La paz del corazón
Existen distintas versiones acerca de lo que es meditar en silencio, de lo que significa, de su utilidad o función; hay también diferentes opiniones sobre el mejor modo de acercarse a ese silencio pretendido y también respecto de a quienes conviene y en qué momento encarar esta forma de oración.
Esto no es ciencia exacta, es vivencia del espíritu, por lo tanto puede hablarse solo aproximativamente, ir efectuando acercamientos a esta experiencia de gran valor para el ser humano. No puedo hablar académicamente sino en base a lo experimentado personalmente, de manera que no buscaré lo sistemático sino la traducción de lo vivido al lenguaje de las palabras.
No es poca paradoja, decir de aquello que es silente por su misma naturaleza. Sin embargo, ese silencio tiene una impronta que es comunicacional, que necesita transmitirse; como si del expresarlo a otros dependiera su posibilidad de profundización.
Lo primero que encontré, al intentar la meditación silenciosa, fue el ruido. (1) Una tremenda cacofonía de sensaciones corporales, que molestaban e impedían el silencio que buscaba.
Porque hube de dejar quieto al cuerpo para poder buscar lo silencioso y tuve que alejarme de lugares bulliciosos y permanecer queriendo interiorizarme. (2) Y todo esto me hizo evidente lo que apenas me resultaba sospechado: Que no era dueño ni de mi cuerpo ni de mi mente.
Múltiples dolores, picores, tensiones, agitaciones y demás sensaciones, se evidenciaron al sostener una actitud inmóvil. Innumerables pensamientos que iban y venían en direcciones diferentes como si fueran nubes llevadas por vientos contrarios, se dejaron ver claramente.
Mientras asistía a estos eventos apareció un tercer elemento, que no se me presentaba como propio del cuerpo o de la mente; quedé en presencia de la atención, que como un haz de luz destacaba los múltiples fenómenos que observaba.
Esta atención era una dirección de la mirada que podía dejarse llevar y seguir los variados movimientos que fluían en el cuerpo y en la mente sin interrupción o podía dirigirse hacia un punto preciso y sostenerse en esa posición, aunque no sin fatiga.
El primero paso verdadero hacia el silencio se produjo cuando descubrí la necesidad de unificar todas estas corrientes que iban y venían en lo que podía llamar mi interioridad. Esta unificación no podía producirse atendiendo a lo que proponían las diversas tendencias, (3) sino llevando la atención hacia un elemento, que teniendo sentido en mí, pudiera centralizar la atención.
La oración de Jesús empezó a convertirse en ese centro. Su repetición unificaba la mente sacándola de la dispersión al tiempo que suscitaba emociones correspondientes al significado que le atribuyera a las palabras.
En momentos posteriores, asociar la oración de Jesús a la respiración y luego, en ocasiones, a los movimientos del corazón; me permitió circunscribir lo corporal y lo mental en un mismo acto interior. Así, en la mente se repetía la plegaria y en el cuerpo se respiraba o se latía, mientras la atención se sostenía, en el acto devocional que todo ello implicaba.
La oración de Jesús, generada con continuidad me aportó una nueva facilidad para permanecer distendido, aún en medio de las dificultades y cierta “frescura” corporal comenzó a instalarse junto a la repetición de la plegaria.
No había accedido al silencio, pero la mente estaba más tranquila, surgían menos pensamientos y cuando ocurrían eran observados con una nueva claridad y precisión. Podían ser “desmenuzados” y utilizados o desechados según su utilidad para la tarea que se estaba llevando a cabo.
Esto fue muy alentador, porque si bien no podía afirmar que era ya dueño de cuerpo y mente, al menos ejercía sobre ellos un control y manejo muy superior al que anteriormente tenía. Fue en este punto de la práctica, cuando al reflexionar se manifestó en mí la pregunta por la identidad del observador que en todo esto discurría.
Porque podía ver allá las sensaciones que iba teniendo el cuerpo y por aquí algunos pensamientos que pasaban por la mente y como si se ubicara detrás de todo ello percibía a la atención misma como “acción” interior que miraba esto o aquello y que se desplazaba según yo la dirigiera. ¿Quién era este “yo” que dirigía?
La oración de Jesús permanecía como el fondo en el cual todo lo anterior ocurría. Estaba incluso más allá del observador atento que describo…
Originalmente anexo a la Carta 10
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