La paz del corazón
Cuando le preguntaron a la “Pequeña Santa”, como comprendía aquél consejo que ella daba tan a menudo, cuando decía que delante de Dios había que ser como un niño, ella respondió: “Ser pequeño es reconocer la propia nada, esperarlo todo de Dios, como un niño pequeño lo espera todo de su padre; es no inquietarse por nada, no acumular bienes. (…) Ser pequeño, es también no atribuirse a sí mismo las virtudes practicadas (…) si no reconocer que el buen Dios pone este tesoro en las manos de su pequeñín para que lo use siempre que tenga necesidad; pero siempre es un tesoro del buen Dios. En fin, es no desanimarse por las propias faltas, ya que los niños caen a menudo, pero son muy pequeños para hacerse mucho deño”. (Thérèse de Lisieux, Oeuvres complètes, Ed. du Cerf, 1992, Desclée de Brouwer, p. 1082-1083).
RECONOCER LA PROPIA NADA
Ser pequeño es reconocer la propia nada, esperarlo todo de Dios.
A medida que nos acercamos a Él, Dios nos somete a la difícil prueba de la profundización de nuestra debilidad y nuestra incapacidad.
A esta prueba pueden ser sometidas, no sólo nuestras fuerzas físicas, sino también nuestro intelecto y nuestra vida interior.
Dios nos debilita porque sólo nuestra debilidad puede convertirse verdaderamente en nuestra fuerza. Se trata de una debilidad que nos permite conocer la verdad sobre nosotros mismos, que nos anima a extender las manos hacia Dios, que invoca la omnipotencia de Dios, que invoca sobre todo la grandeza de su misericordia.
El reconocimiento de nuestra nada ha de penetrar gradualmente toda nuestra persona hasta llegar a las capas más profundas de nuestro ser. Éste es un factor muy importante e inseparable en nuestro camino a la santidad.
Santa Teresa no quiso nunca ser grande. Ella pensaba que es difícil para aquél que es grande a los ojos del mundo, ser auténticamente incapaz de confiar en sí mismo, débil y pequeño. Pues sólo a partir del momento en que descubrimos nuestra nada, somos capaces de conocer y experimentar la profundidad de la verdad contenida en las palabras de Cristo: “Sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
El reflejo más fiel de la infancia espiritual es un recién nacido. El camino de la santidad consiste, en gran parte, en volver al punto de partida, que es el estado del alma justo después del Bautismo (cf. Jn 3,5). Es necesario que volvamos a ser vulnerable y desvalidos como un niño pequeño, el cual, en su impotencia, cuenta para todo con su madre y su padre, en quien confía totalmente y a quien ama.
Dios se enamora de aquél que es débil, que es poca cosa, miserable y despreciado: “…Sino que aquello que hay de necio para el mundo es lo que Dios ha escogido para confundir a los sabios. Aquello que hay de débil para el mundo es lo que Dios ha escogido para confundir lo que es fuerte. Aquello que para el mundo no tiene nobleza de familia y de lo que nadie hace caso, es lo que Dios ha escogido, aquello que no es, para desposeer aquello que es, a fin de que ninguna criatura humana se gloríe delante de Dios.” (1Co 27-29).
San Lucas escribe: “En aquella misma hora, se entusiasmo en el Espíritu Santo y dijo: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la Tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los sencillos. Sí, Padre, porque así te ha complacido.” (Lc 10, 21).
Dios llena de tesoros los corazones de los hombres sencillos. A ellos, les revela los misterios del su Corazón, escondidos “a los sabios y entendidos”.
Dios se complace en la pobreza espiritual. Ha puesto su complacencia en la simplicidad. La una y la otra, en efecto, te permiten presentarle ante él en la verdad. Sólo Dios es la fuente de toda sabiduría verdadera y auténtica. San Pablo pregunta: “qué tienes que no hayas recibido? Y, si lo has recibido, por qué te glorias, como si no lo hubieras recibido?” (1Co 4,7).
Los sabios y entendidos”, en el sentido con el que Jesús emplea estas palabras, piensan que valen algo por ellos mismos, que son importantes, que sus conocimientos los hacen mejores que los demás. Sin embargo, Aquél que “da gracia a los humildes” (Pr 3,34), resiste a los orgullosos (cf. Jn 4,6).
“Felices los pobre en el espíritu” (Mt 5,3):
Reconocer, aceptar y amar la propia debilidad no quiere decir consentir el pecado o excusarlo. Más bien significa un saberse puesto ante la verdad, despojado de toda ilusión. Esto es algo indispensable, ya que sólo cuando reconoces tu propia miseria, comienzas a invocar de verdad el poder y la misericordia de Dios.
Y es tan necesario que esta llamada que haces hacia Dios resuene sin tregua.
Cuando experimentes la debilidad y tu impotencia, cuando las tentaciones, las pruebas o las derrotas te aplasten, acuérdate de aquella confesión extraordinaria de San Pablo. “…porque cuando me siento débil, entonces soy fuerte” (2Co 12,10).
Extracto del Folleto N.1 del Movimiento de las Familias de Nazaret. “Si no cambiáis y no os hacéis como niños…” (Mt 18, 3). [Nihil Obstat Gerona 20/10/1995 Ex. Ms. Andreu Soler, ob.] Pág. 17-21
¡Muy lindo, hermanos!
A través de la entrega de su vida por amor, el pequeño o pequeña, confiados..anawin… contemplativa/o, se convierte en el amor que impulsa el corazón de la Iglesia, ofreciéndole el dinamismo que necesita para llevar a cabo su misión. Pero, a la vez, las gracias que Dios le regala las recibe por medio de la misma Iglesia; de modo que en ella es donde encuentra los medios para poder vivir a fondo su vocación y llevar a cabo eficazmente su misión. Recordemos que ésta fue la genial intuición que descubrió a santa Teresa del Niño Jesús su vocación que abarcaba todas las vocaciones: «En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor».