Las formas institucionales en la comunidad de Taizé

Por Equipo de Hesiquia blog

Es debido al pedido amistoso e insistente del redactor de esta revista que nos hemos decidido, no sin vacilación, a estudiar brevemente las formas institucionales de la comunidad a la cual pertenecemos. No sin vacilación, pues, por una parte, esta comunidad no quiere en ninguna circunstancia ponerse como modelo, y menos todavía enjuiciar a nadie. Ahora bien, un artículo de este tipo corre el riesgo de hacerlo pensar: es difícil hablar de sí en lo concerniente a la vida espiritual, sin correr el peligro de suscitar comparaciones, juicios; es difícil hablar acerca de lo que vive una comunidad sin hacer olvidar que esta vida es una búsqueda constante y, a través de las dificultades de personas y situaciones, la prosecución de un fin inalcanzable plenamente, porque no es de este mundo.

Esta no es la única razón de nuestra vacilación. Se debe también a la dificultad del tema, ya que en nuestra época, para muchos cristianos, el termino institución despierta una reacción afectiva y pasional (defensiva o agresiva) y adquiere fácilmente un sentido peyorativo. A menudo se hace una cierta confusión entre la realidad institucional de la Iglesia y las formas históricas que reviste, confusión tanto más fácil -y tanto más funesta-, en una época de conmociones socio-culturales como la nuestra, en que la necesidad del aggiornamento de los cristianos a menudo choca con las formas concretas de las instituciones como las hemos recibido del pasado. De aquí a concluir que la institución en principio ahoga la vida y retiene el movimiento, no hay más que un paso rápidamente superado por algunos que son con frecuencia al mismo tiempo los más generosos. Es por lo tanto difícil hacerse comprender sin aparecer al mismo tiempo, con escándalo de unos y de otros, como un adversario de la institución y un adversario de la vida.

En lo que nos concierne, en las reflexiones que siguen, consideraremos la institución como un conjunto de formas al servicio de la vida fraterna y del ministerio de una comunidad, un conjunto de formas necesarias para expresar concretamente esta vida, para ordenarla y conferirle consistencia y duración, Estas formas por el hecho de nacer de la vida misma, son indispensables, pero también relativas: relativas a una realidad móvil y dinámica -la vida- y por lo tanto obligadas a un esfuerzo constante para servir la vida con suavidad y delicadeza. Pero esto no es fácil, ya que por naturaleza las formas institucionales son más estables que dinámicas, y tienden más a precisarse y multiplicarse que a simplificarse y considerarse servidoras.

Se podría pensar que habiendo nacido en el terreno de la Reforma una comunidad como la de Taizé debería necesariamente desconfiar de la institución. Pero de hecho la Reforma del s. XVI no ha sido anti-institucional. Han sido las formas históricas las que pretendió discutir, no la institución como tal. Hay que decir que la instancia a la cual los reformadores se referían: el canon de las Escrituras, es una institución; una institución, Si, pero flexible y diversificada, pues en lugar de tener la forma de un tratado acabado y sistemático de la verdad cristiana se presenta como una colección variada testimoniando los diversos aspectos de la predicación de la Iglesia primitiva. Al nivel de la Iglesia local, en la que se situó principalmente por circunstancias históricas, la Reforma no ha querido suprimir las instituciones de la Iglesia – y entre ellas la autoridad – sino reformar (nos situamos aquí a nivel de las intenciones, sin pronunciarnos sobre sus realizaciones concretas). Seria imprudente afirmar que actualmente las Iglesias protestantes no sufren un exceso de institucionalismo.

En su nacimiento y en sus primeros años, la Comunidad de Taizé, no ha sido marcada por ningún a priori anti-institucional que las necesidades hubieran más tarde derrotado. Pero probablemente como toda fundación monástica, surgió como un fenómeno imprevisto, carismático, vivido día tras día, simultáneamente en la fe y en un cierto empirismo. Este empirismo por otra parte no impedía a la comunidad naciente saberse y quererse en la línea de la vocación monástica y religiosa a través de los siglos, pero sin pensarse llamada a retomar tal o cual forma histórica de esta tradición.

Por lo tanto no se trataba de rechazar una institución ni de formar otra sino se trataba de obedecer a una vocación, y de discernir a medida que la comunidad se desarrollaba, las formas necesarias para su vida y expresión. Siempre pareció que, para ser un recipiente que recoge la vida sin cerrarse sobre si, las formas institucionales deben efectivamente limitarse a lo necesario, evitar de precisar todo y mantenerse livianas y ágiles en lo posible.

¿Cuáles son estas formas institucionales que han parecido necesarias y exigidas por la vida? Podemos discernir cuatro, comenzando por:

1. La profesión vitalicia, que comporta los tres votos puestos en relieve poco a poco por la tradición monástica, que a la larga se revelaron efectivamente fundamentales. Pero en Taizé los compromisos de la profesión se extienden además, dentro del marco general de una consagración de todo el ser a Cristo, a la voluntad de desempeñar el servicio de Dios en nuestra comunidad”, en comunión con los hermanos, así como a la voluntad de velar sobre ellos tanto en los tiempos propicios como en los adversos. Se hubiera podido imaginar vivir el contenido espiritual de estos votos día tras día, sin un compromiso formal y definitivo. Pero, el pretexto de mantenerse en una disponibilidad continua ¿no hubiera sido en definitiva una manera de reservarse a sí mismo, y neutralizar la solidaridad y la buena marcha de la comunidad?. Es lo que pronto advirtieron los primeros hermanos, que vieron que su vocación exigía de ellos una respuesta que se expresara para Dios y para los hermanos bajo la forma de una profesión definitiva.

2. Lo que se vio también desde un principio y que pronto se concretó, fue la necesidad de una autoridad que “suscite la unidad en la comunidad”, esto dentro de una visión dinámica: “un servicio audaz y total a Cristo (Regla pg. 59). Que esta autoridad sea desempeñada por un hombre que puede cumplir su cometido con la libertad necesaria y además que la comunidad esté asociada a sus decisiones, se presentaba demasiado de acuerdo con la experiencia de la Iglesia como para pensar lo contrario. Se trata es cierto, de una institución, pero cuyo carácter espiritual debe permanecer evidente y transparente. Por cierto que existen diversas maneras de equilibrar la carga de aquel que posee la autoridad y la responsabilidad de la comunidad y de cada uno de sus miembros, hay diversas maneras también de concretar sus modalidades. En el caso particular de Taizé pareció necesario evitar el democratismo y su peligro de parlamentarismo; de este modo el consejo de los hermanos (integrado por todos los hermanos profesos) no vota, pero es consultado en todas las cuestiones importantes. Igualmente pareció legitimo denominar Prior, a aquel que está a la cabeza de la comunidad, y que tras la consulta al consejo “tiene la responsabilidad ante su Señor de tomar la decisión, sin estar ligado a una mayoría” (Regla, pg. 27) escuchando “al hermano más tímido con la misma atención que al más audaz” (Regla, ibid.). Por el momento en todo caso, las formas de relación prior-consejo se mantienen voluntariamente poco formuladas, excepto en un caso: si el Prior advierte una falta de entendimiento en el seno del consejo acerca de una cuestión importante, se reservará su opinión y no tomará más que una decisión provisoria (ibid.). Esta ausencia voluntaria de precisiones quiere expresar un deseo y una inquietud: que la vida de la comunidad sea una creación común en que cada uno es solidario, un movimiento hacia una mayor unanimidad, que el consejo tenga por fin consciente no simplemente regir una institución, sino “buscar toda la luz posible acerca de la voluntad de Dios para la buena marcha de la comunidad” (Regla, pg. 25). Y que la relación entre Prior y hermanos sea de diálogo, con lo que eso comporta de imprevisto.

Es un modo (que no se pretende ni único ni perfecto) de tratar de mantener el carácter del acontecimiento y el riesgo de la fe en la marcha de la comunidad.

3. Relativamente pronto se sintió la necesidad de una regla: fueron los hermanos quienes la desearon y no el Prior quien la propuso primeramente. Les parecía necesaria para establecer las grandes líneas de la vocación y dar a la comunidad un único punto de referencia aceptado de común acuerdo. Fue así que la regla redactada por el hermano Prior tuvo en cuenta las experiencias que los primeros años de vida común en Taizé hablan revelado, y de las grandes opciones que se hablan delineado. El hecho que esta regla esté en consonancia, como lo han hecho notar muchos monjes y religiosos católicos, con las antiguas reglas, no ha sido buscado expresamente: no se trataba de restaurar ni de adoptar, sino de vivir una vocación de siempre en un lugar, en una época y condiciones concretas. Son las líneas de fuerza que se desprenden de esta vida lo que la regla ha querido recoger, los puntos comunes con otras reglas, se explican fácilmente por el hecho que una misma vocación lleva a experiencias que se asemejan, y que por otra parte la comunidad ha querido ser siempre y se ha sentido espiritualmente solidaria con la gran familia monástica del pasado y el presente.

¿La regla de Taizé es definitiva o temporal? Es tal vez una pregunta falsa, o en todo caso un interrogante que sólo el porvenir decidirá. Todo lo que se puede decir, es que al cabo de 15 años la regla permanece estable y duradera; ya que solamente ha recibido pequeñas modificaciones de detalle. Una de estas ha sido causada por el aumento de los hermanos desde la redacción de la regla… y otras porque anunciaba en 1952 la aparición de un libro de costumbres que precisaría sucintamente y con la posibilidad de modificarlos, algunos detalles de la vida común, y ministerio; este libro de costumbres nunca apareció, ni pereció necesario ni parece serlo en el futuro. A este respecto la experiencia ha obrado contra una institución que en un principio pereció normal e indispensable: su mención será suprimida en la regla.

Fundamentalmente espiritual, pero concreta y precisa cuando pareció necesario, la regla es simultáneamente una forma innegable de institución y a nosotros nos parece una advertencia contra los riesgos siempre posibles de institucionalismo. No quiere mostrarnos más “que el mínimo fuera del cual una comunidad no puede construirse en Cristo y entregarse a un mismo servicio de Dios” (Regla, pg. 10) “lo necesario que hace posible la vida común” (Regla, pg. 17) sabiendo que “esta voluntad de no fijar más que las reglas esenciales deja un riesgo”: el de pretender considerar la libertad como un pretexto para vivir según sus propios impulsos (Regla, pg. 10). A aquellos que a pesar de todo temen ser ahogados por una regla les recuerda que tiene por finalidad “liberar de las dificultades inútiles para llevar las responsabilidades, para utilizar mejor las audacias del ministerio” (Regla, pg. 12). Pero sería una carga inútil, y mejor hubiera sido no escribirla” si llegara “a ser considerada como un fin” que dispensaría de “buscar siempre más y más la voluntad de Dios, la caridad de Cristo, la luz del Espíritu Santo” (Regla, Pág. 27) y que confinarla a la comunidad “en la satisfacción y la rutina” (Regla, pag. 71).

Si la regla quiere mantenerse en un mínimo y si un libro de costumbres, previsto sin embargo como susceptible de modificaciones, no fue necesario ¿cómo hacer para que no se pierda la experiencia una vez redactada la regla?. A esta pregunta, la Comunidad de Taizé cree haber encontrado la solución en una especie de comentario a su regla: algunos capítulos que la prolongan en algunos puntos y cuyo texto al cabo de cuatro años ya ha sido revisado, con la idea que un comentario no ha de ser un peso para la regla ni una institución más sino la expresión cambiante de esta creación común y constante de la vida de comunidad de la cual la regla quiere fijar las líneas de fuerza.

4. La oración común y litúrgica constituye también a su modo una forma de institución. En este punto la Comunidad de Taizé no heredaba de las Iglesias de la Reforma, un a priori anti-institucional -ni tampoco una tradición litúrgica desarrollada- sino que se beneficiaba de un movimiento de renovación litúrgica que se manifestaba, no sin cierta lentitud, en el terreno luterano y reformado. También recibió un gran aporte del movimiento litúrgico católico de lengua francesa y simplemente se sitúa en esta búsqueda y puesta al día que se manifiesta en las diversas confesiones. Esto significa para el tema que nos ocupa que la Comunidad de Taizé no duda en ningún momento, en usar para su oficio y celebración Eucarística formas litúrgicas; se debe decir que desde el nacimiento de la comunidad la cuestión de principio en este campo nunca se ha planteado, ya que la necesidad de un marco litúrgico -con sus textos, música, gestos y signos- parecía indispensable.

Por otra parte parece que no es necesario, en nuestra época, menos que nunca, considerar estas formas y este marco como intocables en su detalle y ordenamiento, sino más bien estar abiertos a todos los llamamientos del aggiornamento actual. De este modo la forma institucional del oficio en Taizé que debe expresar una continuidad una fidelidad, una prioridad de alabanza, comprende diversos elementos: las horas de los tres o cuatro oficios diarios, la vestimenta litúrgica de los hermanos, un libro de oficio que poco a poco ha sido confeccionado a partir de los diversos elementos tradicionales y de la experiencia de la comunidad en dialogo con toda clase de cristianos, liturgistas o no. Pero estas formas deben mantener una agilidad y un margen de indeterminación que les permita seguir la vida y sus exigencias, y permanecer pormenores a la cantidad de experiencias que la liturgia conoce hoy día. No es fácil el equilibrio entre la continuidad (expresada por las formas) y la adaptación (necesaria especialmente por la inquietud de una oración litúrgica que acoja a los huéspedes de paso). Sin obligar siempre a poner en duda y convulsionar todo, parece que los años que vivimos exigen una particular paciencia, pues si ya a nivel de los textos y su traducción, el movimiento litúrgico se encuentra abocado en una búsqueda ¿qué decir de lo que concierne a la música destinada a estos textos?

En definitiva, se podría resumir la modesta experiencia de Taizé y el estudio aun más modesto que hemos tratado de hacer, de este modo: no tendría sentido rechazar por principio las formas de institución, ya que de todos modos, la vida es quien los suscita y los necesita para apoyarse en ellos. Estas formas expresan una estabilidad que posee todo su valor. Pero participando con una época que ve en las instituciones, un peso y un obstáculo, una tensión con la rapidez y amplitud de las actuales evoluciones ¿no convendría desear instituciones mínimas, conviniendo en que pueden re” visarse periódicamente en amplia medida? Cierta mente es correr el riesgo de los tanteos, e improvisaciones no siempre felices, es correr el riesgo de nunca salir de lo provisorio. Pero justamente: excepto los elementos absolutamente esenciales de una vida monástica, lo provisorio ¿no debería ser acaso aceptado positivamente -por más peligroso y doloroso que pueda parecer a algunos- como un llamado a una vida dinámica y como condición de este dinamismo? Ya que en efecto, fuera de nuestra vida escondida con Cristo en Dios lo provisorio es nuestra condición aquí abajo: extranjeros y peregrinos sobre la tierra, en marcha hacia el reino que viene. (Cf. sobre este particular: Dynamique du Provisoire, por el Prior de Taizé, sobre todo pg. 149 y siguientes).

Pierre-Yves EMERY, hermano de Taizé

Para “Cuadernos Monásticos” n° 3 – 1967