La paz del corazón
Estimadas amigas y amigos, los saludo invocando el Nombre de Jesucristo, en el cual se encuentra la plenitud de la gracia si se lo repite con fe y frecuencia.
Si se vive la enseñanza de Cristo con coherencia, es decir, si la buena noticia por Él anunciada se toma como regla de vida de manera profunda y radical, se experimenta la gracia como una variedad de bienes espirituales que se asientan en el alma.
Sin embargo, vivir según el mensaje de Nuestro Señor no es cosa fácil; para ser consecuentes con él se requiere una fe fortalecida. Ser cristiano en el sentido más cabal de la palabra implica ser de Cristo, pertenecerle y tenerle como guía y maestro.
No es posible imitarle, ni actuar según sus dichos con una fe vacilante, esta no permitirá correr los riesgos que el Evangelio implica.
La palabra del Señor no siempre se adecua a lo que se considera el “sentido común”, es más, muchas veces se le opone.
¿Cómo puede ponerse la otra mejilla? Y ¿Cómo entregar también el manto?
Pondrá la otra mejilla quién confíe en que la enseñanza evangélica es palabra de Dios. Entregará también el manto, aquel que abriga la certeza de que El Señor no le dejará desamparado.
Porque si es Dios quien habla a través de la escritura… ¿podemos no seguir sus recomendaciones y dictados? Somos hombres de poca fe. Muchas veces se describen luchas interiores que no serían tales si tuviéramos fe. Porque si creo, lucho y gano la batalla.
Al ser casi inexistente la fe en el mundo actual, no se manifiesta con frecuencia lo milagroso y al no manifestarse lo milagroso más se profundiza la falta de fe. “Yo tendría más fe si viera alguna señal…” y no habrá señal alguna, porque los signos vienen luego de la fe, ella es el marco en que lo Divino se hace palpable.
¿Pero cómo tener fe, cómo adquirirla? Porque se dice “sino la tiene, pida la fe” y está muy bien dicho, pero ¿qué clase de oración será esa, sin la fe?
El Señor no viene sino allanamos sus senderos y abrirle los caminos a Jesús es adecuar nuestra vida a su enseñanza, reconocer nuestros pecados y determinarse a cambiar, decidirse a una conversión de vida.
La fe es similar a un salto. Uno está en un sitio y debe saltar hacia el otro sitio, superando un vacío que se halla entre los dos lugares. Se requiere de un acto, de una decisión previa al salto, que nos dinamiza y nos permite ejecutar el movimiento. Se necesita el arrojo de atravesar el vacío hasta que se llega a la nueva tierra.
Uno no ha de empezar por saltos grandes. Pero se puede acrecentar la fe ejercitándola. ¿Cómo ejercito la fe, que clase de acto interior es la fe? Si prestamos atención, veremos que en cada momento de nuestra jornada, en cada situación, se presentan al menos dos opciones o posibilidades:
La una es oscura y lleva al desaliento, al pesimismo, al temor y la crispación. La otra tiene luz y es afirmativa, implica una cierta actitud positiva, es una sensación anticipada del bien, como un anuncio de lo bueno que vendrá.
Estas opciones se presentan de continuo y son la base del libre albedrío, son nuestro principal margen de libertad. Este andar en selva oscura o en camino franco y abierto, de horizontes despejados, es antes que nada el resultado de una posición espiritual interior.
¿Creo que he sido creado con amor, por un Dios que además es Padre providente y que permanece en mi corazón mediante la redención de Jesucristo? ¿O creo en un azar caótico fruto de la mecanicidad atómica de los elementos del éter, que inanimados convergieron para producir esto que llamamos universo?
¿Creo que la vida humana tiene un sentido trascendente y que mi vida como persona particular también encuentra su lugar y su finalidad en el plan de Dios? ¿O creo que cuando muera no quedará nada ni de mi, ni de mis afectos, ni de mis ideales, ni de mis más profundas emociones?
¿Creo que todo sufrimiento puede ser redimido, que toda impureza purificada, que todo error corregido? ¿O creo que fatalmente lo mal hecho mal queda y que para el dolor el único alivio es la alienación y la muerte?
Entre estas vías mi corazón encuentra su inclinación de manera clara y al inclinarse esta ya caminando por una de ellas. Hace falta darse cuenta de por cual se está andando y si es por la justa senda, ir haciéndonos coherentes con lo que creemos.
La fe se manifiesta como una inclinación del corazón y se fortalece como elección consciente. Esa tendencia del corazón es gran parte de lo que somos y la constancia en la elección gran parte de lo que seremos.
El día que sepultamos el cuerpo de mi madre, profundice mucho mi fe. En el camposanto, atravesado por un viento helado, miraba descender el ataúd a la fosa y percibía los rostros de todos, reflejando un temor inadvertido. Me acordé de sus abrazos y de su calidez y de algunos gratos momentos y sentí una emoción tan profunda que se diferenciaba de los sentimientos habituales, incluso para este tipo de ocasiones.
Era una emoción intensa y callada e interna que no podía precisar adecuadamente. Con el transcurrir de las horas comprendí el motivo de esa calidez y de esa extraña felicidad profunda.
Me di cuenta que tenía fe y que era muy fuerte y que orillaba la certeza.
La fe es una fuerza, un acto propio del corazón que se derrama en lo que ve y toca y hace. La fe es la fuerza espiritual del hombre que se une a la fuerza de Dios, a su gracia y a su designio.
Todo inicio o comienzo se funda en la fe. Cuando recibimos a un niño en el mundo, cuando formamos una familia, cuando acometemos algún nuevo proyecto, cuando consagramos nuestra vida, cuando al despertar salimos de la cama hacia las actividades, cuando respiramos, cuando alabamos, cuando abrazamos…estamos creyendo, todo ello se sostiene en la fe.
La fe es un cierto “si”, es la aceptación de María Virgen, la voz de Aarón, el rostro resplandeciente de Moisés, la determinación de Abraham, la paciencia de José cuando fue llevado a Egipto y la confianza de José, el carpintero de Nazaret.
Cada profeta es “fe” encarnada. La fe sostiene a Elías y le hace irse solitario y cubrirse el rostro ante la brisa. Juan el bautista es la fe atravesando el desierto de la historia.
La fe es una fuerza muy misteriosa. Es tan poderosa la fe que Nuestro señor no realizó muchas curaciones allí donde había poca fe, y nos dijo, que hasta “las montañas se moverían” ante la orden de aquel que tuviera fe.
La oración de Jesús es un acto de fe en el Nombre de Jesucristo, en su presencia viva entre nosotros, en su virtud salvífica y transformadora del alma humana. La oración de Jesús no se consolida en la persona sino crece como acto de fe.
Luego de acostumbrar la mente a la oración es preciso crecer en la fe de manera que a través de ella descienda al corazón. Así, cada jaculatoria se hace acto de fe en el poder del Nombre que esta por sobre todo nombre.
(Lectura recomendada: Marcos 11, 20-25)
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