San Romualdo

ació San Romualdo en Rávena, por los años de 916.
Era su casa ducal, y aún en su tiempo se dejaba
distinguir con mucho lustre entre la principal
nobleza de Italia. Como criado nuestro Romualdo entre
las delicias de una casa opulenta, fácilmente se estrelló
contra los ordinarios escollos de la juventud; al regalo y á
la ociosidad se siguió bien presto la disolución. Iba á
precipitarse en la perdición, arrastrado del amor á los
deleites, é impelido con la fuerza del mal ejemplo,
cuando la Providencia le detuvo en medio del precipicio,
y, queriendo formar de él un modelo de santidad, se
sirvió de un caso bien funesto para el logro de sus altos
designios.
Sergio, padre de Romualdo, hombre ambicioso y
violento, tuvo cierta diferencia con un deudo suyo, que
quiso terminar por las bárbaras leyes del duelo; desafió á
su contrario, y llevó por segundo á su mismo hijo. Cayó
muerto el pariente á manos de Sergio y á vista de
Romualdo, quien quedó tan pesaroso del suceso, aunque
no había tenido en él más parte que una asistencia
involuntaria, que resolvió hacer fervorosa penitencia de
él.
Retiróse al monasterio de San Apolinario de Clase, á
una legua de Rávena, donde conversaba familiarmente
Romualdo con un religioso lego, hombre devoto y sencillo,
quien le representaba un día el peligro que corría su
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salvación si volvía á engolfarse en el borrascoso mar del
mundo; y como no ganase terreno hacia el fin que deseaba
en aquel corazón ocupado todavía de vanidades y
pensamientos mundanos, le dijo de repente con su
simplicidad acostumbrada: ¿Qué me darías tú si te
hiciese ver clara y distintamente con los ojos del cuerpo á
nuestro buen patrono San Apolinario? Sorprendido
Romualdo al oír una proposición tan no esperada, Yo te
juro, le respondió, que, como lo hagas, al punto me meto
fraile.—Pues has de velar toda esta noche en la iglesia, le
replicó el piadoso lego. Consintió Romualdo, y estando
los dos en oración, hacia la medianoche vio de repente á
San Apolinario vestido de pontifical, cercado de
resplandores, que con un incensario en la mano iba
incensando todos los altares de la iglesia; y, concluida
esta religiosa función, desapareció. Quedó atónito
Romualdo, y sintiendo en el mismo punto trocado su
corazón, se postró delante del altar de la Santísima
Virgen, y todo deshecho en lágrimas, prometió hacerse
religioso. Así refiere esta historia el bienaventurado San
Pedro Damiano.
Apenas amaneció, cuando Romualdo pidió con
instancia el hábito monástico en pleno capítulo. Los
monjes, que tenían bien conocido el genio de su padre,
no se atrevieron á recibirle desde luego, temiendo
alguna violencia; pero al cabo venció su perseverancia.
A los veinte años de su edad abrazó la regla de San
Benito. Comenzó, no á correr, sino á volar, por el camino
de la perfección. Los más ancianos se admiraban al ver
su humildad, su obediencia, su mortificación, su devoción
fervorosa. No contaba más que tres años de monje y ya
parecía varón consumado en la vida, espiritual; pero el
ardiente celo que mostró por la observancia de algunas
reglas, que había como abrogado la relajación, le hizo
odioso á los tibios y á los imperfectos. Mirábanle como á
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reformador importuno; y pasó tan adelante la
persecución, que se vio precisado á buscar en otra parte
asilo más seguro á su fervor y á su celo.
Retiróse, con licencia de sus superiores, á una
soledad de los estados de Venecia, donde vivía un
ermitaño llamado Marino.
Rezaba todos los días el Salterio en compañía de su
nuevo director: á los principios erraba casi todos los
versos; y Marino, para corregirle, le daba un golpe con
una vara en la oreja izquierda. Sufriólo Romualdo por
mucho tiempo sin hablar palabra, hasta qué un día le dijo
con mucha humildad: Que si le parecía, podría en
adelante castigarle en la otra oreja, porque iba
perdiendo el oído de ésta. Admiróse Marino viendo la
paciencia de su discípulo, y en lo sucesivo le trató con
menos severidad.
El cuidado que tenía de moderar en los otros las
demasías en la penitencia, daba bien á entender que
solamente era austero para consigo mismo. Era muy
celoso de la disciplina regular; pero su celo iba siempre
acompañado de prudencia y de discreción. Mientras él se
aplicaba á imitar las mayores penitencias de los
solitarios de Oriente, cuyas vidas leía continuamente,
tenía gran cuidado de que su ejemplo no moviese á sus
súbditos á imprudentes excesos ó demasías.
Ocupado Romualdo en estos ejercicios, supo que
Sergio, su padre, á quien Dios había dispensado la
singular gracia de sacarle del mundo y traerle á la
religión, rendido á las sugestiones del enemigo, estaba
resuelto á dejar la religión para volverse al mundo. Al
punto dejó su soledad, voló á Italia, y de tal manera supo
manejar aquel genio terco, duro é inconstante, que,
habiéndole confirmado en la vocación, tuvo el consuelo
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de verle morir penitente y muy arrepentido de sus culpas.
Luego que se supo en Italia que Romualdo estaba en ella,
acudieron á él de todas partes muchas personas para
entregarse á su dirección y gobierno. Fueron tantas, que
se vio precisado á fundar muchos monasterios,
obligándole á encargarse del gobierno del de Bañi, no
lejos de la ciudad de Sasina. Entabló una observancia tan
exacta, que, haciéndose intolerable á muchos monjes
imperfectos, y no pudiendo sufrir las mudas pero eficaces
reprensiones que les daba el ejemplo de su abad, no
pararon hasta arrojarle torpemente del monasterio.
Sintió Romualdo tanto este indigno tratamiento, que
resolvió no mezclarse más en el cuidado de la salvación
de los otros y de atender únicamente en adelante al
cuidado de la propia. Mas Dios le dio á entender que
este disgusto era amor propio, y que era tentación lo que
parecía virtud; pues éste era justamente el lazo que el
diablo le había armado con aquellas iniquidades.
Fue menester toda la autoridad del emperador Otón
II y un precepto formal y expreso del Arzobispo de
Revena para que se rindiese á las eficaces súplicas de
los religiosos del monasterio de Clase, que le habían
nombrado por su Abad; pero, apenas pudo restituir á su
debido lugar la disciplina monástica, cuando se
arrepintieron los mismos que le habían elegido, y al cabo
le obligaron á renunciar el empleo.
Al mismo tiempo que sus discípulos se resistían á sus
saludables instrucciones, no queriendo aprovecharse de
sus consejos, hacía en otros conversiones portentosas. El
conde Olivan, movido de las palabras de Romualdo, dejó
el mundo y tomó la cogulla de San Benito en el
monasterio del monte Casino. Un señor alemán, llamado
Tham, siguió el ejemplo del conde. Habiéndose
desgraciado la ciudad de Tívoli con el Emperador,
reconcilió á los vasallos con el Soberano; y, habiendo
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éste quitado la vida al senador Crescencio, violando la fe
de su palabra imperial, le obligó á ir á pie y descalzo
desde Roma á la iglesia de San Miguel, en el monte
Gárgano, haciendo pública penitencia y dando ejemplar
satisfacción de su pecado.
Retiróse San Romualdo á Parenzo, en la provincia de
Istria, donde fundó un monasterio, y nombró un abad de
su satisfacción que le gobernase. Después se recluyó por
espacio de tres años, y en esté largo encerramiento
enriqueció el Señor aquel fervoroso espíritu con nuevas y
abundantes gracias. Dióle una perfecta inteligencia de la
Sagrada Escritura, comunicóle el don de profecía, y le
añadió el de lágrimas tan copiosas, que se vio precisado
á no decir Misa en público.
Todo abrasado en el purísimo fuego del amor divino,
se le oía exclamar muchas veces cada día: ¡ Oh mi dulce
Jesús! ¡ Oh Dios de mi corazón! ¡ Oh amable Salvador mío!
¡ Oh dulzura inefable de los santos! ¡Oh delicia de las
almas puras! ¡Oh dulce Jesús, objeto infinito de todos mis
deseos!
Mas al fin fue preciso dejar aquella dulce soledad
por ir á fundar otro monasterio en Orvieto; pero, como no
le dejasen respirar los muchos que cada día le buscaban,
se retiró secretamente á otro colocado en la cima del
monte Sitria. Aquí fue donde padeció la más horrible
calumnia que podía atreverse á su venerable ancianidad,
sufriéndola por espacio de seis meses sin despegar sus
labios ni tomar otra satisfacción que de sí mismo en la
más rigurosa penitencia; y, durante este penoso ejercicio
de paciencia y de humildad, compuso una exposición de
salmos, que se guarda hoy en la Camáldula, escrita de su
mano.
Verdaderamente causa admiración que un solo
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hombre pudiese hacer tantas fundaciones; pero la más
célebre de todas fue la que hizo en Camálduli de
Toscana, sitio famoso en los valles del Apenino. Aquella
vehemente inclinación que tenía á la soledad le movió á
poner los ojos en este desierto. Quedóse un día dormido
cerca de una fuente, y vio en sueños una escala que,
fijada en tierra, llegaba con la parte superior al Cielo, y
reparó que sus religiosos, vestidos de blanco, iban
subiendo por ella. Despertó el Santo, no creyendo que el
sueño fuese sin misterio, escogió á algunos de los discípulos
suyos más fervorosos, y les dio el hábito blanco con
nuevas constituciones. Este fue el principio de la religión
camaldulense, que más ha de seiscientos años florece en
el campo del Señor, y conserva el día de hoy todo el
fervor de aquel primitivo espíritu que recibió de su santo
fundador, y ha dado tantos santos á la Iglesia.
Sintiendo Romualdo que se iba acercando ya el día
de su dichoso tránsito, se retiró á su monasterio de Valde-
Castro, donde veinte años antes había pronosticado que
había de morir. Allí fabricó una celdilla con un oratorio
para encerrarse en ella y guardar silencio hasta la
muerte; y, aunque cada día iban creciendo sus achaques,
no por eso se acostó en más cama que en el duro suelo,
ni se dispensó en sus ayunos y demás penitencias
ordinarias. En fin, sabiendo que era ya llegado el día en
que el Señor le quería premiar tantos trabajos, mandó
salir de la celda á los dos monjes que le asistían, con
orden de que no volviesen á entrar hasta el día siguiente.
Conociendo lo que podía ser, le obedecieron con
violencia, pero se quedaron á la puerta de la misma
celda para observar lo que pasaba. Pasó el Santo algún
tiempo en oraciones vocales; pero como los monjes no le
oyesen prorrumpir en sus acostumbrados afectos de amor
de Dios, ni en sus ordinarios suspiros, entraron en la
celdilla y hallaron que acababa de expirar. Murió, como
afirma San Pedro Damiano, que escribió su Vida quince
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años después de su dichoso tránsito, á los ochenta de su
edad. Fueron tantos los milagros que obró, así en vida
como después de su muerte, que, creciendo en todas
partes la opinión de su santidad, obtuvieron sus monjes
licencia del Papa para erigir un altar sobre su sepultura,
á los cinco años después que murió. Hallóse el santo
cuerpo casi tan sano y tan entero como el mismo día que
le habían enterrado. El año de 1032 se celebró
solemnemente su fiesta, con autoridad de la Santa Sede,
el día 19 de Junio, que era el de su dichoso tránsito. El de
1466, cuatrocientos treinta y cuatro años después de la
primera traslación, se volvió á hallar entero el santo
cuerpo; pero su fiesta concurría con la de los Santos
Gervasio y Protasio, y el papa Clemente VIII la fijó al día
7 de Febrero, que fue el de la referida primera traslación.
San Romualdo
San Romualdo

San Romualdo, como fundador de la Orden contemplativa de los Camaldulenses, es uno de los mejores representantes de la tendencia reformadora de fines del siglo x y del siglo xi, como reacción contra el deplorable estado de relajación en que se hallaba la Iglesia católica y gran parte de la vida monástica del tiempo. El movimiento renovador más conocido y más eficaz para toda la Iglesia en este tiempo fue el cluniacense, iniciado a principios del siglo x en el monasterio de Cluny. Pero en Italia tuvo manifestaciones características de un ascetismo más intenso, que tendía a una vida mixta, en que se unía la más absoluta soledad y contemplación con la obediencia y vida de comunidad cenobítica. El resultado fueron las nuevas Ordenes de Valleumbrosa y de los Camaldulenses y los núcleos organizados por San Nilo y San Pedro Damiano.

San Romualdo, de la familia de los Onesti, duques de Ravena, nació probablemente en torno al año 950 y murió en 1027. Es cierto que su biógrafo San Pedro Damiano atestigua que murió a la edad de ciento veinte años; pero ya los bolandistas corrigieron este testimonio, que, como resultado de modernos estudios, no puede mantenerse. Educado conforme a las máximas del mundo, su vida fue durante algunos años bastante libre y descuidada, dejándose llevar de los placeres y siendo víctima de sus pasiones. Sin embargo, según parece, aun en este tiempo, experimentaba fuertes inquietudes, a las que seguían aspiraciones y propósitos de alta perfección. Así se refiere que, yendo cierto día de caza, mientras perseguía una pieza, se paró en medio del bosque y exclamó: «¡Felices aquellos antiguos eremitas que elegían por morada lugares solitarios como éste! ¡Con qué tranquilidad podían servir a Dios, apartados por completo del mundo!»

Un hecho trágico le dió ocasión para abandonar el mundo. En efecto, su padre, llamado Sergio y hombre imbuído en los principios mundanos, se lanzó a un duelo con un pariente, obligando a Romualdo a asistir como testigo. Terminado el duelo con la muerte del adversario, Romualdo sintió tal remordimiento por aquella muerte y tal repugnancia por el mundo, que se retiró al monasterio benedictino de Classe, cerca de Ravena, con el fin de hacer penitencia. Tres años pasó allí entregado a las mayores austeridades, y al fin se decidió a suplicar su admisión en el monasterio. El abad tuvo especial dificultad por no contrariar a su padre Sergio; mas, por intercesión del arzobispo de Ravena, antiguo abad de Classe, le permitió al fin vestir el hábito benedictino, en aquel célebre monasterio.

Pero entonces comenzó un nuevo género de dificultades. La vida de observancia y penitencia del nuevo monje constituía una tácita reprensión para muchos religiosos de aquel monasterio, más o menos relajados. Por esto, se fue formando tal oposición contra Romualdo que, en inteligencia con el abad, se vió obligado a retirarse a un lugar solitario cerca de Venecia, donde se puso bajo la dirección de un tal Marino. Este, con sus formas rudas y su austera ascética, contribuyó eficazmente al adelantamiento de Romualdo en la perfección religiosa, y tal fue el ascendiente de santidad que ambos llegaron a alcanzar, que el mismo dux de Venecia, San Pedro Orseolo, se sintió impulsado a abandonar el mundo y entregarse a la vida solitaria. Así pues, ambos, juntamente con Pedro Orseolo, se dirigieran a San Miguel de Cusan, donde se entregaron a las más rigurosa vida solitaria. Movido por el ejemplo de su hijo, también el duque Sergio se retiró al monasterio de San Severo, cerca de Ravena, para expiar sus pecados. Sin embargo, después de algún tiempo, vencido por la tentación, intentaba volver a su antigua vida; pero entonces su hijo Romualdo, abandonando su retiro, acudió a su lado y consiguió mantenerlo en aquella vida de penitencia, en la que perseveró hasta su muerte.

La vida de San Romualdo durante los treinta años siguientes constituye un verdadero prodigio de ascetismo cristiano. En el monasterio de Cusan se puso bajo la dirección del abad Guérin, de quien obtuvo el permiso de retirarse a un lugar solitario, próximo a la abadía, donde se entregó durante tres años a las mayores austeridades.

Ponía ante sus ojos la vida de los santos y procuraba imitar los excesos de penitencia que ellos habían practicado. Como los antiguos anacoretas del desierto se habían impuesto ayunos rigurosísimos, Romualdo quiso también seguir su ejemplo. Durante estos años, Romualdo no comía más que el domingo, y aun entonces, una comida sumamente frugal.

En medio de todo esto, lo acometió el enemigo con las más molestas tentaciones. Poníale ante los ojos con la mayor viveza los atractivos de la vida del mundo, mientras, por otra parte, la representaba la inutilidad de los esfuerzos que realizaba y de la vida que llevaba. Frente a los repetidos asaltos del enemigo, Romualdo se entregó más de lleno a la oración, de donde sacaba la fuerza necesaria para mantenerse firme en la lucha. Según se refiere, el enemigo llegó a maltratar cruelmente su cuerpo, con el objeto de apartarlo de aquella vida de austeridad. Más aún, excitando en su imaginación durante la noche imágenes feas y espantosas, trataba de amedrentarlo con el ejercicio de la vida de perfección.

Pero Romualdo, fiel a la oración y puesta su confianza en Dios, salió victorioso de todas estas batallas. Hacia el año 999 volvió a Italia y se incorporó de nuevo al monasterio de Classe, donde, en una celda solitaria, continuó la vida de penitencia y de retiro que había comenzado. Allí se renovaron los asaltos del enemigo. Las crónicas antiguas refieren que, habiéndolo el demonio fiagelado cruelmente un día en el interior de su celda, Romualdo se dirigió al Señor con estas palabras: «Dulcísimo Jesús mío, ¿me habéis abandonado por completo en manos de mis enemigos?» Al oír el demonio el nombre de Jesús, huyó rápidamente, a lo que siguió una gran tranquilidad y dulzura del alma.

Pero Romualdo tuvo que superar otras muchas dificultades, con las que se fue purificando su alma y aquilatando su virtud, hasta disponerlo definitivamente a la fundación de la nueva Orden de los Camaldulenses. Estas dificultades le vinieron de sus mismos monjes. Viviendo él en su retiro, no lejos del monasterio de Classe, un rico caballero le envió una limosna de siete libras para que las distribuyera entre los monjes pobres. Así lo hizo él inmediatamente, repartiéndolo entre otros monasterios más pobres que el suyo, por lo cual los de su monasterio se enfurecieron contra él, y como ya estaban resentidos por sus grandes austeridades, lo tomaron aparte y, después de azotarlo bárbaramente, le obligaron a retirarse.

Pero, precisamente entonces, quiso el Señor valerse de él para la reforma de aquel monasterio de Classe. En efecto, hallándose a la sazón en Ravena el emperador Otón III, lleno siempre de los más elevados ideales de reforma eclesiástica, trabajó eficazmente para la reforma del monasterio de Classe, y para ello obtuvo de sus monjes que eligieran como abad a Romualdo. El mismo en persona fue en busca del solitario y lo introdujo como abad y reformador en la célebre abadía. Efectivamente, durante dos añosentregóse con toda su alma a la importante obra de la reforma del monasterio; pero, viendo que no lograba su intento, acudió al arzobispo de Ravena y al mismo Otón III, y puso en sus manos su báculo, renunciando a la dignidad de abad.

Tal fue el momento preparado por la Providencia para que iniciara su obra de fundador. En efecto, con toda la experiencia adquirida durante los largos años dedicados a la vida solitaria, e impulsado siempre por sus ansias de vida contemplativa y de la más absoluta soledad, pidió entonces a Otón III le concediera los terrenos y los medios para la construcción de un monasterio, donde pudieran entregarse a una vida mixta de contemplación, soledad y obediencia, y, efectivamente, el emperador le hizo construir uno en el lugar denominado Isla de Perea dedicado a San Adalberto, a donde se retiró Romualdo con algunos caballeros del séquito de Otón III, que se decidieron a seguirle. Poco después organizó otros centros de vida eremítica en Italia y en la Istria, y concibió el plan de construir uno en Val de Castro, consistente en un conjunto de celdas separadas, cuyos moradores debían llevar una vida de rigurosa soledad, entregados a la oración y penitencia, pero manteniendo la unión y vida de comunidad. Con esto debía realizarse su ideal de consagración a Dios.

Entre tanto, movido del ansia de derramar la sangre por Cristo, que siempre había sentido, obtuvo del Papa el permiso de predicar el Evangelio en Hungría. Púsose, en efecto, en marcha; pero, cuando estaba a punto de llegar a la meta de sus aspiraciones, se sintió atacado por una enfermedad, y como esto se repitiera cada vez que intentaba continuar su empresa, comprendió que no era aquélla la Voluntad de Dios, y así volvió a Italia.

Entonces, pues, se entregó con toda su alma a la realización definitiva de su ideal monástico. Afianzóse la fundación de Val de Castro; continuó organizando otros centros semejantes. Llamado a Roma por el Romano Pontífice, dedicóse algún tiempo al apostolado y, con la santidad de su vida y sus ardientes exhortaciones, logró la conversión de muchos pecadores; mas, volviendo a su ideal monástico, fundó diversos centros en las proximidades de Roma, entre los que sobresale el de Sasso Ferrato, donde permaneció algún tiempo. Precisamente en este lugar quiso el Señor que resplandecieran de un modo especial sus virtudes. En efecto, según refieren sus biógrafos, un señor, a quienRomualdo había tratado de convertir de su desordenada vida de impureza, lanzó contra Romualdo la más inicua calumnia. Dios permitió que los monjes, demasiado crédulos, se dejaran convencer, y así, impusieron al Santo una severa penitencia y le prohibieron celebrar la santa misa. Romualdo sobrellevó aquella deshonra con el más absoluto silencio durante seis meses; pero, transcurrido este tiempo, Dios mismo le ordenó que no se sometiera por más tiempo a una sentencia abiertamente injusta, pronunciada contra él sin autoridad y sin ninguna sombra de verdad. La primera vez que celebró la santa misa después de esta prueba apareció, según se refiere, arrobado en éxtasis.

Después de esto, ya iniciado el siglo XI, pasó seis años en Monte-Sitrio, donde había organizado un nuevo centro de vida ascética conforme a su ideal. El mismo era un ejemplo viviente de la vida de consagración a Dios: guardaba el más absoluto silencio; observaba las más rigurosas austeridades; rehusaba a sus sentidos todo lo que pudiera darles alguna satisfacción. El emperador Enrique I, sucesor de Otón III, en su primer viaje a Italia, quiso visitar a Romualdo, de cuya santidad y austeridades estaba ínformado. El resultado de la entrevista fue entregarle el monasterio de Monte-Amiato, en Toscana, para que introdujera en él algunos de sus discípulos. Así lo realizó él, en efecto, durante los años siguientes. A este tiempo se refieren diversos hechos milagrosos, que las crónicas le atribuyen; pero estas mismas observan que Romualdo procuraba siempre obrar los milagros de tal manera que no se le pudieran atribuir a él. Así se refiere que, cuando enviaba a sus discípulos a alguna misión, les daba pan y diversos frutos benditos, con los que Dios quiso obrar algunos milagros. Durante un sueño que tuvo por este tiempo al pie de los Apeninos, mientras andaba en busca de un lugar apropiado para sus monjes, según refieren las crónicas, vió en sueños una escala que subía de la tierra al cielo, por donde subían muchos religiosos en hábitos blancos.

Con esto, dió la forma definitiva a sus fundaciones. Así, al fundar en 1012 el monasterio de Campo Maldoli (que se abreviaba Camaldoli) puso en práctica el ideal de vida en celdas independientes, del más riguroso silencio, gran austeridad de vida, pero bajo la obediencia a su superior, vida común y demás obligaciones impuestas por la regla, a lo que se añadió el hábito blanco. En realidad, pues, la obra del fundador de los Camaldulenses, San Romualdo, no comienza en 1012 con el establecimiento del monasterio de Campo Maldolo o Camaldolo. Esta fundación, significa más bien el complemento final de San Romualdo. Su obra se prepara con la práctica de sus largos años de vida sol¡taria en los monasterios de Classe, Cusan y otros lugares en que vivió vida solitaria, y se realiza, desde principios del siglo XI, en la Isla de Perea, en Val de Castro, Sasso Ferrato, Monte-Sitrio, Monte-Amiato y, finalmente, en Camaldolo.

El motivo de haber tomado la Orden por él fundada el nombre de Camaldulense fue, como se interpreta comúnmente en nuestros días, porque en Camaldolo se realizó plenamente el ideal de San Romualdo. Por lo demás, es conocida la explicación que se ha dado tradicionalmente a esta denominación. Se supone que aquel monasterio se llamó Campo Maldolo por ser donativo de un caballero llamado Maldoli. Pero frente a esta explicación, se ha averiguado que la donación fue hecha por Teobaldo, obispo de Arezzo. En todo caso, consta que el nombre del monasterio fue Campo Maldolo o Camaldolo.

Tal fue la obra de San Romualdo, que halló en este monasterio su más perfecta realización, con lo cual se consolidó definitivamente este nuevo tipo de vida, mezcla ideal de la vida anacorética y cenobítica, que luego imitaron los cartujos y otras órdenes. Una vez establecido y bien organizado este monasterio, Romualdo volvió a su vida ambulante, visitando y afianzando los demás centros por él fundados. Finalmente, sintiendo que se aproximaba su fin, se retiró a Val de Castro, donde expiró el 7 de febrero de 1027, estando enteramente solo en su celda. Según se atestigua, veinte años antes había profetizado que moriría en este lugar, en esta fecha y en esta forma en que moría,

La Orden de los Camaldulenses fue aprobada definitivamente por Alejandro II (1061-1073) en 1072. Contaba entonces solamente nueve monasterios. El cuarto General, Beato Rodolfo, redactó en 1102 las constituciones definitivas, en las que se mitiga un poco el extremado rigor primitivo.

Bernardino Llorca S.I

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