La paz del corazón
Lo más importante para nosotros es la oración. Integrar en nuestra vida el hábito de la oración continua es el primer impulso que nos anima a participar de la Fraternidad. Queremos vivir en oración, porque ello nos permite percibir la presencia de Dios en lo cotidiano, en cualquier lugar y circunstancia.
La oración puede empezar de forma tibia, casi imperceptible, pero va aumentando su fervor al hacerse frecuente. Se hace con los labios o con la mente, quietos o en movimiento, en soledad o en compañía porque lo importante es prestarle atención. Una cálida intención del espíritu que anhela a Dios. Cuando la oración es muy habitual la mente deja de resistirse y llega a buscarla cuando se ausenta.
Dependiendo de la gracia, de las circunstancias de cada uno y de la dedicación que pongamos en nuestra práctica personal, en algún momento empieza a descender al corazón. Este bajar se siente como oración encarnada, se hace implícita a todos los momentos y nos cambia el modo de ser y estar, lo cual transforma enteramente la conducta.
Una calma nueva se aposenta en el ánimo y quedamos menos expuestos a los vaivenes mentales y corporales; sentimos lo que ocurre tal vez más que antes, pero no nos saca del centro, de esa ermita o templo interior donde hemos encontrado la paz del corazón. Descubrimos en nosotros una gran capacidad para actuar libres de preocupación. Nos damos cuenta realmente y no como expresión retórica de que estamos en las manos de Dios.
La oración de Jesús u oración del Santo nombre es nuestra forma principal de oración, aunque admite variantes, pues, lo que conviene a cada cual, depende de la situación espiritual que se atraviesa y hasta del temperamento personal. Es muy importante que la forma de oración adoptada nos resulte entrañable, pues se hace más fácil así poner la atención en ella con comprensión y sentimiento. Unir estos dos aspectos es fundamental, ya que una división en este sentido suele apartar a las personas de la oración.
Con el paso del tiempo la oración se va simplificando, se hace mirada y luego presencia en el instante. Esto se vive como una especie de “gran silencio” aún en medio del ruido. Allí nos damos cuenta de los sentidos espirituales y de su apertura progresiva y respetuosa. Nos transformamos en oración viviente. Todas las manifestaciones de nuestro ser humanos se vuelven orantes. Nos invaden con frecuencia sensaciones de comunión con todo lo creado y la forma de sentir el cuerpo y de interactuar con la mente y el mundo se viven de forma novedosa.
La oración incesante, o muy frecuente, se nos hace familiar y su ausencia es llamativa de tal modo que esto mismo nos devuelve a ella sin dificultad. Aquí es cuando se siente que “la vida ha valido la pena”, o que “la vida tiene sentido profundo”, ya que Dios ha dejado de ser un concepto para convertirse en compañía presencial, en alguien rotundamente cercano y vivo. Su existencia ha dejado de ser creencia, y atravesando los límites de la fe, se ha hecho experiencia.
Gracias a la oración perseverante y a la gracia que viene con ella cualquier actividad puede transformarse en liturgia personal; la jornada se nos hace ceremonia para el encuentro con los acontecimientos en el momento presente, a los que reconocemos como embajadores de la voluntad divina. Actuar de forma coherente con esta comprensión nos llena de significado. Nos sumamos gozosos a la acción del Espíritu Santo que va restableciendo nuestra condición original.
Es así como llegamos a reconocer nuestra vocación particular en el momento actual y ponemos los talentos que hemos recibido al servicio de esa llamada. En nuestra fraternidad, nos reconocemos en la diversidad. De diferentes latitudes y con distintas problemáticas nos sentimos llamados a orar sin cesar (1 Tes 5, 17) hasta encontrar al Amado y poder decir junto al salmista: “Nuestra fuerza está en el nombre de nuestro Dios”. (Salmo 20,8)
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