La paz del corazón
Caminos de mística y contemplación
Permítanme que empiece esta exposición con la oración con que Thomas Merton clausuró el “Primer Encuentro Espiritual” de monjes de Oriente y Occidente en Calcuta en 1968:
Voy a pedirles a todos que permanezcan de pie y que se den la mano por un momento. Pero primero démonos cuenta de que estamos tratando de crear un nuevo lenguaje de oración, y este nuevo lenguaje ha de brotar de algo que trascienda todas nuestras tradiciones y surja al exterior a través de la mediación del amor. Ha llegado el momento de separarnos, conscientes del amor que nos une, a pesar de las divergencias reales y de las fricciones emocionales… Las cosas que están en la superficie son nada, lo que está en lo profundo es lo real. Somos criaturas del amor.
Vamos, por tanto, a unir nuestras manos, como hicimos antes, y yo trataré de decir algo que surja de lo más profundo de nuestros corazones. Les pido que traten de concentrarse en el amor que hay en ustedes, y que está en todos nosotros. No sé exactamente lo que voy a decir. Voy a guardar silencio durante un momento y luego diré algo…
¡Oh Dios! Somos uno contigo. Tú nos has hecho uno contigo. Tú nos has enseñado que si permanecemos abiertos unos a otros tú moras en nosotros. Ayúdanos a mantener esta apertura y a luchar por ella con todo nuestro corazón. Ayúdanos a comprender que no puede haber entendimiento mutuo si hay rechazo. ¡Oh Dios! Acep tándonos unos a otros de todo corazón, plenamente, totalmente, te aceptamos a ti y te damos gracias, te adoramos y te amamos con todo nuestro ser, porque nuestro ser es tu ser, nuestro espíritu está enraizado en tu espíritu. Llénanos, pues, de amor, y únenos en el amor conforme seguimos nuestros propios caminos, unidos en este único Espíritu que te hace presente en el mundo, y que te hace testigo de la suprema realidad que es el amor. El amor ha vencido. El amor es victorioso. Amén.[1]
El haber podido hablar al final de haberlo hecho los demás ponentes me ha permitido enriquecerme con todo lo dicho hasta ahora, y, además, agradecer las hermosas ideas que han sido expuestas. He querido leer esta oración de Thomas Merton porque responde a mis sentimientos en este mismo momento.
Precisamente hace muy poco ha salido un excelente libro[2] que ilustra muy bien cómo se han enriquecido mutuamente las tradiciones monásticas a lo largo de los siglos, y cómo todas ellas, en sus orígenes, apuntan a los mismos objetivos y cómo llaman de forma distinta a las mismas experiencias interiores, cómo distinguen y señalan pasos muy semejantes en la vida y progreso espiritual. Sobre este tema hablaremos más adelante.
Introducción.
El título de esta conferencia, y el hecho de que sea pronunciada en este Congreso, y en el lugar que fue el ámbito privilegiado de contemplación de una comunidad monástica Cisterciense (y que durante cuatro siglos ha sido el lugar de ocio ocupado en la contemplación y reposo mortuorio de una gran mística abulense –María Vela (1561-1617)-, se debe, fundamentalmente, a que los monasterios han sido en el pasado, lo son hoy y lo serán en el futuro, lo creo firmemente, caminos de contemplación, talleres de mística y espacios de libertad espiritual que han dejado y dejarán en la literatura espiritual, la historia del arte, la hagiografía y la sociología páginas de gran importancia.
Pero lo que caracteriza a los monasterios no son sólo éstos en sí mismos, fábricas arquitectónicas impresionantes –algunos de ellos, otros de la más recatada modestia- o el que hayan sido renombrados por las grandes actividades, materiales o espirituales, desarrolladas en ellos y que los hecho famosos; los monasterios son también notables en virtud de las personas que han habitado en ellos, o los habitan. Y aunque haya o haya habido cientos de monasterios que no han merecido ni merecen, de momento, ni siquiera unas líneas en la historia de la espiritualidad y de la mística, todos ellos han tenido y tienen su razón de ser, y estar, y ha habido y hay en ellos muchas personas empeñadas en la noble tarea de la mística y de la contemplación.
Muchas obras de la mística cristiana han sido elaboradas en monasterios, y recogen la experiencia espiritual de hombres y mujeres empeñados no sólo en vivir sino también en manifestar su itinerario espiritual.
Por todo esto creo que está justificada una ponencia en este Congreso que ofrezca un testimonio como el que trato de ofrecerles.
No bastará con reflejar la influencia de la historia y la simbología de la vida monástica cristiana en la historia de la mística. Habrá que dar un paso más y ver si en el siglo XXI aún esa historia y simbología siguen siendo válidas y viables.
“Ayer ‘el público’ solía ver en un monasterio una academia de eruditos, o una granja modelo. La definición humorística de Dom Butler resumía bastante bien estos aspectos: ‘Un club de terratenientes, cultos, solteros y piadosos…’ Hoy, determinado público ve más bien en el monasterio un conservatorio litúrgico, donde se puede nostálgicamente volver a vivir los años pasados ‘a la búsqueda del tiempo perdido’… Otros desearían que los monasterios fueran centros de convivencias espirituales, hogares ampliamente abiertos material y espiritualmente. Pero para saber lo que son los monjes y lo que es un monasterio es preferible interrogar a la tradición monástica”[3], semilla potente hace veinte siglos y árbol frondoso a lo largo de los tiempos plagado de flores y frutos… y hojas que caen, también es cierto.
No se tratará en estas líneas de elaborar o describir una historia del monacato ni de la evolución espiritual del mismo. Forzosamente hemos de reducirnos a unos temas estelares y más significativos dentro de la rica y vastísima tradición espiritual.
Además, el mundo monástico es tremendamente prolífico en su propia crítica interna y en su propio análisis cualitativo con relación a su capacidad de adaptar a los tiempos su ideal contemplativo y místico[4], su permanente confrontación con la cultura envolvente[5] y los desafíos de la sociedad contemporánea[6].
Se encontrarán al final de estas líneas unos apéndices bibliográficos que tratan de reforzar las ideas aquí expuestas y eventualmente servir de guía de información y estudio a los más interesados en este tema que nos ocupa. No sé si serán publicados en las Actas de este Congreso, pues comprendo que son largos.
1. El monacato primitivo y sus ideas, personas y ambientes. Su expansión.
“El monacato cristiano, desde sus mismos principios, aparece como un fenómeno extremadamente complejo, y se cometería una simplificación lamentable si se atribuyeran sus orígenes a una sola causa… no sabemos quién fue el primer monje…”.[7]
Lo que sí sabemos es que san Atanasio nos presenta la vocación monástica de Antonio como la vocación monástica típica.[8] Sin duda alguna comienza aquí la tradición monástica escrita y oral de la vida monástica cristiana de Occidente. Esta tradición literaria y espiritual estará ya teñida, desde sus mismos orígenes, de profunda ingenuidad en sus relatos, de simbología bíblica y de pedagogía mística, como sucede en todas las tradiciones espirituales del antiguo Oriente.
El siglo III de Occidente fue un período de la historia del imperio extremadamente atormentado y violento, lleno de calamidades y sufrimientos, crímenes impunes y corrupción moral. Una burocracia sin entrañas tiranizaba a los ciudadanos y cerraba el paso a todo progreso político. Un empobrecimiento general y progresivo ponía obstáculos insuperables al espíritu de empresa. Las ciencias estaban estancadas. En suma, Occidente parecía afectado de una irremediable decadencia. Ninguna esperanza terrestre iluminaba la vida. ¿Qué refugio quedaba al hombre sino el de la religión, la esperanza de un mundo futuro en que todas las injusticias del presente serían reparadas?
Hoy quizá, y en otras épocas de la historia igual, podríamos afirmar cosas semejantes.
a) El monje y su soledad.
El primer gran tema espiritual –que responde a un hecho real- en el monacato primitivo es el la “huida al desierto” (o la “fuga mundi” de la tradición latina y medieval). Y ese gesto cobra una importancia capital en la búsqueda espiritual y mística de los monjes. A lo largo de las edades y los tiempos se ha visto y vivido en formas diferentes, pero siempre con el denominador común de que en esa decisión de “partir al desierto” se encuentra en germen todo el contenido de la aventura espiritual. En el primer apéndice de este trabajo podemos ver el sentido de lo que significa “ir al desierto” en el monacato cristiano[9] (Ver Apéndice I, a).
Con la Vita Antonii san Atanasio establece los principios de una “espiritualidad monástica” que se irá desarrollando poco a poco, pero que contiene, en germen, una serie de temas que se harán clásicos en el monacato: la llamada a la renuncia por el Evangelio, la espiritualidad del desierto[10], la tentación y el combate espiritual[11], y, finalmente, la influencia carismática del monacato en el pueblo de Dios.[12]
Antonio, como otros muchos monjes que le siguieron, llega tras su largo caminar a la montaña interior[13], a la soledad sin contornos. Y siente la paz y la satisfacción de haber encontrado un lugar, su lugar en el mundo (vocación). Vive en una soledad acogedora, saturada de frescor, reconciliado con Dios, consigo mismo y con el mundo. Su alma está serena, goza de la libertad que fluye de la pureza del corazón[14], y vive según la naturaleza.
Este es el ideal del monacato cristiano, ayer, hoy, y lo será, sin duda, mañana. Aunque siempre bajo diferentes formas y sometido a las correspondientes influencias culturales.
b) El mundo mágico y místico del “desierto”.
Hablar de monjes en el desierto es rememorar la “historia lausiaca”, detenerse embobado con los “dichos de los Padres del desierto”, y huir apresuradamente de los mil demonios pobladores de las “soledades pobladas de aullidos…”
Además de su legado de instituciones y ejemplos de santidad, el monacato egipcio dejó a la posteridad una rica bibliografía de la vida espiritual. En primer lugar tenemos 1os consejos de los famosos anacoretas, los “dichos de los padres” conservados en tres colecciones diferentes. En general son sentencias breves y piadosas, muchas de las cuales se han convertido en frases hechas de la vida ascética y mística cristiana universal. Luego tenemos la Historia Lausiaca,[15], relato de la visita a Nitria y otros monasterios realizada en el año 400 por el griego Paladio (ca.363-ca.431). Final mente encontramos las Instituciones y Conferencias[16]de Juan Casiano, escritas en 415-429. Casiano, natural de Escitia y discípulo de Juan Crisóstomo de Constantinopla y del papa León el Grande de Roma, vivió durante quince años con los anacoretas y presentó su doctrina en una serie de capítulos a los monjes de Lerins, en Provenza. Los eruditos siguen estando en desacuerdo en cuanto a la fidelidad con que Casiano registra, durante veinte años, las largas disquisiciones a las que vincula nombres de célebres “abades” y monjes. No solamente están escritas en un estilo elocuente, sino que algunas contienen doc trinas y frases de Evagrio de Ponto (345-399), y una de ellas es claramente una controversia contra la enseñanza de San Agustín sobre la necesidad de la gracia inicial antes de la buena acción. A pesar de todo, probablemente son la cristalización de la mayor parte de cuanto Casiano escuchó en Egipto y Siria, y en todo caso se convirtieron en un clásico sin rival en el monacato occidental. La Regla de San Benito está llena de citas de las Conferencias, las cuales eran leídas todas las noches antes de completas en los mo nasterios medievales. También fueron un vade mecum de santos tan diferentes como Tomás de Aquino y Teresa de Avila.
Los dichos de los padres[17] suelen ser breves párrafos que recuerdan una frase o una anécdota. Algunos se refieren a proezas ascéticas o espirituales de aquellos pioneros de la vida monástica. No tenemos tiempo ni espacio para citar algunas puramente deliciosas, y ante las cuales nos damos cuenta de que estamos ante auténticas fuentes de sabiduría espiritual (Ver apéndice I, b).
Quizá no se arriesgado decir que aquí se pueden enumerar las cuatro categorías fundamentales de la contemplación y la mística del desierto: ensimismamiento, desprendimiento, discreción, iluminación. Con Evagrio aparece la contemplación intelectual.
Quedaría otro tema capital que no debe olvidarse, paraíso y vida angélica, o el sentido escatológico de la vocación cristiana y de la vocación monástica.[18]
c) La expansión a Occidente.
De los remotos orígenes del monacato cristiano tenemos una pintura estilizada que se va transmitiendo de generación en generación. Los primeros ermitaños se retiraron al desierto de Egipto (presionados por las persecuciones de Decio); luego, poco a poco se reunieron en colonias; un monje llamado Pacomio[19], gran organizador, agrupó estas colonias en Cenobios. San Basilio reformó el cenobitismo pacomiano; entre tanto, el monacato copto se había propagado a través de todo el mundo cristiano. Pero todo esto, que parece tan sencillo, es también extremadamente complejo[20].
Aquí es donde ya habríamos de hacer un largo recorrido histórico: partir del monacato egipcio en su doble vertiente anacorética y cenobítica, ir al monacato siríaco y conocer a “los hijos e hijas de la alianza”, y recorrer con ojos atónitos Palestina, Sinaí, Persia, Armenia y Georgia. El movimiento monástico de Asia Menor y Constantinopla, hasta llegar al desembarco de los monjes en Roma, las Galias y la Península Ibérica, las Islas Británicas…[21]
Ciertamente, en algo más de un siglo Egipto y los países ribereños del Mediterráneo oriental dieron a la Iglesia la vida monástica en sus rasgos esenciales y en todas sus diversas formas desde la vida solitaria y ascética, hasta la laboriosa y moderada institución de Pacomio, y las obras caritativas de Basilio. Durante este breve período de tiempo se construyó el armazón interior de la vida monástica, el esquema detallado de las plegarias públicas, la guía práctica y ascética de cualquier “orden” posterior, y en los “dichos” (apotegmas) de los padres y los escritos de Evagrio y Casiano quedaban trazadas las líneas fundamentales de una teología mística que iba a convertirse en tradicional.
Aquellos cuyo conocimiento del monacato se limita principalmente a la vida religiosa de la Alta Edad Media difícilmente evitan la impresión de que la primitiva vida monástica fue algo rudo, creado entre poblaciones primitivas y de visión simple y toscas maneras. En cambio, el conocimiento de los orígenes monásticos nos enseña que de hecho esa vida implicaba la sociedad civilizada y complicada del bajo imperio, cuyas cabezas y legisladores provenían de las clases diri gentes y de los teólogos. Un eminente historiador del siglo IV, Henri Marrou, recientemente ha señalado que de los aproximadamente doce «Padres» griegos y latinos más sobresalientes, todos, menos Ambrosio, fueron monjes. Este hecho solo demuestra que el mo nacato, así como en su sentido verdadero es una huida del mundo, en su radiación es también profundamente cristiano y católico.
El monacato se extendió, pues, por toda la mitad oriental del Imperio romano durante el último siglo de su unidad. Ningún apóstol le llevó a Italia y a Occidente, ni le introdujo ninguna colonización oriental ni ningún acto de los obispos o de las autoridades civiles. Se fue extendiendo poco a poco y esporádicamente, igual que una planta brota de semillas arrojadas al azar. El agente más eficaz en la captación de adeptos fue San Atanasio, que pasó las dos primeras quintas partes de su exilio en Occidente. En la primera de ellas estuvo en Tréveris (335-337),capital efectiva del imperio occidental, y en la segunda en Roma (339-346). Por todas partes adonde iba cantaba las alabanzas de los monjes egipcios y su Vida de Antonio fue un clásico cristiano en su época. El fermento iba introduciéndose poco a poco y en círculos diferentes: en Roma, donde Jerónimo, secretario del papa Dámaso y monje, dio a conocer la vida monástica y formó .un devoto grupo de damas principales que más tarde (385)formaron parte de la colonia monástica que se cons tituyó a su alrededor en Belén y Jerusalén; en Tréveris (con toda probabilidad) Atanasio mismo y en Milán, Ambrosio, el obispo, fun daron monasterios. Agustín, a quien debemos una preciosa descripción de esos comienzos, adoptó la forma de vida monástica para él y sus compañeros como si fuera el resultado natural de una seria conversión, y cuando fue obispo reunió a su clero alrededor de él en un grupo casi monástico. Estos. dos ejemplos anticipan las comu nidades posteriores de canónigos en las catedrales y otras iglesias, aunque no sean su origen directo. La llamada Regla de San Agustín, adaptación de finales del siglo y a las cartas del santo para guía de las monjas de su hermana, no fue seguida por ninguna comunidad en la Alta Edad Media.
La línea de difusión de la vida monástica se desplaza más rápida mente por la orilla septentrional del Mediterráneo hacía Lerins y Marsella (400-440). La primera de estas poblaciones es la patria de Juan Casiano, viniendo en este caso la inspiración directamente de Oriente. En la Galia en general, donde la civilización romana, medio cristianizada, se encaminaba hacia su ocaso en medio de los placeres y la literatura, la mayoría de los obispos y señores rurales veían con malos ojos a los monjes. Sin embargo, el futuro era suyo.
A finales del siglo IV, Martín, obispo de Tours (+397)[22], fundó un grupo de ermitaños primero en Ligugé, cerca de Poitiers, y después en las orillas del Loira, en Marmoutier. De ahí la vida monástica se extendió por la Galia central y occidental y de aquí paso, como las chispas de un incendio forestal y por un proceso inadvertido por los cronistas, a las regiones celtas de las Islas Británicas. Allí, en Cornualles y Gales, y aún más notablemente en Irlanda, se expandió rápidamente un monacato de tipo radicalmente eremítico, del año 540al 600 que se convirtió en el elemento dirigente no sólo de la Iglesia, sino de la sociedad. El ideal primitivo se sigue manteniendo, con todo, y vemos ahora cómo se expresa un monje celta.
Tengo una choza en el bosque,
nadie lo sabe salvo el Señor, mi Dios;
una pared es un fresno, la otra un avellano,
y un gran helecho hace de puerta.
Los batientes son de brezo,
y el dintel de madreselva;
y el bosque virgen de alrededor
da bellotas para cerdos bien alimentados.
Este es el tamaño de mi cabaña: la cosa más pequeña;
hogar entre senderos bien hollados;
una mujer (pero vestida de mirlo y parecida a él)
trina dulcemente desde su alero.[23]
Se trata aquí de un monje solitario, como tantos ha habido; empeñado, al parecer (pues no se olvida de los “senderos bien hollados…”), en la búsqueda espiritual por cuenta propia, sin el apoyo de otros y sin las seguridades de un monasterio. Es el ideal “holístico” de la vida monástica. Es la búsqueda, posiblemente, del “arquetipo monástico universal”.[24]
Pero junto al monje solitario en el bosque, también estaba el solitario en su celda monacal, preocupado por otros afanes, e inmerso en una búsqueda espiritual más compleja, embarcado con otros monjes y participando con ellos de actividades de tipo cultural, social y aspostólicas (que es lo que ha caracterizado a los monasterios de Occidente). Oigámoslo en este delicioso poema:
Yo y Pangur Bán, mi gato /
estamos juntos en nuestra tarea /
él se deleita cazando ratones /
y yo paso la noche cazando palabras.
Mucho mejor que las alabanzas de los hombres /
es el sentarse con un libro y una pluma. /
Pangur no tiene nada en contra mía /
y él también se aplica a su sencilla habilidad.
Alegra ver /
lo contentos que estamos con nuestras tareas /
y cómo sentados en casa /
encontramos ocupación para nuestra mente.
A veces un ratón se cruza /
en el camino del héroe Pangur; /
a veces mí agudo pensamiento /
pesca un sentido en su red.
Fija en la pared su mirada /
penetrante y fiera, aguda y astuta; /
Yo, contra la pared del conocimiento /
pruebo mi corta sabiduría.
Cuando un ratón sale disparado de su escondrijo /
¡qué contento se pone Pangur! /
¡Y qué satisfacción experimento yo /
cuando resuelvo las dudas que me apasionan!
Así nos aplicamos pacíficamente a nuestras tareas /
Pangur Bán, mi gato, y yo; /
En nuestras artes encontramos nuestra dicha, /
yo tengo la mía y él la suya.
La práctica diaria /
ha hecho a Pangur perfecto en su oficio; /
Yo adquiero sabiduría día y noche /
al convertir las tinieblas en luz.[25]
Aquí aparece otra de las características del monacato: la búsqueda intelectual de la sabiduría, y el monje “instalado” en un monasterio. Hasta llegar en nuestros tiempos al mismo monje que cotiza a la seguridad social y espera una pensión de jubilación del estado.
Una de las características del monacato celta fue su predilección por el exilio (peregrinatio)como forma de renunciación, mediante el cual los monjes se desplazaban a tierras extranjeras llevando a ellas la fe cristiana y la vida monástica. En Islandia, la isla occidental de Escocia, Bretaña, la Europa central basta Ratisbona y Viena por Oriente y por el Sur hasta Bobbio, en Lombardía, hubo estableci mientos de monjes irlandeses (Scotti)que llevaron consigo su cultura y su regla, plasmados en pinturas y manuscritos que se conservan en los museos y bibliotecas de Europa. Entre otros peregrinos sobre salen por su santidad e influencia Columba (521-597)fundador de Iona y apóstol de la Escocia occidental, y Columbano (540-615) que aban donó su tierra natal y después de varias etapas llegó a las montañas de los Vosgos, donde fundó Luxeuil (c. 590). Veinte años más tarde, una serie de aventuras le llevaron a través del Rhin y los Alpes y terminó sus días en Bobbio. Columbano dejó una regla más austera que las contemporáneas del monacato mediterráneo, con severos ayu nos y un feroz código penal; pero el núcleo de su monacato no era la regla sino el abad, y a través de la serie de monasterios fundados o influidos por él, la voluntad del abad, expresada de forma diferente según fuera éste, fue el principal origen de la vida monástica.
Mien tras tanto, y a veces por medios que pasan inadvertidos a los histo riadores, los monasterios de Lérins, Marmoutier y Luxeuil, extendían su enseñanza por toda Francia y por lo que ahora se conoce como 1os Países Bajos.
Al mismo tiempo las ermitas y pequeños monasteriós se multipli caban en Italia. No habla organización, cabeza dirigente ni regla influyente, y los monjes errantes eran una molestia frecuente[26]. La mayor parte de los monasterios mayores tenían probablemente copias de la traducción latina hecha por Jerónimo de la regla de Pacomio y la hecha por Rufinó de las «reglas» de Basilio, como también de las dos grandes obras de Casiano.
2. El monacato benedictino y cisterciense.
Benito de Nursia[27] (ca.480-ca.547), considerado unánimemente en la Edad Media y por todos los historiadores y monjes del mundo moderno como el patriarca y fundador de todos los institutos del monacato occidental, ocupó sencillamente el puesto de abad en uno de los muchos monasterios italianos de su época, aunque fue muy famoso por su santidad y capacidad de trabajo. No fundó ninguna orden ni marcó ningún hito en la Iglesia como lo hicieron Pacomio, Basilio o Columbano. Su fama y posición en la historia se deben solamente a su breve Regla, que incluso parece ser que está basada en otra del Maestro, anónimo, contemporáneo suyo.
La regla de San Benito no se hizo famosa rápidatamente. Nunca fue impuesta y se extendió gracias a la virtud de su excelencia. Pero aunque admitamos que las dos terceras partes del texto están tomadas de las Escrituras, de la Regla del Maestroy de otras fuentes, fue ella, y no ninguno de esos documentos de los que tomó el material, la que se fue imponiendo en todos los monasterios de la Europa occidental y la que hoy día siguen miles de monjes y monjas en todo el mundo. Su éxito se debe a tres características principales:
– Primera, es emi nentemente práctica. Así como la Regla del Maestro es prolija y des ordenada, la de San Benito es corta; y así como las demás reglas de la época tocan solamente algunos aspectos de la vida monástica, ésta es una útil guía para la actividad monástica de cualquier clase de monjes y de cualquier edad.
– Segundo, así como espiritualmente es inflexible, físicamente es moderada y tolerante, y subraya sobre todo la caridad y la armonía de la vida simple en común en vez de incitar a la rivalidad y a los logros individuales.
– Tercero, es la única de las reglas monásticas que contiene en pocos y apretados párrafos un tesoro de sabiduría espiritual y humana capaz de guiar al abad y a sus monjes a través de todas las vicisitudes de la vida espiritual. El monasterio benedictino no es ni una penitenciaría ni una escuela para ascéticos montaraces, sino una familia, un hogar formado por aquellos que buscan a Dios.
A partir de la expansión “benedictina” algo nuevo empieza en el monacato occidental, y de gran trascendencia, pues va a condicionar mucho la experiencia monástica y la expresión verbal de la misma y de toda la espiritualidad cristiana (ver Apéndice III), dando pie a formas de vida muy variada y a un vocabulario espiritual impresionante[28].
Los monasterios bien organizados, los monjes bien centrados en sus abadías, el interés humanístico y artístico, y el afán misionero de los monjes, proveyeron a la sociedad cristiana de los siglos VI a XI de cientos de hogares de cultura y culto que se iban expandiendo por toda Europa –como se ha visto- y los jerarcas y políticos de esos siglos supieron favorecer esa expansión, promover la fundación de abadías y utilizar los dones espirituales y culturales de los monjes y las monjas.
Los finales del siglo XI se van a encontrar con la necesidad de “renovar” ese monacato benedictino que empieza a chirriar bajo el peso de excesivas “obligaciones temporales”, y que ha dejado que el ideal monástico genuinamente benedictino se mezcle con múltiples actividades que lo distraen del soli Deo vacare, fin auténtico y exclusivo de la vida monástica.
A finales, pues, del XI y principios del XII, la vida monástica se convulsiona ante múltiples intentos de renovación, se buscan caminos nuevos para el ideal espiritual del desierto, y el monje se va convenciendo de que debe dejar en segundo plano actividades y obras que la nueva sociedad emergente en Europa le disputa y ya no le permite llevar: nacen las ciudades, se desarrolla el comercio, la universidades y las catedrales son más atractivas que los monasterios, los nobles y reyes ya no necesitan tanto de los monasterios y el ideal cristiano ya no necesita mirarse tanto en la “ciudad angélica” que trataban de ser los monasterios[29] y que, ciertamente, muchos de ellos ya no eran.
Los Cistercienses, aparecidos oficialmente en 1098, no inventan un monacato nuevo ni reforman el monacato benedictino, sencillamente, y según nuestra opinión, le purifican y le posibilitan la vuelta al espíritu de la Regla benedictina.
Los siglos XI y XII no son sólo los siglos de grandes intentos de renovación monástica, de crisis del monacato benedictino y enfrentamientos entre cistercienses y cluniacenses: por ambas partes se puede hablar de un gran desarrollo espiritual, de una enorme producción espiritual literaria y mística y de un renovado interés por los grandes temas de la vida espiritual[30] y casi todos los componentes de la vida monástica –liturgia. Arquitectura, etc.- son elevados a categorías místicas[31] y espirituales, de modo que el monasterio[32] y su scriptorium pasa a ser el lugar ideal de contemplación, de vida cristiana, modelo eclesial y humanización de la sociedad.[33] San Bernardo de Claraval, 1090-1153, es el gran paladín del monacato del siglo XII; pero él sólo está en el centro de una gran corriente de teólogos místicos dentro del monacato benedictino.[34]
A partir de finales del siglo XII, con la aparición de las Órdenes Mendicantes, los movimientos laicos en los beguinatos, las “santas mujeres”[35] (guiadas muchas veces por sus confesores y directores espirituales), comienzan a vislumbrarse nuevos horizontes para la vida mística y espiritual de la Iglesia, vida que poco a poco a poco se va apartando de los grandes esquemas espirituales y simbólicos trazados por el monacato.
El monacato comienza a conocer su decadencia a mediados del siglo XIII, y hasta la gran reforma de Trento las Órdenes monásticas se debaten en una búsqueda de identidad frente al mundo y las culturas dominantes. La vida monástica, en Europa, se diversifica mil modos y maneras, surgiendo en su seno variadas formas de organización de los monasterios (Congregaciones monásticas) y tratando los monjes de cimentar la vida espiritual en nuevos modos de formación (creación de colegios universitarios) y apostolado y proyección social.
Aparecen en estos siglos eminentes figuras de monjes cultores de todas las materias espirituales, artísticas y literarias, más bien como casos aislados; pero sus esfuerzos no logran la renovación monástica a la que, dentro del contexto eclesial, apelará el Concilio de Trento.
Los siglos XV-XVI son difíciles de resumir. Las guerras europeas, las guerras de religión, los enfrentamientos de “observancias” (intentos de renovación en el interior de las Órdenes Monásticas), las abadías en manos de nobles y burgueses, debilitaron la vida espiritual de los monasterios hasta límites insospechados. Y la misma debilidad de los monasterios fue la causa de no poder reaccionar ante las tormentas sociales y políticas que se les vinieron encima. Hubo, dentro de todos estos males, importantes movimientos de renovación que, empujados por la reforma tridentina, amparados e influidos por otros movimientos espirituales, lograron si no renovar plenamente sí “apuntalar” algunas de las antiguas tradiciones monásticas. Uno de los casos más representativos es la “reforma Trapense” del Abad Rancé (1626-1700)[36]. Son extraordinarios los esfuerzos hechos en los siglos XVII y XVIII por elevar el nivel espiritual del monacato.[37]
Podemos seguir avanzando en este somero resumen histórico, peligroso por su brevedad, es cierto, pero que nos muestra muy a las claras que el monacato Occidental depende en gran medida, en cuanto a los vaivenes de su ascética y búsqueda contemplativa, de los condicionamientos sociales y culturales que le toca vivir. Esto hace que los monjes se acomoden más o menos a tareas que les son encomendadas o que ellos mismos buscan y promocionan, bien en el terreno de los estudios y la investigación dentro de las ciencias eclesiásticas o en otros terrenos del arte y de la ciencia. Esto es lo que quizá les haya dado mayor popularidad y haya llevado a concebir los monasterios como talleres de artes, ciencias y espiritualidad.
La gran renovación y “restauración” monástica del siglo XIX[38] trata de rescatar los valores tradicionales valores monásticos rescatando arquitectónicamente grandes abadías, promoviendo los estudios teológicos y litúrgicos y apuntando a que en cada monasterio hubiera una gran comunidad, dinámica, con múltiples actividades y una proyección social y apostólica notables, de modo que tanto en las observancias benedictinas como cistercienses este ideal fue plenamente alcanzado. La gran crisis cultural y espiritual de la Europa de la revolución industrial y de la primera postguerra mundial produjeron un gran aflujo de vocaciones a los monasterios.
Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX se produce una gran expansión monástica desde Europa hacia otros continentes, Estados Unidos – Canadá, África, Australia, Asia… expansión que continúa hasta hoy día.
La confrontación con otras culturas espirituales y la adaptación de la observancia benedictina a otros climas religiosos produce un gran enriquecimiento del monacato cristiano, favoreciendo un nuevo interés por los valores propios de la contemplación y la vida contemplativa cristiana.[39]
Desde Egipto el monacato cristiano se ha hecho a lo largo de los siglos viajero de todos los caminos del mundo, en la actualidad se encuentra extendido por los cinco continentes del globo.
Como más o menos se ha podido ver, el fenómeno monástico cristiano, desde sus orígenes ha revestido múltiples ropajes. Y aquí habría que volver a uno de los puntos iniciales de esta exposición: “Los grupos de vida monástica se han constituido tradicionalmente en la historia como instituciones religiosas. Arraigado en una tradición y traspasando las fronteras religiosas y culturales de Oriente y Occidente, el monacato aparece universalmente desde sus orígenes como la expresión de aquel ideal de vida cuyo máximo exponente va a ser la búsqueda de lo Absoluto y el deseo de la santidad del individuo; dicho con otras palabras, el cumplimiento, aquí y ahora, de la propia realización humana como respuesta religiosa que da el sujeto al misterio de ese Absoluto. Ahora bien, como nos demuestra la historia monástica, las realizaciones históricas de ese ideal han dado lugar a diferentes proyectos monásticos”[40]. Es por esto que cuando nos hemos referido al monacato y a su historia conviene fijar la atención en los diferentes proyectos de vida monástica que han ido surgiendo en el tiempo y han quedado configurados institucionalmente.
3. Monasterios hoy y mañana.
Así, pues, a lo largo de su historia, el monacato ha aparecido en una diversidad de proyectos monásticos en los cuales, aunque se sustenten en el mismo ideal lo desarrollan según formas y programas diferentes.
“Durante los primeros dieciséis siglos de la historia de nuestra Iglesia, la oración contemplativa era reconocidamente la meta de la espiritualidad cristiana tanto para el clero como para la gente laica. A raíz de la Reforma esta tradición, al menos en su forma de de tradición viva, prácticamente desapareció. Ahora en el siglo XX ha comenzado la recuperación de la tradición contemplativa cristiana con la introducción de los diálogos interculturales y con las investigaciones históricas”[41], y desde muchos monasterios se ha promovido este movimiento, siendo incluso muchos monjes los promotores de publicaciones, retiros y conferencias tendentes a la recuperación genuina de la contemplación y la mística sin los condicionamientos, o apoyos, de la vida monástica cenobítica[42].
Basta echar una ojeada al Vol. VIII, capítulos III a VI, de la obra de García Mª Colombás, La Tradición benedictina, para darse cuenta de que la llamada “restauración monástica” apuntaba ya a una gran renovación contemplativa y espiritual de la vida monástica, renovación que debido al influjo litúrgico y a las hospederías monásticas iba a trascender muy pronto los límites de la clausura monacal. Además, se insistió mucho en la buena preparación intelectual de los monjes sacerdotes, se facilitó la asistencia a las universidades católicas, y se crearon nuevamente grandes “Institutos” o colegios monásticos en Roma y en otras ciudades europeas.
a) Nuevas dimensiones para la vida contemplativa monástica.
Son significativos, por ejemplo, los títulos aparecidos últimamente sobre una nueva dimensión de la espiritualidad y experiencia monástica cara a un mundo plural y en el que la inquietud religiosa aparece con renovadas fuerzas: Monjes para el tercer milenio[43], donde ya en el prólogo aparecen estas cuestiones: “¿Es que tiene sentido la vida monástica en una era postmoderna y de avanzadas tecnologías? ¿No es un residuo medieval? ¿este tipo de existencia tiene algo que ver con lo que vive la gente de la calle? ¿Es un planteamiento vigoroso, el del monje, que choca con la ideología ‘light’? ¿O es una evasión para no afrontar los retos que nos plantea la sociedad?”… “A partir, por tanto, de su propia existencia y del conocimiento progresivo de las profundidades de su ser, los monjes pueden prestar un gran servicio a sus contemporáneos… Realmente, la experiencia espiritual que se recorre a lo largo de la vida monástica no es ajena a la experiencia fundamental que vive todo ser humano si quiere tomar consciencia de su realidad personal y vivirla en profundidad. Y más todavía cuando se trata de un creyente en Cristo”.
Raimon Panikkar ha escrito ampliamente sobre el “arquetipo universal del monje”[44], da allí unas pautas muy certeras para la tarea que todos los monjes y monjas contemplativos deben asumir hoy: “Sociológicamente hablando, en un mundo amenazado por el aumento de complicaciones tecnológicas, el que haya gente abogando por la simplicidad es algo más que una salida hacia la libertad, la salud espiritual y la humanidad. Incluso si estamos condenados a la complejidad, no todo el mundo puede adaptarse a ella. Necesitamos respiros, excepciones… Una llamada a la bendita sencillez es necesaria y urgente. Si no lo hacen los monjes antiguos, surgirán nuevos monjes para ejercer esta función de recordar al mundo, con su ejemplo, que sólo se necesitan pocas cosas para una vida humana y feliz; y todavía menos para alcanzar la “vida eterna”, que no es necesario, desde luego, dejarla para el futuro…”[45] Y continúa: “Actualmente somos testigos de una cierta relación tensa entre las instituciones monásticas de todo el mundo y sus religiones respectivas… me refiero a la tendencia a mantener las viejas instituciones monásticas como piezas de museo e impidiendo su evolución, ya que evolucionar es algo considerado como una traición a su antigua y auténtica vocación. Me refiero al deseo, sobre todo, por parte de los de fuera, de ver cómo los monjes preservan valores muy necesarios. Hay que vivir en Roma, Bangkok, Rishiekeh o en el Valle del Kangra para comprender este fenómeno de “autoridades” que quieren preservar las viejas instituciones en su pureza prístina, incontaminadas del aire de la modernidad. Hay algo válido en todo esto,pero resulta problemático y por último anula su mismo propósito, si se hace desde el exterior, como un resultado de presiones más o menos sutiles. ‘La gente espera que uno sea sí. Se supone que uno ha de comportarse de determinada manera o ha de decir determinadas cosas…’ Estas son las frases típicas que a menudo escuchamos”.[46]
Las relaciones entre monacato y cultura moderna también han sido ampliamente estudiados, sobre todo en artículos de revistas monásticas.[47] La síntesis entre “acción y contemplación” o “¿Hasta qué punto los problemas vocacionales de novicios y monjes son el resultado de un conflicto entre el ‘pensamiento moderno’ y las ‘ideas monásticas tradicionales’?”, no han escapado a la observación de los pensadores monásticos.[48]
b) Thomas Merton, un monje del siglo XX.
En el caso de Thomas Merton nos encontramos con un testimonio admirable de cómo la vida monástica y la contemplación pueden armonizarse plenamente con una “sensibilidad y conciencia mundana” altamente desarrolladas.
Este monje cisterciense de la Abadía estadounidense de Gethsemani, ganador del premio Pulitzer con su obra clásica La montaña de los siete círculos[49], y muerto en Bangkok con motivo de un viaje a Asia para participar en un encuentro intermonástico[50], es quizá quien en los tiempos modernos ha sabido traducir a lenguaje moderno los temas fundamentales de la vida monástica y de la vida espiritual cristiana, a la vez que supo integrar en su vocación monástica un fructífero diálogo con el “mundo” a través de personas muy representativas del ámbito de las artes, las letras y la cultura en general.
Veamos cómo le describe un gran conocedor suyo, a la vez que podemos vislumbrar en estas palabras un modelo del esfuerzo hecho por la vida monástica en estos últimos años para encontrar su lugar en el mundo actual:
“El P. Thomas Merton fue un hombre complejo en cuanto que, aún habiendo optado por una vida dentro del claustro y separada del mundo, se convirtió en un escritor muy consciente de relacionarse con un público amplio y creciente. Puede muy bien describírsele como un amante gregario de la soledad. Si esta frase os ha parecido contradictoria, entonces es señal de que me habéis entendido. Ambas atracciones eran muy fuertes para él. El tenía un don especial para contactar con gente de todo tipo, con quienes congeniaba admirablemente… Además solía sentir deseos apremiantes de contactar con la gente y sufría cuando, después de un largo período de tiempo, estos encuentros eran escasos. A su vez, sus deseos de soledad y silencio no eran menos imperativos. Algunos han dudado de si tuvo un verdadero concepto de lo que es la vida solitaria. A mi juicio, tal opinión se olvida de un elemento importante de su personalidad y de todo lo que significó su vida después de entrar en el monasterio a los veintiséis años. El supo aprovechar enormemente sus experiencias de soledad en comunidad que es característico de la vida cisterciense. Experimentaba una paz profunda durante las horas de oración solitaria en las que era consciente de haber sido favorecido con gracias espirituales especiales. Nunca dejó de disfrutar de estas horas de recogimiento e, incluso durante sus viajes por el Lejano Oriente al final de su vida, solía arreglárselas para sacar horas de su agenda para la oración.
Una de las causas mayores de su repetido descontento después de hacer sus votos perpetuos, especialmente durante su período de ermitaño, fue precisamente que por un lado era plenamente consciente del valor de la soledad para su salud y crecimiento espirituales, pero por otro sentía profundamente la necesidad de comunicarse con los demás. De hecho, a medida que crecía su experiencia de Dios, sentía una mayor responsabilidad por el bien y la salvación de los otros y de toda la sociedad…
Aunque la labor de escritor fue algo instintivo para Merton, representaba más que un deseo de cumplir su impulso psicológico de comunicarse con otras personas; fue una verdadera misión y vocación que crecieron de su experiencia de Dios. Su facilidad para relacionarse con todo tipo de gente y su temperamento tan marcadamente gregario jugaron de hecho un papel importante en la realización de este aspecto de su vocación. El era un prolífico y consumado escritor de cartas. Los cinco volúmenes de cartas publicados, así como su correspondencia con James Laughlin, son sólo algunas de las que se conservan. Muchas de éstas son notables tanto por su calidad literaria como por su contenido. Su gusto por las personas, su capacidad para la amistad, su cercanía a los demás, confieren a estos documentos un fervor y un tono tan personales que los hacen consistentemente humanos así como informativos. De todos formas, la escritura demostró no satisfacer adecuadamente su atracción hacia los demás ; necesitaba compartir en persona con quienes simpatizaba, fuera por su carácter, por sus dones intelectuales o espirituales o por sus habilidades adquiridas. Se veía atraído enormemente, incluso de forma apremiante, por aquellas personas con las que podía intercambiar ideas y experiencias en un ambiente de respeto amistoso.[51]
No podemos decir, ciertamente, que esto se dé en todos los monjes actuales y en todos los monasterios se comparta esta visión de la vida contemplativa y sus relaciones con las personas y el “mundo”; pero sí se puede afirmar que, en general, las comunidades monásticas actuales se orientan mucho en este sentido, y, sobre todo a partir del Vaticano II, han sentido este desgarro vital que acuciaba al P. Merton, desgarro que si en el texto del P. John Eudes se refiere a una persona, en general se puede decir que ha sido también así en muchas comunidades monásticas, deseosas de reencontrar su puesto en la Iglesia, en la sociedad circundante y en la misión apostólica tradicional de los monjes, dado que los grandes monasterios europeos siguen dando en los tiempos modernos una imagen de reductos medievales donde siempre se habla del pasado, de las obras de los scriptoria, de las arquitecturas simbólicas y de los trabajos de ambiente rural. Precisamente una de las causas de cierta renovación en los hábitos de vida causante, además, de una sana actualización de las costumbres monásticas, ha sido la aceptación por parte de las comunidades monásticas de trabajos y medios de vida más en consonancia con la sociedad industrial y tecnologizada de nuestros días que con las tareas del campo de hace cincuenta años, por ejemplo. El hecho de que la mayoría de las vocaciones de estos últimos años provengan de ambientes de ciudad, más cultivadas intelectualmente y con variadas experiencias en el ámbito social, ha influido positivamente en la vida de las comunidades, si bien algunos conflictos generacionales, más por la mentalidad que por la edad, aún no se han solucionado en el grado deseable.
Era, pues, normal que Merton no fuera comprendido en el ambiente que tanto en Gethsemani como en otras abadías trapenses europeas reinaba a mediados de los 50.
Conclusión y conclusiones.
Quisiera concluir abordando someramente un tema que, según he podido captar también entre Vds. en los breves encuentros mantenidos en los pasillos: –“¿Qué va a pasar con los monasterios dentro de poco? ¿Habrá que cerrarlos o se extinguirán por sí mismos?” Voy a tratar de ser claro en la medida de mi propia experiencia y de mi saber, y no voy a hacer de profeta de calamidades, sino de profeta de esperanza.
Los años 60, los del pre y postconcilio Vaticano II, fueron años de grandes convulsiones en Europa –que de una forma u otra han durado hasta la caída del muro de Berlín, la clarificación del fiasco del comunismo y la puesta en marcha de una aún precaria Unión Europea-. Poca gente de sociedad y de Iglesia era clarividente en los 60 para prever el futuro que se nos ha venido encima y el cambio tan rápido, profundo y universal que han sufrido todas las estancias sociales, cambio que ha repercutido notablemente en la concepción de lo religioso, la familia, los valores “tradicionales”, la educación y la gestación de la idea del mundo como “aldea global” (y ello en medio de un vertiginoso descenso de la natalidad en Europa y de una continua presión de inmigrantes de África y Asia).
Tras los años 60 se produce una gran crisis en la vida religiosa y monástica en Europa, caracterizado por grandes abandonos y escasos ingresos, lo cual se observa hoy día claramente en el índice de edad media de las comunidades, tendentes al envejecimiento. Los monasterios ya no son lugar de refugio ni de promoción humana, como sucede siempre tras una gran crisis social (en España en la posguerra civil y en Europa y USA tras la II Guerra Mundial, por ejemplo). En Europa (y más concretamente en España, y particularmente en el caso de las monjas) existen demasiados monasterios, y muchos de ellos –aunque artística y arquitectónicamente admirables- poco confortables para una vida con las nuevas comodidades que ofrece la sociedad a la clase media, habitados por comunidades “mayores” y, en bastantes casos, poco receptivas ya prácticamente incapaces de recibir nuevas vocaciones.[52]
La juventud actual sufre un retraso (provocado por los sistemas educativos y las condiciones económicas y laborales) en su decisión de elegir una vocación, y los valores culturales en que se ve envuelta favorecen más la “actividad social” como medio de realización que el cultivo de los valores que propiciarían una dimensión contemplativa de la persona. Por otra parte, muchas personas de entre 25 y 30 años encuentran a las comunidades monásticas actuales muy “ancladas” en estructuras del pasado, resultándoles difícil encontrar entre los monjes auténticos guías espirituales, y, en la vida diaria de la comunidad, la liberación de ciertas preocupaciones y trabajos que favoreciera una mayor dedicación a la formación en la vida y disciplina contemplativas.
Finalmente, en los últimos años, debido a las causas señaladas, el mayor conocimiento en muchos sectores seculares de métodos de oración y meditación, de experiencias contemplativas entre laicos, de reuniones, seminarios, retiros, etc., tendentes a descubrir la vía contemplativa en medio de la actividad secular[53], ha contribuido a que, por una parte las vocaciones que llaman a las puertas de los monasterios sean más exigentes en el itinerario contemplativo –dentro de las incongruencias de muchos jóvenes- y, por otra, que sólo los monasterios y comunidades que son capaces de entrar en diálogo y saber formar[54] a estas personas tienen garantizada su perseverancia y desarrollo contemplativo.
Y dentro de este ‘finalmente’ del párrafo anterior, unas líneas nada más para apuntar que hay un renacer de nuevas comunidades contemplativas[55] con formas y costumbres que aunque inspiradas en los usos benedictinos y cartujanos[56], carecen, por el momento, de los montajes de las grandes abadías, lo cual les permite una vida contemplativa más fluida y desahogada (y mucho más atractiva para los jóvenes de hoy…).
En fin, la vida monástica tiene ante sí muchos retos. No es el más importante, ni el que debe polarizar sus esfuerzos, la supervivencia de muchas comunidades (que en los próximos años ciertamente desaparecerán… y de hecho ya están desapareciendo); más bien el reto es que las comunidades monásticas se hagan cada vez más contemplativas en consonancia con lo que fue y será siempre el origen del monacato: la fidelidad al Evangelio y la exclusividad en cultivo de la interioridad. Sé que muchas comunidades están empeñadas en esta tarea, a pesar de variadas dificultades, y sé que Vds. podrán encontrar en ellas el reflejo vivo de lo que en realidad son, al margen de lo que hagan (que a veces es lo que más se ve…).
No sé si he dicho lo que Vds. deseaban oir. Pero muchos monjes y monjas de los monasterios de hoy, en su vida sencilla, oculta, comprometida, siguen cantando en sus himnos del oficio de vísperas esta estrofa maravillosa, que define muy bien lo que es un contemplativo:
Dichoso el fascinado por tu rostro, Señor Jesús,
y cuyo amor en todo vio la huella de tu imagen.
Dichoso el despojado por presencia: Tú le invadiste,
asido a Ti te deja ver su vida en transparencia.
Viviente icono de tu misterio en el camino:
dichoso aquel, Señor Jesús, que pasa
en tus manos contigo al Padre
Francisco Rafael de Pascual, ocso,
Abadía Cisterciense de Sta. Mª de Viaceli,
Ávila, noviembre de 2000.
Notas