La paz del corazón
Yo estaba cansado de luchar. Luchaba con las circunstancias, con los demás y conmigo mismo y andaba bien confundido en lo que tenía que ver con Dios. Me debatía entre ideas difusas y conceptos mezclados, no encontraba «la experiencia». Y para colmo, cuando leía que Dios está en nuestro interior me daban verdaderos ataques de ira, porque adentro no encontraba sino ansiedad, angustia y muchas veces desesperación.
Toda mi vida se desplegaba siempre sobre un fondo de enojo. La ira era el caldo donde todo lo demás se cocinaba, un sentimiento de injusticia vital me oscurecía el entendimiento y el corazón. Le reclamaba al mundo y a la vida unas condiciones que no encontraba y que me parecía debían pertenecerme de pleno derecho, ya que era yo «tan interesante y especial». Sucedía a veces incluso, que por algún rapto de lucidez, me daba cuenta que nada de eso, que era como todos los demás mortales y que no tenía porque tocarme a mí más que a este o al otro de más allá.
En ocasiones veía fotos de la guerra de turno y me decía que no me faltaba suerte si me comparaba con tamañas desgracias inenarrables. Y esto me dejaba peor ya que me hacía consciente de mi patetismo y el término pusilánime se me aplicaba a la perfección. En fin, en ese estado bien al borde, volví a verle luego de bastante tiempo y le pregunté: ¿Qué puedo hacer? No tengo la menor idea sobre como seguir.
Ya solo de ir a preguntar había algo que se acomodaba en mí; implicaba un pequeño gesto de reconocimiento de la propia verdad y no me costaba entonces abrir el corazón a la enseñanza. «Limítate a lo importante y verás como todo se acomoda rápidamente», me dijo con su habitual buen talante. ¿Y qué sería lo importante? pregunté. «Amar a Dios sobre todas las cosas con todo lo que tienes, cuerpo, mente y espíritu; y amar a los demás como a vos mismo. Solo eso». Vamos a suponer que me resuelvo a ello, ¿de que se trata exactamente esto y cómo hacerlo?
«Amar a Dios sobre todas las cosas implica recordar su presencia en todo momento y situarse ante ella con la mejor atención que puedas. Es decir ir haciendo de todas tus acciones una ofrenda, ir convirtiendo tu vida en un gesto único y continuado de alabanza y entrega. Esto es una gracia sin igual que necesita de nosotros un acto también inaudito, desusado, insólito. Esto es la oración incesante. Si te dispones a orar continuamente ya estás empezando a amar a Dios sobre todas las cosas. Implica que a todo lo envuelves con la oración, que te haces oración y que los menesteres te importan solo en función de servir al supremo designio».
Me quedé callado, era tan claro, profundo y abarcante lo que dijo, que no tenía nada que objetar. A la vez, sentí que de algún modo misterioso, lo que decía era posible, incluso para personas complejas, confundidas y soberbias como yo. «Y en cuanto al amor al prójimo y a ti mismo, la regla de oro. Haz por los demás lo que quisieran que hagan por ti y/o no hagas a los demás lo que no quisieras que te hagan a ti. Esto necesita que vivas en contacto con vos mismo, de otro modo no vas a saber como te gustaría ser tratado y en este escucharte, encuentras el amor por ti mismo en el buen sentido. Que no es amor a lo que te esclaviza, sino amor a tu espíritu, libre por esencia, hijo de Dios y con un destino bienaventurado».
Como me conocía, antes que pudiera decir algo continuó: «Ten en cuenta los tres planos de la existencia; en lo personal, vive sobriamente, siguiendo la regla de la moderación en todo. La sobriedad vigilante lo resume todo en lo que concierne a tu persona. En el plano de las relaciones con los demás seres vivos, hay que tratar a los demás como quisieras ser tratado en cualquier situación, sabiendo que esos otros son parte de la misma vid en la que estás inserto. Somos hermanos de los demás de un modo muy cercano, más aun que con el vínculo de sangre; de esto no nos damos cuenta habitualmente, pero cada cosa que haces con los demás la haces contigo mismo, para bien y para mal.
Y en el plano procesal, en lo más global y abarcativo, es decir en la relación con Dios; buscar, pedir y practicar la oración frecuente hasta que devenga continua e ininterrumpida en el corazón. No hay más, eso es todo y eso lo da todo. Esto responde a las necesidades profundas del ser humano. Cuando la divagación es reemplazada por la oración, todo se ve claramente. Descubrimos «las razones» de las cosas y el sentido de la vida se vuelve evidente, la plenitud deja de ser una bonita idea o un estado ocasional que vislumbramos para convertirse en morada permanente».
(Mateo 22, 34-40) (Mateo 7, 12) (1º Pedro 5, 8-9) (1º Tes 5, 17)