La paz del corazón
Tal vez nos imaginábamos que la Creación acabó hace mucho tiempo. Es un error, porque continúa perfeccionándose, y en las zonas más elevadas del Mundo. […] Y nosotros servimos para terminarla, incluso mediante el más humilde trabajo de nuestras manos. En definitiva, tal es el sentido y el valor de nuestros actos. En virtud de la interligazón Materia-Alma-Cristo, hagamos lo que hagamos, reportamos a Dios una partícula del ser que Él desea. Con cada una de nuestras obras trabajamos, atómica pero realmente, en la construcción del Pleroma, es decir, en llevar a Cristo un poco de acabamiento.
Cada una de nuestras Obras, por la repercusión más o menos remota y directa que tiene sobre el Mundo espiritual, concurre a perfeccionar a Cristo en su totalidad mística. He aquí una respuesta lo más completa posible a nuestra pregunta: ¿cómo, siguiendo la invitación de san Pablo, podemos ver a Dios en toda la mitad activa de nuestra vida? En verdad que, por la operación, siempre en curso, de la Encarnación, lo Divino penetra tan bien nuestras energías de criaturas que para encontrarlo y abrazarlo no podríamos hallar mejor medio que nuestra propia acción. Primero, en la acción me adhiero al poder creador de Dios; coincido con él; me convierto no sólo en su instrumento, sino en su prolongación viviente.
Y como en un ser no hay nada más íntimo que su voluntad, en cierta manera me confundo, por mi corazón, con el propio corazón de Dios. Este contacto es perpetuo, puesto que actúo siempre; y a la vez, como no sabría hallar límite a la perfección de mi fidelidad ni al fervor de mi intención, me permite asimilarme indefinidamente a Dios, cada vez más estrechamente. En esta comunión, el alma no se detiene para disfrutar ni pierde de vista el término material de su acción. ¿No es un esfuerzo creador el que adopta? La voluntad de triunfar y una cierta dilección apasionada por la obra que se va a crear forman parte integrante de nuestra fidelidad de criaturas. Por tanto, la propia sinceridad con que deseamos y perseguimos el éxito para Dios se nos descubre como un nuevo factor también sin límite: el factor de nuestra conjunción más perfecta con el Todopoderoso que nos anima.
Asociados primero a Dios en el simple ejercicio común de las voluntades, nos unimos ahora a él en el amor común hacia el término que vamos a crear; y la maravilla de las maravillas es que en este término, una vez poseído, tenemos todavía el encanto de encontrar a Dios presente. […] Dios, en lo que tiene de más viviente y de más encarnado, no se halla lejos de nosotros, fuera de la esfera tangible, sino que nos espera a cada instante en la acción, en la obra del momento. En cierto modo, se halla en la punta de mi pluma, de mi pico, de mi pincel, de mi aguja, de mi corazón y de mi pensamiento. Llevando hasta su última terminación natural el rasgo, el golpe, el punto en que me ocupa, aprehenderé el Fin último a que tiende mi profunda voluntad. Semejante a esas temibles energías físicas que el Hombre llega a disciplinar hasta lograr que realicen prodigios de delicadeza, el enorme poder del atractivo divino se aplica a nuestros frágiles deseos, a nuestros microscópicos objetos, sin romper su punta. Esta potencia es exultante y, por tanto, no perturba ni ahoga nada. Es exultante; por tanto, introduce en nuestra vida espiritual un principio superior de unidad, cuyo efecto específico es, con arreglo al punto de vista que se adopte, santificar el esfuerzo humano o humanizar la vida cristiana.