Sobre la perspectiva necesaria

Carta 6

Estimados amigas y amigos de la oración de Jesús, los saludo en la invocación del Nombre.

En esta breve carta he querido sintetizar aspectos claves de comprensión y perspectiva para profundizar nuestro camino de oración.

Adonde uno vaya se lleva a sí mismo. De tal manera es esto así, que aún visitando el lugar más paradisíaco de la Tierra, no hallará contento quién tenga el corazón turbado. Esta agitación interior contamina el más calmo de los desiertos y no hay reducto en el cual pueda recogerse aquél que sufre de ansias.

Existe en todos nosotros un deseo de completitud, una aspiración de plenitud. Venidos a la existencia nos hacemos familiares con el querer, con el tender hacia algo; siempre estamos en camino hacia aquello que creemos nos colmará. El encuentro entre uno y lo querido es considerado como “la felicidad” y este esquivo estado resulta la meta velada o manifiesta de todos los afanes. Es lo que yace detrás de la multitud de objetos y escenarios diferentes hacia los cuales tendemos de continuo.

Si atentos indagamos en la naturaleza de la felicidad que buscamos, nos encontramos con que esta resultaría del logro de todo lo que deseamos para nosotros y otros. Creemos que esto nos daría la paz, el fin del ansia. Infructuosa tarea tiene entre manos el que hacia afuera se lanza buscando lo que está adentro. Ilusorio se vuelve todo avance.

La variación de las situaciones y los contextos, los intereses fluctuantes de las personas, la movilidad de todo lo que forma nuestra vida, muestran al poco tiempo lo equivocado de la vía elegida. No puede fijarse lo externo al hombre. No puede inmovilizarse la existencia en el momento en que se logra alguna satisfacción.

La plenitud es un atributo interior, es resultado de la vida espiritual, viene junto con Cristo y se aloja en la posada del corazón. Quién tiene el alma pacificada, vive la fuerza que ese silenciamiento trae y despliega en el campo que su vocación le marca, el don que posee.

Logrando la paz interior, las acciones se encaran no como apresurada compensación de las carencias, sino para expresar entre los hombres y las cosas los dones adquiridos.

La paz interior o la plenitud de la vida espiritual, no es tampoco un estado inmóvil sino una constante tendencia al centro de la persona.

Implica un saber que la resolución de las situaciones parte desde lo espiritual y se expresa en el mundo de la materia, y no a la inversa. Es la clara conciencia de que el sentido de la vida humana radica en la elevación hacia Dios, en el regreso a la casa del Padre.

En cierto modo el problema humano no está en su in-completitud y su ansia, sino en dirigir sus afanes hacia lo fugaz, en gastar la vida en aquello que no lo saciará. El sufrimiento cumple su papel aleccionador cada vez que advertimos que hemos desplazado nuestro centro hacia lo que muere.

No puede el hombre fundar su plenitud y bienestar en lo que es esencialmente transitorio. Y lo único no transitorio es la vida del espíritu. Un espíritu anclado en Dios vive la seguridad de quién ha construido sobre roca.

Por eso, la actividad de vigilancia sobre los pensamientos, llevándolos una y otra vez a la oración de Jesús; el ejercicio de una creciente sobriedad en todo lo concerniente al cuerpo, para tenerlo a nuestro servicio; y el intento constante por sacralizar todas las actividades de la jornada, fortalecen la vida del espíritu en nosotros; alimentamos aquello que no muere, que se sabe en el exilio y que busca lo digno de ser buscado: Dios y la gracia de Su presencia.

Lecturas recomendadas: Tobías 13, 6 Eclesiástico 27, 8-9 San Juan 8,  31-32

Elsantonombre.org