La paz del corazón
La sobriedad es un método espiritual que nos libera enteramente, con la ayuda de Dios y mediante una práctica sostenida y decidida, de los pensamientos y palabras apasionadas así como de las malas acciones. Ella procura un conocimiento seguro del Dios incomprensible y resuelve de manera secreta los divinos y ocultos misterios. Cumple todos los mandamientos del antiguo y del nuevo testamento y procura todos los bienes de la vida futura. Ella es, ante todo, esa pureza de corazón que por su excelencia y su belleza, o más exactamente, por nuestra negligencia y desatención, se ha hecho tan rara entre los monjes de este tiempo y que Cristo ha bendecido: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). A este respecto, ella posee un gran valor. La sobriedad guía al hombre que la practica con perseverancia en una vida justa y agradable a Dios. Ella es, además, una escala que conduce a la contemplación, nos enseña a dirigir convenientemente los movimientos de tres partes del alma (razón, irascible y concupiscible), a guardar con seguridad nuestros sentidos, aumentando, día a día, las cuatro grandes virtudes.
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Ten cuidado de que no se eleve en tu corazón un pensamiento secreto» (cf. Dt 1, 9). Moisés (o mejor dicho el Espíritu santo), entiende por ello la simple aparición de un objeto malo por odio a Dios, lo que los Padres llaman la sugestión. Ofrecida al corazón por el diablo, ella es seguida, tan pronto como se presenta a la inteligencia, por nuestros pensamientos que entablan con ella una conversación apasionada.
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La sobriedad es el camino de todas las virtudes y de todos los mandos de Dios. Consiste en la tranquilidad del corazón y en un espíritu perfectamente preservado de toda imaginación.
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La atención es un corazón en reposo (hesychia) permanente de todo pensamiento, que sólo respira e invoca sin interrupción a Cristo Jesús Hijo de Dios, que combate valientemente a sus flancos y se confiesa a aquel que tiene el poder de perdonar los pecados. Que el alma, por una invocación sostenida, abrace a Cristo que escruta secretamente los corazones.., entonces el Maligno no encontrará resquicio por dónde introducir su malicia en el corazón y destruir, entre todas las obras, la perfecta.
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La sobriedad es un centinela del espíritu, inmóvil y perseverante ante el portal del corazón, distinguiendo sutilmente los que se presentan, descubriendo sus propósitos, vigilando las maniobras de esos enemigos mortales, reconociendo la intención demoníaca que intenta, mediante la imaginación, confundir a nuestro espíritu. Esta obra, valientemente conducida, nos dará, silo queremos, una experiencia muy lúcida del combate interior.
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El doble temor, los abandonos y las pruebas pedagógicas que Dios utiliza con nosotros, tienen por efecto natural crear una continuidad de atención en el espíritu de quien se esfuerza por cegar la fuente de los malos pensamientos y acciones. Esa es la razón de los abandonos y de las tentaciones enviadas por Dios para enderezar nuestra conducta, sobre todo si, después de haber gustado la dulce paz de la atención, hemos caído en la negligencia. El esfuerzo sostenido engendra el hábito; éste, a su vez, genera una cierta continuidad de la sobriedad, la cual nos proporciona, poco a poco, una visión directa del combate; seguidamente, la perseverante oración de Jesús, nos trae el suave reposo del espíritu, libre de imaginaciones y en el estado establecido por Jesús.
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«No todo el que me dice: ‘¡ Señor! ¡ Señor!’ entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre» (Mt 7, 21). Ahora bien, la voluntad de Dios es «detestar el mal» (Sal 97, 10). ¡Detestemos, pues, los malos pensamientos por la oración de Jesús y habremos cumplido la voluntad de Dios!
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De cuántas maneras, en mi opinión, la sobriedad purifica al espíritu de los pensamientos apasionados, os lo voy a indicar inmediatamente…
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Una primera forma de sobriedad consiste en vigilar estrechamente la imaginación y la sugestión ya que Satanás es incapaz, sin la imaginación, de formar los pensamientos para presentarlos al espíritu y abusar de él a través del engaño…
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Una segunda forma consiste en orar, conservando siempre el corazón en un silencio profundo, en una carencia total de objetivos.
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Una tercera consiste en llamar sin cesar y con humildad a Jesús en nuestra ayuda.
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Otro medio es conservar sin interrupción en el alma el recuerdo de la muerte.
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Todas estas prácticas detienen los malos pensamientos a la manera de jenízaros. Sobre el importante método que consiste en mirar sólo al cielo considerando a la tierra como nada, me extenderé en otro lugar, si ello place a Dios.
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El combatiente espiritual debe, a cada instante, poseer cuatro cosas: humildad, una atención extrema, la contradicción y la oración. La humildad nos opone a los demonios, enemigos de la humildad; de esa manera tendremos en el corazón, como aliado, al Señor, que odia a los orgullosos. La atención impide al corazón encerrar cualquier pensamiento, independientemente de su buena apariencia. La contradicción hace que, viendo perfectamente al recién llegado, le podamos responder con cólera. La oración, muy cerca de la contradicción, es un grito que se eleva desde el fondo del corazón hacia Cristo, con un inexpresable gemido. Entonces el combatiente verá dispersarse al enemigo ante el nombre santo y adorable de Jesús, como polvo al viento, y desaparecer como el humo sus imágenes.
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Aquel que no alcanzó la oración pura, libre de pensamientos, está desarmado para el combate; me refiero a la oración ejercitada incansablemente en el santuario profundo del alma, para castigar al enemigo invisible con el látigo y consumirlo por la invocación de Jesucristo.
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Tened siempre el ojo del espíritu vivo y atento para reconocer a los recién llegados. Cuando los hayáis reconocido, aplastad la cabeza de la serpiente con la contradicción al tiempo que llamáis a Cristo gimiendo. Así tomaréis conciencia de la ayuda invisible y percibiréis claramente la rectitud de vuestro corazón.
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Aquel que tiene un espejo en las manos, si se encuentra entre otras personas mientras mira en el espejo, ve su propio rostro y el de los que allí se reflejan. Igualmente, aquel que mira a su corazón con gran atención, ve allí su propio estado y también los rostros negros de los etíopes invisibles.
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El espíritu es incapaz, librado a sus medios, de vencer la imaginación demoníaca. ¡Que no se arriesgue! Tenemos enemigos tan astutos que aprovechan la derrota para hacernos tropezar en la vanidad, pero, ante la invocación de Jesús, no se sostendrán ni podrán utilizar ardides un minuto más.
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He aquí un modelo y una regla para el silencio (hesychia) del corazón. Si queréis luchar, tomad ejemplo de la bestiecilla, la araña. Si no os conducís como ella no poseéis todavía el silencio de espíritu necesario. Este insecto atrapa a las pequeñas moscas. Si no imitáis su quietud (hesychia) recogiéndose en vuestra alma, no terminaréis de exterminar a los hijos de Babilonia…
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Si pasáis todo vuestro tiempo en vuestro corazón en humildad de pensamiento, en el recuerdo de la muerte, en la contradicción, en la invocación de Jesucristo; si cada día perseveráis en la sobriedad, esta ruta interior, estrecha pero generadora de alegría, os conducirá a las santas contemplaciones de las santas realidades y «el Cristo, en el que se encuentran ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 3) aclarará para vosotros los misterios profundos… Entonces percibiréis en Jesús que el Espíritu santo se ha fundido sobre vuestro corazón, pues aquel que ilumina el espíritu del hombre le hace ver, «con la cara descubierta, reflejada como en un espejo, la gloria del Señor» (2 Cor 3, 18).
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Aquellos que desean instruirse deben saber que a menudo los demonios nos acosan por envidia disminuyendo el ardor de nuestro combate interior, porque ven con despecho la preciosa ayuda que se otorga a nuestro ascenso hacia Dios y el conocimiento que ella nos procura. De tal modo, al amparo de nuestra negligencia, se apoderan de nuestro espíritu de manera imprevista y hacen que algunos permanezcan desatentos respecto a su corazón. Toda su ambición y todos sus esfuerzos conducen a impedir que nuestro corazón esté atento: ellos conocen el enriquecimiento que trae a nuestra alma la práctica cotidiana de la atención. Apliquémonos, pues, a las contemplaciones espirituales con el recuerdo de nuestro Señor Jesucristo y el ardor del combate se encenderá nuevamente en nuestro espíritu…
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«Vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente, da vueltas y busca a quién devorar» (1 Pe 5, 8). Que jamás suspendáis la atención del corazón, la sobriedad, la contradicción y la oración a Jesús, nuestro Dios. En toda nuestra vida no podríamos encontrar ayuda más excelente que Jesús.
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Cuanto más abundante cae la lluvia, más ablanda la tierra. Cuanto más asiduamente invocamos el nombre de Cristo fuera de todo pensamiento, en mayor medida enternecerá la tierra de nuestro corazón y la penetrará de gozo y alegría.
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Es útil, además, que los poco experimentados sepan que cuando estamos agobiados, empujados hacia la tierra por nuestro cuerpo y nuestra razón, es porque tenemos enemigos invisibles e inmateriales, astutos y hábiles para arruinarnos. Sólo tenemos un medio para vencerlos: la constante sobriedad del espíritu y la invocación de Cristo, nuestro Dios y Creador. Que los inexperimentados encuentren en la oración de Jesús un excitante para probar y conocer el bien. En cuanto a aquellos que han adquirido la experiencia, la mejor enseñanza y la mejor práctica del bien consiste en ejercitarlo y descansar en él.
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El niño sin malicia se deja seducir por el charlatán y, en su simplicidad, le sigue. Así nuestra alma, simple y buena -como la creó su buen Maestro – encuentra placer en las sugestiones del demonio, se deja seducir y corre hacia el malvado como si fuera bueno, igual que la paloma que corre hacia el cazador de pájaros que pone trampas a sus pequeños. El alma confunde así sus propios pensamientos con la imaginación propuesta por el demonio, y si se trata del rostro de una hermosa mujer o alguna otra cosa absolutamente prohibida por los mandamientos de Cristo, ella busca el medio de traducir en acto el objeto que ha visto… Se identifica entonces con su pensamiento y ejecuta en su cuerpo, para su condenación, lo prohibido que ha visto mentalmente.
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Así procede el maligno, con sus flechas que envenenan todas sus víctimas. Por ello es más prudente, en tanto el espíritu no sea poseedor de una vasta experiencia en la guerra, no dejar entrar los pensamientos en el corazón, en particular en los comienzos, cuando nuestra alma aún tiene inclinación hacia las sugestiones de los demonios y encuentra placer en seguirlas ávidamente. Es indispensable, tan pronto como uno toma conciencia de los pensamientos, expulsarlos del campo en el mismo instante en que ellos nos alcanzan o nosotros los identificamos. Cuando el espíritu haya adquirido una gran experiencia en ese ejercicio admirable y sepa todo lo que es necesario saber, se hará tan diestro en esta guerra como para discernir exactamente entre los pensamientos hasta el punto de ser capaz, según las palabras del profeta, de «apoderarse de los pequeños zorros»; entonces él tendrá la astucia de dejarlos avanzar, emprendiendo inmediatamente el combate para, con el auxilio de Cristo, desenmascararlos y arrojarlos fuera.
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Esto comienza con la sugestión, luego viene la ligazón, donde nuestros pensamientos se mezclan con los del espíritu malvado; después la unión; seguidamente, los dos tipos de pensamientos mantienen un consejo y ponen a punto el plan del pecado a cometer; finalmente llega el acto visible, el pecado. Si el espíritu se encuentra en un estado de atención y de sobriedad y, mediante la contradicción y la invocación de Jesucristo impide que se desarrolle la sugestión imaginativa, ella no tendrá consecuencias. Pues el maligno, siendo un espíritu puro, sólo puede perder a las almas mediante la imaginación y los pensamientos…
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Velad sin cesar para que no haya en vuestro corazón ningún pensamiento irrazonable (prohibido) ni razonable (permitido); pronto podréis reconocer a los extraños, es decir, los primogénitos de los egipcios.
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La sobriedad recuerda a la escala de Jacob sobre la cual se sostiene Dios y por la cual trepan los ángeles. Ella destruye todo el mal en nosotros, suprime la charlatanería, las injurias, las distracciones y toda su secuela de pasiones sensibles. Pues ella no soporta privarse en beneficio de ellas, ni siquiera un instante, de su propia suavidad.
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Además de los otros bienes que encontrará en el ejercicio asiduo de la vigilancia del corazón, el espíritu que no desdeñe su ejercitación secreta, vaciará a los cinco sentidos del cuerpo de los pecados exteriores. Enteramente aplicado a la propia virtud, deseoso de reunirse sin cesar con los buenos pensamientos, no se dejará conmover por sus sentidos, que son el camino de acceso de los pensamientos vanos y materiales, y los dominará desde el interior por medio de un vigoroso esfuerzo de voluntad.
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Permaneced en vuestra inteligencia y no deberéis temer a las tentaciones. Mas, si os alejáis, soportad las consecuencias.
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Aquel que quiere purificar su corazón encontrará un beneficio excelente en invocar constantemente el santo nombre de Jesús contra los enemigos invisibles. Nosotros hemos hecho la experiencia y las lecciones de la experiencia están de acuerdo con el testimonio de la Escritura: «Disponte a comparecer ante tu Dios, oh Israel» (Am 4, 12); y del apóstol: «Orad sin cesar» (1 Tes 5, 17). La oración es un bien excelente que contiene a todos los demás: ella purifica el corazón, que es donde Dios se manifiesta al creyente.
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Aquel que consagra toda su ocupación a su interior es casto. Pero, además, contempla, ve a Dios, anuncia a Dios, ora…
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Aquel que renuncia a las cosas del mundo, tal como mujeres y riquezas, convierte en monje al hombre exterior, pero no al hombre interior. En cambio, aquel que renuncia al pensamiento apasionado de esas cosas, hace también monje al hombre interior, es decir, al espíritu. Este es un verdadero monje. Es fácil hacer monje al hombre exterior: sólo hay que desearlo. Pero hacer monje al hombre interior, esto demanda un arduo combate.
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No sé si existe un solo hombre en toda nuestra generación que esté totalmente liberado de los pensamientos apasionados, que haya sido gratificado con la oración inmaterial y pura, índice y señal del monje interior.
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No reservéis toda vuestra atención a vuestro cuerpo, fijadle un trabajo proporcionado a sus fuerzas y dirigid vuestro espíritu enteramente hacia el mundo interior, pues está dicho: «La gimnasia corporal es de poca utilidad, pero la piedad es útil para todo» (1 Tim 4, 8).
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Las sugestiones producen toda clase de pensamientos, el acto sensible malo en sí mismo. Aquel que con Jesús sofoca a las primeras escapa al mismo tiempo de su secuela. Se enriquece con el divino conocimiento por el cual verá a Dios presente en todas partes. Habiendo orientado hacia Dios el espejo de su alma, éste será iluminado por él como un cristal puro que refleja la luz del sol cuando haya alcanzado el más alto deseo y la liberación de toda otra contemplación.
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Todos los pensamientos penetran en el corazón por la imaginación de objetos sensibles. La bendita luz de la deidad ilumina el espíritu cuanto éste se ha despojado totalmente de todas las cosas y de sus formas. Este esplendor se manifiesta al espíritu purificado por la privación de todo pensamiento.
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Cuanto más profundicéis la atención sobre vuestro pensamiento, más fervientemente rogaréis a Jesús. Cuanto más negligentes seáis en examinar vuestro pensamiento, tanto mas os alejaréis de Jesús. En tanto que la primera conducta ilumina la atmósfera del pensamiento, la renuncia a la sobriedad y a la suave invocación de Jesús tiene por efecto entenebrecer el espíritu. Este es el orden de la naturaleza. Os daréis cuenta por la experiencia y lo comprobaréis en la acción. Pues la virtud -la deliciosa actividad generadora de luz- sólo se aprende por la experiencia.
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La invocación constante de Jesús, acompañada por un ardiente deseo pleno de suave alegría, tiene por efecto inundar de paz y dulzura la atmósfera del corazón al amparo de la rigurosa atención. Pero la purificación del corazón no tiene otro autor que Jesucristo, Hijo de Dios y Dios, él mismo…
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El alma colmada y dulcemente consolada por Jesús reconoce a su benefactor con alegría y amor; agradece e invoca gozosamente a aquel que la purifica, y lo ve en el interior de sí misma cuando disipa las imágenes de los espíritus del mal.
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Cuando no queda ninguna imaginación en el corazón, el espíritu se encuentra en un estado natural, todo dispuesto a la contemplación espiritual agradable a Dios.
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De este modo, sobriedad y oración de Jesús se complementan y se sostienen la una a la otra. La atención perfecta refuerza la oración continua, y a su vez la oración refuerza la sobriedad y la atención perfectas.
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El recuerdo y la invocación ininterrumpidos de nuestro Señor producen en nuestro espíritu un estado divino, a condición de no desdeñar la invocación interior a Cristo, la sobriedad perseverante y la obra de vigilancia. En todo tiempo dediquémonos inseparablemente a ejercitar la invocación del Señor Jesús, llamándolo con un corazón ardiente para entrar en comunión con su santo nombre. Pues, en materia de virtud como de vicio, la continuidad engendra el hábito, y el hábito constituye una segunda naturaleza.
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Cada vez que los malos pensamientos comiencen a bullir en nosotros, arrojemos en medio de ellos la invocación de nuestro Señor Jesucristo y los veremos disiparse como humo en el aire. El espíritu ha de permanecer solo, retomemos pues la atención y la invocación constantes, y siempre que nos suceda lo mismo actuemos de igual forma.
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Es imposible vivir sin respirar… es igualmente imposible, sin humildad y una incesante súplica a Jesús, aprender la ciencia del combate espiritual secreto por el cual expulsaremos, metódicamente, a nuestros enemigos.
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El olvido extingue la vigilancia del espíritu como el agua extingue el fuego. La oración continua de Jesús, unida a una activa sobriedad, aleja al olvido del corazón. Pues la oración necesita de la sobriedad del mismo modo que la lámpara de una mecha.
Cada persona pone toda su atención en preservar lo que posee de precioso. Ahora bien, nosotros tenemos un bien verdaderamente precioso y es aquel que nos guarda, en la medida de lo posible, de todo mal espiritual. Se trata de la obra de la vigilancia del espíritu, unida a la invocación de Jesús; dicho de otro modo, de una mirada fija siempre en las profundidades del corazón y de una paz (hesychia) perpetua del espíritu. Debemos esforzarnos, entonces, por vaciamos de los pensamientos, incluso de los que parecen venir de la derecha y, de una manera general, de todos los pensamientos, pues los ladrones podrían ocultarse en ellos. El ejercicio que consiste en no abandonar al corazón es sin duda arduo, pero el descanso está cercano.
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Un corazón constantemente vigilado, al que no pueden acceder las formas, imágenes y representaciones de los espíritus tenebrosos y malvados, produce naturalmente pensamientos luminosos. El carbón nos da la llama; con mayor razón, Dios -que habita en nuestro corazón desde el santo bautismo- cuando encuentra el aire de nuestro pensamiento purificado de los soplos del mal y guardado por el espíritu, alumbra nuestro poder de intelección para la contemplación, como la llama que enciende el cirio.
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No cesemos de hacer que el nombre de nuestro Señor Jesucristo recorra los espacios de nuestro corazón, como el relámpago que transita el firmamento cuando anuncia la lluvia. Esto lo saben quienes tienen la experiencia del intelecto y de su combate interior. Llevemos el combate con orden, como se organiza una batalla: en primer lugar la atención, luego, cuando el enemigo proyecte contra nosotros un mal pensamiento, expulsémoslo con cólera por las palabras de maldición de nuestro corazón; en tercer lugar, maldigámoslo recogiendo nuestro corazón en la invocación de Jesucristo para que la mentira del demonio se desvanezca y el espíritu no corra tras la imaginación como el niño enganchado por el charlatán.
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Empeñémonos en clamar: «Señor Jesucristo», y que nuestros ojos no cesen de dirigirse hacia el cielo en la espera de nuestro Señor (cf. Sal 69, 4)…
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Aquel que mira fijamente el sol, tendrá necesariamente los ojos encandilados; del mismo modo, aquel que no cese de hundir la mirada en la atmósfera del corazón, no dejará de ser iluminado.
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Practicada, como conviene, la pureza del corazón -entended por esto la vigilancia y la guardia del espíritu de la que el nuevo testamento es el símbolo- arroja de allí toda pasión y todo mal. Extirpa el mal para reemplazarlo por la alegría, la buena esperanza, la contradicción, la compunción, las lágrimas, el conocimiento de nosotros mismos y de nuestras faltas, el recuerdo de la muerte, la verdadera humildad, el amor sin medida hacia Dios y los hombres, y la ternura divina del corazón.
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La práctica eficaz de la tranquilidad del corazón descubrirá la visión de un abismo vertiginoso; el corazón en reposo (hesychia) escuchará de Dios cosas extraordinarias.
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La oración de Jesús, unida a la sobriedad de los pensamientos profundos del corazón, borra aquellos pensamientos que han sido fijados en el corazón contra nuestra voluntad.
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Suspender todo pensamiento parece rudo y penoso, en realidad es un efecto laborioso. Cerrar y circunscribir lo incorporal en lo corporal no es penoso para aquellos que han adquirido la experiencia de la lucha íntima e inmaterial. Aquel que está penetrado de Cristo Jesús por la oración constante no penará por seguirlo… A causa de la bondad y la dulzura de Jesús, él confundirá a sus enemigos, los demonios impíos que rondan a su alrededor, y cuando les hable a las puertas del corazón, por Jesús les hará abandonar el campo (cf. Sal 127, 5).
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Comencemos por la atención del espíritu, unamos a ella humildad y sobriedad, oración y contradicción, y nos encaminaremos felizmente en la senda del espíritu; iluminados por la lámpara del nombre adorado de Jesucristo nos purificaremos y adornaremos la casa de nuestro corazón. Si contamos exclusivamente con la sobriedad y la atención, no seremos trastornados ni perderemos la confianza a causa de nuestros enemigos. Si esos pérfidos nos dominaran y nos atraparan en la red de los malos pensamientos, muy pronto nos colocarán ante la muerte. Esto, porque nos habrá faltado el arma poderosa, el nombre de Jesús. Solamente esta santa arma, blandida sin cesar en un corazón simplificado, puede derrotarlos.
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La obra incesante de la sobriedad, y a la vez el gran beneficio del alma, es ver las imaginaciones de los pensamientos en el momento mismo en que se forman en el espíritu. La de la contradicción, es desvelar y refutar el pensamiento que quiere introducirse en la atmósfera de nuestro espíritu por la imaginación de un objeto sensible. Pero lo que extingue y disipa sobre el campo todo pensamiento del adversario, todo razonamiento, toda imaginación, apariencia o imagen… es la invocación del Señor.
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Si es posible, recordemos sin cesar la muerte. Ese recuerdo determina la exclusión de toda preocupación yana, la vigilancia del espíritu y la oración constante, el desprendimiento del cuerpo, el odio al pecado; a decir verdad, toda virtud activa nace de él. Practiquémoslo, si es posible, del mismo modo que respiramos.
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El corazón desprendido de las imaginaciones termina por producir en sí mismo pensamientos santos y misteriosos, como sobre un mar tranquilo se ve bullir los peces y saltar los delfines.
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Una larga experiencia y observación nos ha enseñado que los pensamientos simples y exentos de pasión son seguidos por pensamientos apasionados. Los primeros abren la puerta a los segundos.
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Cuando fortificados en Cristo Jesús comenzamos a marchar con seguridad en la sobriedad, una luz se muestra ante nosotros. En primer lugar es como una lámpara que tenemos en nuestro espíritu y que nos guía en los senderos del alma; luego, es como una luna resplandeciente que desarrolla su revolución en el firmamento del corazón; finalmente, Jesús se nos aparece como un sol que irradia justicia, es decir, que se revela como otro sol a la luz enteramente pura de su contemplación.
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No es menos imposible para el sol brillar sin luz que para el corazón purificarse de la mancha de los pensamientos de perdición sin la oración del nombre de Jesús. Si es así, como mi experiencia lo garantiza, pronunciemos ese nombre tan a menudo como respiramos. Pues él es la luz y ellos son las tinieblas.
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La vigilancia del espíritu sobrepasa las virtudes corporales más elevadas, por más magnificas… El poder de Cristo transforma a sus amantes, de pecadores, de hombres malos, ignorantes, impuros, injustos, en hombres justos y buenos, santos y sabios. Más aún, ellos son admitidos a contemplar los misterios, se sumergen en la luz totalmente pura e infinita experimentando su indecible caricia y habitan y viven en ella…
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La oración monológica mata y pulveriza las tentaciones. Jesús, Dios e Hijo de Dios, invocado por nosotros con asiduidad ininterrumpida, no tolera siquiera que el esbozo de una sugestión se muestre al espíritu en el espejo interior y dirija la palabra al corazón.
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La oración continua purifica la atmósfera del alma de las nubes sombrías. A la atmósfera del corazón, una vez purificada de los soplos de los espíritus malvados, le es imposible no brillar con la divina luz de Jesús, siempre que no se infle con el orgullo, la vanidad y la presunción.
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¿Queréis sinceramente cubrir de vergüenza vuestros pensamientos, vivir en una quietud sin esfuerzo, ejercitar fácilmente la sobriedad del corazón? Que la oración de Jesús se adhiera a vuestra respiración y lograréis lo que deseáis antes de que pase mucho tiempo.
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Unid al soplo de vuestras narices la sobriedad, el nombre de Jesús, la meditación sobre la muerte y la humildad; una y otra son de gran utilidad.
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Será seguramente bienaventurada la inteligencia a la que la oración de Jesús se adhiera de tal forma que el corazón no cese de repetir el nombre de Jesús del mismo modo que el aire se adhiere al cuerpo y la llama al cirio. El sol recorre la tierra y hace el día; el santo nombre de Jesús, brillando permanentemente en la inteligencia, produce innumerables y resplandecientes pensamientos.
Así es Padre José,tal cual. Hesiquio considera la sobriedad con mayor profundidad a la que estamos habituados. Abundaremos en ello si Dios quiere en algún momento de la clase 17°. sobre Gregorio Palamas. Cristo te cuide.
Qué interesante y que necesaria la sobriedad. Normalmente no lo tenemos en cuenta y sin ella no se puede avanzar. Sin el silencio de los pensamientos, sin verlos venir, sin su rechazo, incluso con cólera y todo ello invocando el Nombre de Jesus, no solo dejamos de orar, sino que dejamos de vivir dignamente que para el caso es lo mismo.