El fuego siempre encendido

Uno, a veces, encuentra una frecuencia espiritual muy adecuada. Las cosas encajan, hay comprensión y claridad y aún en lo desfavorable, nos sentimos con fuerzas y confianza en Dios; hay entusiasmo por la vida interior y el cultivo espiritual y de pronto… perdemos la sintonía. ¡Es tan grande el contraste! Aquello tan familiar unas horas antes parece ahora muy lejano. ¿Cómo evitar esto? ¿Es una pretensión legítima querer vivir en esa bienaventuranza? ¿Cómo sostener la alegría confiada?

El cuerpo, como todo en la naturaleza, tiene sus ciclos y ritmos, sus altos y sus bajos. Los humores que circulan por la sangre y los estímulos cambiantes del ambiente provocan variaciones inevitables. Pero eso no es lo que nos preocupa, sino permanecer en una frecuencia de fondo donde reine la paz y la serena alegría, esos atributos tan valiosos que son el fruto de la confianza.

Vivir en el contento de los hijos de Dios, no solo es una aspiración legítima sino parte de la vocación primera. Estamos llamados a eso. La resurrección no es solo algo ocurrido en el pasado o una esperanza en el futuro; es parte de este mismo ahora. Cuando vivimos desde el espíritu que somos, la redención se actualiza, el paraíso se hace presente. Y esto no es solo para unos pocos muy especiales, puede ser patrimonio de todos.

Pero vayamos por partes; para mantener una cierta frecuencia de claridad, que nos permita actuar desde la paz del corazón es necesario estar atentos, y sin caer en el escrúpulo, permanecer vigilantes. Si hace mucho frío afuera y quieres mantener la casa caliente, debes tener el fuego siempre encendido y no abrir las ventanas a cada rato. Con la ermita interior es igual.

El fuego se apaga a menos que lo alimentemos. Esto implica oración frecuente y lecturas acordes a lo que buscamos. Las conversaciones y las actividades no deben contradecir lo que pretendemos. Es decir, los contenidos mentales que ingerimos ayudan o dificultan nuestro permanecer en la presencia. Demasiadas actividades e intereses equivalen a dejar entrar el frío en la casa. Perdemos el ambiente de recogimiento interior.

Si somos coherentes en nuestra acción cotidiana es más fácil mantenernos enteros. No borrar con el codo lo escrito con la mano es fundamental. Por eso la regla de la moderación es tan necesaria. Si apabullo a mi cuerpo con exceso de comidas por ejemplo, no hay forma de que encuentre luego la devoción en la oración. Lo mismo con los estímulos, con la navegación en internet y con todo. Una vida apacible y en paz con todos es un requisito para la oración pura.

Ahí tenemos el campo de labranza. No es cosa de un día, hay que trabajar la tierra con paciencia. Pero lo más importante es reiniciar cada jornada la tarea. ¿Cuál tarea? La de simplificar, la de vaciar, la de silenciar el mundo interno. La verdadera labor es centrarnos en lo único necesario. Esto facilita que la gracia deificante actúe en nosotros y que Cristo no sea un concepto sino una presencia viva en el corazón.*

elsantonombre.org

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