La paz del corazón
El hombre verdaderamente razonable tiene un solo deseo: creer en Dios y agradarle en todo.
En función de esto -y solamente de esto – formará su alma, de modo que sea del agrado de Dios, dándole gracias por el modo admirable con que su providencia gobierna todas las cosas, incluso los eventos fortuitos de la vida.
Está, pues, fuera de lugar, agradecer a los médicos por la salud del cuerpo aun cuando nos suministran fármacos amargos y desagradables, y ser ingratos con respecto de Dios por las cosas que nos parecen penosas, sin reconocer que todo sucede de la forma debida, en nuestra ventaja, según su Providencia.
Considera libres no a aquellos que lo son en cuanto a su condición externa, sino a aquellos cuyo modo de vivir y de actuar es libre. Porque no conviene llamar realmente libres a los príncipes que son malvados o desenfrenados: éstos son esclavos de las pasiones de la materia.
La libertad y la felicidad del alma están constituidas por la límpida pureza y el desprecio por las realidades temporales. El que busca la vida virtuosa y ocupada por el amor de Dios debe abstenerse de estimarse a sí mismo y a toda gloria vacía y mentirosa, para aplicarse con buena disposición a esta vida, y a una conveniente enmienda de su propio juicio: el intelecto estable y amante de Dios es un medio de ascensión hacia Dios y camino hacia Él.
Es libre el que no es esclavo de los placeres . Por el contrario, gracias a su prudencia y temperancia, domina su cuerpo y se conforma, con mucha gratitud, con lo que le es dado por Dios, aunque fuera muy poco. Cuando hay sintonía entre el intelecto amante de Dios y el alma, todo el cuerpo está en paz, aun sin quererlo. Porque si lo quiere el alma, todo impulso corporal puede ser controlado.
Extraído de Antonio «El Grande» en Filocalia
Tomo I – Ed. Lumen 2003 – Arg-
De la dubitación y la evidencia