Meditación XXXIX

Somos la Iglesia de la Trinidad, todo ha sido consagrado por el Misterio insondable del Amor Eterno.

Dios mismo ha querido que su creatura el hombre participara de su realeza divina. ¡Dios nos ha dado su misterio!

Los monjes, las monjas, somos hombres de carne y hueso, cristianos que, llamados por el Señor, se han hecho palabra y silencio, se han escondido sin otro afán que orar, sacrificarse, mantener las llamas de la fe de la esperanza y de la caridad encendidas en los corazones.

Quizá no se nos vea en el diario caminar de nuestras calles, de nuestras plazas; callamos para que los misioneros hablen, nos hacemos centinelas para hacer descansar los cuerpos de quienes denodadamente trabajan por el Evangelio en lugares peligrosos.

El monje, la monja, es humano, muy humano, por eso mismo sabe que ha de estar vigilante y ayudar a otros a que se mantengan firmes. Por su humanidad real, se centra en la verdad que le fascina: Cristo, y vive de la Palabra Divina como su verdadera casa.

El monje, la monja, es hospitalario porque se hace casa, acogida, es hogar, al estilo del Misterio que le envuelve y rodea y al vivir trinitariamente, recuerda al mundo, a los hombres y mujeres del hoy que hay que ser fraternos, humanos, solidarios, «ecumene».

La Trinidad no es una elucubración o idea teológica escolástica, sino el Amor inmenso del Dios Padre, del Dios Hijo y del Dios Espíritu, que todo lo llena de vida. Es una experiencia profunda de que no estamos solos ni podemos morir solos, es recordar que el hombre es parte de lo esencial y definitivo: Dios.

   Monje de Jesús Redentor

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