El templo interior

Amarle es el todo de nuestra voluntad, ávida de bien.

Fragmento:


…Nunca leerá el Ermitaño sin un alborozado estremecimiento las siguientes afirmaciones de San Pablo: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? El templo de Dios es sagrado, y ese templo sois vosotros” (1 Corintios 3,16-17).

¿ No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habita en vosotros y le habéis recibido de Dios?… Glorificad, pues, a Dios en vuestros cuerpos” (ib. 6,19-20).

No busques a Dios ni en un lugar ni en el espacio. Cierra los ojos del cuerpo, ata tu Imaginación y baja dentro de ti mismo: estas en el Santo de los Santos donde habita la Santísima Trinidad.

En el instante de tu Bautismo has quedado hecho templo de Dios: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. En el acto, “el amor de Dios fue derramado en tu corazón por el Espíritu Santo que te fue dado” (cf. Romanos 5, 5), y se realizó la promesa de Jesús: “Si alguien me ama, esto es, si tiene la caridad, si se halla en estado de gracia, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos en él nuestra mansión” (Juan 14,23).

Sabes lo que significa esa presencia: algo totalmente distinto de la del Creador en su criatura. Por ella contraes una amistad divina que te introduce en la intimidad de la Trinidad. Huésped de tu alma.
El Ermitaño ve en esa inhabitación de Dios la razón específica personal de su retirada al desierto. Viene a vivir, con exclusión de toda otra ocupación, esa sublime verdad.
Desde ese ángulo sobre todo, su vocación es escatológica: comienza en la tierra en las sombras de la fe y la luz del amor lo que hará en la eternidad, donde sólo habrá un templo: Dios mismo.

¿ Acaso no está más él en Dios que Dios en él por su accesión gratuita al misterio tan secreto de las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo? El hombre es contemplativo por destinación y por estructura: “La vida eterna está en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Juan 17,3), mas con un conocimiento que participa del de Dios mismo, viéndole cara a cara en el fervor del amor beatífico.
Conocerle es el objeto supremo de nuestra inteligencia. Amarle es el todo de nuestra voluntad, ávida de bien.

Nuestra condición terrestre interpone entre Dios y nosotros toda una gama de verdades parciales y de bienes fragmentarios que deberían ayudarnos a remontar el vuelo hasta su fuente, pero que con harta frecuencia nos apartan de ella en razón de la sobreestima que les damos.
¿No es extraño que el hombre, organizado para alcanzar su pleno desarrollo en la contemplación, que le dilata a la medida de Dios, prefiera la acción, que le repliega sobre sí mismo en su voluntad de vencer?

Es más fácil actuar que hacer oración. En ésta la iniciativa pertenece a Dios, en aquélla a nosotros, y no nos gusta enajenar nuestra libertad aunque sea en provecho del Señor. Para la fe es una especie de enigma que la mayoría tengan aversión a la contemplación, que viene a ser para ellos como el lujo de los cristianos ociosos.

El Ermitaño lo ha dejado todo para afincarse en esa “Presencia”. Cerradas todas las avenidas del lado de la tierra, se siente con ánimos de ser “conciudadano de los santos” (Efesios 2,19). Su cualidad de cristiano y la vocación formal que le llama a la soledad fundamentan su pretensión. Si comprende bien el sentido de su vocación, entonces todo él, cuerpo y alma, es un templo.

La disciplina de sus sentidos y la “esclavitud de su carne” cobrarán un significado más profundo: no serán tan solo un esfuerzo laborioso por mantener el señorío. El cuerpo, por su parte, es una piedra escogida que hay que labrar y pulir para la iglesia que se construye (Dedicación).

Lejos de execrarlo, el Ermitaño lo rodea de respeto con miras al papel que le asigna la Liturgia. Esta tiene para con el cuerpo un ritual minucioso que regula y ennoblece las actitudes y funciones de cada miembro en la participación que le brinda en la oración y el sacrificio.Le viene su dignidad sobre todo del alma que lo anima, y que en gracia a su unión sustancial se lo asocia en el honor de ser morada del Altísimo.

Esta teología del cuerpo rectamente entendida no autoriza ya más respecto del mismo el trato sórdido que le infligían los ermitaños primitivos. El Bautismo lo ha lavado en la lustración purificadora; el sacerdote lo ha signado con la Cruz, ungido con el Santo Crisma; la Comunión eucarística lo transforma en copón viviente. Después de la muerte, la Iglesia lo inciensa y lo lleva en triunfo. ¿No era el templo del Espíritu Santo?

Esmérate por que él también venga a ser lo que es. Gracias a él y al funcionamiento satisfactorio de sus órganos es como tu alma podrá gozar conscientemente de la presencia de Dios en ella. Guárdate de que una severidad indiscreta te incapacite para sostener un coloquio prolongado con el Huésped interior.

Si María hubiera padecido jaqueca, la entrevista de Betania perdiera de su colorido. No puedes, sin alegrarte, pensar en lo que pasa en el fondo de ti mismo… En el instante en que tomas alimento, recreo o sueño, el Padre, en tu alma, engendra a su divino Hijo. Su Palabra es de una actualidad incesante: “Yo, hoy, te he engendrado” (Salmo 2,7).

Trata de percibir con la fe algo de esos intercambios de amor y alabanza entre las divinas Personas, que son la vida de la Trinidad, su gloria que irradia en tu alma. El Gloria Patri… que jalona tu salmodia es sólo un eco, si bien el más fiel, de la alabanza que se tributan mutuamente “los TRES”.

Extraído de «El Eremitorio» de Dom Esteben Chevevière

Links de hoy:

Monasterio Nstra. Señora de La Paz

Monasterio Sancti Spiritus

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3 Comments on “El templo interior

  1. DIOS les bendiga!Hermanos,quería saber como imprimyr para tener siempre conmigo:»El templo interior».En cual parte se encuentra?Mucha paz!Lari.

  2. Hola, soy deArgentina y estoy experimentando la maravillosa experiencia de la contemplación. De la Escucha y del silencio. Fui religiosa por muchos años pero hoy descubro ésta dimensión. Y, es El, no más, quien me conduce. Adhiero totalmente, a la experiencia de contemplación y estoy muy felíz. Gracias y bendiciones.

  3. «No busques a Dios ni en un lugar ni en el espacio. Cierra los ojos del cuerpo, ata tu Imaginación y baja dentro de ti mismo». Esto es precisamente lo que yo hago, tal y como me enseñó, el verano pasado, un fraile trapense. Fue precisamente él quien me dijo, entre otras muchas cosas, que era contemplativa y que ello no implicaba ni hacerse eremita ni ingresar en ningún convento. Para mí la oración carece de palabras; al contrario, me estorban y me impiden disfrutar de esa unión con Cristo. Al comenzar, simplemente digo: «Jesús yo tengo sed de ti y Tú tienes sed de mí». A partir de ahí, salvo rarísimas excepciones, todo sobra.

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