La paz del corazón
Texto anexo al retiro «Consagrados a la Presencia»
“Fui subiendo gradualmente de los cuerpos al alma, que siente por el cuerpo; y de aquí al sentido íntimo, al que comunican o anuncian los sentidos del cuerpo las cosas exteriores, y hasta el cual pueden llegar las bestias. De aquí pasé nuevamente a la potencia raciocinante, a la que pertenece juzgar de los datos de los sentidos corporales, la cual, a su vez, juzgándose así misma mudable, se remontó a la misma inteligencia, y apartó el pensamiento de la costumbre, y se sustrajo a la multitud de fantasmas contradictorios para ver de qué luz estaba inundada, cuando sin ninguna duda clamaba que lo inconmutable debía ser preferido a lo mudable; y de donde conocía yo lo inconmutable, ya que si no lo conociera de algún modo, de ninguno lo antepondría a lo mudable con tanta certeza. Y, finalmente, llegué a lo que es en un golpe de vista trepidante. Entonces fue cuando `vi tus cosas invisibles por la inteligencia de las cosas creadas´” (Conf., VII, 123).
Agustín asume que para dar el último paso y penetrar en la séptima morada se necesita el auxilio de Dios mismo. Solo así es posible ver esa luz distinta a todas las demás que el ojo o la mente puedan ver;
“Amonestado a volver a mí mismo entré en mi interior guiado por ti; y púdelo hacer porque tú te hiciste mi ayuda. Entré y vi con el ojo de mi alma, como quiera que él fuese, sobre el mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, una luz inconmutable, no ésta vulgar y visible a toda carne, ni otra de parecido género, aunque más grande, como si ésta brillase más y más claramente y lo llenase todo con su grandeza. No era esto aquella luz, sino cosa distinta, muy distinta de todas éstas… Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza ” (Conf., VII,10, 16).
Extraído de «San Agustín y el método de la atención a sí mismo» en el libro «Historia de los métodos de meditación no-dual» de Javier Alvarado (de páginas 370-371)