conocen aquellos que se toman el trabajo de leerlo. Aquel que no tiene el deseo de inclinarse sobre sus escritos encontrará en mis palabras lo que han desarrollado Marco el Ermitaño, Juan de la Escala, Hesiquio y Filoteo el Sinaita, Isaías, Barsanufio y toda la patrística o paraíso, etc. En resumen, nadie puede, sin cuidar su espíritu, llegar a la pureza del corazón y merecer de ese modo ver a Dios. Sin ella no habrá pobres de espíritu ni quienes lloren de hambre y sed de justicia; nadie sin sobriedad será verdaderamente misericordioso, puro de corazón, pacifico, perseguido por la justicia; en una palabra, es imposible, sin la sobriedad, adquirir las virtudes inspiradas por Dios. Abrázala sobre todas las cosas y harás la experiencia de que te hablo.
Si, además, deseas aprender la manera de orar, te lo diré, lo mejor que sepa, con la ayuda de Dios. Ante todo, es necesario adquirir tres cosas -luego te dedicarás a tu objeto-: indiferencia respecto a las cosas razonables (permitidas) e irracionales (prohibidas), es decir, estar muerto a todas las cosas; una conciencia pura, cuidándote en tus actos de toda condena de tu propia conciencia; finalmente, desprendimiento, inmovilidad ante toda pasión que te haga inclinar hacia el siglo presente o hacia tu propio cuerpo.
Siéntate luego en una celda tranquila, en un rincón apartado, y dedícate a lo siguiente: cierra la puerta y eleva tu espíritu, sobre el centro de tu vientre, es decir, sobre tu ombligo; comprime la aspiración del aire que pasa por la nariz, de modo que puedes no respirar fácilmente, y escruta mentalmente el interior de tus entrañas buscando el lugar del corazón, el sitio que todas las potencias del alma gustan frecuentar. Al principio sólo encontrarás tinieblas y una opacidad pertinaz, pero si perseveras, si noche y día practicas (sin cesar) este ejercicio, encontrarás, ¡oh maravilla!, una felicidad sin limites. Pues tan pronto como tu espíritu haya encontrado el lugar del corazón, verá de un solo golpe todo lo que jamás había visto. Verá el aire que se encuentra en el interior del corazón y se verá a si mismo, enteramente luminoso y colmado de discernimiento. Además, si algún pensamiento apunta, no tendrá tiempo para formarse ni para convertirse en imagen, pues él la perseguirá y la reducirá a la nada mediante la invocación de Jesús. El espíritu, en su resentimiento contra el demonio, excitará la cólera que la naturaleza le ha dado contra los enemigos espirituales y los expulsará a grandes golpes. El resto lo aprenderás, con la ayuda de Dios, practicando el cuidado del espíritu y reteniendo a Jesús en tu corazón. «Siéntate, se te ha dicho, en tu celda y ella te enseñará todas las cosas».
* * *
Pregunta: ¿Por qué la primera y la segunda formas de atención son incapaces de hacer un monje completo?
Respuesta: Porque no respetan el orden. Juan de la Escala ha fijado este orden de la siguiente forma: «Los unos se consagran a menoscabar sus pasiones; los otros salmodian y dedican a esa ocupación la mayor parte de su tiempo; algunos otros perseveran en la oración; otros más tienen la mirada detenida sobre la contemplación de las profundidades; es a la manera de una escala como es necesario considerar el problema». Aquel que desea subir una escalera no va de lo alto hacia lo bajo, sino de lo bajo hacia lo alto; franquea primero el primer escalón, luego el siguiente, y así, sucesivamente, todos los otros. De ese modo llegará a elevarse de la tierra para subir hasta el cielo. Si queremos llegar al hombre perfecto en la plenitud de Cristo, comencemos a subir la escala establecida a la manera de niños pequeños, recorriendo todas las etapas del crecimiento, para llegar poco a poco a la medida del hombre y luego a la del anciano.
La primera edad del crecimiento monástico consiste en reducir las pasiones: es la tarea de los principiantes.
El segundo escalón, el que hace un hombre joven de un ser espiritual aún en la adolescencia, es la asiduidad en la salmodia. Por ella se debilitan y disminuyen las pasiones, la salmodia extiende su dulzura en su lengua y él alcanza su premio de Dios. Pues no es posible «cantar al Señor sobre tierra extranjera», o sea sobre su corazón esclavo de sus pasiones.
El tercer escalón de crecimiento, el que hace pasar al joven hombre a la virilidad espiritual: es la perseverancia en la oración, la señal distintiva de aquellos que han progresado. En este escalón existe tanta diferencia entre la salmodia y la oración como entre un hombre hecho, un adolescente y un hombre joven.
El cuarto escalón del crecimiento espiritual corresponde al del anciano de cabellos blancos con la mirada fija, inmóvil en la contemplación, herencia de los perfectos. El itinerario ha sido cumplido, la cumbre de la escala ha sido alcanzada.
Tal es el orden que el Espíritu ha establecido. No hay otro medio para que el niño llegue a hombre y alcance la condición de anciano más que comenzar por el primer escalón y, a continuación, como conviene, subir los cuatro restantes elevándose así a la perfección.
El primer paso hacia la luz, para aquel que quiere renacer espiritualmente, consiste en menoscabar sus pasiones y cuidar su corazón. Es imposible, de otro modo, disminuir las pasiones.
Viene en segundo lugar la intensidad de la salmodia. Cuando la resistencia del corazón ha debilitado y disminuido las pasiones, el deseo de la reconciliación con lo divino inflama el espíritu. El espíritu así reconfortado atrapa, por medio de la atención, a los pensamientos que aparecen en la superficie del corazón. Luego, nuevamente, se entrega a la segunda oración y atención. Entonces se desencadena la tempestad de los espíritus, los soplos de las pasiones empiezan a trastornar el abismo del corazón, pero la invocación del Señor Jesús los disipa y los funde como a la cera. Expulsados, agitan sin embargo, mediante las sensaciones, la superficie del espíritu, luego la bonanza no tarda en hacerse sentir. Pero, escapar a todo esto sin combatir es imposible. Es el privilegio de aquel que ha llegado a la edad adulta, del anacoreta cumplido, asiduo en la atención ininterrumpida del corazón.
Luego, aquel que ha adquirido la atención se eleva lentamente a la sabiduría de los cabellos blancos, es decir, a la contemplación, la heredad de los perfectos. Aquel que haya recorrido esos escalones en el tiempo y orden requeridos podrá, después de haber expulsado de su corazón las pasiones, dedicarse a la salmodia, rechazar regularmente los pensamientos suscitados por las sensaciones y la turbación de la superficie del espíritu, dirigir hacia el cielo, cuando haya necesidad, a la vez el ojo del cuerpo y el del espíritu y practicar la oración pura; pero esto pasa raramente a causa de los enemigos emboscados en el aire. Todo lo que nos es pedido, es un corazón purificado por la vigilancia. «Si la raíz es santa, dijo el apóstol, también las ramas» (Rom 11, 16) y el fruto. Pero levantar el ojo y el espíritu, de manera distinta a la que hemos señalado, queriendo representarse mentalmente las imágenes, seria para ver una yana reverberación de imágenes antes que la realidad. Cuando el corazón es impuro no se logran progresos con la primera y segunda atención. El que construye una casa no coloca el techo antes que los fundamentos (pues es imposible) sino que coloca, en primer lugar, los cimientos, luego la construye y, por encima, le coloca el techo. Lo mismo sucede aquí. Cuidando nuestro corazón y disminuyendo nuestras pasiones, echamos las bases de nuestra casa espiritual; luego, calmando por la segunda atención la tempestad de los espíritus malos sublevados por las sensaciones exteriores, establecemos sobre los cimientos los muros de la morada espiritual; finalmente, por la perfección de nuestra inclinación hacia Dios y de nuestro retiro, colocamos el techo y terminamos así nuestra morada espiritual en Cristo Jesús, nuestro Señor.
Teolepto de Filadelfia
Renuncia a recuerdos y pensamientos
Cuando hayáis suprimido, en lo exterior, las distracciones, cuando hayáis, en lo interior, renunciado a los pensamientos, vuestro espíritu despertará a las obras y a las palabras espirituales. El comercio con vuestros prójimos y amigos será cambiado por vuestra relación con las distintas virtudes. No existirán más los vanos discursos inseparables de las relaciones mundanas: la meditación y la elucidación de las divinas palabras impresas en vuestro espíritu iluminará e instruirá a vuestra alma.
El relajamiento de los sentidos es una cadena para el alma; cuando son sujetados ella recobra su libertad. Cuando Cristo se aparta del alma es como el sol que se pone trayendo la noche; ella es, entonces, invadida por las tinieblas y desgarrada por bestias invisibles y, así como las bestias salvajes retornan a sus cubiles al levantarse el sol, cuando Cristo se eleva en el firmamento del alma en oración, todo trato con el mundo se desvanece, se borra la amistad con la carne y el espíritu se dedica a su obra: la meditación sobre las cosas divinas. El no inscribe en límites temporales la práctica de la ley espiritual, no le basta con que sea cumplida en una cierta medida, sino que la extiende hasta la llegada de la muerte y la liberación del alma. En esto pensaba el profeta cuando decía «¡Oh, cuánto amo tu ley, todo el día es mi pensamiento!» (Sal 118, 97). El día era, para él, todo el curso de la vida terrestre.
Detened entonces las frecuentaciones con lo exterior y batallad en vuestro interior con los pensamientos hasta haber hallado el lugar de la oración pura, la casa donde habita Cristo; él os iluminará por su ciencia, os deleitará por su visita y os hará encontrar alegría en las pruebas sufridas por él y por haber rechazado, como lo hubierais hecho con la amargura, los placeres del mundo.
La tempestad levanta las olas del mar y, en tanto no cesen los vientos, las olas no se calman ni el mar se aplaca. Los soplos del mal levantan, del mismo modo en nuestra alma negligente, el recuerdo de los parientes, de los conocidos, de los festines, de las fiestas, los espectáculos y todas las imágenes del placer. Le sugieren mezclarse con ellos con los ojos, con la conversación, con el cuerpo entero, tratando de hacerle malgastar la hora presente. Luego, os encontraréis solos en vuestra celda, con el alma devorada por el recuerdo de lo que habéis visto y escuchado. De este modo, la vida de un monje transcurriría perfectamente inútil.
Las ocupaciones mundanas imprimen recuerdos en el alma de la misma forma que los pies dejan su huella sobre la nieve. Si nos damos como alimento a las bestias, ¿cuándo las haremos morir? Si en la práctica vagamos con nuestros pensamientos alrededor de ataduras frecuentemente irrazonables, ¿cuándo haremos morir el sentido de la carne? ¿cuándo viviremos la vida según Cristo que hemos abrazado? Las huellas de los pasos en la nieve se desvanecen con los rayos del sol o son borradas por una buena lluvia; del mismo modo, los recuerdos que nuestra inclinación al placer y nuestros actos habían impreso en nuestra alma se desvanecen cuando Cristo, en la oración, se eleva en el corazón en medio de una brillante lluvia de lágrimas.
Así, entonces, el monje que no se conduce según el orden de la oración ¿cuándo borrará la suma de impresiones y tendencias acumuladas en su alma? Abandonando la sociedad del mundo se cumple materialmente la práctica de las virtudes. Pero para grabar en vuestra alma los buenos recuerdos, para lograr que las palabras divinas fijen allí voluntariamente su residencia, es necesario, mediante oraciones sostenidas y acompañadas de compunción, borrar de nuestra alma el recuerdo de acciones anteriores. La iluminación producida por el recuerdo perseverante de Dios, unido a la contrición del corazón, corta los malos recuerdos como una navaja. Imitad la prudencia de las abejas. Cuando ellas perciben un enjambre de abejorros volando a su alrededor, se mantienen en su colmena y escapan así al perjuicio de sus adversarios. Por abejorros, entended las relaciones mundanas: huidles con el mayor cuidado, permaneced en la colmena de vuestro monasterio y, desde allí, esforzaos por penetrar en el «castillo» interior del alma, en la mansión de Cristo donde reinan, sin contradicción, paz, alegría y quietud. Estos son los dones, los rayos mediante los cuales nuestro sol espiritual, Cristo, recompensa al alma que lo acoge con una liberal generosidad.
Análisis de la oración
Sentados en vuestra celda, recordad a Dios, elevad vuestro espíritu por encima de todas las cosas y prosternaos en silencio ante él; desparramad a sus pies todos los sentimientos, toda la disposición de vuestro corazón, adhiriéndoos a él por un amor de caridad.
El recuerdo de Dios es la contemplación de Dios atrayendo hacia él la mirada y el deseo ardiente del espíritu, e iluminándolo con su propia luz.
El espíritu que se vuelve hacia Dios suspende todos los conceptos y ve entonces a Dios sin imagen y sin forma; y en la incognoscibilidad suprema, en la gloria inaccesible, él ilumina su mirada. No comprende -pues su objeto es incomprensible- y sin embargo conoce, en verdad, a aquel que es, en esencia, el único que posee aquello que sobrepasa al ser. En la desbordante beatitud que brota de este conocimiento alimenta su amor y conoce así un reposo bienaventurado y sin límites. Tales son los caracteres del verdadero recuerdo de Dios.
La oración es una conversación de la inteligencia con el Señor. La inteligencia discursiva recorre las palabras de la súplica en tanto que el espíritu permanece totalmente orientado hacia Dios. La inteligencia no cesa de sugerir el nombre del Señor; el espíritu aplica intensamente su atención a la invocación del santo nombre mientras la luz de la ciencia divina extiende su sombra sobre el alma.
El verdadero recuerdo de Dios es seguido del amor y la alegría. «Cuando de Dios me acuerdo, gimo» (Sal 77, 4). La oración pura es seguida de la ciencia y de la compunción: «Cuando yo clame: sé bien que Dios estará por mí» (Sal 56, 10); «Mi sacrificio, oh Dios, es mi espíritu contrito» (Sal 51, 19). En efecto, cuando el espíritu y la inteligencia se mantienen ante Dios con una intensa atención y una ardiente oración, surge la compunción.
Cuando el espíritu, la inteligencia y el pneuma se mantienen prosternados ante Dios, el primero por la atención, la segunda por la invocación, el tercero por la compunción y el amor, el hombre interior sirve íntegramente al Señor según su mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón… » (Lc 10, 27).
Quiero, además, que sepáis esto, a fin de que no arriesguéis, creyendo que oráis, a alejaros de la oración y a «correr en vano» (Gál 2, 2).
Sucede a menudo en la salmodia vocal que, mientras la lengua pronuncia los versículos, el espíritu se deja llevar a otra parte y se dispersa entre pasiones y objetos, perdiéndose de esa forma la significación de la salmodia. Lo mismo ocurre con la inteligencia, ya que a menudo, mientras recorre las palabras de la oración, el espíritu no la sigue, no fija su mirada en Dios, interlocutor del diálogo, como requiere la oración. Si se deja, descuidadamente, desviar por ciertos pensamientos, la inteligencia pronuncia las palabras por rutina, en tanto el espíritu deja escapar el conocimiento de Dios. El alma se encuentra confusa y fría, por el hecho de que el espíritu se dispersa entre las imágenes y vaga según los objetos que lo han sorprendido o que ha buscado.
Si la ciencia falta a la oración, si aquel que ora no está presente ante aquel que puede consolarlo, ¿cómo podrá el alma sentir dulzura? ¿cómo podrá alegrarse un corazón que parece orar, pero que no se entrega a la verdadera oración? «¡Júbilo al corazón de los que buscan a Yahvé!» (Sal 105, 3). El que busca al Señor es aquel que, con una inteligencia íntegra y una afección cálida, se prosterna ante Dios y rechaza todo pensamiento mundano por la ciencia y el amor de Dios que brotan de la oración sostenida y pura.
Para mayor claridad, propondré una doble imagen: la del ojo para la contemplación del recuerdo de Dios en el espíritu y la de la lengua para la dignidad y el oficio de la inteligencia en la oración pura.
La pupila es para el ojo y la emisión de la palabra es para la lengua, lo que el recuerdo y la oración son, respectivamente, para el espíritu y la inteligencia.
El ojo goza de la sensación visual del objeto visible sin mediación de la palabra; él percibe, en la experiencia visual misma, el conocimiento del objeto visto. Así, el espíritu que se acerca a Dios amorosamente por el recuerdo, con la adhesión de un sentimiento ardiente y el silencio de la intelección soberanamente simple, es iluminado por la irradiación divina y toca los umbrales del esplendor futuro.
Por su lado la lengua, emitiendo palabras, manifiesta, a quien la escucha, la intención secreta del espíritu. Del mismo modo la inteligencia, profiriendo con asiduidad y fervor las breves palabras de la oración manifiesta la demanda del alma al Dios que lo sabe todo con perseverancia e insistencia de la contrición del corazón. La contrición abre las entrañas afectuosas del Misericordioso y recibe la abundancia de la salvación. El profeta dijo: «Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias» (Sal 51, 19).
Un ejemplo para guiaros hacia la oración pura es la actitud que adoptáis ante un emperador de la tierra. Si os sucede obtener una audiencia ante él, os mantenéis erguidos, le rogáis con vuestra lengua, fijáis los ojos en él. Así, cuando, con vuestros sudores os unáis, en el nombre del Señor, a la salmodia vocal, agregad la atención del espíritu a las palabras y a Dios, conscientes de aquél a quien os dirigís y que os acuerda audiencia. Cuando la inteligencia se dedica a la oración con impulso y pureza, el corazón goza una alegría inviolable y una paz indecible.
Luego, cuando os encontréis en vuestra celda, dedicaos a la oración de la inteligencia, con el espíritu atento y el pneuma contrito, entonces la contemplación extenderá sobre vosotros su sombra gracias a la vigilancia, la ciencia habitará en vosotros por la oración y la sabiduría descenderá en vosotros por la contemplación, expulsando todo placer irrazonable y reemplazándolo por el amor divino.
Creedme: es verdad lo que os digo. Si en todas vuestras ocupaciones no os separáis jamás de la oración, madre de todo bien, al poco tiempo ella os mostrará la cámara nupcial, os introducirá en ella y os colmará de una alegría y un gozo inexpresable, pues ella quita todos los obstáculos, allana el camino de la virtud y lo vuelve cómodo para el que busca.
Escuchad ahora los efectos de la oración de la inteligencia. La conversación con Dios destruye los pensamientos apasionados; la fijación del espíritu en Dios pone en fuga las ideas mundanas; la compunción del alma arroja la amistad de la came. Esta oración consiste en repetir, silenciosamente, el nombre divino, y se evidencia como la armonía y la unión del espíritu, de la razón y del alma, pues, «donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). He aquí cómo la oración atrae a los poderes del alma dispersos entre las pasiones, los une entre ellos y con ella, y reúne el alma trina con el Dios único en tres personas.
En primer lugar, por la conducta virtuosa, ella borra del alma la fealdad del vicio, luego reproduce la belleza de los rasgos divinos a través de la santa ciencia que posee en sí misma, y presenta al alma ante Dios. El alma inmediatamente reconoce a su creador y es reconocida por él, pues «el Señor conoce a los suyos» (2 Tim 2, 19). Ella lo reconoce en la pureza de la imagen, pues toda imagen remite a su modelo; ella es conocida por él gracias a la semejanza de las virtudes que, a la vez, le hacen conocer a Dios y la hacen conocer por él.
Aquel que quiere obtener la benevolencia divina puede alcanzarla de tres maneras: suplicando con palabras, manteniéndose silencioso, prosternándose ante aquel que puede venir en su ayuda.
La oración pura hace converger espíritu, inteligencia y pneuma; mediante la inteligencia invoca el nombre de Dios; mediante el espíritu se dirige sin distracción hacia el Dios que consuela; por el pneuma manifiesta su contrición, su humildad y su amor inclinándose ante la eterna Trinidad y único Dios: Padre, Hijo y Espíritu santo.
La variedad de comidas despierta el apetito. Igualmente la variedad de virtudes despierta la diligencia del espíritu. Mientras recorréis el camino de la inteligencia repetid sin cesar las palabras de la oración, sin dejar de invocar, siguiendo el ejemplo de la viuda inoportuna. Entonces marcharéis según el espíritu, no prestaréis atención a los impulsos de la carne y no interrumpiréis la continuidad de vuestra oración con pensamientos mundanos. Cuando cantéis a Dios sin distracción, os convertiréis en el templo de Dios y penetraréis en las profundidades del espíritu; veréis al invisible en mística contemplación y serviréis a Dios, sólo a él, en la unión de la ciencia y las efusiones del amor.
Si notáis que vuestra oración decae, recurrid a un libro y leedlo atentamente para penetrar su significado; no os contentéis con recorrer superficialmente las palabras, escrutadlas con vuestra inteligencia y atesorad el sentido. Luego reflexionad acerca de lo que habéis leído para afectar agradablemente vuestra inteligencia con su significado y hacerlo inolvidable. Las santas reflexiones inflamarán así cada vez más vuestro fervor… Como la trituración de los alimentos hace agradable la degustación, las palabras divinas, vueltas una y otra vez en el alma, otorgan a la inteligencia unción y alegría.
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Pensamientos diversos
El espíritu que huye del mundo exterior y se concentra en el interior vuelve a si mismo; se une de ese modo a su verbo mental natural y, mediante ese verbo esencialmente inherente, se une a la oración. Por la oración se eleva a la ciencia de Dios con todo el poder y todo el peso de su amor. Entonces se desvanece la ambición de la carne, cesan todas las sensaciones de placer, las bellezas de la tierra ya no tienen atractivo para él… el alma se compromete con la belleza de Cristo… ella ve a Cristo, lo tiene presente ante sí, conversa con él en la oración pura y goza de sus delicias… Pues Dios -por ser así amado, por ser así nombrado, por ser así llamado en ayuda- recibe el lenguaje de la oración y concede al alma que ora una alegría inexpresable. El alma que «se acuerda de Dios» en la conversación de la oración «es alegrada por el Señor» (Sal 77, 4).
Una vez rechazadas las sensaciones tu abolirás el placer de los sentidos; huirás de las imaginaciones; te liberarás del atractivo de los pensamientos. El espíritu que se conserva puro de imaginaciones, no admitiendo la mancha ni la marca de una conducta voluptuosa, ni los pensamientos de la codicia, se encuentra en la simplicidad. Trascendiendo todo lo sensible y lo inteligible, eleva su pensamiento hacia Dios, sin murmurar en sus profundidades otra cosa que el nombre del Señor unido a su recuerdo ininterrumpido, como el niño pequeño que llama a su padre.
Adán surgió del polvo por las manos divinas y se convirtió, bajo el sopío de Dios, en un alma viviente. Del mismo modo el espíritu, modelado por las virtudes, sufre la transformación divina gracias a la invocación asidua del Señor murmurada en una inteligencia pura y un sentimiento ferviente: encuentra en la ciencia y el amor de Dios, vida y deificación.
Cuando una oración continua y sincera os haya apartado de la ambición terrestre, cuando -ese será vuestro sueño- hayáis eliminado todo pensamiento extraño y estéis totalmente fijados en el solo recuerdo de Dios, entonces se elevará en vosotros, como un auxiliar, el amor de Dios. Pues la exclamación tierna de la oración hace brotar el amor de Dios que, a su vez, despierta al espíritu para mostrarle sus secretos. El espíritu entonces, conjugado con el amor, da su fruto: la sabiduría y, mediante la sabiduría, anuncia las realidades inefables. Dios, el Verbo, tiernamente nombrado por la oración, retira del espíritu su intelección, como una costilla, le da el conocimiento y reemplaza el espacio libre por la buena disposición, le otorga la virtud, edifica el amor iluminador y lleva al espíritu, como a una presa, hacia el éxtasis, calmo y liberado de toda ambición terrestre.
El amor es auxiliar del espíritu en reposo, al que libera de toda atadura irrazonable a lo sensible despertándolo a las palabras de la sabiduría. El intelecto lo percibe, se regocija y anuncia, en un derroche de elocuencia.., las disposiciones secretas de las virtudes y las operaciones invisibles de la ciencia.
Al hombre que se aplica a observar los mandamientos, persevera en el paraíso de la oración y se mantiene ante Dios con un recuerdo ininterrumpido, Dios lo sustrae a las influencias voluptuosas de la carne, a todos los movimientos de los sentidos, a todas las «formas» de la inteligencia y, haciéndolo morir al pecado, le hace comulgar con la vida divina.
Si conocéis lo que salmodiáis, recibiréis el conocimiento superior. El conocimiento superior os procurará la inteligencia. La inteligencia tiene como hija a la práctica, y la práctica, como fruto, al conocimiento habitual. El conocimiento tomado de la experiencia produce la verdadera contemplación, de la cual surge la sabiduría que, bajo los rayos de la gracia, llena la atmósfera interior y manifiesta al profano las cosas ocultas.
El espíritu, en primer lugar, busca y encuentra; luego se une a aquello que ha encontrado; conduce su búsqueda por medio de la razón pero opera por el amor. La búsqueda de la razón se efectúa en el orden de la verdad; la unión del amor en el de la bondad.
Vosotros sois débiles, (por lo tanto) no dejéis la oración un solo día en tanto haya aliento en vosotros. Escuchad a aquel que dijo: «Cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 10). No renunciéis a las genuflexiones, cumplid con cada una de ellas invocando interiormente a Cristo.
Gregorio el Sinaíta
Acróstico sobre los mandamientos
La ciencia de la verdad es, esencialmente, el sentimiento de la gracia…
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Santuario verdadero, anticipo de la condición futura, tal es el corazón sin pensamientos, movido por el Espíritu. Allí todo se celebra y se expresa pneumáticamente. Aquel que no ha obtenido ese estado puede ser, por sus otras virtudes, una piedra calificada para la edificación del templo de Dios, pero no es el templo del Espíritu ni su pontífice.
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Por encima de los mandamientos, existe el mandamiento que involucra a todos: «Acuérdate del Señor tu Dios en todo tiempo» (Dt 8, 18). Es con respecto a esto que los otros son violados y es por él que se los cumple. El olvido, en el origen, destruyó el recuerdo de Dios, oscureció los mandamientos y mostró la desnudez del hombre.
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Existen esencialmente dos amores extáticos en el Espíritu: el amor del corazón y el amor del éxtasis. El primero corresponde a la iluminación; el segundo a la caridad. Tanto uno como el otro sustraen de las sensaciones al espíritu que movilizan. El amor divino es esta embriaguez espiritual – lo más elevado en la naturaleza- que suprime el sentimiento de cualquier relación con el mundo exterior.
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El principio y la causa de los pensamientos es, después de la transgresión, el estallido de la memoria que, al transformarse en compuesta y diversa, de simple y homogénea que era, pierde el recuerdo de Dios y corrompe su poderes.
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El remedio para liberar esta memoria primordial de la memoria perniciosa y malvada de los pensamientos es el retorno a la simplicidad original. El instrumento del pecado -la desobediencia- no solamente ha falseado las relaciones de la memoria simple con el bien, sino que ha corrompido sus potencias y debilitando su atracción natural por la virtud. El gran remedio de la memoria es el recuerdo perseverante e inmóvil de Dios en la oración.
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El principio de la oración espiritual – sacerdocio místico- es la operación o virtud purificadora del Espíritu. El principio de la quietud (hesychia) es el reposo y su medio, la virtud iluminadora y la contemplación. Su término, el éxtasis y el rapto del Espíritu por Dios.
Acerca de la contemplación y la oración
No deberíamos hablar como un gran doctor ni tener necesidad del apoyo de la Escritura ni de los Padres, sino ser «enseñados por Dios» (Jn 6, 45) hasta el punto de aprender y conocer, en él y por él, todo lo que necesitamos. No solamente nosotros sino cualquiera de los fieles. ¿Acaso no hemos sido llamados para llevar grabadas en nuestro corazón las tablas de la ley del Espíritu y para conversar con Jesús mediante la oración pura de la misma forma admirable que los querubines?
Pero sólo somos niños en el momento de nuestra segunda creación, incapaces de comprender la gracia, de aprovechar la renovación, ignorantes, sobre todo, de la supereminente grandeza de la gloria de la que participamos. Ignoramos que, por la observación de los mandamientos, debemos crecer en alma y espíritu para ver lo que hemos recibido. He aquí cómo la mayor parte de nosotros cae, por negligencia y hábito vicioso, en la insensibilidad y en la ceguera, hasta el punto de no saber ya, si hay un Dios, qué somos, ni en qué nos hemos convertido a pesar de ser hijos de Dios, hijos de la luz, niños y miembros de Cristo.
Hemos sido bautizados en la edad adulta pero sólo percibimos el agua y no el Espíritu. Incluso siendo renovados en el Espíritu, no lo creemos más que con una fe muerta e inactiva… somos carne y nos conducimos según la carne. Y permanecemos muertos hasta la hora de nuestro fin, sin vivir en Cristo ni estar movidos por él. Y, «lo que sabemos», a la hora del tránsito y del juicio «nos será quitado» a causa de nuestra incredulidad y nos faltará la esperanza por no haber comprendido que los niños deben ser parecidos al Padre, dioses en Dios, espíritus salidos del Espíritu…
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Diremos en primer lugar, con la ayuda de Dios, que «otorga la palabra a los que anuncian el bien» (Rom 10, 15), cómo se encuentra – debería decir cómo se ha encontrado – a Cristo por el bautismo en el Espíritu («¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» (I Cor 6, 15); luego, cómo se conserva ese hallazgo y cómo se progresa. La mejor manera -y la más corta- será exponer, brevemente, los extremos y el medio, pues el asunto es extenso: hay muchos que impulsan el combate hasta haberlo encontrado; luego se detiene su deseo. Poco les preocupa ir más adelante; les basta haber encontrado el comienzo del camino; en su ignorancia toman una bifurcación y se imaginan estar en la buena ruta mientras caminan fuera del fin por falta de coraje, o bien su conducta indiferente los lleva hacia atrás, a la condición que tenían y se encuentran nuevamente en el comienzo o a mitad de camino en su empresa.
Los principiantes tienen de su parte a la acción, o sea, los medios de la iluminación; los perfectos, la purificación y la resurrección del alma.
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Existen dos formas de encontrar la operación (energía) del espíritu recibida sacramentalmente en el santo bautismo:
a) Ese don se revela de una manera general por la práctica de los mandamientos y al precio de grandes esfuerzos. San Marcos el Ermitaño nos lo dice: «En la misma medida en que ejercitamos los mandamientos, ese don hace resplandecer más su fuego ante nuestros ojos».
b) El se manifiesta, en la vida de sumisión a un padre espiritual, mediante la invocación continua y metódica del Señor Jesús, es decir, por el recuerdo de Dios.
El primer camino es el más largo; el segundo el más corto, a condición de haber aprendido a escarbar la tierra con coraje y perseverancia para descubrir el oro.
Si queremos descubrir y conocer la verdad sin riesgo de error, busquemos sólo la operación del corazón, sin imagen ni figura; sin reflejar en nuestra imaginación ni forma ni impresión de las cosas consideradas santas; sin contemplar ninguna luz, pues el error, sobre todo al principio, tiene la costumbre de burlar el espíritu de los menos experimentados mediante esos fantasmas engañosos. Esforcémonos por tener activa en nuestro corazón solamente la operación de la oración, que da calor, alegra el espíritu y consume el alma en un amor indecible por Dios y por los hombres. Entonces se verá hacer de la oración una gran humildad y contrición, pues la oración es, para los principiantes, la operación espiritual infatigable del Espíritu que, al comienzo, hace brotar del corazón un fuego gozoso y, al final, obra como una luz de buen olor.
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He aquí los signos a través de los cuales ese comienzo se evidencia para aquellos que buscan en verdad… En algunos, se manifiesta como la luz de la aurora; en otros, como una exultación mezclada con temblores; en otros, como alegría o como una mezcla de alegría y temor o de temblores y alegría y, en ocasiones, de lágrimas y de temor.
El alma se regocija con la visita y la misericordia de Dios pero teme y tiembla ante el pensamiento de su presencia y a causa de sus numerosos pecados. En algunos se produce una contrición y un dolor inexpresables para el alma, semejantes a los de la mujer de la que habla la Escritura. Pues «la palabra de Dios es viva y eficaz», o sea, que Jesús «penetra hasta la división del alma y el espíritu, de las articulaciones y de la médula» (Heb 4, 12) para suprimir en vivo, de los miembros del alma y del cuerpo, todo lo que encierran de apasionado. En otros, esto se manifiesta bajo la forma de un amor y una paz indecibles respecto de todo; en algunos otros, es una exultación y estremecimiento – según la expresión frecuente de los Padres-, movimiento del corazón viviente y virtud del Espíritu.
Esto se llama también «pulsación» y «suspiro inefable» del Espíritu que intercede por nosotros ante Dios (cf. Rom 8, 26). Isaías lo llama «juicio de la justicia»; Efrén, «picadura». El Señor es una «fuente de agua que brota para la vida eterna» (el agua es el Espíritu), que brota y burbujea con potencia en el corazón.
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Hay dos tipos de exultación y de estremecimiento. Una exultación tranquila: es la pulsación, el suspiro, la intercesión del Espíritu; y la gran exultación que es el salto, el estremecimiento, el vuelo poderoso del corazón viviente en el aire divino. El Espíritu divino le da las alas del amor al alma liberada de los lazos de las pasiones; incluso antes de la muerte, el alma se esfuerza por volar en su deseo de escapar de la pesadez…
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En todo principiante hay dos operaciones que obran diferentemente en el corazón. Una bajo el efecto de la gracia, la otra bajo el efecto del error. Marco lo afirma: «Hay una operación espiritual y hay una operación satánica, desconocida por los niños». Además, existe un triple ardor de operación en el hombre: uno encendido por la gracia, el segundo por el error y el pecado, el tercero por los excesos de la sangre. Talasio el Africano llama, a este último, el temperamento, y nos dice que es suavizado por una abstinencia conveniente.
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La operación de la gracia es una virtud del fuego del Espíritu que se ejercita en el corazón con alegría, fortifica, templa y purifica el alma, suspende por un tiempo sus pensamientos y mortifica provisoriamente los movimientos del cuerpo. Los frutos y signos que testimonian su verdad son las lágrimas, la contrición, la humildad, la temperancia, el silencio, la paciencia, el retiro, y todo aquello que produce un sentimiento de plenitud y de certidumbre indudable.
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La operación del error es el fuego del pecado que enciende el alma por la voluptuosidad. Es indecisa y desordenada, nos dice Diadoco. Proporciona una alegría irracional, presunción, turbación… enciende el temperamento, trabaja en el alma y la enardece, la atrae hacia si para que el hombre, adquiriendo el hábito de la pasión, poco a poco expulse la gracia.
Acerca de la vida contemplativa y de los dos modos de la oración
Existen dos tipos de unión, o mejor, una doble entrada de acceso a la oración espiritual que el santo Espíritu obra en el corazón. O bien el espíritu, «adherente al Señor», entra allí primero o bien la operación se pone en movimiento poco a poco en medio de un fuego gozoso y el Señor atrae el intelecto y lo liga a la invocación unitiva del Señor Jesús. Pues, si el Espíritu obra en cada uno según la manera que le place, sucede que una forma de unión precede a la otra.
A veces la operación se produce en el corazón, siendo las pasiones debilitadas por la invocación sostenida de Jesucristo, acompañada por un calor divino, «porque Yahvé, tu Dios, es fuego abrasador» (Dt 4, 23) para las pasiones. A veces el Espíritu atrae el espíritu, lo inmoviliza en lo profundo del corazón y le prohíbe sus idas y venidas acostumbradas. No es ya un cautivo conducido de Jerusalén a Asiria; es una ventajosa migración de Babilonia a Sión… El espíritu puede decir «exultará Jacob, se alegrará Israel» (Sal 13, 7): entended por ello el espíritu activo que, por los trabajos de la vida activa, ha vencido, junto a Dios, las pasiones; el espíritu contemplativo que, en su medida, ve a Dios en la contemplación.
Cómo ejercitar la oración.
«Desde la mañana siembra tu semilla» -la oración- y «por la tarde que tu mano no se detenga» para no interrumpir su continuidad arriesgándote a faltar a la hora de la satisfacción «pues tú no sabes cuál de las dos te traerá la prosperidad» (Ecl 11, 6).
Por la mañana siéntate en un lugar bajo, retén el espíritu en tu corazón y mantenlo allí y, mientras tanto, laboriosamente curvado, con un vivo dolor en el pecho, las espaldas y la nuca, grita con perseverancia en tu espíritu o tu alma: «Señor Jesucristo, tened piedad de mi». Luego (no ciertamente a causa del menú único e invariable del triple nombre: pues «aquellos que me comieron tendrán todavía hambre»), transportarás tu espíritu a la segunda mitad, diciendo: «Hijo de Dios, ten piedad de mi». Repite esto un gran número de veces y cuida de no cambiar a menudo por indolencia, pues las plantas demasiadas veces trasplantadas no prenden más.
Domina tus pulmones de forma que no respires con facilidad. Pues la tempestad de soplos que sube del corazón oscurece el espíritu y agita el alma; la distrae, la deja cautiva del olvido, o la hace repasar toda clase de cosas para arrojarla a continuación, insensiblemente, hacia lo que no necesita. Si tú ves alzarse y tomar forma a la impureza de los pensamientos o de los espíritus malvados no te desconciertes; si se presentan ante ti conceptos buenos acerca de las cosas, no les prestes atención sino que, en la medida de lo posible, debes retener tu soplo, encerrar tu espíritu en tu corazón y ejercitar sin tregua ni disminución la invocación del Señor Jesús, así los consumirás y reprimirás rápidamente, flagelándolos invisiblemente con el nombre divino, según las palabras de Juan de la Escala.
Sobre la respiración.
Isaías el Anacoreta atesta, y muchos otros antes que él, que debes retener tu soplo. «Disciplina tu espíritu indisciplinado», dice Isaías, es decir, el espíritu trastornado y disipado por el poder enemigo, al que la negligencia restablece después del bautismo con todos sus malos espíritus (cf. Mt 12, 45). Otro ha dicho: «El monje debe tener el recuerdo de Dios por la respiración»; otro más: «El amor de Dios debe pasar a través de nuestra respiración»; y Simeón el Nuevo Teólogo dice: «Comprime la aspiración de aire que pasa por la nariz de manera que no puedas respirar cómodamente…».
Después de nuestra purificación, hemos recibido las señales del Espíritu y las semillas del Verbo interior (cf. Sant 1, 21)… pero la negligencia hacia los mandamientos nos hace recaer en las pasiones y, en lugar de respirar el Espíritu santo, somos colmados por el soplo de los espíritus malos. Ese es, manifiestamente, el origen del bostezo, lo sabemos por el Padre. Aquel que ha obtenido el Espíritu ha sido purificado por él, está también reanimado por él y respira la vida divina, la habla, la piensa, la vive según la palabra del Señor. «Pues no sois vosotros los que habláis… » (Mt 10, 20).
Cómo salmodiar.
«Aquel que está fatigado, nos dice Juan de la Escala, se levantará para orar, luego volverá a sentarse y retomará animosamente su anterior ocupación». Ese consejo destinado al espíritu que ha llegado al cuidado del corazón, no resulta inútil tratándose de la salmodia. El gran Barsanufio, interrogado sobre la manera de salmodiar respondió: «Las horas y los himnos son tradiciones eclesiásticas que nos han sido trasmitidas muy oportunamente en función de la vida en común. Los solitarios de Escete no salmodian ni tienen himnos, tienen un trabajo manual
y una meditación solitaria. Cuando te dedicas a orar, di el Trisagion y el Padrenuestro para pedir a Dios que te separe del hombre viejo sin tardanza. Por otra parte, tu espíritu está en oración todo el día». El anciano intenta demostrar con esto que la meditación solitaria es la oración del corazón. La oración intermitente es la estación de la salmodia…
Acerca de las distintas salmodias.
Pregunta: ¿Cuál es la razón de que unos enseñen a salmodiar mucho, otros poco, y, algunos absolutamente nada, aconsejando en cambio dedicarse a la oración, a un trabajo manual cualquiera o a algún otro ejercicio de penitencia?
Respuesta: He aquí la razón: los que encontraron la gracia por la vida activa a cambio de años de esfuerzos, enseñan a los demás lo que ellos mismos aprendieron. No quieren creer a aquellos que llegaron metódicamente y en poco tiempo, gracias a la misericordia de Dios y por medio de una fe ardiente, como lo expresa Isaac. Víctimas de la ignorancia y de la suficiencia, se burlan y sostienen que cualquier otra experiencia es ilusión y no obra de la gracia. No saben que a Dios no le cuesta nada hacer de un solo golpe un rico de un pobre y que «el comienzo de la sabiduría es desear la sabiduría». El apóstol reprende así a sus discípulos que ignoran la gracia: «Si no reconocéis que Jesucristo está en vosotros, será que estáis reprobados» (2 Cor 13, 5). He aquí por qué la incredulidad y la presunción les impiden admitir los efectos extraordinarios y singulares que el Espíritu opera en algunos.
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Objeción: Haz el favor de decirme: ¿ayunar, abstenerse, velar, mantenerse de pie, hacer penitencia, practicar la pobreza, no es acaso vida activa? ¿cómo puedes decirnos, alegando únicamente la salmodia, que sin vida activa es posible poseer la oración?
Respuesta: ¿De qué vale orar vocalmente mientras vaga el espíritu? Uno derrumba lo que otro edifica: mucho trabajo para ninguna ganancia. Como se trabaja con el cuerpo, así es necesario trabajar también con el espíritu, de otro modo se será justo de cuerpo pero el espíritu estará lleno de impureza. El apóstol lo confirma: «Si yo oro con mi lengua, mi pneuma ora -entended por esto mi voz- pero mi espíritu es estéril. Si yo oro con mi voz, oraré también con mi espíritu… prefiero decir cinco palabras con todo mi espíritu… » (1 Cor 14, 14s). «No hay nada más temible que el pensamiento de la muerte, dice san Máximo, nada más magnífico que el recuerdo de Dios». De ese modo quiere mostrar la excelencia de la obra.
Algunos, cegados y vueltos incrédulos por su extrema insensibilidad e ignorancia, no quieren siquiera admitir que existe gracia en nuestra época.
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Aquellos que salmodian poco, tienen razón, según mi opinión. Observan las proporciones, y la medida es la excelencia, según nos enseñan los sabios. No agotan el poder del alma en la vida activa para no volver al espíritu negligente en la oración. Sucede que el espíritu, fatigado por la prolongación de su grito interior y de su inmovilidad, toma un corto respiro y descansa, en los espacios de la salmodia, de su encierro en la hesychia. Tal es la jerarquía ideal y la doctrina de los más sabios.
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En cuanto a aquellos que no salmodian en absoluto, hacen bien, si es que se encuentran entre los avanzados. Si han llegado a la iluminación no tienen necesidad de salmos sino de silencio, de oración ininterrumpida y de contemplación. Están unidos a Dios y no tienen por qué separar su espíritu de él para arrojarlo a la disipación. «El obediente cae por voluntad propia, dice Clímaco el Hesicasta, al interrumpir su oración». Su espíritu, separándose del esposo – el recuerdo de Dios – comete adulterio y se liga al amor por las cosas pequeñas.
No es oportuno enseñar a todos indistintamente esta conducta. A los simples e iletrados que viven en la obediencia si, porque la obediencia participa de todas las virtudes en la humildad; no se debe enseñar, en cambio, a aquellos que viven fuera de la obediencia pues correrían el riesgo de extraviarse, ya se trate de simples o de gnósticos. Pues el independiente no escapa de la presunción que acompaña, naturalmente, al error, nos dice Isaac.
Algunos, sin medir las peligrosas consecuencias, enseñan al recién llegado la práctica exclusiva de este ejercicio para dirigir el espíritu, afirman, en el uso y el amor del recuerdo de Dios. Ello no es necesario, sobre todo si se trata de ideoritmos. Su espíritu es todavía impuro, a causa de la negligencia y del orgullo, y las lágrimas todavía no lo han purificado. Cuando los espíritus impuros del corazón, turbados por el nombre temible, crecen y amenazan destruir a aquel que los flagela, reflejan, antes que la oración, las imágenes de los malos pensamientos. Al ideoritmo que quiere aprender esta práctica y realizarla, pueden sucederle dos cosas: o se afanará y se equivocará, lo que no cambiará en nada su estado, o bien se mostrará negligente y no hará ningún progreso en toda su vida.
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Agregaré aquí algo más acerca de la oración, según mi pequeña experiencia: cuando de día o de noche, después de permanecer sentado en silencio, orando a Dios con insistencia, sin pensamientos, humildemente, tu espíritu se canse de gritar, tu cuerpo esté dolorido y tu corazón no experimente calor ni alegría ante la invocación vigorosamente sostenida de Jesús que otorga resolución y paciencia a los combatientes, entonces levántate y salmodia, solo o con tu compañero, o bien dedícate a la meditación sobre una palabra, al recuerdo de la muerte, al trabajo manual o a la lectura, de pie, a fin de fatigar a tu cuerpo.
Cuando te dediques a la salmodia solitaria vuélcate al Trisagion, la oración del Señor, con el espíritu atento al corazón. Si el cansancio te pesa, pronuncia dos o tres salmos penitenciales, sin cantarlos… San Basilio aconseja: «Es necesario cambiar cada día los salmos para estimular la resolución, para que el espíritu no se disguste por repetir siempre los mismos, para darle una cierta libertad. Todo ello redundará en beneficio de su resolución». Si salmodias en compañía de un discípulo fiel, permítele decir los salmos, mientras que, en lo referente a la atención y a la oración secreta del corazón, te vigilarás. Con el concurso de la oración, desprecia toda representación sensible o intelectual que suba a tu corazón; la quietud (hesychia) es el despojamiento provisorio de los pensamientos que no vienen del Espíritu, para no perder la mejor parte deteniéndose sobre su bondad.
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La ilusión.
Siendo amante de Dios, debes permanecer muy atento… Cuando, ocupado en tu obra observas una luz o un fuego, en ti mismo o fuera de ti, o la así llamada imagen de Cristo, de los ángeles o de los santos, no lo aceptes o te arriesgarás a sufrir las consecuencias. No permitas a tu espíritu forjarla. Todas esas formas exteriores intempestivas tienen como efecto extraviar el alma. El verdadero principio de la oración es el calor del corazón que consume las pasiones, produce en el alma la alegría o el goce, y confirma al corazón en un amor seguro y en un sentimiento de indudable plenitud.
Todo lo que se presenta al alma como sensible o intelectual y arroja al corazón en la duda y la hesitación no proviene de Dios, sino que ha sido enviado por el enemigo. Esa es la enseñanza de los Padres. Cuando veas a tu espíritu atraído hacia afuera o hacia el cielo por algún poder invisible, no le creas, no le permitas que se deje arrastrar sino devuélvele inmediatamente a su obra. «Las cosas divinas vienen solas; tú ignoras la hora en que sucederá», dice Isaac. El enemigo interior y natural transforma a placer, unos en otros, los objetos espirituales, e introduce, bajo la apariencia del fervor, su fuego desordenado para apesadumbrar al alma. Hace aparecer como gozo a la alegría irracional y a la voluptuosidad lúbrica con su cortejo de presunción y de ceguera. Se oculta a los principiantes inexpertos y les hace tomar la obra de su engaño como obra de la gracia; en cambio el tiempo, la experiencia y el sentido espiritual tienen, como efecto natural, mostrar el enemigo a aquellos que no ignoran su perversidad… «como el paladar saborea los manjares» (Job 34, 3), es decir, que el gusto espiritual descubre infaliblemente su naturaleza.
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Tú eres un obrero, dice Clímaco; prefiere las lecturas de acción. Esta clase de lectura dispensa de todas las otras. No ceses de releer los libros que tratan de la vida hesicasta y de la oración, como la Escala, Isaac, Máximo, los escritos de Simeón el Nuevo Teólogo, de su discípulo Nicetas Stethatos, de Hesiquio, de Filoteo el Sinaíta y otros con el mismo espíritu. Deja a los demás por el momento. No es que sea necesario rechazarlos, pero ellos no responden al fin que persigues y te desviarían hacia el estudio… Así, tu espíritu se fortificará y tomará fuerzas para orar más intensamente. Toda esta lectura le procurará oscuridad, debilitamiento, turbará el espíritu, su razón le hará mal a la cabeza y le faltará impulso para la oración.
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Nos es necesario todavía enumerar los trabajos y las fatigas de la acción y exponer claramente la manera de entregarse a cada tarea. Alguno que, después de habemos escuchado, se coloque a la obra y no obtenga fruto, podría reprochamos, a nosotros o a los demás, no haber dicho las cosas tal como son.
El trabajo del corazón> y la fatiga corporal hacen la verdadera obra. Manifiestan la operación del Espíritu santo que te ha sido concedido – como a cualquier otro fiel – mediante el bautismo. La negligencia hacia los mandamientos enterró todo esto bajo las pasiones y la penitencia nos lo habrá de restituir con el concurso de la misericordia inefable… La obra espiritual que no es acompañada de penas y fatiga no producirá ningún fruto a su autor. Pues «el reino de los cielos se toma con violencia… » (Mt 11, 12). La violencia es una mortificación perseverante del cuerpo… Aquellos que actúan con negligencia y relajamiento, se hacen mucho mal pues jamás gozarán el fruto… «Aun cuando realicemos las acciones más elevadas, si no hemos adquirido la contrición del corazón, serán bastardas y echadas a perder…».
El hesicasta debe mantenerse sentado en oración y sin prisa por levantarse
Bien puedes permanecer sentado sobre un escabel la mayor parte del tiempo, a causa de la incomodidad; o bien extiéndete sobre tu cama, pero sólo de paso y únicamente para el descanso. Tú permanecerás pacientemente sentado a causa del que dijo: «Perseveraban unánimes en la oración» (Hech 1, 14), no te sentirás inclinado a levantarte por negligencia ni por causa del dolor penoso de la invocación interior del espíritu o de la inmovilidad prolongada. He aquí, dijo el profeta, que «nos invade un dolor, cual de mujer en parto» (Jer 6, 24).
Doblado en dos, reunirás tu espíritu en tu corazón y llamarás a Jesucristo en tu ayuda. Con la espalda y la cabeza doloridas, persevera, laboriosa y ardientemente, ocupado en buscar al Señor en el interior de tu corazón…
Cómo decir la oración
Algunos Padres aconsejan decirla íntegramente, otros sólo la mitad, lo que es más fácil, considerando la debilidad del espíritu. Pues «nadie puede decir interiormente y por si mismo Señor Jesús, si no en el Espíritu santo»; como un niño todavía balbuciente es incapaz de articular. No es aconsejable alternar frecuentemente las invocaciones por pereza, sino ocasionalmente, para asegurar la perseverancia.
Igualmente, algunos enseñan a pronunciar la invocación oralmente, otros en el espíritu. Yo aconsejo ambos métodos. Pues tanto el espíritu como los labios pueden ser tocados por el cansancio. Se orará, entonces, de dos maneras: con los labios y con el espíritu. Pero se invocará tranquilamente y sin turbación, por miedo a que la voz distraiga o paralice el sentimiento y la atención del espíritu. Llegará un día en que el espíritu, adiestrado, hará progresos y recibirá poder del Espíritu para orar total e intensamente: entonces no necesitará de la palabra, y hasta será incapaz de utilizarla contentándose con operar su obra exclusiva y totalmente en silencio.
Cómo disciplinar el espíritu
Debes saber que nadie puede, totalmente solo, dominar su espíritu si el Espíritu no lo ha dominado en primer lugar, pues él es indisciplinado. No es que sea inquieto por naturaleza, sino que la negligencia lo ha afligido desde su origen con una disposición vagabunda. La transgresión de los mandamientos dejados por aquel que nos ha regenerado nos ha separado de Dios, nos ha hecho perder la unión con él y el sentir espiritual intimo de Dios. Después de eso, el espíritu, descarriado y separado de Dios, se deja, permanentemente, conducir cautivo, no importa adónde. Sólo le es posible fijarse sometiéndose a Dios, manteniéndose cerca de él, uniéndose a él alegremente, orándole asiduamente y con perseverancia, confesándole cada día los pecados cometidos… pues él perdona a aquellos que no cesan de invocar su santo nombre.
La retención del soplo cerrando los labios disciplina el espíritu, pero sólo parcialmente, luego se disipa nuevamente. Cuando sobreviene la operación de la oración, entonces ésta verdaderamente lo disciplina y lo conserva cerca de si, lo regocija y lo libera de sus cadenas. Pero sucede que, aun entonces mientras el espíritu está en oración e inmóvil en el corazón, la imaginación vaga, ocupada en otras cosas. Ella no obedece a nadie, salvo a los perfectos en el Espíritu santo, aquellos que han alcanzado la inmovilidad en Cristo Jesús.
Cómo expulsar los pensamientos
Ningún principiante expulsa un pensamiento sin que Dios lo haya expulsado primero. Corresponde a los fuertes combatirlos y arrojarlos. Incluso estos, no los arrojan por si mismos, sino que entablan la lucha al amparo de Dios y revestidos de su armadura. En cuanto a ti, cuando te acosen pensamientos, invoca a menudo y con paciencia a Jesucristo, y ellos huirán pues no soportan el calor que la oración libera en el corazón.
Cómo salmodiar
Por tu parte, imita a aquellos que salmodian de tiempo en tiempo, raramente… La salmodia frecuente es asunto de los activos, a causa de su ignorancia y por la fatiga que impone, pero no de los hesicastas que se contentan con orar a Dios sólo en su corazón, manteniéndose al abrigo de todo pensamiento. Cuando veas a la oración operar y ejercitarse en tu corazón sin cesar, no la detengas, ni te levantes para salmodiar, a menos que, con el permiso de Dios, ella te deje antes. Pues seria abandonar a Dios en el interior para hablarle afuera. Es como caer de las alturas a la tierra; además, produce disipación y turba la tranquilidad de tu espíritu. Pues la quietud (hesychia), como lo indica su nombre, posee también la acción: la posee en la paz y la tranquilidad.
A quienes ignoran la oración, les conviene, en gran medida, salmodiar y estar incesantemente en la multiplicidad sin detenerse hasta que su acción penosa los haya conducido a la contemplación, la oración espiritual que opera en ellos. Una es la acción del hesicasta, otra la del cenobita. El que permanezca fiel a su vocación será salvado… Aquel que practica la oración dando fe a lo que escucha y basándose en sus lecturas, se pierde, por falta de maestro… Si se quiere objetar que los santos Padres, o algunos modernos practicaron la salmodia ininterrumpida, responderemos, basándonos en el testimonio de la Escritura, que no todo es perfecto en todo, que el celo y las fuerzas tienen sus limites y que «aquello que parece pequeño a los grandes no es necesariamente pequeño, ni lo que parece grande a los pequeños es necesariamente perfecto». A los perfectos todo les resulta fácil. La razón de que no todos hayan sido activos es que no todos siguen el mismo camino o no lo siguen hasta el fin. Muchos han pasado de la vida activa a la contemplación, han cesado toda actividad, han celebrado el sabbat espiritual, se han regocijado en el Señor saciados con el alimento divino, incapaces de salmodiar o meditar en nada por efecto de la gracia. Han conocido el rapto y han alcanzado parcialmente, en signos, lo último deseable. Otros han muerto, ellos alcanzaron su salvación en la vida activa y han recibido su recompensa en el más allá. Otros, de los que una suave emanación ha manifestado post mortem la salvación, han obtenido, en la muerte, la certidumbre de la gracia del bautismo, la que poseían como todos los bautizados, pero en la cual el cautiverio y la ignorancia de su espíritu les habían imposibilitado participar místicamente cuando estaban vivos. Otros adquirieron renombre, a la vez por la oración y la salmodia, ricos de una gracia siempre en actividad y libres de todo obstáculo. Otros permanecieron hasta el fin ligados a la hesychia, hombres simples, satisfechos, con justa razón, de la oración que los unía a Dios cara a cara. Los perfectos «lo pueden todo en Cristo, que los fortifica».
Sobre el error
«Los demonios gustan rondar alrededor de los principiantes y de los ideoritmos…»
Es necesario no sorprenderse de que algunos se hayan extraviado, de que hayan perdido la cabeza, de que hayan admitido o admitan el error, de que vean cosas contrarias a la realidad o incongruentes por ignorancia e inexperiencia. Cuántas veces se ha visto a gentes simples, cuando quieren expresar la verdad, decir en su ignorancia una cosa por otra, por carecer de medios para explicarse en la forma debida, confundiendo a los demás, atrayendo sobre si mismos y, por contragolpe sobre los hesicastas, la burla y la risa. Nada hay de sorprendente en que un principiante se extravíe, incluso después de muchos esfuerzos; esto ha sucedido, tanto en el pasado como en el presente, a muchos de los que buscan a Dios. El recuerdo de Dios, o sea la oración espiritual, es la más elevada de todas las acciones, la más alta de las virtudes junto a la caridad. Aquel que emprende temerariamente el camino hacia Dios y se hace violencia para poseerlo resulta fácil víctima para los demonios si Dios lo abandona a sí mismo.
En cuanto a ti, si practicas la quietud aguardando la unión con Dios, no permitas jamás que un objeto sensible o mental, exterior o interior, aun cuando fuera la imagen de Cristo, o la forma de un ángel o la de algún santo, o una luz, penetre o se dibuje en tu espíritu. El espíritu tiene una facultad imaginativa natural y se deja impresionar fácilmente por el objeto de sus deseos en quienes no tienen el debido cuidado forjando así su propia desdicha. Aun el recuerdo de los objetos, buenos o malos, marca los sentidos del espíritu y lo lleva hacia las imaginaciones… Por lo tanto, guárdate de darles fe y asentimiento, incluso cuando se trate de algo bueno, antes de interrogar a los expertos y haberlos examinado durante largo tiempo para no caer en el error. Lo que Dios envía a manera de prueba y a fin de aumentar la recompensa, a menudo ha resultado perjudicial a más de uno. Nuestro Señor pone a prueba nuestro arbitrio para ver hacia qué lado se inclinará. Aquel que ve alguna cosa en su pensamiento, en sus sentidos, incluso proviniendo de Dios, y la recibe sin consultar la opinión de expertos, se equivoca fácilmente porque es excesivamente complaciente en aceptarla. El principiante debe dedicarse a la obra del corazón – ella no engaña nunca- sin admitir nada más hasta que llegue la hora del aplacamiento de las pasiones. Dios no se resiente con aquel que se vigila rigurosamente a si mismo por temor de extraviarse, ni siquiera cuando no admite aquello que viene de él sin antes haberlo consultado y examinado mucho, y casi siempre él alaba su discernimiento…
Aquel que trabaja para obtener la oración pura caminará, entonces, en una tranquilidad y una compunción extremas bajo la conducción de consejeros experimentados, llorará sin cesar sus pecados temiendo el castigo futuro y lamentando estar separado de Dios en este mundo o en el otro… La oración infalible es la oración ardiente de Jesús… que consume las pasiones como el fuego las espinas, que trae al alma regocijo y alegría, que, semejante a una fuente, brota en pleno corazón del Espíritu vivificante. Que tu deseo sea no encontrar ni poseer más que a ella en tu corazón, guardando sin tregua tu espíritu de toda imagen, desnudo de pensamientos y de conceptos. No temas nada… nosotros no debemos ni temer ni gemir cuando invocamos al Señor. Si algunos se han extraviado, si han perdido el sentido, lo deben, sábelo, a la ideoritmia y al orgullo. Aquel que busca a Dios en la sumisión y en la consulta humilde no tendrá temor de una desdicha de este tipo. El hesicasta no abandonará jamás el camino real. El exceso en todo produce la suficiencia que conduce al error.
La aparición de la gracia en la oración se presenta bajo formas diferentes y el Espíritu se manifiesta y se hace conocer diversamente, según le plazca al mismo Espíritu. Elías el Tesbita nos ofrece el prototipo. En algunos, el espíritu de temor pasa partiendo las montañas, quebrando los peñascos – los corazones duros-; clava, por así decirlo, de temor a la carne y la deja muerta. En otros, una sacudida o una exultación (un salto, dicen más claramente los Padres) absolutamente inmaterial pero sustancial se produce en las entrañas (sustancial, pues lo que no tiene esencia ni sustancia no existe). En otros, finalmente, Dios produce – sucede sobre todo con aquellos que han progresado en la oración- una brisa luminosa, ligera y apacible, mientras que Cristo hace su morada en el corazón y se manifiesta místicamente en el Espíritu. He aquí por qué Dios dijo a Elías sobre el monte Horeb: el Señor no está en el primero ni en el segundo (fenómeno), es decir, en las formas particulares desde el principio, pero si en la brisa luminosa y ligera, es decir, en la oración perfecta.
Gregorio Palamas
Sobre la oración y sobre la pureza del corazón
Dios es el bien en si, la misericordia misma, un abismo de bondad y, al mismo tiempo, él abraza ese abismo y excede todo nombre y todo concepto posible. No hay otro medio para obtener su misericordia que la unión. Uno se une a Dios compartiendo, en la medida de lo posible, las mismas virtudes, por ese comercio de súplica y de unión que se establece en la oración.
La participación en las virtudes, por la semejanza que instaura, tiene por efecto disponer al hombre virtuoso a recibir a Dios. Pertenece al poder de la oración operar esta recepción y consagrar místicamente el crecimiento del hombre hacia lo divino y su unión con él -pues ella es el lazo de las criaturas razonables con su Creador- siempre a condición de que la oración haya transcendido, gracias a una compunción inflamada, el estadio de las pasiones y de los pensamientos. Pues un espíritu ligado a las pasiones no podría pretender la unión divina. En tanto que el espíritu ora en esta clase de disposición, no obtiene misericordia; en cambio, cuanto más éxito alcanza en alejar los pensamientos, más adquiere la compunción y, en la medida de su compunción, participa en la misericordia y en su consuelo. Que persevere humildemente en ese estado y transformará enteramente la parte apasionada del alma.
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Cuando la unidad del espíritu deviene trinitaria, sin dejar de ser uno, el espíritu se une a la mónada trinitaria suprema, cerrando todas las puertas que conducen al error, dominando a la carne, al mundo y al príncipe de ese mundo. El espíritu escapa así enteramente a su ataque, está totalmente en si mismo y en Dios, gozando de la exaltación espiritual que brota en él en tanto se mantiene en dicho estado. La unidad del espíritu deviene trina y permanece una, cuando él se vuelca hacia sí mismo y sube de si mismo hacia Dios. La conversión del espíritu hacia si mismo consiste en cuidarse a si mismo; su ascensión hacia Dios se opera ante todo por la oración: a veces en una oración recogida y concentrada, a veces en una oración más extendida’, lo que es más laborioso. El que persevera en esta concentración del espíritu y en este crecimiento hacia Dios, conteniendo enérgicamente los ataques de su pensamiento, se acerca interiormente a Dios, entra en posesión de los bienes inefables, gusta el siglo futuro, conoce por el sentido espiritual cuán bueno es el Señor, según la palabra del salmista: «¡Gustad y ved qué bueno es Yahvé!» (Sal 34, 9).
Llegar a la trinidad del espíritu, conservándolo uno, y unir la oración a este cuidado, esto no es demasiado difícil. Pero perseverar largo tiempo en ese estado generalmente inefable, ésa es la dificultad misma. El trabajo sobre cualquier otra virtud es insignificante y ligero en comparación. He aquí por qué muchos renuncian al encierro de la virtud de la oración y no llegan más que a los grandes espacios abiertos de los carismas. Pero a los que son pacientes los están esperando los más grandes auxilios divinos, que los sostendrán y los llevarán gozosamente hacia adelante, haciéndoles fácil la dificultad misma y confiriéndoles una aptitud angélica. Dichos auxilios otorgan a la naturaleza humana la posibilidad de vivir según las naturalezas que la sobrepasan. El profeta lo ha dicho: «Los que esperan en Yahvé renuevan sus fuerzas, remontan el vuelo como águilas, corren sin fatigarse y caminan sin cansarse» (Is 40, 31).
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El espíritu, es también el acto (energía) del espíritu que consiste en pensamientos y conceptos. Es igualmente el poder que produce esos efectos y que la Escritura llama el corazón: es la reina de nuestros poderes, la que fundamenta nuestra calidad de alma razonable. El acto del espíritu – su pensamiento – se regula y purifica fácilmente cuando uno se entrega a la oración, sobre todo a la oración monológica. Pero la potencia que produce ese acto no está purificada más que cuando las otras potencias también lo están. Pues el alma es una esencia de potencias múltiples: cuando un mal resulta de alguna de esas potencias, aquella queda enteramente manchada; todas comunican la misma unidad. Por el hecho de que cada potencia tiene su propio acto, es posible, con cierta aplicación, purificar por algún tiempo un acto cualquiera. La potencia no será purificada al mismo tiempo, pues ella está en comunicación con las otras y por ello es más impura que pura.
Considerad a alguien que, por su asiduidad a la oración, haya purificado el acto de su espíritu, haya conocido una iluminación parcial, ya sea de la luz de la ciencia, ya sea del resplandor espiritual: si él se considera purificado por esto, abusa y, por su presunción, abre totalmente la puerta a aquel que sólo espera una ocasión para engañarlo. Si por el contrario, mide la impureza de su corazón y en lugar de elevarse por esa pureza parcial hace de ella un medio y un auxiliar, verá más claramente la impureza de las otras potencias del alma, progresará en la humildad, aumentará sin cesar su compunción y descubrirá los remedios apropiados a cada potencia del alma. Mediante la acción purificará sus facultades activas; por la ciencia, sus facultades de conocimiento; por la oración, su facultad contemplativa; y este itinerario, lo conducirá a la pureza perfecta, verdadera, estable, del corazón y del espíritu. Nadie puede alcanzar esto más que por la perfección de la acción, la contrición perpetua, la contemplación y la oración contemplativa.
Apología de los santos hesicastas
Pregunta: Ciertos profesionales de la cultura profana pretenden que nos equivocamos queriendo recluir nuestro espíritu en nuestro cuerpo: según ellos deberíamos expulsarlo a cualquier precio. Sus escritos maltratan a algunos de nosotros bajo el pretexto de que aconsejamos a los principiantes recoger sus miradas sobre ellos mismos e introducir, por medio de la inspiración, su espíritu en sí mismos. El espíritu, dicen, no está separado del alma; ¿cómo entonces se podría introducir aquello que no está separado sino unido? Agregan que nosotros les recomendamos introducir la gracia en ellos por las vías nasales. Sé que esto es una calumnia (pues jamás escuché nada semejante en nuestro medio) y una malignidad más, añadida a las otras. Al que deforma, poco le cuesta inventar.
Explícame, entonces, padre mío, por qué ponemos todo nuestro cuidado en introducir en nosotros nuestro espíritu y no nos equivocamos al recluirlo en nuestro cuerpo.
Respuesta de Gregorio: Nuestro cuerpo no tiene en si mismo nada de malo; es bueno por naturaleza; sólo existe algo dañino en él: el espíritu camal, el cuerpo prostituido al pecado. El mal no viene de la carne sino de aquel que la habita. El mal no consiste en que el espíritu habite en el cuerpo sino más bien en que la ley opuesta a la ley del espíritu se ejercite en nuestros miembros. He aquí por qué nos revelamos contra la ley del pecado y la expulsamos del cuerpo para introducir en él la autoridad del espíritu. Gracias a esta autoridad fijamos la ley, la naturaleza y el limite de su ejercicio a cada potencia del alma, a los sentidos y a los miembros del cuerpo; a cada uno lo debido: esta obra de la ley lleva el nombre de temperancia; a la parte apasionada del alma le procuramos el hábito excelente que es la caridad y, a la parte razonable, la mejoramos arrojando todo lo que se opone a la ascensión del espíritu hacia Dios: este aspecto de la ley se llama sobriedad. Aquel que purificó su cuerpo por la temperancia, aquel que por la caridad ha hecho de su ira y de su concupiscencia ocasiones para la virtud, aquel que ofrenda a Dios un espíritu purificado por la oración, adquiere y ve en si mismo la gracia prometida a los corazones puros… «Llevamos este tesoro en vasos de barro» (cf. 2 Cor 4, 6-7); entended por ello nuestro cuerpo. ¿Cómo entonces, reteniendo nuestro espíritu en el interior de nuestro cuerpo, faltaríamos a la sublime nobleza del espíritu?
Nuestra alma es una esencia provista de potencias múltiples, tiene como órgano el cuerpo que anima. Su potencia -el espíritu, como lo llamamos – opera por medio de ciertos órganos. Ahora bien, ¿quién supuso jamás que el espíritu pueda residir en las uñas, los párpados, las narices o los labios? Todo el mundo está acorde en ubicarlo dentro de nosotros. Las opiniones divergen cuando se trata de designar el órgano interior. Los unos colocan el espíritu en el cerebro, como en una especie de acrópolis; otros le atribuyen la región central del corazón, aquella que es pura de todo soplo animal. En cuanto a nosotros, sabemos a ciencia cierta que nuestra alma razonable no está dentro de nosotros como estaría en un recipiente -puesto que es incorporal- pero tampoco fuera -puesto que está unida al cuerpo-, sino que está en el corazón como en su órgano.
Nosotros no lo sabemos por un hombre, sino por aquel que se hizo hombre: «No contamina al hombre lo que entra en la boca, sino lo que sale de la boca… lo que sale de la boca procede del corazón y eso es lo que mancha al hombre» (cf. Mt 15, 11 19). Y el gran Macario dice igualmente: «El corazón preside todo el organismo. Cuando la gracia se ha apoderado de las praderas del corazón, reina sobre todos los pensamientos y sobre todos los miembros. Pues es allí donde se encuentran el espíritu y todos los pensamientos del alma». Nuestro corazón es, entonces, el asiento de la razón y su principal órgano corporal. Si queremos aplicarnos a vigilar y enderezar nuestra razón, por medio de una atenta sobriedad, qué mejor manera de vigilarla que reunir nuestro espíritu disperso en lo exterior por las sensaciones, reconducirlo dentro de nosotros hasta ese mismo corazón que es asiento de los pensamientos. Por ello Macario prosigue un poco más abajo: «Esto es lo que hace falta considerar para ver si la gracia ha grabado las leyes del Espíritu». ¿Dónde? En el órgano director, el trono de la gracia, allí donde se encuentran el espíritu y todos los pensamientos del alma, en resumen, en el corazón. Tú puedes medir ahora la necesidad de aquellos que han resuelto vigilarse en la quietud, reunir, recluir su espíritu en su cuerpo y que nosotros llamamos corazón…
Si «el reino de los cielos está dentro de nosotros» (Lc 17, 21), ¿cómo no habría de excluirse de ese reino aquel que deliberadamente se dedica a hacer salir su espíritu? «El corazón recto, dice Salomón, busca el sentido» (Prov 27, 21), ese que en otro lugar llama «espiritual y divino» (Prov 2, 5) y del que los Padres nos dicen: «El espíritu enteramente espiritual está envuelto con una sensibilidad espiritual, no cesemos de perseguir ese sentido, a la vez en nosotros y fuera de nosotros»
Puedes ver que si uno quiere alzarse contra el pecado, adquirir la virtud y la recompensa del combate virtuoso, más exactamente la prenda de esta recompensa, el sentimiento espiritual, es necesario recoger el espíritu en el interior del cuerpo y de si mismo. Querer hacer salir al espíritu, no digo del pensamiento camal sino del mismo cuerpo, para ir más allá, es la cumbre del error griego (= pagano)… Pero nosotros reenviamos el espíritu, no solamente hacia el cuerpo y el corazón, sino hacia si mismo. Aquellos que dicen que el espíritu no está separado sino unido, pueden reprochamos:
¿Cómo se podría hacer entrar el espíritu? Ignoran que la esencia es diferente. Ellos ignoran que la esencia del espíritu es una cosa, y que su acto (energía) es otra. En verdad, ellos no están engañados, sino que, deliberadamente y al abrigo de un equivoco, se alinean entre los impostores… No se les escapa que el espíritu no es como el ojo que ve a los objetos sin verse a sí mismos. El espíritu cumple los actos exteriores de su función según un movimiento longitudinal, como dice Dionisio, pero también retoma a si mismo y opera en si mismo su acto cuando se contempla; es lo que Dionisio llama movimiento circular. Es el acto más excelente, el acto propio, si lo hay, del espíritu. Por este acto en ciertos momentos él se transciende para unirse a Dios (Noms divins, cap. 4).
«El espíritu, dice san Basilio, que no se expande hacia fuera, retorna a si mismo y se eleva por si mismo a Dios por un camino seguro». Dionisio, el infalible guía del mundo espiritual, nos dice que ese movimiento del espíritu sólo podría engañar. El padre del error y de la mentira, que jamás cesó de querer descarriar al hombre… acaba de encontrar cómplices en ciertos individuos que componen tratados en este sentido y persuaden, incluso a aquellos que han abrazado la vida superior de la quietud, de que es mejor, durante la oración, mantener el espíritu fuera del cuerpo. Y esto a despecho de la definición de Juan en su Escala celestial: «El hesicasta es aquel que se esfuerza por circunscribir lo incorporal en el cuerpo». Nuestros padres espirituales nos han enseñado todos la misma cosa…
Considera, hermano mío, que la razón se agrega a las consideraciones espirituales para mostrar la necesidad – cuando se aspira verdaderamente a convertirse en monje según el hombre interior- de introducir y mantener el espíritu en el interior del cuerpo. Esto significa que es correcto invitar, especialmente a los principiantes, a observarse a si mismos y a introducir su espíritu en si mismos al mismo tiempo que el soplo. ¿Qué espíritu sensato alejaría a aquel que todavía no ha llegado a contemplarse del empleo de ciertos procedimientos para hacer retornar su espíritu hacia si? Es un hecho que, en aquellos que acaban de descender a la lid, el espíritu todavía no está reunido y se escapa; por su bien es necesario poner la misma obstinación en volver a traerlo. Siendo novicios todavía, ignoran que nada en el mundo es más reacio al examen de si mismo, ni más dispuesto a dispersarse. He aquí por qué algunos recomiendan controlar las idas y venidas del soplo, reteniéndolo para contener al espíritu. Esperamos que, con la ayuda de Dios, realicen progresos, logren purificar el espíritu, le impidan salir al mundo exterior y puedan recogerlo perfectamente en una concentración unificadora.
Cualquiera puede constatar que ese es un efecto espontáneo de la atención del espíritu; el ir y venir del soplo se hace más lento en todo acto de reflexión intensa. Esto sucede particularmente en aquellos que practican la quietud del espíritu y del cuerpo. Ellos celebran verdaderamente el sabbat espiritual: suspenden todas las obras personales; suprimen, en lo posible, la actividad móvil y cambiante, descuidada y múltiple, de las potencias cognoscitivas del alma al mismo tiempo que toda la actividad de los sentidos; en resumen, detienen toda actividad corporal que depende de su voluntad. En cuanto a aquellas que no dependen enteramente de ellos, tales como la respiración, la reducen en la medida de lo posible. Esos efectos, surgen, espontáneamente y sin pensar, en todos los que están avanzados en la práctica hesicasta; se producen necesariamente y por si mismos en el alma perfectamente introvertida.
Entre los principiantes, eso no sucede si no es mediante el esfuerzo. Hagamos una comparación: La paciencia es un fruto de la caridad; «la caridad todo lo tolera» (1 Cor 13, 7). Ahora bien, ¿no se nos enseña a emplear todos los medios para obtener y llegar a la caridad? El caso es el mismo aquí. Todos aquellos que tienen experiencia se ríen de las objeciones de la inexperiencia; su medio no es el discurso sino el esfuerzo y la experiencia que él engendra, la experiencia que produce un fruto útil y descubre los propósitos estériles de los que disputan de mala fe.
Un gran doctor escribió que «después de la transgresión, el hombre interior se modela según las formas exteriores». Aquel que quiere introvertir su espíritu e imponerle, a cambio del movimiento longitudinal, el movimiento circular e inefable, en lugar de pasear su mirada de aquí para allá, obtendrá mayor provecho concentrándola en su pecho o en su ombligo. Curvado, imita exteriormente el movimiento interior de su espíritu y, por esta actitud del cuerpo, introduce en su corazón la potencia del espíritu al que la vista vuelca hacia fuera. Si es verdad que la potencia de la bestia interior tiene su asiento en la región del ombligo y del vientre, donde la ley del pecado ejerce su imperio y le proporciona alimento, ¿por qué no emplazar allí, precisamente, todo el ejército de la oración, para oponérsele? Para impedir que el espíritu malvado, expulsado por el baño de regeneración retorne con siete espíritus aún más malvados a instalarse por segunda vez y que la nueva situación sea peor que la primera (cf. Lc 11, 26). «Toma cuidado de ti», dijo Moisés (Dt 15, 9), de ti, íntegramente y no de esto o de aquello. ¿Cómo? ¡ Por el espíritu! No existe otro medio de tomar cuidado de si. Coloca esta guardia ante tu alma y tu cuerpo, él te librará fácilmente de las malas pasiones del alma y del cuerpo… No dejes sin vigilancia ninguna parte de tu alma ni de tu cuerpo, así franquearás la zona de las tentaciones inferiores y te presentarás ante aquel que «escruta los riñones y los corazones», pues tú los habrás escrutado por ti mismo de antemano. «Si nos examinásemos a nosotros mismos no seriamos condenados» (1 Cor 11, 31). Tu compartirás la bienaventurada experiencia de David: «Mas la tiniebla no es tiniebla para ti, ante ti brilla la noche como el día. Porque tú me formaste en las entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre» (Sal 138, 12). Tú no solamente has hecho tuya la parte concupiscible de mi alma, sino que, si quedaba dentro de mi cuerpo algún foco de ese deseo, lo has reunido a su origen y, por la fuerza misma de ese deseo, se ha elevado hacia ti, se ha ligado a ti. Aquellos que se atan a los placeres sensibles de la corrupción, consumen en la carne toda la potencia del deseo de su alma y se convierten así enteramente en carne. El Espíritu no podría permanecer en ellos. Por el contrario, aquellos que elevaron su espíritu a Dios, establecieron su alma en el amor de Dios; su carne transformada comparte el crecimiento del espíritu y se une a él en la comunión divina. Se convierte, ella también, en el dominio y la casa de Dios; ella no alberga enemistad ni desea nada contra el espíritu. La carne no es buena, nos dice el apóstol, en tanto que en ella no habite la ley de la vida. Mayor razón para no dejarla jamás sin vigilancia. ¿Cómo nos pertenecerá? ¿cómo impediremos su acceso al enemigo – sobre todo nosotros, que aún no poseemos la ciencia espiritual requerida para rechazar los espíritus del mal-, si no es dirigiendo nuestra acción a través de una actitud exterior? …Los más perfectos utilizan esa actitud en la oración y logran así la benevolencia de Dios. Y esto no sólo entre aquellos que siguieron a la venida de Cristo entre nosotros, sino también entre los que lo precedieron. Elías mismo, consumido en la teoptia, apoya su cabeza sobre las rodillas, reúne animosamente su espíritu en sí mismo y en Dios y así pone fin a una sequía de varios años.
Aquellos cuyos propósitos me recuerdas (con tu pregunta) parecen compartir el mal del fariseo… desdeñan la actitud de la oración justificada del publicano y exhortan a los demás a no imitarlo en ella. «No se atrevía ni a levantar sus ojos al cielo» dice el Señor (Lc 18, 13). Lo imitan, por el contrario, aquellos que, orando, aplican sus ojos sobre ellos mismos. Quienes se refieren a ellos dándoles el sobrenombre de omphalópsicos (los que colocan su alma en el ombligo) calumnian a sus adversarios -¿de entre ellos, alguno colocó jamás el alma en el ombligo?-, se comportan además como detractores de prácticas que merecen alabanzas y no como esclarecedores de equivocaciones. No es la causa de la vida hesicasta y de la verdad lo que los impulsa a escribir, es la vanidad. No es su deseo el introducir sobriedad, sino el alejarla. Por todos los medios tratan de perjudicar a la obra y a aquellos que se dedican a ella con celo. Podrían también tratar de koliópsico al que dijo: «Mi vientre (kolia) se estremece como un arpa.. .» (Is 16, 11) y envolver en la misma calumnia a quienes representan, nombran y persiguen las realidades invisibles por medio de símbolos corporales…
Tú conoces la vida de Simeón el Nuevo Teólogo, sus escritos, y a Nicéforo el Hagiorita… que enseñan claramente a los principiantes aquello que, según me dices, otros combaten. ¿Pero, para qué limitamos a los santos del pasado? Hombres que han dado testimonio del poder del Espíritu santo, nos enseñaron todo esto por su propia boca: Teolepto, obispo de Filadelfia, Atanasio el Patriarca (fin del siglo XIII, comienzos del XIV). Tú los escuchas, a ellos y a otros, antes que ellos y después de ellos, invitando a conservar esa tradición que nuestros nuevos maestros en hesicasmi…. se dedican a despreciar, a deformar y arruinar, sin beneficio para sus oyentes. Nosotros mismos hemos vivido con algunos de los santos más altamente considerados: fueron nuestros maestros. ¿Cómo, entonces, desdeñaríamos a quienes la experiencia, unida a la gracia, ha formado, para alineamos detrás de los que no tienen otro título para enseñamos que su orgullo?
Huye de esas gentes y repítete sabiamente a ti mismo, como David: «Bendice a Yahvé, alma mía y bendiga todo mi ser su santo nombre» (Sal 103, 1). Escucha dócilmente a los Padres, escúchalos aconsejarte acerca de los medios para hacer reentrar al espíritu.
El tomo hagiorita
Aquel que trata de mesalianos a los que consideran al cerebro o al corazón como asiento del espíritu, que lo sepan: atacan a los santos. San Atanasio coloca el asiento de la razón en el cerebro. Macario, cuyo resplandor no es inferior, coloca en el corazón la operación del espíritu. Y casi todos los santos están de acuerdo con ellos. San Gregorio de Nisa, afirmando que el espíritu no está ni dentro ni fuera del cuerpo, no está en contradicción con ellos. Pues los otros colocan el espíritu en el cuerpo en tanto que lo consideran unido a él. Hablan simplemente colocándose en otro punto de vista pero no tienen una opinión diferente.
Calixto e Ignacio Xantopoulos
Método y regla detallada, inspirada por los santos, para uso de los que han elegido la vida hesicasta
El principio de toda actividad agradable a Dios es la invocación, llena de fe, del nombre salvador de nuestro Señor Jesucristo. Es él quien nos ha dicho: «Sin mi nada podéis hacer» (Jn 15, 5); después le sigue la paz, pues es necesario «orar sin ira ni discusiones» (1 Tim 2, 8), y luego la caridad, porque «Dios es amor, y el que está en el amor está en Dios, y Dios en él» (1 Jn 4, 16). La paz y 1. caridad no sólo hacen la oración agradable a Dios, sino que, a su vez, ellas nacen de la oración, tal como rayos divinos gemelos, y por ella crecen y se consuman…
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Muy sabiamente, nuestros gloriosos jefes y doctores, movidos por el santo Espíritu que habita en ellos, nos enseñan a todos – sobre todo a los que quieren descender a la arena de la divinizante hesychia- a tener como ocupación y ejercicio incesante el nombre muy santo y muy dulce, a llevarlo sin cesar en nuestro espíritu, nuestro corazón y sobre nuestros labios…
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Nos parece bueno, y particularmente útil, exponer primero el método natural del bienaventurado Nicéforo, referido a la entrada en el corazón por medio de la inspiración y que contribuye en cierta medida al recogimiento del espíritu.
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La primera intención del bienaventurado padre es, a través de este método natural, separar al espíritu de su distracción acostumbrada, de su cautividad, de su disipación, para llevarlo a la atención y, mediante la atención, unirlo a sí mismo y a la oración haciéndolo descender en el corazón al mismo tiempo que ella y fijarlo allí definitivamente. Otro sabio, comentando esas palabras, explica las cosas del mismo modo a partir de su propia experiencia.
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Es necesario agregar esto para el espíritu que desea instruirse. Si dirigimos nuestro espíritu para que descienda en nosotros al mismo tiempo que nuestro soplo, hemos de saber claramente, que el espíritu que así descendió no debe salir hasta no haber renunciado a todo pensamiento, hasta no haberse convertido en uno y desnudo, hasta no tener otro recuerdo que la invocación de Jesucristo, y que si se retirara para salir se fraccionaria, atentando contra si mismo, en la memoria múltiple.
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Los santos Padres y los doctores recomiendan y enseñan – a partir de su experiencia de ese bienaventurado ejercicio – a todo aquel que se aplica a la sobriedad espiritual del corazón, a mantenerse en todo tiempo, y particularmente en las horas fijadas para la oración, en un rincón tranquilo y oscuro. La vista distrae y dispersa naturalmente al espíritu en la multiplicidad de objetos vistos y mirados, lo atormenta y lo diversifica. Que se lo aprisione en una celda tranquila y oscura y cesará de estar dividido y diversificado por causa de la vista y la mirada. Así, de buen o mal grado, el espíritu se calmará parcialmente y se recogerá en si mismo.
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Pero, antes que por esto, mejor dicho, antes que por cualquier otra cosa, es con el auxilio de la gracia divina como el espíritu llega al término de ese combate. Es la gracia divina la que corona la invocación monológica dirigida por el corazón a Jesucristo, con una fe viva, con toda pureza, sin distracción. Esto no es un efecto puro y simple del método natural de la respiración practicado en un lugar tranquilo y oscuro. ¡ Claro que no! Los santos Padres, al elaborar este método, no han tenido en vista más que un auxiliar para recoger el espíritu, para conducirlo, desde su habitual distracción, hacia si mismo y lograr la atención. Gracias a tales disposiciones nace en el espíritu la oración constante, pura y sin distracción. Como lo dijo san Nilo (Evagrio): «La atención que busca la oración encontrará la oración. Si alguna cosa sigue a la atención, es la oración. Apliquémonos entonces a la atención».
Es suficiente. Para ti, hijo mío, si deseas pasar días felices y «vivir incorporalmente en tu cuerpo», vive según la regla que te he expuesto.
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A la caída del sol, después de haber solicitado la ayuda del Señor Jesucristo, soberanamente bueno y poderoso, siéntate en tu escabel, en una celda tranquila y oscura, reúne tu espíritu apartándolo de su habitual distracción y de su vagabundeo; impúlsalo entonces lentamente hacia tu corazón al mismo tiempo que tu soplo y lígate a la oración: «¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, tened piedad de mi!». Me explico: paralelamente al soplo, introduce, por así decirlo, las palabras de la oración según el consejo de Hesiquio: «A tu respiración une la sobriedad, el nombre de Jesús y la meditación sobre la muerte. Pues ambos son preciosos: oración y pensamiento en el juicio».
Si las lágrimas no llegan, permanece sentado, atento a esos pensamientos, así como a la oración, durante aproximadamente una hora. Luego levántate, salmodia atentamente el pequeño apodeipnon (completas), siéntate nuevamente, aplícate a la oración con todas tus fuerzas, puramente y sin distracción, es decir, sin preocupación, pensamiento ni imaginación, con total vigilancia durante media hora, en obediencia al que dijo: «Fuera de la respiración y del alimento, deja fuera todas las cosas durante la oración si quieres ser uno con tu espíritu». Santíguate entonces, siéntate sobre tu lecho, piensa en los últimos fines.., pide perdón con fervor.., escucha, sin dejar la oración, dócil al consejo: «Que el recuerdo de Jesús comparta tu sueño» (Juan Clímaco).
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A tu despertar, da gracias a Dios y, sentado, llámale en tu ayuda y vuelve a la obra esencial, a la oración pura y sin distracción, la oración del corazón durante una hora. Es el momento en que el espíritu está, a menudo, tranquilo y calmo. Nos ha sido prescrito inmolar a Dios nuestras primicias, es decir, elevar directamente nuestro primer pensamiento hacia Jesucristo mediante la oración del corazón… Luego tú dirás el mésonyktichon (maitines) con toda la aplicación y atención posibles. Enseguida te sentarás de nuevo y orarás en tu corazón con toda pureza y sin distracción, como te he mostrado, durante una hora. Más aún si el dispensador de todo bien te lo acuerda.
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Sabe, hermano mío, que todos los métodos, reglas y ejercicios no tienen otro origen ni razón que nuestra impotencia para orar en nuestro corazón con pureza y sin distracción. Cuando, por la benevolencia y la gracia de nuestro Señor Jesucristo, hemos llegado a ello, abandonamos la pluralidad, la diversidad y la división, y nos unimos inmediatamente, por encima de todo discurso, al único, al simple, a aquél que unifica. Es el «Dios unido a los dioses y conocido por ellos» del teólogo, pero ése es un privilegio rarísimo…
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Hay cinco obras que honran a Dios, por las cuales debe pasar el novicio día y noche. En primer lugar, la oración, es decir, el recuerdo del Señor Jesucristo introducido sin interrupción, a través de la nariz, en el corazón, lentamente y enseguida espirado, con los labios cerrados, sin ningún otro pensamiento ni imaginación. Esto se obtiene por una temperancia general en el alimento, el sueño, las sensaciones, ejercitada en la celda con una muy sincera humildad. Luego la salmodia, la lectura del salterio, del apóstol, de los evangelios, de las obras de los santos Padres – sobre todo aquellas que se refieren a la oración y a la sobriedad-, el recuerdo doloroso de los pecados en el corazón, la meditación sobre el juicio, sobre la muerte, el castigo y la recompensa, etc., seguido de un pequeño trabajo manual como freno a la avidez. Luego se debe volver a la oración, aun a costa de un gran esfuerzo, hasta que el espíritu sea llevado a renunciar fácilmente a sus divagaciones naturales por la conversación única con Jesucristo, por su recuerdo constante, por una inclinación continua que lo lleva hacia la cámara interior, la región secreta del corazón por un arraigamiento obstinado.
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Las palabras «Señor Jesucristo, Hijo de Dios» conducen al espíritu, inmaterialmente, hacia aquel que ellas nombran. Por las palabras «tened piedad de mi» el espíritu vuelve sobre si mismo, como si no pudiera soportar la idea de no orar por sí mismo. Cuando haya progresado, por la experiencia, en el amor, se dirigirá únicamente hacia el Señor Jesucristo, pues tendrá la certidumbre evidente del perdón de sus pecados.
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Esto explica el que los santos Padres no siempre pronuncien la oración completa, sino aquél, una parte; un tercero, otra… según las fuerzas, sin duda, o el estado del que ora.
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La oración del corazón se remonta a los apóstoles, y éste es uno de los elementos esenciales de su justificación… Luego, los Padres agregaron y ajustaron las palabras salvadoras «tened piedad», a causa, sobre todo, de aquellos que estaban todavía en la primera edad de la virtud, es decir, los principiantes y los imperfectos… Los avanzados y los perfectos pueden contentarse con la primera fórmula… y, a veces, con la sola invocación del nombre de Jesús, que constituye toda su oración…
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Esta oración perpetua del corazón y todo lo que la acompaña no se obtienen muy fácilmente ni en forma simple y con un corto y modesto esfuerzo. Esto ha sucedido a veces por una disposición inefable de Dios, pero es necesario, por regla general, mucho tiempo, trabajo y esfuerzo corporal y espiritual y una violencia sostenida.
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La oración del corazón, pura y sin distracción, es la que produce calor en el corazón.
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Este calor elimina los obstáculos que impiden a la primera oración pura consumar su perfección…
Calixto II
¿Queréis aprender la verdad? Tomad como modelo el ejecutante de citara. Inclina ligeramente la cabeza hacia un costado, dirige el oído al canto mientras su mano maneja el arco y las cuerdas se contestan armoniosamente. La cítara emite su música, y el citarista resulta transportado por la suavidad de la melodía.
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Laborioso obrero de la viña, que este ejemplo os decida, no hesitéis. Sed vigilantes («sobrios») como el citarista, quiero decir en el fondo del corazón, y poseeréis sin esfuerzo lo que buscáis. Pues el alma colmada por el amor divino ya no puede volver sobre sus pasos. Pues, dice el profeta David: «Mi alma está apegada a ti…» (Sal 63, 9).
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Mi bienamado, por la citara entended el corazón. Las cuerdas son los sentidos, el citarista es la inteligencia que por medio de la razón no cesa de mover el arco, o sea, el recuerdo de Dios, que hace nacer en el alma una indecible felicidad y hace reflejar en el intelecto purificado los rayos divinos.
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En tanto no taponemos los sentidos del cuerpo, el agua surgiente que el Señor otorgó generosamente a la samaritana no brotará en nosotros. Ella buscaba el agua material y encontró el agua de vida que brotó en su interior. Pues, del mismo modo que la tierra, a la vez contiene naturalmente el agua y la derrama, así la tierra del corazón contiene esta agua surgente: quiero decir la luz original que Adán perdió por su desobediencia.
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Esta agua viva y burbujeante brota del alma como una fuente perpetua. Es ella la que frecuentaba el alma de Ignacio el Teóforo y le hacía decir: «Lo que tengo en mí, no es el fuego ávido de materia, es el agua que opera y que habla».
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La bendecida -¿qué digo? la tres veces bendecida- sobriedad del alma es semejante al agua que surge y brota de la profundidad del corazón. El agua que brota de la fuente llena la fuente, la que brota del corazón, la que el Espíritu agita sin cesar, llena totalmente al hombre interior con el rocío divino, y con el Espíritu, mientras hace de fuego al hombre exterior.
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El intelecto que se ha purificado de todo lo que es exterior y que ha sometido enteramente sus sentidos por la virtud activa, permanece inmóvil como el eje celestial. Detiene su mirada sobre su centro, en las profundidades de su corazón. Desde la cabeza, fija el corazón y proyecta, semejantes a relámpagos, los rayos de su pensamiento, impulsa las contemplaciones divinas y somete todos los sentidos del cuerpo.
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Que ningún profano, que ningún niño con edad de lactante toque esos objetos prohibidos antes de tiempo. Los santos Padres denunciaron la locura de aquellos que buscan las cosas antes de tiempo e intentan penetrar en el puerto de la impasibidad (apatheia) sin disponer de los medios necesarios. Aquel que no conoce las letras es incapaz de descifrar un escrito.
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En el combate interior, el santo Espíritu produce un movimiento que toma al corazón apacible y grita en él: ¡Abba! ¡Padre! Esta noción no tiene forma ni figura, nos transfigura por el resplandor de la luz divina, nos conforma en el fuego del Espíritu divino, pero también nos altera y nos transforma como sólo Dios puede hacerlo por su poder divino.
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El intelecto purificado por la sobriedad se oscurece fácilmente cuando no se aparta totalmente del mundo exterior por el recuerdo constante de Jesús. Aquel que une la acción a la contemplación, es decir, al cuidado del corazón, no se subleva contra los ruidos, confusos o no, pues el alma herida por el amor de Cristo lo sigue como se sigue a su bienamado.
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Entre las aguas vivas, algunas tienen un movimiento más rápido, otras, más apacible y lento. Las primeras no se dejan enturbiar fácilmente, en razón misma de la rapidez de su movimiento, es decir, se enturbian algún tiempo, pero recuperan fácilmente su pureza por la misma razón. Cuando el flujo disminuye y se suaviza no solamente se enturbia sino que se hace casi inmóvil y necesita una nueva purificación y un impulso.
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Los demonios atacan a los principiantes de la vida activa por medio de ruidos confusos o no. Para aquellos que están en la contemplación, ellos forjan imaginaciones, colorean el aire con una especie de luz, a veces lo presentan bajo una forma de fuego para desviar al atleta de Cristo hacia el lado equivocado.
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Si queréis aprender a orar, considerad la finalidad de la atención y la oración, y no os desviaréis. Su finalidad es, mi bienamado, la constante compunción, la contrición del corazón, el amor al prójimo. Su opuesto es, evidentemente, el pensamiento ambicioso, el murmullo de la calumnia, el odio hacia el prójimo y cualquier otra disposición semejante.
Nicodemo el Hagiorita
De qué forma el espíritu penetra en el corazón
Os diré ahora… como debéis guardar vuestro espíritu, es decir, el acto (energía) de vuestro espíritu y vuestro corazón. Sabéis que todo acto mantiene una relación natural con la esencia y la potencia que lo ejercita y que (una vez ejecutado) retorna naturalmente hacia ella para unírsele y reposar. Por eso una vez que se ha liberado el acto del espíritu – que tiene por órgano al cerebro – de todos los objetos exteriores del mundo por medio de la guardia sobre los sentidos y la imaginación, deberéis llevar nuevamente este acto (energía) a su esencia y a su potencia propia. En otros términos llevaréis el espíritu al centro del corazón -que es, como hemos dicho, el órgano de la esencia y de la potencia del espíritu- y contemplaréis entonces, mentalmente, al hombre interior en su integridad. Esta conversión del espíritu, los principiantes acostumbran practicarla, según la enseñanza de los santos Padres «sobrios», inclinando la cabeza y apoyando el mentón sobre el pecho. Que el retorno del espíritu al corazón esté exento de desviaciones.
Dionisio el Areopagita, en su pasaje sobre los tres movimientos del alma, llama, a esta conversión, el movimiento circular y sin desviación del espíritu. Del mismo modo en que la periferia del circulo vuelve sobre ella misma y se une a ella misma, así el espíritu, en esta conversión, vuelve sobre si mismo y se hace uno. Por eso Dionisio, el más excelente de los teólogos, ha dicho: «El movimiento circular del alma, consiste en su entraña en ella misma por el desprendimiento de los objetos exteriores y en la unificación de sus potencias intelectuales, la que le es conferida por su ausencia de desviación, como en un circulo» (Noms divins, cap. 4). Por su lado, el gran Basilio nos dice: «El espíritu que no está disperso entre los objetos exteriores ni extendido sobre el mundo por los sentidos, vuelve hacia si mismo y sube por si mismo hacia el pensamiento de Dios» (Carta 1).
El espíritu, una vez en el corazón, no se detenga solamente en la contemplación, sin hacer nada más. Allí encontrará la razón, el verbo interior gracias al cual razonamos y componemos obras, juzgamos, examinamos y leemos libros íntegros en silencio, sin que nuestra boca profiera una palabra. Que vuestro espíritu, entonces, habiendo encontrado el verbo interior, sólo le permita pronunciar la corta oración llamada monológica: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, tened piedad de mi».
Pero esto no basta. Debéis, además, poner en movimiento la potencia volitiva de vuestra alma, en otros términos, decir esta oración con toda vuestra voluntad, con toda vuestra potencia, con todo vuestro amor. Más claramente, que vuestro verbo interior aplique su atención, tanto con su vista mental como con su oído mental, a esas únicas palabras, y mejor aún, al sentido de las palabras. Así, permaneciendo sin imágenes ni figuras, sin imaginar ni pensar ninguna otra cosa, sensible o intelectual, exterior o interior, se producirá algo bueno. Pues Dios está más allá de todo lo sensible y lo inteligible. Por lo tanto, el espíritu que quiere unirse a Dios por la oración debe salir también de lo sensible y de lo inteligible y trascenderlo para obtener la unión divina. De allí, las palabras del divino Nilo (Evagrio): «En la oración, no te figures la divinidad, no dejes a tu espíritu sufrir la impronta de una forma cualquiera, permanece en cambio, inmaterial ante el Inmaterial, y tú comprenderás» (Acerca de la oración, 56). Que vuestra voluntad se aplique enteramente, por el amor, a las palabras de la oración, de ese modo vuestro espíritu, vuestro verbo interior y vuestra voluntad, esas tres partes del alma, serán uno y la unidad comprenderá a los tres. De este modo el hombre, que es la imagen de la santa Trinidad, adhiere y se une a su prototipo. Según la expresión de ese gran héroe y doctor de la oración y de la sobriedad mental, Gregorio Palamas de Tesalónica: «Cuando la unidad del espíritu se hace trinitaria permaneciendo una, entonces se une a la mónada trina de la divinidad, cerrando toda salida a la desviación, manteniéndose por encima de la carne, del mundo y del príncipe del mundo» (Acerca de la oración, 2).
Razones por las cuales se debe retener la respiración durante la oración
Dado que vuestro espíritu -el acto de vuestro espíritu – tiene por costumbre extenderse y dispersarse sobre los objetos sensibles y exteriores del mundo, es necesario que, al pronunciar esta santa oración, no respiréis continuamente como se acostumbra según la naturaleza. Retened un poco vuestra respiración hasta que vuestro verbo interior haya dicho una vez la oración. Entonces respirad, según la enseñanza de los Padres.
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Porque la retención mesurada de la respiración atormenta, comprime y, además, hace penar al corazón que no recibe el aire reclamado por su naturaleza. El espíritu, por su lado, gracias a este método, se recoge más fácilmente y retorna al corazón, por causa, a la vez, del esfuerzo, del dolor del corazón y del placer que nace de ese recuerdo vivo y ardiente de Dios. Pues Dios procura placer y alegría a aquellos que lo recuerdan según las palabras: «Cuando de Dios me acuerdo, gimo» (Sal 76, 4). Aristóteles señaló, por otra parte, que el espíritu se localiza y se recoge en el órgano que experimenta la sensación de pena o de placer.
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Porque la retención mesurada de la respiración vuelve sutil al corazón endurecido y pesado. Los elementos húmedos del corazón, convenientemente comprimidos, calentados, se vuelven más tiernos, más sensibles, humildes, mejor dispuestos para la compunción y más aptos para derramar fácilmente las lágrimas. El cerebro también se utiliza y, al mismo tiempo, el acto del espíritu se hace uniforme, transparente y más apto para la unión que procura la iluminación sobrenatural de Dios.
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La retención mesurada de la respiración comprime y hace sufrir al corazón, y la pena y el dolor le hacen vomitar el anzuelo envenenado del placer y del pecado que había tragado. Según el adagio de los antiguos médicos, lo contrario cura a lo contrario, de allí las palabras de Marco: «El recuerdo de Dios es una pena de Cristo abrasada por la piedad» «cualquiera que olvida a Dios se hace amigo del placer e insensible»; y aún, «el espíritu que ora sin distracción comprime al corazón»; y «a un corazón contrito y humillado, Dios no lo desprecia».
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Mediante esta retención mesurada de la respiración, todas las otras potencias del alma se unen también y vuelven al espíritu y, por el espíritu, a Dios, lo que es admirable. Así el hombre ofrece a Dios toda la naturaleza sensible e intelectual, de la que él es el lazo y la síntesis según Gregorio de Tesalónica (Vida de san Pedro, el Atonita).
Afirmo además, que son los principiantes quienes, cuando oran, tienen mayor necesidad de esta retención mesurada de la respiración. Puesto que, si bien pueden penetrar en el corazón a través del verbo interior y permanecer allí, cuando llega el momento de hacer reentrar al espíritu en el corazón, y fijarlo con mayor celo – sobre todo en la etapa de la guerra con las pasiones y los pensamientos- y, por ese retorno orar más integralmente, deben hacerlo recurriendo a la retención mesurada de la respiración.
Tal es, en resumen, la célebre oración a la cual los santos Padres han dado el nombre de oración mental y cordial. Si deseáis saber más, leed en el libro de la santa Filocalia el tratado de san Nicéforo, el discurso de Gregorio de Tesalónica sobre los santos hesicastas y la Centuria de Calixto e Ignacio Xanthopoulos.
Os exhorto calurosamente, fuera de la lectura de las siete horas canónicas cotidianas fijadas por la antigua legislación de la Iglesia, a dedicaros a esta oración cordial y mental y hacer de ella vuestra obra incesante y perpetua. A pronunciar en vuestro corazón el nombre, suave y amable entre todos, de Jesús, a pensar en Jesús en vuestro espíritu, a desear a Jesús y amarlo con vuestra voluntad. A dirigir hacia Jesús todas las potencias de vuestra alma. A buscar cerca de Jesús la misericordia en toda contrición y humildad. Si os es imposible, a causa de las preocupaciones y las inquietudes de este mundo dedicaros a ello sin cesar, por lo menos fijaos una hora o dos, de preferencia hacia la tarde y en un lugar tranquilo y oscuro, para consagraros a esta santa y espiritual ocupación.